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martes, 11 de febrero de 2025

El pueblo de los gatos, un relato de Murakami de inspiración kafkiana

 

Relato de Murakami de inspiración kafkiana.

En El pueblo de los gatos del escritor Haruki Murakami, un joven viajero sin rumbo decide bajar en un hermoso pueblecito, donde tan sólo lo habitan unos gatos por la noche. En esta historia, se refleja como adentrarse en lo desconocido puede confrontarnos con realidades extrañas y fascinantes, llevando al protagonista a cuestionar su propia percepción de la realidad y su sentido de pertenencia. A través de la rutina misteriosa del pueblo y la vida nocturna de los gatos, el relato explora la soledad, el aislamiento y la aceptación de un destino del que no se puede escapar.

Este relato es de inspiración kafkiana, ya que presenta un ambiente extraño y opresivo donde el protagonista llega a un pueblo desolado en el que ocurren situaciones inexplicables, como el tren que se detiene sin motivo aparente en un pueblo misterioso y la aparición nocturna de gatos que actúan como humanos. 

Esta transformación de lo cotidiano en lo surreal genera una sensación de alienación y aislamiento, ya que el personaje se encuentra atrapado en un mundo del que no puede escapar y en el que no logra encajar, algo muy presente en la obra de Kafka, donde los protagonistas suelen enfrentarse a la incomunicación y la soledad. Además, la historia muestra un destino ineludible y absurdo, reflejado en la imposibilidad del personaje de regresar a su realidad anterior, aceptando pasivamente una situación que no comprende del todo. Esta falta de control frente a fuerzas incomprensibles recuerda a los personajes kafkianos que luchan contra sistemas o circunstancias irracionales. 

A lo largo del cuento, el protagonista busca encontrar sentido a ese mundo misterioso y absurdo, pero sus intentos no lo llevan a respuestas claras, lo que refuerza la atmósfera inquietante y desconcertante propia del universo kafkiano, donde la lógica se disuelve y la realidad se convierte en un laberinto sin salida.

 

Relato de Haruki Murakami

A continuación, puedes leer este relato para adultos y escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

El Pueblo de los gatos.

Había llegado a un pueblo desolado. Había decidido bajarme en una estación en la que todos los días el tren se detenía, pero nadie subía ni bajaba, sin embargo, el tren completaba la misma rutina diariamente sin falta. ¿Porque decidí bajar? Hasta el momento no había podido encontrar una razón lógica, simplemente me apeé del tren, levante la vista, cruce el puente de piedra, y tire los dados de mi destino. 

Descubrí con asombro que por las noches el pueblo se llenaba de vida, aunque quizás sea más preciso decir que el mismo pueblo cobraba vida, y de la índole más sorprendente. El pueblo comenzaba a llenarse de gatos a medida que anochecía. Claro que la primera vez que los vi sentarse en mesas y hablar entre ellos me sorprendí bastante. Calculé que solo existían dos posibles explicaciones para aquello: Me volví loco o me volví loco. 

Así las cosas, decidí que por lo menos trataría de entender aquel mundo misterioso, del que no podía escapar. Aquel mundo en el que un puente de piedra creaba un vínculo entre este mundo y el mío, mi mundo al cual no podía regresar. En el Pueblo había una calle principal, esta calle conectaba dos puentes de piedra, al pasar por uno aparecías irremediablemente en el otro. Ni siquiera podía describir que pasaba, era como si hubiera olvidado el camino por el que llegaba. Tendría que quedarme en aquel lugar.

En mi tercer día en el pueblo de los gatos, encontré un bello arroyuelo detrás de la iglesia. Solamente me tuve que alejar unos 30 pasos del camino principal, llevaba poca agua y la débil corriente hacía que se formaran arrugas que la hacían parecer seda, me sorprendió que no hubiera escuchado el correr del agua en los dos días anteriores. No le di mucha importancia y me senté a contemplar como las hojas amarillentas navegaba impasibles entre las rocas, quizás si ponía atención el arroyo quisiera contarme algo, tal vez se sentía igual de solo que yo, y juntos nos podríamos hacer compañía.

