Rosario Castellanos
A continuación, te presento un
cuento de Rosario Castellanos, escritora, periodista y diplomática mexicana,
considerada una de las literatas mexicanas más importantes del siglo XX. El
cuento, Modesta Gómez, es un relato para adultos que me ha cautivado
profundamente. En él, la autora relata la vida de una joven en un pequeño
pueblo de México, donde explora y pone de relieve las rígidas jerarquías
sociales. Castellanos, con su estilo único, nos sumerge en una narrativa rica y
crítica que invita a reflexionar sobre las dinámicas de poder y desigualdad
presentes en la sociedad
Aquí puedes encontrar un resumen
y análisis del cuento. Si te interesa escuchar este relato para adultos, te
invito a visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones, donde podrás
disfrutarlo en su totalidad.
Modesta Gómez
¡Qué frías son las mañanas en
Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles surgen las
campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el jadeo
de molinos que empiezan a trabajar.
Envuelta en los pliegues de su
chal negro, Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo había advertido su
comadre, doña Águeda, la carnicera:
—Hay gente que no tiene estómago
para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo creo que son haraganas. El
inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.
Siempre he madrugado, pensó
Modesta. Mi nana me hizo a su modo.
(Por más que se esforzase,
Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de su madre, el rostro
que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos años.)
—Me ajenaron desde chiquita. Una
boca menos en la casa era un alivio para todos.
De aquella ocasión Modesta tenía
aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después,
abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de bronce: una
mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la casa de
los Ochoas: don Humberto, el dueño de la tienda La Esperanza; doña Romelia, su
mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.
La casa estaba llena de sorpresas
maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta la sala de recibir! Los
muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico multicolor de
postales, desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un
calorcito agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su
corazón. Sí, se alegraba de quedarse con los Ochoas, de saber que, desde
entonces, esta casa magnífica sería también su casa.
Doña Romelia la condujo a la
cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al descubrir que
su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una artesa
llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta
que la trenza quedó rechinante de limpia.
—Ahora sí, ya te podés presentar
con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el niño Jorgito se
esmeran. Como es el único varón…
Modesta y Jorgito tenían casi la
misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que debía cuidarlo y
entretenerlo.
—Dicen que fue de tanto cargarlo
que se me torcieron las piernas, porque todavía no estaban bien macizas. A
saber.
Pero el niño era muy malcriado.
Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”, como él mismo decía. Sus
alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía presurosamente.
—¿Qué te hicieron, cutushito, mi
consentido?
Sin suspender el llanto Jorgito
señalaba a Modesta.
—¿La cargadora? —se cercioraba la
madre—. Le vamos a pegar para que no te resmuela. Mira, un coshquete aquí, en
la mera choya; un jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito
de cacao, mi yerbecita de olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo
mucho quehacer.
A pesar de estos incidentes los
niños eran inseparables; juntos padecieron todas las enfermedades infantiles,
juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.
Tal intimidad, aunque
despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía su hijo, no
dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no se
le ocurrió más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir
a Modesta que lo tratara de vos.
—Es tu patrón —condescendió a
explicarle— y con los patrones nada de confiancitas.
Mientras el niño aprendía a leer
y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina; avivando el fogón, acarreando el
agua y juntando el achigual para los puercos.
Esperaron a que se criara un poco
más, a que le viniera la primera regla, para ascender a Modesta de categoría.
Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su llegada, y lo
sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado vacante.
Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con marco
de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir
a la calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies,
restregándolos contra una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.
La calle era el escenario de sus
triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes descalzos como ella,
pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían amores los
muchachos catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían
regalos y dinero.
Modesta soñaba, por las noches,
con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la casita humilde, en las
afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios que le
esperaba. No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale
desquitarse antes, pasar un rato alegre, como las mujeres malas. La vendería
una vieja alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas a los señores. Modesta
se veía en un rincón del burdel, arrebozada y con los ojos bajos, mientras unos
hombres borrachos y escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer
dueño. Y después, si bien le iba, el que la hiciera su querida le instalaría un
negocito para que la fuera pasando. Modesta no llevaría la frente alta, no
sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del poder de sus
patrones rumbo a la iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, un hijo
de buena sangre, unos ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo
correría su fama y vendrían a solicitarla para que moliera el chocolate o
curara de espanto en las casas de la gente de pro.
