Haruki Murakami
A continuación, te presento uno de
los mejores cuentos de Haruki Murakami, El espejo, junto con su resumen
y significado. Además, tienes la posibilidad de escuchar el cuento en mi canal de YouTube.
Haruki Murakami es un escritor y
traductor japonés, autor de novelas, relatos y ensayos. Sus libros han generado
críticas positivas y obtenido numerosos premios, incluidos el Franz Kafka, el
Mundial de Fantasía, el Jerusalén, el Hans Christian Andersen de Literatura y
el Princesa de Asturias de las Letras.
El espejo
Desde hace un rato os oigo hablar de
experiencias que habéis vivido y, no sé, a mí me da la impresión de que este
tipo de relatos puede dividirse en ciertas categorías. En la primera categoría
se encuentran aquellas historias donde el mundo de los vivos está en esta
orilla y el de los muertos en la opuesta, pero existen unas fuerzas que hacen
que, bajo determinadas circunstancias, pueda cruzarse de una orilla a la otra.
Son las historias de fantasmas, por ejemplo. Otras historias se basan en la
existencia de ciertos fenómenos o de ciertas facultades que trascienden el
común conocimiento tridimensional del hombre. Me refiero a la videncia o a los
presentimientos. Creo que, grosso modo, podríamos dividirlas en estos dos
grupos. Pues bien, según he podido constatar, las experiencias de la gente,
pertenezcan a una u otra categoría, se limitan a un solo ámbito. Es decir, las
personas que ven fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen
presentimientos, y las personas que sí tienen presentimientos no suelen ver
fantasmas. Desconozco la razón de que esto sea así, pero es evidente que
existen ciertas disposiciones personales al respecto. Vamos, al menos ésa es mi
impresión. Luego, por supuesto, están los que no se encuadran en ninguna de
ambas categorías. Yo, por ejemplo. Llevo viviendo más de treinta años, pero
jamás he visto una aparición. Sueños premonitorios o presentimientos jamás los
he tenido. Me ha sucedido que, encontrándome con dos amigos en el mismo
ascensor, ellos han visto un fantasma y a mí se me ha pasado por alto. Mientras
ellos dos veían a una mujer vestida con un traje chaqueta gris, de pie a mi
lado, yo habría jurado que allí, mujer, no había ninguna. Que estábamos los
tres solos. No miento. Y ellos no son de los que van tomándole el pelo a los amigos.
En fin, ésta es una experiencia muy siniestra, pero no altera el hecho de que
yo no haya visto jamás un fantasma. Ni se me ha parecido nunca un espíritu, ni
tengo poder paranormal alguno. Vamos, que mi vida debe de ser terriblemente
prosaica.
Sin embargo, una vez, una sola vez,
me sentí tan aterrado que se me pusieron los pelos de punta. Hace ya más de
diez años que pasó aquello, pero aún no se lo he contado a nadie. Incluso
hablar de ello me causa terror. Me da la impresión de que, si lo menciono,
volverá a ocurrir. Por eso me he callado hasta hoy. Pero esta noche todos
habéis ido contando, por turno, experiencias aterradoras que habéis vivido y
yo, como anfitrión, no puedo dar por finalizada la velada sin relataros, a mi
vez, mi historia. Así que voy a atreverme a hablar de ello. ¡No, por favor!
Ahorraos los aplausos. No creo que mi historia los merezca.