Me pase toda la tarde meditando en la forma en la que los gatos se relacionan unos con otros. Además de socializar y convivir con otros gatos, había a los que les gustaba beber, a otros les gustaba cortejar a gatas de todas las clases habidas y por haber. Por el contrario, había algunos gatos a los que les gustaba sentarse en algún restaurante, quedarse allí solos durante un buen rato, abstraídos en sus pensamientos, parecía que reflexionaban acerca de cómo había salido su día.

Una corriente de aire frio me hizo darme cuenta de que había comenzado a anochecer, me puse de pie de un salto y me apresuré a llegar al campanario. Aunque ya estaba comprobado que los gatos no me podían ver, solo olfatearme, no quería abusar de mi suerte y meterme en algún problema. Puse mi saco en el piso para recostarme sobre él, me recargué sobre mi hombro derecho en una de las paredes, que todavía guardaba un poco de calor del día. Mientras me acomodaba en una esquina del campanario, comencé a notar que algunos gatos ya deambulaban por las calles y se alistaban en sus lugares respectivos, preparaban tartas, limpiaban mesas, sacaban algunos pescados del tamaño de un meñique y los servían en pequeños cuencos de cristal. En el puente de piedra los gatos empezaban a llegar de par en par, se erguían en sus patas traseras, y se sacudían las patas delanteras, también se relamían las almohadillas para quitarse el polvo del camino, mientras se enteraban de los pormenores de sus colegas.

Esa noche el clima era agradable, una brisa traía consigo el olor a especias y cerveza de la taberna que estaba frente al campanario. Ya me había pasado por la mente ir a aquella taberna y robar un poco de cerveza. Inexplicablemente cuando visitaba la taberna por las mañanas, cuando los gatos se hubiesen ido, solo encontraba agua y algunos mendrugos de pan. Me las apañaba bastante bien con eso, pero hubiera agradecido infinitamente, aunque fuera uno de aquellos pequeñitos tarros de cerveza que los gatos bebían mientras devoraban pescado condimentado y pan con mantequilla. Más de una vez me descubrí con la boca hecha agua mientras observaba como uno de esos gatos devoraba su plato, sin dejar en él restos de comida, tan solo aquello que quedaba en su bigote, que relamía mientras hacia un gesto de aprobación. 

Uno de entre todos los gatos resaltaba por su tamaño, lo llamaban Don. Un gato gris azulado del tamaño de un mapache. Tenía numerosas cicatrices en el rostro, una de ellas le surcaba el ojo izquierdo de por debajo de la oreja hasta el hocico, ese ojo era blanco como la leche, y el ojo derecho era dorado como la miel. Ambas orejas tenían pequeños hoyuelos y a una le faltaba la punta. Era casi el doble de grande que los demás gatos, sin dudas era el gato más grande que yo hubiera visto jamás. A pesar de su apariencia tenía una personalidad muy afable, siempre estaba rodeado de otros gatos, escuchaba con atención historias que los demás gatos contaban, desternillándose de la risa salpicando cerveza por todas partes y dándoles palmadas en el lomo a sus amigos gatos.

Esa noche me decidí a bajar del campanario y escuchar la charla en la mesa de Don, sentía una enorme curiosidad por saber de qué podrían hablar los gatos tan animadamente con Don. Probablemente hablaran de sus problemas cotidianos de como llevaban sus vidas con sus amos en sus hogares que se encontraban fuera del pueblo de los gatos, más allá del puente de piedra.

Baje por las empinadas escaleras del campanario lentamente. Por más que trataba de acostumbrarme a esas condenadas escaleras no dejaba de sentir vértigo, bajaba a tientas asegurando cada paso, cada escalón. Al llegar al final asome la cabeza a la calle principal, que dividía el pueblo por la mitad, y desde ese lugar podía ver todo el camino hasta el puente de piedra, a unos cuantos metros de donde me encontraba había un gato a un lado del camino, tenía un pequeño asador con carbón al rojo vivo, y en el asaba algunas truchas atravesadas en varillas, me quede largo rato viendo aquellas truchas que parecían devolverme la mirada, su piel crujiente chisporroteaba haciéndome una invitación, y mientras el gato avivaba el carbón con un abanico llagaba a mí el olor a trucha asada, me cuestione un largo rato si debía intentar robar uno de aquellos delicioso pescados, pero al final me resigne y me dirigí a la taberna.