Y en cambio vino a parar en
atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!
Los sueños de Modesta fueron
interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta del cuarto de las
criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha. Modesta
sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se
santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su
cuerpo. Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca.
Ella y su adversario forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna
suelta. En una cicatriz del hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso
defenderse más. Cerró los ojos y se sometió.
Doña Romelia sospechaba algo de
los tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre acabaron de sacarla
de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un
hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la
sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los
muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su
propia casa.
Gracias a la violación de
Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho. Desde algunos meses
antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres borracheras. Pero, a
pesar de las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con mujeres.
Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar. Con
Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia
llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta,
delante de todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las
noches buscaba otra vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se
mezclaban olores domésticos y reminiscencias infantiles.
Pero, como dice el refrán: “Lo
que de noche se hace de día aparece”. Modesta empezó a mostrar la color
quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes que las
otras criadas comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.
Una mañana Modesta tuvo que
suspender su tarea de moler el maíz porque una basca repentina la sobrecogió.
La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba embarazada.
Doña Romelia se presentó en la
cocina, hecha un basilisco.
—Malagradecida, tal por cual.
Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Que te iba yo a solapar
tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién responder, hijas
a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas largando a la
calle.
Antes de abandonar la casa de los
Ochoas, Modesta fue sometida a una humillante inspección: la señora y sus hijas
registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha para ver si no había
robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por la que
Modesta tuvo que atravesar para salir.
Fugazmente miró aquellos rostros.
El de don Humberto, congestionado de gordura, con sus ojillos lúbricos; el de
doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara, Dolores y
Berta— curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de
Jorgito, pero no estaba allí.
Modesta había llegado a la salida
de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres, descalzas y mal
vestidas como ella. La miraron con desconfianza.
—Déjenla —intercedió una—, es
cristiana como cualquiera y tiene tres hijos que mantener.
—¿Y nosotras? ¿Acaso somos
adonisas?
—¿Vinimos a barrer el dinero con
escoba?
—Lo que ésta gane no nos va a
sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.
—¿De quién?
—Del finado Alberto Gómez.
—¿El albañil?
—¿El que murió de bolo?
(Aunque dicho en voz baja,
Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió sus mejillas.
¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto
así. Bueno, era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el
pobre tenía razón. Estaba aburrido de aplanar las calles en busca de trabajo.
Nadie construye una casa, nadie se embarca en una reparación cuando se está en
pleno tiempo de aguas. Alberto se cansaba de esperar que pasara la lluvia, bajo
los portales o en el quicio de una puerta. Así fue como empezó a meterse en las
cantinas. Los malos amigos hicieron lo demás. Alberto faltaba a sus
obligaciones, maltrataba a su familia. Había que perdonarlo. Cuando un hombre
no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día siguiente, cuando
se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a
los niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de
arrepentimiento. Pero no se corregía. Puede más el vicio que la razón.
Mientras aguardaba a su marido, a
deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en los mil accidentes que
podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala perdida.
Modesta lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos
discurriendo de dónde iba a sacar dinero para el entierro.
Pero las cosas sucedieron de otro
modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se había quedado dormido en
una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En apariencia
Alberto no tenía ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le
hicieron su untura de sebo, por si se trataba de un enfriamiento; le aplicaron
ventosas, bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los estertores de la
agonía duraron poco y las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.
—Te salió peor el remedio que la
enfermedad —le decía a Modesta su comadre Águeda—. Te casaste con Alberto para
estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge se criara con un
respeto. Y ahora resulta que te quedás viuda, en la loma del sosiego, con tres
bocas que mantener y sin nadie que vea por vos.
Era verdad. Y la verdad que los
años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de penas y de trabajo.
Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara el abuso
de Jorgito, y verdad que su muerte fue la humillación más grande para su
familia. Pero Alberto había valido a Modesta en la mejor ocasión: cuando todos
le voltearon la cara para no ver su deshonra. Alberto le había dado su nombre y
sus hijos legítimos, la había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas
enlutadas, que ahora murmuraban a su costa, habrían vendido su alma al demonio
por poder decir lo mismo!)
La niebla del amanecer empezaba a
despejarse. Modesta se había sentado sobre una piedra. Una de las atajadoras se
le acercó.
—¿Yday? ¿No estaba usted de
dependienta en la carnicería de doña Águeda?
—Estoy. Pero el sueldo no
alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que buscarme una ayudadita.
Mi comadre Águeda me aconsejó este oficio.
—Sólo porque la necesidad tiene
cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y deja pocas ganancias.
(Modesta escrutó a la que le
hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos? Seguramente
desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba. Modesta
no era de alfeñique, había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque
eso de estar tras el mostrador de una carnicería tampoco era la vida
perdurable. Toda la mañana el ajetreo: mantener limpio el local —aunque con las
moscas no se pudiera acabar nunca—; despachar la mercancía, regatear con los
clientes. ¡Esas criadas de casa rica que siempre estaban exigiendo la carne más
gorda, el bocado más sabroso y el precio más barato! Era forzoso contemporizar
con ellas; pero Modesta se desquitaba con las demás. A las que se veían
humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus
dependientas les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez
procuraban adquirir su carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo
reprochaban a gritos y no volvían a despacharles nunca.)
—Sí, el manejo de la carne es
sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar con indios.
(¿Y dónde no?, pensó Modesta. Su
comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para el indio se guardaba la
carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la balanza y el
alarido de indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las
otras placeras y se armaba un alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes,
azuzando a los protagonistas con palabras de desafío, gestos insultantes y
empellones. El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el
morral del indio que la vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera
asustada del vencido que así escapaba de las amenazas y las burlas de la
multitud.)
—¡Ahí vienen ya!
Las atajadoras abandonaron sus
conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La neblina permitía ya
distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios,
cargados de las mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras
avanzaron unos pasos a su encuentro. Modesta las imitó.
Los dos grupos estaban frente a
frente. Transcurrieron breves segundos de expectación. Por fin, los indios
continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija obstinadamente en el
suelo, como si el recurso mágico de no ver a las mujeres las volviera
inexistentes.
Las atajadoras se lanzaron contra
los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando gritos, por la posesión de
un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el chamarro de lana
o la red de verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la
atajadora, ésta sacaba de entre su camisa unas monedas y, sin contarlas, las
dejaba caer al suelo de donde el indio derribado las recogía.
Aprovechando la confusión de la
reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr con su cargamento
intacto.
—Ésa te toca a vos —gritó
burlonamente una de las atajadoras a Modesta.
De un modo automático, lo mismo
que un animal mucho tiempo adiestrado en la persecución, Modesta se lanzó hacia
la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y ambas rodaron por tierra.
Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las trenzas, le golpeó
las mejillas, le clavó las uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!
—¡India desgraciada, me lo tenés
que pagar todo junto!
La india se retorcía de dolor;
diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la nuca.
—Ya no, marchanta, ya no…
Enardecida, acezante, Modesta se
aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le entregó el chamarro de
lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.
—¡Ya basta! —dijo con energía a
Modesta, obligándola a ponerse de pie.
Modesta se tambaleaba como una
ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara, húmeda de sudor.
—Y vos —prosiguió la atajadora,
dirigiéndose a la india—, dejá de estar jirimiquiando que no es gracia. No te
pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradecé que no te
llevamos al Niñado por alborotadora.
La india recogió la moneda
presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta miraba sin
comprender.
—Para que te sirva de lección —le
dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto que yo lo pagué. Tal
vez mañana tengás mejor suerte.
Modesta asintió. Mañana. Sí,
volvería mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le decían: que el
oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas
ensangrentadas. No sabía por qué. Pero estaba contenta.
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