Tal como he dicho antes, ni he visto
fantasmas ni tengo ningún poder paranormal. Así que es posible que mi historia
os parezca poco terrorífica y que os decepcione. En fin, si es así, que así
sea. Aquí la tenéis. Acabé el instituto a finales de la década de los sesenta,
unos años turbulentos, ya lo sabéis; era, de pleno, la época de las luchas
estudiantiles contra el sistema. También yo me vi arrastrado por aquella
oleada, así que rehusé ingresar en la universidad y decidí vagar unos cuantos
años por Japón, trabajando con mis propias manos. Creía que ése era el modo de
vida correcto. En fin, cosas de la juventud. Ahora, cuando pienso en aquellos
días, me parecen muy felices. Dejando aparte la cuestión de si aquél era el
modo de vida correcto o equivocado, si volviera a nacer, posiblemente volvería
a hacer lo mismo. Durante el otoño de mi segundo año errático trabajé un par de
meses como vigilante nocturno en una escuela. En un instituto de una pequeña
población de Niigata. Durante todo el verano había trabajado muy duro y me
apetecía tomarme un respiro. Y hacer de vigilante nocturno no era un trabajo
que deslomara a nadie. Durante el día me dejaban dormir en las dependencias de
los bedeles y, por la noche, sólo tenía que dar dos rondas por el recinto de la
escuela. En las horas que me quedaban libres escuchaba discos en la sala de
música, leía en la biblioteca o jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo,
por la noche, se estaba muy bien. ¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los
dieciocho o diecinueve años se desconoce el miedo.
Seguro que no habéis trabajado nunca
de vigilante nocturno, así que, antes que nada, voy a explicaros un poco qué es
lo que hay que hacer. Hay dos rondas de inspección, la primera a las nueve de
la noche y la segunda a las tres de la madrugada. Así está establecido. La
escuela era un edificio bastante nuevo, de hormigón, de tres plantas, y el
número de aulas estaba sobre las dieciocho o veinte. No era muy grande. También
estaban la sala de música, el aula de labores del ho-gar, el aula de dibujo y,
además, la sala de profesores y el despacho del director. Aparte de las
dependencias de la escuela estaban el comedor, la piscina, el gimnasio y el
salón de actos. Y yo sólo tenía que darme una vuelta por allí. Eran veinte los
puntos que tenía que inspeccionar, y yo iba de una dependencia a otra, echaba
una ojeada y ponía con el bolígrafo «OK» en el papel. Sala de profesores: OK;
Laboratorio: OK... Claro que habría podido quedarme tumbado en la habitación de
los bedeles y haber ido marcando OK, OK en todas las casillas. Pero nunca
descuidé mi trabajo hasta ese punto. En primer lugar, no requería un gran
esfuerzo y, además, de haberse colado algún tipejo dentro, al pri-mero a quien
hubiera sorprendido durmiendo habría sido a mí.
Así que, a las nueve de la noche y a
las tres de la mañana, me hacía con una linterna grande y una espada de madera
y recorría la escuela de una punta a la otra. Con la linterna en la mano
izquierda y la espada en la derecha. En el instituto había practicado kendo y
tenía gran confianza en mi habilidad. Mientras mi contrincante no fuera un
profesional, no me daba miedo aunque llevase una auténtica espada japonesa.
Hablo de aquella época, claro. Hoy, saldría corriendo. Era una noche ventosa de
principios de octubre. No hacía frío. Más bien hacía calor. Desde el anochecer
pululaban los mosquitos. A pesar de estar en otoño, recuerdo que había tenido
que encender dos barritas de incienso para ahuyentar los mosquitos. El viento
ululaba. Justo aquel día, la puerta de la piscina se había roto y golpeaba con
furia agitada por el viento. Se me pasó por la cabeza arreglarla, pero estaba
demasiado oscuro. Y la puerta estuvo toda la noche abriéndose y cerrándose con
estrépito. En la ronda de las nueve no descubrí nada anormal. OK en los veinte
puntos. Las puertas estaban cerradas con llave, todo estaba donde tenía que
estar. Ninguna novedad. Volví a las dependencias de los bedeles, puse el
despertador a las tres y me dormí Cuando el despertador sonó a las tres de la
madrugada, me asaltó una extraña e indefinible sensación. No puedo explicarlo
bien, pero me sentía raro. En concreto, no me apetecía levantarme. Era como si
hubiera algo que estuviese anulando mi voluntad de incorporarme. A mí nunca me
había costado levantarme de la cama, así que aquello me resultaba inconcebible.