Aunque al principio me costó un poco de trabajo escabullirme entre dos gatos que iba saliendo de la taberna, no tarde en encontrar una mesa en el fondo del lugar, estaba a dos mesas de donde se encontraba Don acompañado de dos gatos medianos, uno blanco con manchas de color pardo y otro negro que parecía estar bastante ebrio. En medio de aquellos gatos se encontraba una pequeña gata de pelaje rayado, la base era gris y el rayado era de un tono café obscuro. Desde donde me encontraba no alcanzaba a escuchar la conversación. El gato negro miraba a la gata con un gesto de desaprobación, intercambiaba su atención entre ella y Don mientras se desarrollaba la conversación. 

No se describir exactamente qué es lo que atraía mi atención en esa gata pequeña que hablaba con Don, tal vez lo indefensa que se veía frente a ese gran gato panzón, pero sentía simpatía por ella. Me estaba debatiendo entre acercarme a su mesa, decidí intentarlo. Me estaba incorporando cuando sentí que la mirada de la gata se cernía sobre mí. De repente me di cuenta, no solo estaba mirando en mi dirección, me observaba directamente, tenía una mirada penetrante, sentía como si estuviera viendo mi alma desnuda. En medio de todo aquel ajetreo me sentí desconcertado, me quedé petrificado, en esa posición a medio levantar del asiento. La gata regreso su atención hacia Don, que en ese momento estaba zampándose un pescado del tamaño de la palma de mi mano. 

Ya de regreso en el campanario pase el resto de la noche reflexionado en los eventos que acababan de ocurrir en el bar. Después de que la gata me quitara la mirada de encima, recupere mi posición en la mesa sin saber qué hacer, definitivamente no me sentía cómodo. Tenía un desasosiego carente de lógica. Decidí salir de aquel bar y en mi camino tropecé con un gato que llevaba una bandeja con cervezas, que termino en el suelo todo empapado, me sentí mal por el al salir en medio de las risotadas que retumbaban en todo el bar, pero ni siquiera quería voltear, y de hecho, me detuve hasta llegar al campanario. Tuve que sacar la cabeza un par de veces y asegurarme que nadie salía del bar, y hasta entonces pude sacar todo el aire que había acumulado en mis pulmones. Me costó un poco conciliar el sueño, no podía dejar de pensar en los ojos de aquella gata, pero al final caí en los brazos de Morfeo. Y así, en medio de turbaciones y cuestiones a las que no pude encontrar respuestas, paso mi tercer día en el pueblo de los gatos.

 

Relatos para adultos en YouTube

Si te gusta este género literario, te recomiendo: A través del túnel de Doris Lessing, una escritora galardonada con el Premio Nobel en 2007.

viernes, 31 de enero de 2025

El espejo, uno de los mejores cuentos de Haruki Murakami

 

Haruki Murakami

A continuación, te presento uno de los mejores cuentos de Haruki Murakami, El espejo, junto con su resumen y significado. Además, tienes la posibilidad de escuchar el cuento en mi canal de YouTube

Haruki Murakami es un escritor y traductor japonés, autor de novelas, relatos y ensayos. Sus libros han generado críticas positivas y obtenido numerosos premios, incluidos el Franz Kafka, el Mundial de Fantasía, el Jerusalén, el Hans Christian Andersen de Literatura y el Princesa de Asturias de las Letras.

