Mostrando entradas con la etiqueta Juan Rulfo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Juan Rulfo. Mostrar todas las entradas

lunes, 17 de marzo de 2025

No oyes ladrar a los perros, uno de los mejores cuentos de Juan Rulfo

 

Cuento de Juan Rulfo

A continuación, te presento uno de los mejores cuentos para adultos, No oyes ladrar a los perros, de Juan Rulfo considerado uno de los mejores escritores mas importantes del S.XX (véase aquí su biografía).

En este cuento, un padre lleva a su hijo herido en busca de ayuda a un pueblo cercano, atravesando un camino difícil en la oscuridad. Durante el trayecto, el padre le habla, recordando el pasado y expresando sus sentimientos, mientras lucha contra el cansancio y la desesperanza. En su travesía, la luna los ilumina y la ausencia de sonidos refuerza la incertidumbre de su destino.

El cuento refleja el amor y el sacrificio de un padre, a pesar del dolor y la decepción que siente por su hijo. Explora la carga emocional y física que representa la relación entre ambos, así como la lucha entre el deber y el resentimiento. La falta de respuestas y la oscuridad simbolizan la incertidumbre y la falta de esperanza en el camino de la vida. El ladrido de los perros simboliza la esperanza y la cercanía de la salvación, aunque también marca el contraste entre la expectativa del padre y la dura realidad que enfrenta.

Si lo prefieres, puedes escuchar este cuento para adultos en  YouTube,

 

No oyes ladrar a los perros

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

        —No se ve nada.

        —Ya debemos estar cerca.

        —Sí, pero no se oye nada.

        —Mira bien.

        —No se ve nada.

        —Pobre de ti, Ignacio.

        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

        —Sí, pero no veo rastro de nada.

        —Me estoy cansando.

        —Bájame.

        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

        —¿Cómo te sientes?

        —Mal.

        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

        —¿Te duele mucho?

        —Algo —contestaba él.

        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

        —No veo ya por dónde voy —decía él.

        Pero nadie le contestaba.

        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

        Y el otro se quedaba callado.

        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

        —Bájame, padre.

        —¿Te sientes mal?

        —Sí

        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

        —Te llevaré a Tonaya.

        —Bájame.

        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

        —Quiero acostarme un rato.

        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

        —No veo nada.

        —Peor para ti, Ignacio.

        —Tengo sed.

        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

        —Dame agua.

        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

        —Tengo mucha sed y mucho sueño.

        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

 

 

        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

 

Fuente: https://www.literatura.us/rulfo/perros.html

 

Cuentos en YouTube

Gabriel García Márquez 

Si te gusta este género literario, te recomiendo otro cuento en YouTube: La siesta del martes de Gabriel García Márquez 

 

viernes, 3 de junio de 2022

Cuentos latinoamericanos de grandes escritores

 

Los mejores cuentistas de Latinoamérica

Latinoamérica nos ha dado escritores muy reconocidos en el género del cuento. Hablamos de autores como Juan Rulfo, Julio Cortázar, Felisberto Hernández…El listado de grandes cuentistas latinoamericanos sería interminable, pero me gustaría ofrecerte una muestra literaria de estos escritores que te he mencionado, así que he seleccionado un cuento de cada escritor.

 

Julio Cortázar (Bruselas, 1914 - París, 1984) Escritor argentino, una de las grandes figuras de la literatura hispanoamericana, que dio merecida proyección internacional a los narradores del continente, además Julio Cortázar fue un maravilloso cultivador de cuentos y he escogido narrar Una flor amarilla. Este cuento recoge una conversación entre el personaje narrador con un tipo al que conoció en un bistró. El personaje narra que conoció en el autobús a un chico de trece años y desde el primer momento tuvo la certeza de que ese chico era él en su juventud.

Juan Rulfo, nació en Apulco, Jalisco, el 16 de mayo de 1917; murió en la Ciudad de México, el 7 de enero de 1986. Fue un escritor, guionista y fotógrafo mexicano, perteneciente a la Generación del 52.​​ Es considerado uno de los escritores hispanoamericanos más importantes del siglo XX.​​​ Con sólo dos obras, el libro de cuentos El llano en llamas y la novela Pedro Páramo, Juan Rulfo marcó un hito en la literatura mexicana, por lo que es uno de los autores nacionales más leídos en el país y el extranjero. Yo he seleccionado ¡Diles que no me maten! Este cuento para adultos se centra en narrar ciertos pasajes claves de la vida de Juvencio Nava, quien debe huir durante gran parte de su existencia por haber asesinado a su compadre don Lupe Terreros.

 

Feliciano Felisberto Hernández (Montevideo, Uruguay; 20 de octubre de 1902 - Montevideo, 13 de enero de 1964) fue un escritor, compositor y pianista uruguayo. Uno de los cuentistas latinoamericanos más originales. La obra de Hernández es de difícil clasificación, es reconocido por sus extraños relatos donde individuos tranquilamente desquiciados inyectan sus obsesiones en la vida cotidiana. De este escritor he seleccionado La pelota donde una abuela, un niño de ocho años y su deseo de tener una pelota son los protagonistas de esta historia.

 

Cuentos latinoamericanos

 

Latinoamérica tiene una vasta y distinguida tradición cuentista, así que aprovecho esta ocasión para que puedas escuchar algunos cuentos para adultos de algunas de las voces más reputadas en el género del cuento. Espero que puedas disfrutar de estos cuentos de Latinoamérica de unos escritores que han dejado una huella indeleble en la literatura mundial. Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo también Cuentos de Benito Pérez Galdós. 

 

 

 

La grieta, relato para adultos de Cristina Peri Rossi

  El simbolismo de la duda en La grieta de Cristina Peri Rossi A continuación, te presento La grieta , un cuento para adultos de Cristina ...