Samanta Schweblin
A continuación, te presento un cuento Pájaros en la boca de Samanta Schweblin, junto con un resumen, su significado y la narración de este cuento en mi canal de YouTube. Puedes leer otros cuentos de esta escritora en Lecturia.
La autora de este cuento es una escritora argentina considerada una de las escritoras contemporáneas más destacadas de la literatura argentina y latinoamericana, ha sido traducida a más de cuarenta idiomas y recibido numerosos premios internacionales.
Este cuento pertenece a una colección de cuentos de la escritora argentina Samanta Schweblin,
publicada en 2009. Esta obra ha sido traducida a más de una decena de idiomas y
le valió a Schweblin el Premio Casa de las Américas en la categoría cuento,
además de una nominación al Premio Man Booker International.
Este cuento para adultos, Pájaros en la boca, narra la historia de un padre separado hace años de su mujer, con la que tiene una hija llamada Sara, que tiene un comportamiento extraño: se pasa horas sentada mirando el jardín, y no se alimenta de nada excepto por pájaros vivos, que su madre le suministra.
Este cuento explora la represión de los deseos y la trascendencia de la comunicación abierta como vía para la liberación de emociones contenidas. Puede interpretarse como una crítica a las restricciones sociales y culturales que coartan la expresión individual y obstaculizan el diálogo sincero. La narración nos exhorta a reflexionar sobre la imperiosa necesidad de exteriorizar sentimientos y pensamientos reprimidos, resaltando, además, el valor fundamental de la libertad de expresión. Asimismo, subraya la urgencia de trascender las imposiciones normativas de la sociedad para alcanzar una existencia auténtica y plena.
Pájaros en la boca
El auto de
Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me quedé
parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre,
pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui
a abrir.
—Silvia —dije.
—Hola —dijo
ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada—. Tenemos que hablar, Martín.
—Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a
la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil. Ella
se sentó también.
—No va a
gustarte. Es… Es fuerte —miró su reloj—. Es sobre Sara.
—Siempre es
sobre Sara —dije.
—Tu hija tiene
serios problemas. Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto,
pero no hay tiempo para eso. Te venís a casa ahora mismo y lo ves con tus
propios ojos. Le dije que irías. Sara te espera.
—¿Qué pasa?
—No va a tomarte
ni veinte minutos. No quiero escucharte decir después que ella no te integra a
su vida y toda esa mierda.
Nos quedamos en
silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella
frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Yo tomé mi abrigo y salí
tras ella.
Por fuera la
casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia
colgando del balcón matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin
hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases
ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas
colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las piernas juntas y las
manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del
jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre.
Me di cuenta de que, aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, ahora
se la veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes,
como si hubiera estado haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo
le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real.
Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
—Hola, papá.
Mi nena era
realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo
estaba muy mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces
pienso que quizá debí de habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso
que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era
una jaula para pájaros —de unos setenta, ochenta centímetros—, que colgaba del
techo, vacía.
—¿Qué es eso?
—Una jaula —dijo
Sara, y sonrió.
Silvia me hizo
una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se
volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón,
mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en
voz baja.
—Martín. Mirá,
vas a tener que tomarte esto con calma.
—Ya, Silvia,
dejame de joder. ¿Qué pasa?
—La tengo sin
comer desde ayer.
—¿Me estás
cargando?
—Para que lo
veas con tus propios ojos.
—Ajá… ¿estás
loca?
Me hizo una seña
para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara.
Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
—¿Qué le pasa a
tu madre?
Sara levantó los
hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado
en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los
ojos.
Silvia volvió
con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara
de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy
pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la
cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras
nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces
Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de la nuca, y fue
hasta la jaula dando un brinco de por medio, como hacen las chicas que tienen
cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie,
abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella
forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó
la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no
estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos llenas de sangre.
Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos
me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité
en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y
directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y
la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso
de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces. Sara
preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia dijo que
sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me
asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia
cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la
intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de
la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un
abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento de acompañante. Esperé a que
volviera y cerrara la puerta.
—¿Qué mierda…?
—Te la llevás.
—Fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
—¡Dios santo,
Silvia, tu hija come pájaros!
—No puedo más.
—¡Come pájaros!
¿La ha visto un médico? ¿Qué mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó
mirándome, desconcertada.
—Supongo que los
traga también. No sé si los pájaros… —dijo y se quedó pensando.
—No puedo
llevármela.
—Un día más con
ella y me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
—¡Come pájaros!
