Mostrando entradas con la etiqueta Borges. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Borges. Mostrar todas las entradas

miércoles, 26 de febrero de 2025

Utopía de un hombre que está cansado, cuento de Borges

 

Cuento para adultos de Borges

Utopía de un hombre que está cansado es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges que integra El libro de arena, colección de cuentos publicada en 1975 en la editorial Emecé.

Eudoro Acevedo viaja a la utopía, un futuro donde no existen los hechos ni la pobreza. Allí conoce a un hombre que solo habla latín y ha leído los mismos libros durante siglos. Conversan sobre sus mundos, y Acevedo descubre que en Utopía las personas maduran a los cien años y luego pueden elegir morir. Alguien, el anfitrión, decide hacerlo y entra en una cámara letal. Acevedo, tras presenciar esto, regresa a su tiempo.

Este cuento para adultos reflexiona sobre la condición humana y su anhelo de sentido en un mundo dominado por el exceso de información y la superficialidad. A través de su narrativa, invita al lector a cuestionar su propia realidad ya contemplar los posibles caminos que podría tomar la humanidad en el futuro.

Os invito a adentraros en la profundidad de este relato, una obra que despierta la reflexión y el análisis. Para quienes prefieren la experiencia auditiva, también pueden disfrutar del audiocuento en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

 

Utopía de un hombre que está cansado

Llamóla Utopía, voz griega

cuyo significado es no hay tal lugar.

 Quevedo

 

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe: En medio de la pánica llanura interminable Y cerca del Brasil, que van creciendo y agrandándose. El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.

Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas. Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo. - Por la ropa - me dijo -, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan. No dije nada y agregó: - Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme? Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.

Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar. Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije: - ¿No te asombra mi súbita aparición? - No - me replicó -, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa. La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme: - Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos. - Recuerdo haber leído sin desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo, el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien. - ¿Y cómo se llamaba tu padre? - No se llamaba. En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre. Éste me dijo: - Ahora vas a ver algo que nunca has visto. Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas. No sin fatuidad repliqué: - Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos. Leí en voz alta el título. El otro se rió. - Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además, no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios. - En mi curioso ayer - contesté -, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni quietud. - ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio. - Como los rabinos - le dije. Pareció no entender y prosiguió. - Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas d de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo. - ¿Un hijo? - pregunté. - Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro. Asentí. - Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte. - ¿Se trata de una cita? - le pregunté. - Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas. - ¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? - le dije. - Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora. Con una sonrisa agregó: - Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial. - Así es - repliqué. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos. El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna. Me atreví a preguntar: - ¿Todavía hay museos y bibliotecas?

- No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita. - En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes. Asintió sin una palabra. Inquirí: - ¿Qué sucedió con los gobiernos? - Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen. Cambió de tono y dijo: - He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas. Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano. - Ésta es mi obra - declaró. Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito. - Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco. - Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver. Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes. Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer. - Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils? - De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura. - Esperemos que con mejor fortuna que su padre. Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa. La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas. A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula. - Es el crematorio - dijo alguien -. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler. El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja. Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán. - La nieve seguirá - anunció la mujer. En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.


Recomendación

Valle Inclán.

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo El miedo de Ramon del Valle Inclán.

viernes, 30 de agosto de 2024

Los mejores poemas de Borges

 

Dos poemas de Borges


A continuación, podéis escuchar en mi canal de YouTube, los mejores poemas de Jorge Luis Borges, pero he seleccionado dos de ellos que me han impactado profundamente y que quiero compartir con vosotros junto con una breve reflexión.

“El reloj de arena”, que Jorge Luis Borges, nos invita a reflexionar sobre la inevitabilidad del tiempo y la finitud de la existencia humana. El reloj de arena es un poderoso símbolo de cómo el tiempo sigue su curso sin detenerse. Este hecho, nos enfrenta con la realidad de nuestra mortalidad, y nos recuerda ya sea la transitoriedad de la vida, como la implacable naturaleza del tiempo.

 

EL RELOJ DE ARENA

Está bien que se mida con la dura

Sombra que una columna en el estío

Arroja o con el agua de aquel río

En que Heráclito vio nuestra locura

 

El tiempo, ya que al tiempo y al destino

Se parecen los dos: la imponderable

Sombra diurna y el curso irrevocable

Del agua que prosigue su camino.

 

Está bien, pero el tiempo en los desiertos

Otra substancia halló, suave y pesada,

Que parece haber sido imaginada

Para medir el tiempo de los muertos.

 

Surge así el alegórico instrumento

De los grabados de los diccionarios,

La pieza que los grises anticuarios

Relegarán al mundo ceniciento

 

Del alfil desparejo, de la espada

Inerme, del borroso telescopio,

Del sándalo mordido por el opio

Del polvo, del azar y de la nada.

 

¿Quién no se ha demorado ante el severo

Y tétrico instrumento que acompaña

En la diestra del dios a la guadaña

¿Y cuyas líneas repitió Durero?

 

Por el ápice abierto el cono inverso

Deja caer la cautelosa arena,

Oro gradual que se desprende y llena

El cóncavo cristal de su universo.

 

Hay un agrado en observar la arcana

Arena que resbala y que declina

Y, a punto de caer, se arremolina

Con una prisa que es del todo humana.

 

La arena de los ciclos es la misma

E infinita es la historia de la arena;

Así, bajo tus dichas o tu pena,

La invulnerable eternidad se abisma.

 

No se detiene nunca la caída

Yo me desangro, no el cristal. El rito

De decantar la arena es infinito

Y con la arena se nos va la vida.