El espejo

Desde hace un rato os oigo hablar de experiencias que habéis vivido y, no sé, a mí me da la impresión de que este tipo de relatos puede dividirse en ciertas categorías. En la primera categoría se encuentran aquellas historias donde el mundo de los vivos está en esta orilla y el de los muertos en la opuesta, pero existen unas fuerzas que hacen que, bajo determinadas circunstancias, pueda cruzarse de una orilla a la otra. Son las historias de fantasmas, por ejemplo. Otras historias se basan en la existencia de ciertos fenómenos o de ciertas facultades que trascienden el común conocimiento tridimensional del hombre. Me refiero a la videncia o a los presentimientos. Creo que, grosso modo, podríamos dividirlas en estos dos grupos. Pues bien, según he podido constatar, las experiencias de la gente, pertenezcan a una u otra categoría, se limitan a un solo ámbito. Es decir, las personas que ven fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen presentimientos, y las personas que sí tienen presentimientos no suelen ver fantasmas. Desconozco la razón de que esto sea así, pero es evidente que existen ciertas disposiciones personales al respecto. Vamos, al menos ésa es mi impresión. Luego, por supuesto, están los que no se encuadran en ninguna de ambas categorías. Yo, por ejemplo. Llevo viviendo más de treinta años, pero jamás he visto una aparición. Sueños premonitorios o presentimientos jamás los he tenido. Me ha sucedido que, encontrándome con dos amigos en el mismo ascensor, ellos han visto un fantasma y a mí se me ha pasado por alto. Mientras ellos dos veían a una mujer vestida con un traje chaqueta gris, de pie a mi lado, yo habría jurado que allí, mujer, no había ninguna. Que estábamos los tres solos. No miento. Y ellos no son de los que van tomándole el pelo a los amigos. En fin, ésta es una experiencia muy siniestra, pero no altera el hecho de que yo no haya visto jamás un fantasma. Ni se me ha parecido nunca un espíritu, ni tengo poder paranormal alguno. Vamos, que mi vida debe de ser terriblemente prosaica.

 

Sin embargo, una vez, una sola vez, me sentí tan aterrado que se me pusieron los pelos de punta. Hace ya más de diez años que pasó aquello, pero aún no se lo he contado a nadie. Incluso hablar de ello me causa terror. Me da la impresión de que, si lo menciono, volverá a ocurrir. Por eso me he callado hasta hoy. Pero esta noche todos habéis ido contando, por turno, experiencias aterradoras que habéis vivido y yo, como anfitrión, no puedo dar por finalizada la velada sin relataros, a mi vez, mi historia. Así que voy a atreverme a hablar de ello. ¡No, por favor! Ahorraos los aplausos. No creo que mi historia los merezca.

 

Tal como he dicho antes, ni he visto fantasmas ni tengo ningún poder paranormal. Así que es posible que mi historia os parezca poco terrorífica y que os decepcione. En fin, si es así, que así sea. Aquí la tenéis. Acabé el instituto a finales de la década de los sesenta, unos años turbulentos, ya lo sabéis; era, de pleno, la época de las luchas estudiantiles contra el sistema. También yo me vi arrastrado por aquella oleada, así que rehusé ingresar en la universidad y decidí vagar unos cuantos años por Japón, trabajando con mis propias manos. Creía que ése era el modo de vida correcto. En fin, cosas de la juventud. Ahora, cuando pienso en aquellos días, me parecen muy felices. Dejando aparte la cuestión de si aquél era el modo de vida correcto o equivocado, si volviera a nacer, posiblemente volvería a hacer lo mismo. Durante el otoño de mi segundo año errático trabajé un par de meses como vigilante nocturno en una escuela. En un instituto de una pequeña población de Niigata. Durante todo el verano había trabajado muy duro y me apetecía tomarme un respiro. Y hacer de vigilante nocturno no era un trabajo que deslomara a nadie. Durante el día me dejaban dormir en las dependencias de los bedeles y, por la noche, sólo tenía que dar dos rondas por el recinto de la escuela. En las horas que me quedaban libres escuchaba discos en la sala de música, leía en la biblioteca o jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo, por la noche, se estaba muy bien. ¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los dieciocho o diecinueve años se desconoce el miedo.

