Reynol Pérez
A continuación, te presento un
cuento para adultos de Reynol Pérez Vázquez, un escritor, periodista, dramaturgo y
traductor especializado en literatura búlgara. Ha publicado más de veinte obras
de teatro, narrativa y estudios cinematográficos, además de destacar como
guionista y traductor reconocido. Este cuento para adultos, puedes escucharlo
en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.
Un paseo por el bosque narra la infancia y adolescencia de Adam en Portland, marcada por la lluvia, la
rutina familiar y un divorcio que lo separa de su madre y hermana. Tras mudarse
con su padre a un pequeño pueblo, su vida cambia cuando conoce a Jill, una
chica popular con quien experimenta el primer amor. Sin embargo, una tragedia
inesperada rompe su mundo, sumiéndolo en el dolor y la confusión. A partir de
ese momento, la realidad y lo inexplicable comienzan a entrelazarse, llevándolo
a un desenlace tan inquietante como poético.
El cuento aborda la soledad, la
nostalgia y el paso del tiempo a través de la mirada de un joven que enfrenta
cambios profundos en su vida. Desde la separación de su familia hasta su
llegada a un nuevo pueblo, su mundo parece marcado por la distancia emocional y
la sensación de no pertenecer al todo. La aparición del amor le brinda un
instante de calidez y conexión, pero una tragedia irrumpe, dejando al
protagonista atrapado entre la realidad y una dimensión incierta. El final
sugiere que hay experiencias que nos transforman por completo, borrando las
fronteras entre lo que somos y lo que dejamos atrás.
Un paseo por el bosque
En los recuerdos más tempranos de
mi infancia en Portland siempre está presente la lluvia. Mi primer camarada, el
paraguas, como un hongo gris encima de mi cabeza. Nuestra casa era muy
semejante a las del vecindario, pero allí la vida transcurría de otra manera.
El único espacio para la convivencia era la hora de la comida y el resto del
tiempo cada miembro de la familia se entregaba a sus actividades. Mi madre se
instalaba en la mesa de la cocina para revisar las tareas de sus alumnos de la
preparatoria y después iba a sentarse en su sillón favorito de la sala de estar
a leer novelas y libros de poemas. Salvo casos urgentes, estaba estrictamente
prohibido interrumpir su ritual. Mi padre, por su parte, se encerraba en el
garaje para dedicarse a lo que constituía una pasión más que un simple oficio:
restaurar coches antiguos. Al concluir su obra maestra y siempre con un pesar
que le resultaba imposible esconder, la vendía. Algunas semanas después, cuando
volvía a casa por la tarde con el rostro esplendente, de inmediato adivinábamos
el motivo: la adquisición de un nuevo viejo coche. Por lo demás, ninguno de
nosotros ponía un pie en el garaje para evitar el penetrante olor de las
pinturas y de todos los químicos que auxiliaban su tarea. Evelyn, mi hermana
mayor, solía quedarse por las tardes en la escuela a ensayar puestas escolares.
Cuando volvía más temprano a casa, se encerraba en su dormitorio y escribía con
afán cartas a estrellas de cine. Su máximo triunfo fue recibir contestación de
Geraldine Page, acontecimiento que aumentó su popularidad entre sus compañeros
y profesores.
Mi pasatiempo era de lo más
común: dar largos paseos en bicicleta, muchas de las veces a lo largo del curso
del río Willamette. Enfundado en un impermeable, en los días de lluvia, me
gustaba aspirar el aire recién lavado. Aprendí a hallar placer bajo las gotas
en nuestros viajes a Seattle, donde mi madre y mi hermana se perdían en
librerías y cafés. En esas horas de ocio yo recorría las calles de la ciudad
cobijado por una lluvia tan ligera que más bien se asemejaba al rocío.