 

En los minutos de la arena creo

Sentir el tiempo cósmico: la historia

Que encierra en sus espejos la memoria

O que ha disuelto el mágico Leteo.

 

El pilar de humo y el pilar de fuego,

Cartago y Roma y su apretada guerra,

Simón Mago, los siete pies de tierra

Que el rey sajón ofrece al rey noruego,

 

Todo lo arrastra y pierde este incansable

Hilo sutil de arena numerosa.

No he de salvarme yo, fortuita cosa

De tiempo, que es materia deleznable.

 

El poema "Instantes", atribuido a Jorge Luis Borges, reflexiona sobre la importancia de vivir con plenitud. A través de una voz que mira hacia atrás desde la vejez, expresa el deseo de haber vivido con más espontaneidad, valorando los momentos simples y auténticos. Este poema sugiere que lo verdaderamente valioso son los instantes vividos con intensidad y consciencia, en lugar de un enfoque excesivo en la planificación o en las preocupaciones innecesarias. El poema es una invitación a vivir el presente con mayor libertad y alegría, aprovechando cada oportunidad para disfrutar plenamente de la vida.

 

INSTANTES

Si pudiera vivir nuevamente mi vida,

en la próxima trataría de cometer más errores.

No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.

Sería más tonto de lo que he sido,

de hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad.

Sería menos higiénico.

Correría más riesgos,

haría más viajes,

contemplaría más atardeceres,

subiría más montañas, nadaría más ríos.

Iría a más lugares a donde nunca he ido,

comería más helados y menos habas,

tendría más problemas reales y menos imaginarios.

Yo fui una de esas personas que vivió sensata

y prolíficamente cada minuto de su vida;

claro que tuve momentos de alegría.

Pero si pudiera volver atrás trataría

de tener solamente buenos momentos.

Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,

sólo de momentos; no te pierdas el ahora.

Yo era uno de esos que nunca

iban a ninguna parte sin un termómetro,

una bolsa de agua caliente,

un paraguas y un paracaídas;

si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir

comenzaría a andar descalzo a principios

de la primavera

y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.

Daría más vueltas en calesita,

contemplaría más amaneceres,

y jugaría con más niños,

si tuviera otra vez vida por delante.

Pero ya ven, tengo 85 años...

y sé que me estoy muriendo


Cuentos de Borges

Si te gustan los cuentos para adultos, te invito a escuchar uno de los mejores cuentos de Borges en mi canal de YouTube.

 

 

 

martes, 3 de mayo de 2022

El libro de arena de Borges

 

Cuento de Borges

 

El libro de Arena es una obra de Jorge Luis Borges que aúna una serie de cuentos y relatos publicados en 1975. Se trata del último cuento de ese volumen; en esta narración Borges retoma tópicos desarrollados en cuentos anteriores.

 

En este cuento, todo empieza cuando un desconocido golpea la puerta de Borges y le ofrece el misterioso libro. Es un libro único, puesto que sus páginas nunca se repiten, ya que su contenido muta. Tal objeto obsesiona a Borges hasta el punto de considerarlo un peligro para la humanidad y entonces debe decidir qué hacer con él.

 

¿Por qué se llama libro de arena?

 

Este cuento se llama 'El libro de arena' porque, según el vendedor, ni el libro ni la arena tienen principio ni fin. Por un lado, en este relato Borges intenta plasmar la realidad vista desde la perspectiva de la lectura. El libro en este cuento, al no tener un inicio ni un final, se relaciona con la vida, ya que no existe una explicación aceptada como verdadera sobre cómo será su fin. De manera similar, es imposible prever el fin de la vida, por lo tanto, ésta es infinita en el sentido de que carece de un inicio o un final definidos

 

Cuento para adultos

 

A continuación puedes leer este cuento para adultos de Borges y, si quieres escucharlo en mi canal Carla Narraciones, aquí puedes disfrutar de la escucha de este cuento. Si te gustan los cuentos de Borges, te recomiendo El otro.

 

El libro de arena

 

 

…thy rope of sands…

George Herbert (1593-1623)

 

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es este, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

 

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

 

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

 

–Vendo biblias –me dijo.

 

No sin pedantería le contesté:

 

–En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

 

Al cabo de un silencio me contestó:

 

–No solo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

 

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

 

–Será del siglo diecinueve –observé.

 

–No sé. No lo he sabido nunca –fue la respuesta.

 

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

 

Fue entonces que el desconocido me dijo:

 

–Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

 

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

 

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

 

–Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

 

–No –me replicó.

 

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

 

–Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.

 

Me pidió que buscara la primera hoja.

 

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

 

–Ahora busque el final.

 

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

 

–Esto no puede ser.

 

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

 

–No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.

 

Después, como si pensara en voz alta:

 

–Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

 

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

 

–¿Usted es religioso, sin duda?

 

–Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

 

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

 

–Y de Robbie Burns –corrigió.

 

Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

 

–¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

 

–No. Se lo ofrezco a usted –me replicó, y fijó una suma elevada.

 

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

 

–Le propongo un canje –le dije–. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

 

–A black letter Wiclif –murmuró.

 

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

 

–Trato hecho –me dijo.

 

Me asombró que no regateara. Solo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

 

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

 

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.

 

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.

 

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra.

Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

 

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

 

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

 

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

 

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

 

FIN

La grieta, relato para adultos de Cristina Peri Rossi

  El simbolismo de la duda en La grieta de Cristina Peri Rossi A continuación, te presento La grieta , un cuento para adultos de Cristina ...