 

Seguro que no habéis trabajado nunca de vigilante nocturno, así que, antes que nada, voy a explicaros un poco qué es lo que hay que hacer. Hay dos rondas de inspección, la primera a las nueve de la noche y la segunda a las tres de la madrugada. Así está establecido. La escuela era un edificio bastante nuevo, de hormigón, de tres plantas, y el número de aulas estaba sobre las dieciocho o veinte. No era muy grande. También estaban la sala de música, el aula de labores del ho-gar, el aula de dibujo y, además, la sala de profesores y el despacho del director. Aparte de las dependencias de la escuela estaban el comedor, la piscina, el gimnasio y el salón de actos. Y yo sólo tenía que darme una vuelta por allí. Eran veinte los puntos que tenía que inspeccionar, y yo iba de una dependencia a otra, echaba una ojeada y ponía con el bolígrafo «OK» en el papel. Sala de profesores: OK; Laboratorio: OK... Claro que habría podido quedarme tumbado en la habitación de los bedeles y haber ido marcando OK, OK en todas las casillas. Pero nunca descuidé mi trabajo hasta ese punto. En primer lugar, no requería un gran esfuerzo y, además, de haberse colado algún tipejo dentro, al pri-mero a quien hubiera sorprendido durmiendo habría sido a mí.

 

Así que, a las nueve de la noche y a las tres de la mañana, me hacía con una linterna grande y una espada de madera y recorría la escuela de una punta a la otra. Con la linterna en la mano izquierda y la espada en la derecha. En el instituto había practicado kendo y tenía gran confianza en mi habilidad. Mientras mi contrincante no fuera un profesional, no me daba miedo aunque llevase una auténtica espada japonesa. Hablo de aquella época, claro. Hoy, saldría corriendo. Era una noche ventosa de principios de octubre. No hacía frío. Más bien hacía calor. Desde el anochecer pululaban los mosquitos. A pesar de estar en otoño, recuerdo que había tenido que encender dos barritas de incienso para ahuyentar los mosquitos. El viento ululaba. Justo aquel día, la puerta de la piscina se había roto y golpeaba con furia agitada por el viento. Se me pasó por la cabeza arreglarla, pero estaba demasiado oscuro. Y la puerta estuvo toda la noche abriéndose y cerrándose con estrépito. En la ronda de las nueve no descubrí nada anormal. OK en los veinte puntos. Las puertas estaban cerradas con llave, todo estaba donde tenía que estar. Ninguna novedad. Volví a las dependencias de los bedeles, puse el despertador a las tres y me dormí Cuando el despertador sonó a las tres de la madrugada, me asaltó una extraña e indefinible sensación. No puedo explicarlo bien, pero me sentía raro. En concreto, no me apetecía levantarme. Era como si hubiera algo que estuviese anulando mi voluntad de incorporarme. A mí nunca me había costado levantarme de la cama, así que aquello me resultaba inconcebible. Con gran esfuerzo logré ponerme en pie y me dispuse a hacer la ronda. La puerta seguía golpeando con estrépito. No obstante me dio la sensación de que el sonido era distinto. Podían ser simples impresiones, ya lo sé, pero me sentía extraño en mi propia piel. «¡Qué raro! No me apetece nada hacer la ronda», pensé. Pero fui, claro está. Porque ya se sabe. En cuanto haces trampas una vez, ya no hay quien lo pare. Así que agarré la linterna y la espada de madera y salí de las dependencias de los bedeles. Era una noche odiosa. El viento soplaba cada vez más fuerte, el aire era más y más húmedo. La piel me picaba, no lograba concentrarme. En primer lugar, miré el gimnasio y el salón de actos. OK en ambos. La puerta seguía abriéndose y cerrándose con estrépito, parecía la cabeza de un demente haciendo gestos afirmativos y negativos. Sin regularidad alguna. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Ya sé que es una comparación extraña, pero a mí me dio esa sensación. De verdad.