Fue hasta el
baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó
alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a
dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara
para volver a ser un hombre común y corriente, un tipo pulcro y organizado
capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la góndola
de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más
adecuadas. Pensé en cosas como que, si se sabe de personas que comen personas,
entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de
vista naturista era más sano que la droga, y desde el social, más fácil de
ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche
seguí repitiéndome come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
Llevé a Sara a
casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula,
su valija —que habían guardado en el baúl—, y cuatro cajas de zapatos como la
que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y
ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el
cuarto de arriba. Después de que se instaló, la hice bajar y sentarse frente a
mí, a la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y
dijo que no tomaba infusiones.
—Comés pájaros,
Sara —dije.
—Sí, papá.
Se mordió los
labios, avergonzada, y dijo:
—Vos también.
—Comés pájaros
vivos, Sara.
—Sí, papá.
Pensé en qué se
sentiría al tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas
en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia.
Pasaron tres
días. Sara se quedaba todo el tiempo sentada, erguida en el sillón con las
piernas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y
me la pasaba consultando en Internet infinitas combinaciones de las palabras
«pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí,
mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de
las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me
erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada
dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de
chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía
hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba
ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los
labios cerrados, mientras caminaba frente al público, con los ojos bien
abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revoleándome en la
cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un
centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana.
Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren
cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá
sería una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera
sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría.
O sí. No podía decidirme.
El cuarto día
Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta
de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto.
Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café.
Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban
tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre
el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa
tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa
porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy
cansados.
—Yo me encargo
de esto —dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije
nada, pero se lo agradecí profundamente.
En el
supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y
lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al
supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que
comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las
góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche
mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón,
yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o
estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para
dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y
ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:
—Permiso, papá.
Se levantaba,
subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el
volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y
corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A
veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces
se duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería
salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de
agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir
un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y
se la veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando bajo el
sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a
la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la
pileta de la cocina. La recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y
la tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iba con el agua. A
veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra
vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al
supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta
basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.
Una tarde Silvia
llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía
visitarnos. Que no podía visitarnos significaba que no podría
traer más cajas. Me preguntó si me arreglaría sin ella. Yo le pregunté si tenía
fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve
lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté.
El teléfono volvió a sonar, pero no atendí.
Miramos
televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró
el jardín hasta que terminé de comer, después volvió a la programación.
Al día
siguiente, antes de volver a casa pasé por el supermercado. Puse algunas cosas
en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un
reconocimiento del super por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas,
donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté
algunos alimentos para ver de qué se trataba. Leí con qué estaban hechos, las
calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y
edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o
sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección de mascotas y
me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos
y se movía esquivándome. Anunciaron en los alto parlantes la promoción de
lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que
estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente
empujé el chango y volví a la sección de enlatados.
Esa noche Sara
tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo
caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué
condiciones estaría el cuarto; no había subido desde que ella había llegado,
quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche
después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las
jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se
parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en
general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se
acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de
ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas,
mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada y
regresó al mostrador.
En casa Sara
esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
—Hola, Sara.
—Hola, papá.
Estaba perdiendo
sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días anteriores.
—Papi… —dijo
Sara.
Tragué lo que
estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que realmente me
hubiera hablado, pero ahí estaba, con las piernas juntas y las manos sobre las
rodillas, mirándome.
—¿Qué? —dije.
—¿Me querés?
Hice un gesto
con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que
sí, que por supuesto. ¿Era mi hija, no? Y aun así, por las dudas, pensando
sobre todo en lo que mi ex mujer hubiera considerado «lo correcto», dije:
—Sí, mi amor.
Claro.
Y entonces Sara
sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la programación.
Volvimos a
dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas
en mi cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era
sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía
también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada
en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya
no se sentaba tan erguida; parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y
dijo:
—Sí, papá.
—¿Por qué no
salís un poco al jardín?
—No, papá.
Pensando en la
conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me
quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé
otro mensaje. En voz baja, cuidando de que Sara no me escuchara dije en el
contestador:
—Es urgente, por
favor.
Esperamos
sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más
tarde Sara dijo:
—Permiso, papá.
Se encerró en su
cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el tubo una vez
más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al
vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El
vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la
alimentación variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma
de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en
silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de
un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron
en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor
y, en la tapa, un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente y
una bolsa gratis de alpiste que no acepté.
Cuando volví
Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y
entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me
miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía
enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada.
Había unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas —de
modo que no ocuparan tanto espacio— y apiladas prolijamente unas sobre otras.
La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al
velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El
pájaro se movió y sus patas se oyeron sobre el cartón, pero Sara permaneció
inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta.
Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para
descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la
mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus
ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja
en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de
cautiverio fueran lo más a menos posible. Oí un chillido breve, y después la
canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco
mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.
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Silvina Ocampo
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