Relato de Murakami de inspiración kafkiana.
En El pueblo de los gatos del escritor Haruki Murakami, un joven viajero sin rumbo decide
bajar en un hermoso pueblecito, donde tan sólo lo habitan unos gatos por la noche. En esta historia, se refleja como adentrarse en lo desconocido puede confrontarnos con realidades
extrañas y fascinantes, llevando al protagonista a cuestionar su propia
percepción de la realidad y su sentido de pertenencia. A través de la rutina
misteriosa del pueblo y la vida nocturna de los gatos, el relato explora la
soledad, el aislamiento y la aceptación de un destino del que no se puede
escapar.
Este relato es de inspiración
kafkiana, ya que presenta un ambiente extraño y opresivo donde el protagonista
llega a un pueblo desolado en el que ocurren situaciones inexplicables,
como el tren que se detiene sin motivo aparente en un pueblo misterioso y la aparición
nocturna de gatos que actúan como humanos.
Esta transformación de lo cotidiano
en lo surreal genera una sensación de alienación y aislamiento, ya que el
personaje se encuentra atrapado en un mundo del que no puede escapar y en el
que no logra encajar, algo muy presente en la obra de Kafka, donde los
protagonistas suelen enfrentarse a la incomunicación y la soledad. Además, la
historia muestra un destino ineludible y absurdo, reflejado en la imposibilidad
del personaje de regresar a su realidad anterior, aceptando pasivamente una
situación que no comprende del todo. Esta falta de control frente a fuerzas
incomprensibles recuerda a los personajes kafkianos que luchan contra sistemas o
circunstancias irracionales.
A lo largo del cuento, el protagonista busca
encontrar sentido a ese mundo misterioso y absurdo, pero sus intentos no lo
llevan a respuestas claras, lo que refuerza la atmósfera inquietante y
desconcertante propia del universo kafkiano, donde la lógica se disuelve y la
realidad se convierte en un laberinto sin salida.
Relato de Haruki Murakami
A continuación, puedes leer este relato para adultos y escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.
El Pueblo de los gatos.
Había llegado a un pueblo desolado. Había decidido bajarme
en una estación en la que todos los días el tren se detenía, pero nadie subía
ni bajaba, sin embargo, el tren completaba la misma rutina diariamente sin
falta. ¿Porque decidí bajar? Hasta el momento no había podido encontrar una
razón lógica, simplemente me apeé del tren, levante la vista, cruce el puente
de piedra, y tire los dados de mi destino.
Descubrí con asombro que por las noches el pueblo se llenaba de vida, aunque
quizás sea más preciso decir que el mismo pueblo cobraba vida, y de la índole
más sorprendente. El pueblo comenzaba a llenarse de gatos a medida que
anochecía. Claro que la primera vez que los vi sentarse en mesas y hablar entre
ellos me sorprendí bastante. Calculé que solo existían dos posibles
explicaciones para aquello: Me volví loco o me volví loco.
Así las cosas, decidí que por lo menos trataría de entender aquel mundo
misterioso, del que no podía escapar. Aquel mundo en el que un puente de piedra
creaba un vínculo entre este mundo y el mío, mi mundo al cual no podía
regresar. En el Pueblo había una calle principal, esta calle conectaba dos
puentes de piedra, al pasar por uno aparecías irremediablemente en el otro. Ni
siquiera podía describir que pasaba, era como si hubiera olvidado el camino por
el que llegaba. Tendría que quedarme en aquel lugar.
En mi tercer día en el pueblo de los gatos, encontré un bello arroyuelo detrás
de la iglesia. Solamente me tuve que alejar unos 30 pasos del camino principal,
llevaba poca agua y la débil corriente hacía que se formaran arrugas que la
hacían parecer seda, me sorprendió que no hubiera escuchado el correr del agua
en los dos días anteriores. No le di mucha importancia y me senté a contemplar
como las hojas amarillentas navegaba impasibles entre las rocas, quizás si
ponía atención el arroyo quisiera contarme algo, tal vez se sentía igual de
solo que yo, y juntos nos podríamos hacer compañía.
Me pase toda la tarde meditando en la forma en la que los gatos se relacionan
unos con otros. Además de socializar y convivir con otros gatos, había a los
que les gustaba beber, a otros les gustaba cortejar a gatas de todas las clases
habidas y por haber. Por el contrario, había algunos gatos a los que les
gustaba sentarse en algún restaurante, quedarse allí solos durante un buen
rato, abstraídos en sus pensamientos, parecía que reflexionaban acerca de cómo
había salido su día.
Una corriente de aire frio me hizo darme cuenta de que había comenzado a
anochecer, me puse de pie de un salto y me apresuré a llegar al campanario.
Aunque ya estaba comprobado que los gatos no me podían ver, solo olfatearme, no
quería abusar de mi suerte y meterme en algún problema. Puse mi saco en el piso
para recostarme sobre él, me recargué sobre mi hombro derecho en una de las
paredes, que todavía guardaba un poco de calor del día. Mientras me acomodaba
en una esquina del campanario, comencé a notar que algunos gatos ya deambulaban
por las calles y se alistaban en sus lugares respectivos, preparaban tartas,
limpiaban mesas, sacaban algunos pescados del tamaño de un meñique y los
servían en pequeños cuencos de cristal. En el puente de piedra los gatos
empezaban a llegar de par en par, se erguían en sus patas traseras, y se
sacudían las patas delanteras, también se relamían las almohadillas para
quitarse el polvo del camino, mientras se enteraban de los pormenores de sus
colegas.