En el interior de la escuela tampoco hallé ninguna anomalía. Todo estaba como siempre. Di una vuelta rápida y marqué OK en todas las casillas. Después de todo, no había ocurrido nada. Aliviado, me dispuse a volver a las dependencias de los bedeles. El último punto que había que inspeccionar era el cuarto de las calderas, en el extremo este del edificio. Las dependencias de los bedeles estaban en el extremo oeste. Por lo tanto, yo tenía que cruzar un largo pasillo de la planta baja para volver a mi habitación. Un pasillo negro como el carbón. Si había luna, estaba iluminado por su pálida luz, pero si no, no se veía nada en absoluto. Yo avanzaba dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia delante. Aquella noche se aproximaba un tifón y no había luna. Muy de cuando en cuando se abría un jirón entre las nubes, pero la noche volvía a ser pronto tan oscura como boca de lobo.

Avanzaba a un paso más rápido de lo habitual. Las suelas de goma de las zapatillas de baloncesto producían pequeños chirridos al pisar el pavimento de linóleo. El pavimento era de color verde. De un verde oscuro como el musgo. Aún lo recuerdo. A medio pasillo se encontraba el vestíbulo. Me disponía a dejarlo atrás cuando: «¡Oh!», tuve un sobresalto. Me había parecido ver una figura en la oscuridad. Un sudor frío manó de mis axilas. Agarré con fuerza la espada de madera, me volví en aquella dirección. Apunté hacia allí el haz de luz de la linterna. Era por la zona donde estaba el mueble zapatero. Y era yo. Es decir, un espejo. Ni más ni menos. Era mi figura reflejada en un espejo. La noche anterior no había ninguno, seguro que acababan de colocarlo allí. ¡Vaya susto! Era un espejo grande, de cuerpo entero. Al tiempo que me tranquilizaba, me iba sintiendo ridículo. «¡Seré imbécil!», pensé. Plantado ante el espejo dirigí hacia abajo el haz de luz de la linterna, me saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí. Di una calada contemplando mi imagen reflejada en el espejo. La tenue luz de las farolas penetraba por las ventanas y llegaba hasta el es-pejo. A mis espaldas, la puerta de la piscina seguía dando golpes impulsada por el viento. A la tercera calada me asaltó, de pronto, una sensación muy extraña. La imagen del espejo no era la mía. De hecho, sí, su aspecto exterior era idéntico al mío. No cabía la menor duda. Pero no acababa de ser yo. Lo supe instintivamente. No. No es exacto. Hablando con precisión, sí era yo. Pero era otro yo. Un yo que jamás debería haber tomado forma No me lo explico, me entendéis, ¿verdad? Es que ésa es una sensación terriblemente difícil de traducir en palabras. Sin embargo, lo único que comprendí entonces era que él me odiaba con todas sus fuerzas. Con un odio parecido a un poderoso iceberg que flota en un mar oscuro. Con un odio que no podrá ser jamás aliviado por nadie. Eso es lo único que comprendí. Me quedé plantado ante el espejo, atónito. El cigarrillo se me escapó por entre los dedos y cayó al suelo. El cigarrillo del espejo también cayó al suelo. Nos contemplábamos el uno al otro. No podía moverme, como si estuviera atado de pies y manos. Poco después, él movió una mano. Se acarició el mentón con las yemas de los dedos de la mano derecha y, luego, muy despacio, fue deslizando los dedos hacia arriba, como un insecto que le reptara por el rostro. Me di cuenta de que yo estaba imitando sus gestos. Como si fuera yo la imagen del espejo. O sea, que era él quien estaba intentando controlarme a mí.

 

En aquel momento hice acopio de las fuerzas que me quedaban y solté un alarido. Exclamé «¡Uoo!» o «¡Uaa!», o algo así. Entonces, las ataduras se aflojaron un poco y arrojé con todas mis fuerzas la espada de madera contra el espejo. Se oyó un ruido de cristales rotos. Eché a correr hacia mi habitación sin volverme una sola vez, cerré la puerta con llave y me cubrí con la manta. Me preocupaba el cigarrillo que había dejado caer en el pasillo. Pero fui incapaz de volver. El viento siguió soplando. La puerta de la piscina continuó golpeando con estrépito hasta poco antes del amanecer. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Supongo que adivinaréis cómo termina la historia. Eso es, el espejo no había existido jamás. Cuando el sol ascendió por el horizonte, el tifón ya se había alejado. El viento amainó y el sol continuó arrojando sus rayos cálidos y claros. Me acerqué al vestíbulo. Había una colilla en el suelo. Había una espada de madera en el suelo. Pero no había ningún espejo. Nunca lo hubo. Nadie había emplazado jamás un espejo al lado del mueble zapatero. Ésta es la historia. Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue... a mí mismo. Pero aún no he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros?