Así las cosas, a principios de un
verano de 1964, a la hora de la cena, nuestros padres nos sirvieron un platillo
de sobremesa. El anuncio de un divorcio amistoso. A Evelyn, confidente de mi
madre, la noticia no la tomó por sorpresa. El reparto de bienes ya había sido
acordado: yo me quedaría con mi padre en Portland mientras que Evelyn y mi
madre iban a establecerse en Los Ángeles para que mi hermana estudiara
actuación. Lo único que me había entristecido era dejar de oír la risa de
Evelyn que añadía algo de música a aquello que nos habíamos empeñado en llamar
hogar.
En un principio extrañé la comida
de mi madre cuando intentaba encontrar sabor a aquellos bocados que tenían la
sazón propia de los hombres solos. Recién había cumplido los dieciséis años y
me preguntaba qué significaba el futuro, aquella palabra que todo mundo
pronunciaba con tono fanfarrón.
Los días de aquel verano eran
como un fajo de billetes que no atinaba en qué gastar. Mi padre pasaba todo el
día en la oficina y yo no tenía amigos ni mucho menos deseos de entregarme a
actividades en las que participaba la gente de mi edad. Por las mañanas
desayunaba algo, luego me preparaba un emparedado y tomaba mi bicicleta para
después perderme el día entero por los alrededores de la ciudad.
Pocos días antes de que se
reanudaran las clases en la escuela, mi padre me anunció que nos mudaríamos a
un pequeño pueblo a un centenar de kilómetros de Portland. Sus superiores lo
habían ascendido de puesto y se encargaría ahora de la administración de las
oficinas del aserradero, donde llevaba veinte años trabajando. En mi estado de
apatía aquella noticia me había dejado impasible, la única diferencia que
hallaba entre vivir en Portland y en un pequeño pueblo era que no iba a pasar
desapercibido. Los fines de semana volveríamos a casa para que mi padre
continuara ocupándose del oficio que daba sentido a su vida.
La empresa nos asignó una casa en
las afueras, no muy lejos de las instalaciones del aserradero. Yo iba a asistir
a la escuela en bicicleta. La vivienda estaba amueblada y era más grande de lo
que hubiéramos imaginado. Una mujer acudía dos veces por semana a hacer la
limpieza y a preparar comida. Mi padre y yo solo teníamos que hacer las
compras.
La primera semana fui la novedad
en la escuela pero mi timidez no ayudó mucho a que el interés se mantuviera más
allá de ese lapso. Muchos, incluidos los profesores, me trataban con una
condescendencia sospechosa, como si yo fuera alguien de cortos alcances.
Únicamente Jill, una de las chicas más populares de la preparatoria, fue quien
mostró una actitud sincera y en la primera oportunidad que tuve la invité al
cine, atemorizado en el fondo por mi atrevimiento. Nunca había ido a una
función de cine acompañado de una chica. Acostumbraba a acudir con Evelyn y en
algunas ocasiones con mi madre.
Apenas logré concentrarme en la
película, ya que lo único que deseaba era contemplar su sonrisa. En ciertos
momentos creí escuchar los latidos de su corazón durante las escenas dramáticas
que se proyectaban en la pantalla.
A partir de aquel día
aprovechábamos cualquier ocasión para reunirnos y a menudo nos quedábamos en la
biblioteca de la escuela para hacer las tareas juntos. Los fines de semana en
Portland se me antojaban interminables sin Jill. Los domingos por la mañana mi
madre y Evelyn nos llamaban, siempre con buenas noticias y glorificando el buen
clima de Los Ángeles. El nuevo trabajo de mi madre superaba sus expectativas y
los estudios de mi hermana no podían marchar mejor. Todo parecía la otra cara
de nuestra rutina o será que lo que permanece lejos de nuestro alcance adquiere
tintes luminosos por la imposibilidad de vivirlo.