Con gran esfuerzo logré ponerme en pie y me dispuse a hacer la ronda. La puerta
seguía golpeando con estrépito. No obstante me dio la sensación de que el
sonido era distinto. Podían ser simples impresiones, ya lo sé, pero me sentía
extraño en mi propia piel. «¡Qué raro! No me apetece nada hacer la ronda»,
pensé. Pero fui, claro está. Porque ya se sabe. En cuanto haces trampas una
vez, ya no hay quien lo pare. Así que agarré la linterna y la espada de madera
y salí de las dependencias de los bedeles. Era una noche odiosa. El viento
soplaba cada vez más fuerte, el aire era más y más húmedo. La piel me picaba,
no lograba concentrarme. En primer lugar, miré el gimnasio y el salón de actos.
OK en ambos. La puerta seguía abriéndose y cerrándose con estrépito, parecía la
cabeza de un demente haciendo gestos afirmativos y negativos. Sin regularidad
alguna. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Ya sé que es una comparación extraña,
pero a mí me dio esa sensación. De verdad.
En el interior de la escuela tampoco
hallé ninguna anomalía. Todo estaba como siempre. Di una vuelta rápida y marqué
OK en todas las casillas. Después de todo, no había ocurrido nada. Aliviado, me
dispuse a volver a las dependencias de los bedeles. El último punto que había
que inspeccionar era el cuarto de las calderas, en el extremo este del
edificio. Las dependencias de los bedeles estaban en el extremo oeste. Por lo
tanto, yo tenía que cruzar un largo pasillo de la planta baja para volver a mi
habitación. Un pasillo negro como el carbón. Si había luna, estaba iluminado
por su pálida luz, pero si no, no se veía nada en absoluto. Yo avanzaba
dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia delante. Aquella noche se
aproximaba un tifón y no había luna. Muy de cuando en cuando se abría un jirón
entre las nubes, pero la noche volvía a ser pronto tan oscura como boca de
lobo.
Avanzaba a un paso más rápido de lo
habitual. Las suelas de goma de las zapatillas de baloncesto producían pequeños
chirridos al pisar el pavimento de linóleo. El pavimento era de color verde. De
un verde oscuro como el musgo. Aún lo recuerdo. A medio pasillo se encontraba
el vestíbulo. Me disponía a dejarlo atrás cuando: «¡Oh!», tuve un sobresalto.
Me había parecido ver una figura en la oscuridad. Un sudor frío manó de mis
axilas. Agarré con fuerza la espada de madera, me volví en aquella dirección.
Apunté hacia allí el haz de luz de la linterna. Era por la zona donde estaba el
mueble zapatero. Y era yo. Es decir, un espejo. Ni más ni menos. Era mi figura
reflejada en un espejo. La noche anterior no había ninguno, seguro que acababan
de colocarlo allí. ¡Vaya susto! Era un espejo grande, de cuerpo entero. Al
tiempo que me tranquilizaba, me iba sintiendo ridículo. «¡Seré imbécil!»,
pensé. Plantado ante el espejo dirigí hacia abajo el haz de luz de la linterna,
me saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí. Di una calada contemplando mi
imagen reflejada en el espejo. La tenue luz de las farolas penetraba por las
ventanas y llegaba hasta el es-pejo. A mis espaldas, la puerta de la piscina
seguía dando golpes impulsada por el viento. A la tercera calada me asaltó, de
pronto, una sensación muy extraña. La imagen del espejo no era la mía. De
hecho, sí, su aspecto exterior era idéntico al mío. No cabía la menor duda.