Por cierto, posiblemente os hayáis dado cuenta de que en esta casa no hay ningún espejo. Y, ¿sabéis?, se tarda bastante tiempo en aprender a afeitarse sin mirarse al espejo. De verdad.

 

Resumen

El narrador recuerda una experiencia aterradora de cuando era vigilante nocturno en una escuela, que le ocurrió cuando era joven. Durante una ronda nocturna, ve su reflejo en un espejo desconocido y siente que no es realmente él, sino otro "yo" que lo odia profundamente. Paralizado por el miedo, rompe el espejo con su espada y huye. A la mañana siguiente, descubre que el espejo nunca existió. Desde entonces, vive con el temor de su propia imagen y evita los espejos por completo.

Significado del cuento

El cuento El espejo de Haruki Murakami explora el miedo a uno mismo y la identidad. A través del reflejo que no solo lo imita, sino que parece tener voluntad propia y un profundo odio hacia él, el narrador experimenta el terror de confrontarse con su propio interior. La ausencia real del espejo sugiere que el miedo no proviene de algo externo, sino de su propia psique, sus inseguridades o aspectos reprimidos de su personalidad. La historia plantea la idea de que el mayor temor del ser humano no es lo sobrenatural, sino el miedo a su propia naturaleza, a lo desconocido dentro de sí mismo. Murakami sugiere que el verdadero horror no está en los fantasmas o fenómenos paranormales, sino en la confrontación con nuestro yo más profundo, aquel que tal vez preferimos no ver.

Otros cuentos de Haruki Murakami

Si te gusta este escritor, te recomiendo otros cuentos para adultos: Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril y El hombre de hielo. Además, te recomiendo el mejor cuento de Liliana Heker, La fiesta ajena.

sábado, 6 de agosto de 2022

Dos cuentos maravillosos de Haruki Murakami

 

Haruki Murakami

Haruki Murakami es un escritor y traductor japonés, autor de novelas, relatos y ensayos. Sus libros han generado críticas positivas y obtenido numerosos premios, incluidos el Franz Kafka, el Mundial de Fantasía, el Jerusalén y el Hans Christian Andersen de Literatura. He escogido dos cuentos maravillosos de este escritor para narrar en mi canal Carla Narraciones

Conoce aquí su biografía

 

Cuentos para adultos 

Estos cuentos que he escogido son unos cuentos para pensar. El primer cuento, Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril, es un cuento sobre dos jóvenes que se encuentran en una calle sin conocerse y se deciden expresar mutuamente la posibilidad de ser el uno para el otro. Sin embargo, surge la duda, se separan pensando en volver a encontrarse pero, después de 14 años en su segundo encuentro, no se reconocen y cada uno sigue su camino, aunque el chico intuye que esa chica es 100% perfecta para él. 

Es un relato que recrea el arquetipo de la falta de resolución de hombres y mujeres para creer en el amor a primera vista.

El segundo cuento que he escogido narrar, El hombre de hielo, es un cuento de un mujer que se casa con un hombre de hielo.  Ella le propone viajar al polo sur, aunque eso será una pésima idea porque su marido se hace amigo de los habitantes de la región, se quedan a vivir ahí, quedando ella sumergida en el pasado que el hombre de hielo era capaz de adivinar en cualquier ser humano.

Lo que trata de decirnos este cuento es que debemos avanzar, sin olvidar el pasado, pero sin quedarnos atrapados en él.  

 

Cuentos en YouTube

Espero que te gusten estos cuentos para adultos de Haruki Murakami. Si te gusta este género literario, te recomiendo que escuches un cuento de Alice Munro en YouTube en mi canal Carla Narraciones

 

 



 

 

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