Liliana Heker
Liliana Heker es una extraordinaria ensayista, cuentista y novelista argentina, considerada una de las
escritoras más destacadas de su país (puedes consultar su biografía aquí). Me gustaría presentarte uno de los cuentos más
célebres de esta destacada escritora: La fiesta ajena. Este relato para
adultos ha sido ampliamente comentado por la crítica y muy apreciado por los
lectores. También puedes escucharlo en mi canal de YouTube: Carla Narraciones.
La fiesta ajena
En La fiesta
ajena, Liliana Heker aborda temas como las diferencias de clase social, la
inocencia infantil y el desengaño. Rosaura, la protagonista, es una niña de 9
años hija de una empleada doméstica, que asiste ilusionada a la fiesta de
cumpleaños de su amiga Luciana, hija de una familia rica. Sin embargo, al
final, su ilusión se rompe cuando no recibe un recuerdo como los demás niños,
sino dinero, tratándola como "la hija de la sirvienta". Esto revela
la discriminación y el abismo entre clases sociales, y marca el fin de su inocencia.
La fiesta ajena de Liliana Heker
Nomás llegó, fue
a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera
gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le
había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
–No me gusta que
vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.
–Los ricos
también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
–Qué cielo ni
cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más
arriba del culo.
A la chica no le
parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era
una de las mejores alumnas de su grado.
–Yo voy a ir
porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se
acabó.
–Ah, sí, tu
amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es
tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta,
nada más.
Rosaura parpadeó
con energía: no iba a llorar.
–Callate
–gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi
todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras
su madre hacía la limpieza.
Tomaban la leche
en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo
que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
–Yo voy a ir
porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir
un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien
y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –¿Monos en un cumpleaños?
–dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se
ofendió mucho. Además, le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?,
si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer
tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en
el mundo.
–Si no voy me
muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se
hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su
madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le
lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara
bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido
blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también
pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
–Qué linda estás
hoy, Rosaura.
Ella, con las
manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta
con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara
de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
–Está en la
cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un
secreto.
Rosaura quiso
verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su
jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada
tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía
permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí
pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en
cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada,
cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no
volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que
vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de
manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la
vio, la del moño le dijo:
–¿Y vos quién
sos?
–Soy amiga de
Luciana –dijo Rosaura.
–No –dijo la del
moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus
amigas. Y a vos no te conozco.
–Y a mí qué me
importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los
deberes juntas.
–¿Vos y tu mamá
hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.
– Yo y Luciana
hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de
hombros.
–Eso no es ser
amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?
–No.
–¿Y entonces, de
dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se
acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
–Soy la hija de
la empleada –dijo.
Su madre se lo
había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de
la empleada, y listo.
También le había
dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en
su vida se iba a animar a decir algo así.
–Qué
empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?
–No –dijo
Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.
–¿Y entonces
cómo es empleada? –dijo la del moño.
Pero en ese
momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la
podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que
nadie.
– Viste –le dijo
Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del
moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su
corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de
embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.
Cuando los
dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos
que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había
sido tan feliz.
Pero faltaba lo
mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta:
la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se
divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban
"a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina
que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado
eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los
pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la
torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban
cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era
muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una
carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en horario de
trabajo".
La prueba final
era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago
lo iba a hacer desaparecer.
–¿Al chico?
–gritaron todos.
–¡Al mono!
–gritó el mago.
Rosaura pensó
que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a
un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo
levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con
la cabeza.
–No hay que ser
tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.
–¿Qué es
timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como
para comprobar que no había espías.
–Cagón –dijo–.
Vaya a sentarse, compañero.
Después fue
mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
–A ver, la de
los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo.
Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al
final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura,
dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento,
entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura
volviera a su asiento, el mago le dijo:
–Muchas gracias,
señorita condesa.
Eso le gustó
tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que
le contó.
– Yo lo ayudé al
mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".
Fue bastante
raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su
madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era
mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del
mago.
Su madre le dio
un coscorrón y le dijo:
–Mírenla a la condesa.
Pero se veía que
también estaba contenta.
Y ahora estaban
las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había
dicho: "Espérenme un momentito".
Ahí la madre
pareció preocupada.
–¿Qué pasa? –le
preguntó a Rosaura.
–Y qué va a
pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al
gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de
sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien
porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una
chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le
regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero
eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué
no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no
tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En
cambio, le dijo:
–Yo fui la mejor
de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall
con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un
yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá.
Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la
bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se
acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le
gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo
que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
–Qué hija que se
mandó, Herminia.
Por un momento,
Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo.
Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el
movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la
bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano
aparecieron dos billetes.
–Esto te lo
ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura
tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su
madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de
su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la
señora Inés.
La señora Inés,
inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como
si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
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