Pero no acababa de ser yo. Lo supe instintivamente. No. No es exacto. Hablando
con precisión, sí era yo. Pero era otro yo. Un yo que jamás debería haber
tomado forma No me lo explico, me entendéis, ¿verdad? Es que ésa es una
sensación terriblemente difícil de traducir en palabras. Sin embargo, lo único
que comprendí entonces era que él me odiaba con todas sus fuerzas. Con un odio
parecido a un poderoso iceberg que flota en un mar oscuro. Con un odio que no
podrá ser jamás aliviado por nadie. Eso es lo único que comprendí. Me quedé
plantado ante el espejo, atónito. El cigarrillo se me escapó por entre los
dedos y cayó al suelo. El cigarrillo del espejo también cayó al suelo. Nos
contemplábamos el uno al otro. No podía moverme, como si estuviera atado de
pies y manos. Poco después, él movió una mano. Se acarició el mentón con las
yemas de los dedos de la mano derecha y, luego, muy despacio, fue deslizando
los dedos hacia arriba, como un insecto que le reptara por el rostro. Me di
cuenta de que yo estaba imitando sus gestos. Como si fuera yo la imagen del
espejo. O sea, que era él quien estaba intentando controlarme a mí.
En aquel momento hice acopio de las fuerzas que me quedaban y solté un alarido.
Exclamé «¡Uoo!» o «¡Uaa!», o algo así. Entonces, las ataduras se aflojaron un
poco y arrojé con todas mis fuerzas la espada de madera contra el espejo. Se
oyó un ruido de cristales rotos. Eché a correr hacia mi habitación sin volverme
una sola vez, cerré la puerta con llave y me cubrí con la manta. Me preocupaba
el cigarrillo que había dejado caer en el pasillo. Pero fui incapaz de volver.
El viento siguió soplando. La puerta de la piscina continuó golpeando con
estrépito hasta poco antes del amanecer. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...»
Supongo que adivinaréis cómo termina la historia. Eso es, el espejo no había
existido jamás. Cuando el sol ascendió por el horizonte, el tifón ya se había
alejado. El viento amainó y el sol continuó arrojando sus rayos cálidos y
claros. Me acerqué al vestíbulo. Había una colilla en el suelo. Había una
espada de madera en el suelo. Pero no había ningún espejo. Nunca lo hubo. Nadie
había emplazado jamás un espejo al lado del mueble zapatero. Ésta es la
historia. Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue... a mí mismo.
Pero aún no he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y
siempre pienso lo siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué
opináis vosotros?
Por cierto, posiblemente os hayáis
dado cuenta de que en esta casa no hay ningún espejo. Y, ¿sabéis?, se tarda
bastante tiempo en aprender a afeitarse sin mirarse al espejo. De verdad.
Resumen
El narrador recuerda una experiencia
aterradora de cuando era vigilante nocturno en una escuela, que le ocurrió cuando era joven. Durante una ronda nocturna, ve su reflejo en un espejo desconocido
y siente que no es realmente él, sino otro "yo" que lo odia
profundamente. Paralizado por el miedo, rompe el espejo con su espada y huye. A
la mañana siguiente, descubre que el espejo nunca existió. Desde entonces, vive
con el temor de su propia imagen y evita los espejos por completo.
Significado del cuento
El cuento El espejo de Haruki
Murakami explora el miedo a uno mismo y la identidad. A través del reflejo que
no solo lo imita, sino que parece tener voluntad propia y un profundo odio
hacia él, el narrador experimenta el terror de confrontarse con su propio
interior. La ausencia real del espejo sugiere que el miedo no proviene de algo
externo, sino de su propia psique, sus inseguridades o aspectos reprimidos de
su personalidad. La historia plantea la idea de que el mayor temor del ser
humano no es lo sobrenatural, sino el miedo a su propia naturaleza, a lo
desconocido dentro de sí mismo. Murakami sugiere que el verdadero horror no
está en los fantasmas o fenómenos paranormales, sino en la confrontación con
nuestro yo más profundo, aquel que tal vez preferimos no ver.
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