Esa noche el clima era agradable, una brisa traía consigo el olor a especias y
cerveza de la taberna que estaba frente al campanario. Ya me había pasado por
la mente ir a aquella taberna y robar un poco de cerveza. Inexplicablemente
cuando visitaba la taberna por las mañanas, cuando los gatos se hubiesen ido,
solo encontraba agua y algunos mendrugos de pan. Me las apañaba bastante bien
con eso, pero hubiera agradecido infinitamente, aunque fuera uno de aquellos
pequeñitos tarros de cerveza que los gatos bebían mientras devoraban pescado
condimentado y pan con mantequilla. Más de una vez me descubrí con la boca
hecha agua mientras observaba como uno de esos gatos devoraba su plato, sin
dejar en él restos de comida, tan solo aquello que quedaba en su bigote, que
relamía mientras hacia un gesto de aprobación.
Uno de entre todos los gatos resaltaba por su tamaño, lo llamaban Don. Un gato
gris azulado del tamaño de un mapache. Tenía numerosas cicatrices en el rostro,
una de ellas le surcaba el ojo izquierdo de por debajo de la oreja hasta el
hocico, ese ojo era blanco como la leche, y el ojo derecho era dorado como la
miel. Ambas orejas tenían pequeños hoyuelos y a una le faltaba la punta. Era
casi el doble de grande que los demás gatos, sin dudas era el gato más grande
que yo hubiera visto jamás. A pesar de su apariencia tenía una personalidad muy
afable, siempre estaba rodeado de otros gatos, escuchaba con atención historias
que los demás gatos contaban, desternillándose de la risa salpicando cerveza
por todas partes y dándoles palmadas en el lomo a sus amigos gatos.
Esa noche me decidí a bajar del campanario y escuchar la charla en la mesa de
Don, sentía una enorme curiosidad por saber de qué podrían hablar los gatos tan
animadamente con Don. Probablemente hablaran de sus problemas cotidianos de
como llevaban sus vidas con sus amos en sus hogares que se encontraban fuera
del pueblo de los gatos, más allá del puente de piedra.
Baje por las empinadas escaleras del campanario lentamente. Por más que trataba
de acostumbrarme a esas condenadas escaleras no dejaba de sentir vértigo,
bajaba a tientas asegurando cada paso, cada escalón. Al llegar al final asome
la cabeza a la calle principal, que dividía el pueblo por la mitad, y desde ese
lugar podía ver todo el camino hasta el puente de piedra, a unos cuantos metros
de donde me encontraba había un gato a un lado del camino, tenía un pequeño
asador con carbón al rojo vivo, y en el asaba algunas truchas atravesadas en
varillas, me quede largo rato viendo aquellas truchas que parecían devolverme
la mirada, su piel crujiente chisporroteaba haciéndome una invitación, y
mientras el gato avivaba el carbón con un abanico llagaba a mí el olor a trucha
asada, me cuestione un largo rato si debía intentar robar uno de aquellos
delicioso pescados, pero al final me resigne y me dirigí a la taberna.
Aunque al principio me costó un poco de trabajo escabullirme entre dos gatos
que iba saliendo de la taberna, no tarde en encontrar una mesa en el fondo del
lugar, estaba a dos mesas de donde se encontraba Don acompañado de dos gatos
medianos, uno blanco con manchas de color pardo y otro negro que parecía estar
bastante ebrio. En medio de aquellos gatos se encontraba una pequeña gata de
pelaje rayado, la base era gris y el rayado era de un tono café obscuro. Desde
donde me encontraba no alcanzaba a escuchar la conversación. El gato negro
miraba a la gata con un gesto de desaprobación, intercambiaba su atención entre
ella y Don mientras se desarrollaba la conversación.
No se describir exactamente qué es lo que atraía mi atención en esa gata
pequeña que hablaba con Don, tal vez lo indefensa que se veía frente a ese gran
gato panzón, pero sentía simpatía por ella. Me estaba debatiendo entre
acercarme a su mesa, decidí intentarlo. Me estaba incorporando cuando sentí que
la mirada de la gata se cernía sobre mí. De repente me di cuenta, no solo
estaba mirando en mi dirección, me observaba directamente, tenía una mirada
penetrante, sentía como si estuviera viendo mi alma desnuda. En medio de todo
aquel ajetreo me sentí desconcertado, me quedé petrificado, en esa posición a
medio levantar del asiento. La gata regreso su atención hacia Don, que en ese
momento estaba zampándose un pescado del tamaño de la palma de mi mano.
Ya de regreso en el campanario pase el resto de la noche reflexionado en los
eventos que acababan de ocurrir en el bar. Después de que la gata me quitara la
mirada de encima, recupere mi posición en la mesa sin saber qué hacer,
definitivamente no me sentía cómodo. Tenía un desasosiego carente de lógica.
Decidí salir de aquel bar y en mi camino tropecé con un gato que llevaba una
bandeja con cervezas, que termino en el suelo todo empapado, me sentí mal por
el al salir en medio de las risotadas que retumbaban en todo el bar, pero ni
siquiera quería voltear, y de hecho, me detuve hasta llegar al campanario. Tuve
que sacar la cabeza un par de veces y asegurarme que nadie salía del bar, y
hasta entonces pude sacar todo el aire que había acumulado en mis pulmones. Me
costó un poco conciliar el sueño, no podía dejar de pensar en los ojos de
aquella gata, pero al final caí en los brazos de Morfeo. Y así, en medio de
turbaciones y cuestiones a las que no pude encontrar respuestas, paso mi tercer
día en el pueblo de los gatos.
Relatos para adultos en YouTube
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literario, te recomiendo: A través del túnel de Doris Lessing, una escritora
galardonada con el Premio Nobel en 2007.
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