Llevábamos un mes en el pueblo
cuando Jill me invitó a merendar en su casa. Nunca había probado una tarta de
arándano tan deliciosa ni recordaba que mi madre me la hubiera servido con
tanta diligencia. En el camino de vuelta a casa concluí que era el enamoramiento
el que convertía los actos cotidianos en un hecho extraordinario.
Empezaba octubre. Esa mañana
había llovido copiosamente; luego Empezaba octubre. Esa mañana había llovido
copiosamente; luego de escampar, el cielo mostraba un azul deslumbrante. Jill
me propuso dar un paseo en bicicleta por los senderos escarpados que bordeaban
el río. Aseguró conocerlos de memoria. Sin más, nos colocamos las mochilas al
hombro, montamos en nuestras bicicletas y emprendimos el camino. El terreno se
hallaba resbaloso y pedaleábamos con cuidado. En un tramo del camino que
parecía más seco, Jill aceleró la marcha y me dejó atrás con las palabras de su
desafío:
—Si eres tan bueno como dices,
¡alcánzame! —y desapareció en un recodo del sendero.
Cuando llegué al lugar, no la vi
por ninguna parte. Hasta donde el sendero resultaba visible, no divisé a nadie.
Seguí la ruta con la esperanza de encontrarla más adelante, esperándome y
riéndose de mi torpeza. En vano. Desanduve el camino y poco antes de hallarme
de nuevo en el recodo, descubrí el rastro de las ruedas que dibujaban un
intento inútil de salvarse de la trampa de la pendiente. Un martillo
enloquecido suplantó a mi corazón y sofocado y lloroso partí en busca de ayuda.
Tres días después descubrieron su
cuerpo en un meandro del río. La muerte había echado su manto gélido sobre mis
espaldas, un cuerpo que ya no era el mío se arrastraba por los días. Voces
sollozantes, gritos exasperados e interrogatorios fríos me acosaban con encono.
Mi padre decidió que no era prudente que yo asistiera al entierro y mucho menos
a la escuela; además, se aprestó a solicitar una licencia para hacerme
compañía. En un instante de sosiego le rogué que no enterara a mi madre de lo
sucedido. Una tarde tuvo que salir para atender un asunto inaplazable en el
aserradero. Ya era entrada la noche y no había vuelto. Yo no había logrado
dormir durante los últimos días y me habían recetado somníferos. Yacía en mi
cama y el colchón era un pantano, donde me hundía y volvía a flotar. De pronto,
desde la lejanía, percibí unos golpes leves en la puerta de mi dormitorio y lo
que parecía una voz dijo:
—Me siento muy sola. Déjame
entrar, Adam—. Un instinto animal me puso en pie. La puerta se abrió y Jill se
plantó delante de mí. Llevaba un vestido blanco de lino, el color de su rostro
era cenizo pero no había perdido su lozanía. Los cabellos rojizos caían sobre
su espalda y de ellos emanaba un brillo tenue. Observé sus pies descalzos,
manchados de lodo. Sus manos frías se posaron en mis mejillas, acercó su nariz
a la mía y algo dio un tirón dentro de mí; después el aire abandonó mis
pulmones. Me volví, ingrávido, y en la cama descubrí un muñeco lívido.
Jill me tomó de la mano y salimos
de la casa sin abrir la puerta. Las calles del pueblo permanecían silenciosas y
desiertas. Las luces en las ventanas denunciaban que la vida se encerraba entre
cuatro paredes y era ya rehén de la noche. Libres de malos pensamientos,
caminamos por esas calles, rozando apenas el suelo; nos deslizábamos por un
tiempo letárgico.
Una imponente puerta de hierro
forjado nos obstruyó el camino y la dejamos atrás con ligereza. Tomamos por un
senderillo. Había una claridad brumosa, como si nos halláramos entre las raíces
de la luz. Pude oír los trinos melodiosos de pájaros sumergidos bajo las tumbas
que nos daban la bienvenida.
—Estamos en casa —pronunció Jill
y por primera vez sonrió.
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María Fernanda Ampuero
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