Elena Poniatowska
A continuación, te presento dos cuentos de
Elena Poniatowska conocida como una de las plumas y mentes más destacadas de
México. Estos cuentos para adultos: El recado y Cine Prado puedes escucharlos
en mi canal, Carla Narraciones.
El recado
Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el
peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la
ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu
pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le
arrancan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro,
muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son
azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un
soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es
como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.
Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como
estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio
de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo
enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante.
Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto.
Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás
enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacio, com si te
dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que
te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de
días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu
rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.
Estoy inclinada ante una hoja de papel y te
escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines
apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te
imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna
de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que
va a tomar el camión, has de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a
decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir
porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más
niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas
la mano porque voy a tirar la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja
rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te
espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja
porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de
relacionarlo todo con el amor.
Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que
es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa;
ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque
en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los
pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar,
siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan.
Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese
bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una
granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una
granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la
imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza.
Todos estamos –oh mi amor– tan llenos de retratos interiores, tan llenos de
paisajes no vividos.
Ha caído la noche y ya y casi no veo lo que
estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le
entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…” No sé si
voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de
ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el
recado: que te diga que vine.
Cine Prado
Señorita:
A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre
de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría ocultarle esta deserción,
pero, callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha
eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo
viraje de mi espíritu, que se resuelve en el propósito final de no volver a
contarme entre los espectadores de una película suya.
Esta tarde, más bien esta noche, usted me
destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un hombre hecho pedazos. ¿Se
da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la pantalla de
todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus
peores actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre
de usted aunque el simple anuncio de Fruto prohibido haga vacilar su decisión.
Lo ve usted, sigo siendo un hombre que depende de una sombra engañosa.
Sentado en una cómoda butaca, fui uno de
tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de pronto se sintió
atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui
realmente yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano
fraterna se ha extendido para estrechar la mía.
Cuando usted destrozaba tranquilamente mi
corazón en la pantalla, todos se sentían inflamados y fieles. Hasta hubo un
canalla que rio descaradamente, mientras yo la veía desfallecer en brazos de
ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la degradación
humana.
Y un hombre que pierde de golpe todos sus
ideales, ¿no cuenta para nada, señorita?
Dirá usted que soy un soñador, un excéntrico,
uno de esos aerolitos que caen sobre la Tierra al margen de todo cálculo.
Prescinda usted de cualquiera de sus
hipótesis; el que la está juzgando soy yo, y hágame el favor de ser más
responsable de sus actos, y antes de firmar un contrato o de aceptar un
compañero estelar, piense que un hombre como yo puede contarse entre el público
futuro y recibir un golpe mortal. No hablo movido por lo celos pero, créame
usted, en Esclavas del deseo fue besada, acariciada y agredida con exceso. No
sé si mi memoria exagera, pero en la escena del cabaret no tenía usted por qué
entreabrir de esa manera sus labios, desatar sus cabellos sobre los hombros y
tolerar los procaces ademanes de aquel marinero que sale bostezando después de
sumergirla en el lecho del desdoro y abandonarla como una embarcación que hace
agua.
Yo sé que los actores se deben a su público,
que pierden en cierto modo su libre albedrío y que se hallan a la merced de los
caprichos de un director perverso; sé también que están obligados a seguir
punto por punto todas las deficiencias y las falacias del texto que deben
interpretar, pero déjeme decirle que a todo el mundo le queda, en el peor de
los casos, un mínimo de iniciativa, una brizna de libertad que usted no pudo o
no quiso aprovechar.
Si se tomara la molestia, usted podría alegar
en su defensa que desde su primera irrupción en el celuloide aparecieron
algunos de los rasgos de conducta que ahora le reprocho. Es verdad; y admito
avergonzado que ningún derecho ampara mis querellas. Yo acepté amarla tal como
es. Perdón, tal como creí que era. Como todos los desengañados, maldigo el día
en que uní mi vida a su destino cinematográfico. Y conste que la acepté toda
opaca y principiante, cuando nadie la conocía v le dieron aquel papelito de trotacalles
con las rayas de las medias chuecas y los tacones carcomidos, papel que ninguna
mujer decente habría sido capaz de aceptar. Y sin embargo yo la perdoné, y en
aquella sala indiferente y llena de mugre saludé la aparición de una estrella.
Yo fui su descubridor, el único que supo asomarse a su alma, entonces
inmaculada, pese a su bolsa arruinada y a sus vueltas de carnero. Por lo que
más quiera en la vida, perdóneme este brusco arrebato.
Se le cayó la máscara, señorita. Me he dado
cuenta de la vileza de su engaño. Usted no es la criatura de delicias, la
paloma frágil y tierna a la que yo estaba acostumbrado, la golondrina de
inocentes revuelos, el rostro perdido entre gorgueras de encaje que yo soñé,
sino una mala mujer, hecha y derecha, un despojo de la humanidad, novelera en
el peor sentido de la palabra. De ahora en adelante, muy estimada señorita,
usted irá por su camino y yo por el mío. Ande, ande usted, siga trotando por
las calles, que yo ya me caí como una rata en una alcantarilla. Y conste que lo
de señorita se lo digo porque a pesar de los golpes que me ha dado la vida sigo
siendo un caballero. Mi viejita santa me inculcó en lo más hondo el guardar
siempre las apariencias. Las imágenes se detienen y mi vida también.
Así es que... señorita, tómelo usted, si
quiere, como una despiadada ironía.
Yo la había visto prodigar besos y recibir
caricias en cientos de películas, pero antes usted no alojaba a su dichoso
compañero en el espíritu. Besaba usted sencillamente como todas las buenas
actrices: como se besa a un muñeco de cartón. Porque, sépalo usted de una vez
por todas. la única sensualidad que vale la pena es la que se nos da envuelta
en alma, porque el alma envuelve entonces nuestro cuerpo, como la piel de la
uva comprime la pulpa, la corteza guarda al zumo. Antes, sus escenas de amor no
me alteraban, porque siempre había en usted un rasgo de dignidad profanada,
porque percibía siempre un íntimo rechazo, una falla en el último momento que
rescataba mi angustia y consolaba mi lamento. Pero en La rabia en el cuerpo,
con los ojos húmedos de amor, usted volvió hacia mí su rostro verdadero, ese
que no quiero ver nunca más. Confiéselo de una vez: usted está realmente
enamorada de ese malvado, de ese comiquillo de segunda, ¿no es cierto? ¿Se
atrevería a negarlo impunemente? Por lo menos todas las palabras, todas las
promesas que le hizo, eran auténticas, y cada uno de sus gestos estaba
respaldado en la firme decisión de un espíritu entregado.
¿Por qué ha jugado conmigo como juegan todas?
; ¿Por qué me ha engañado usted como engañan todas las mujeres, a base de
máscaras sucesivas y distintas? ¿Por qué no me enseñó desde el principio, de
una vez, el rostro desatado que ahora me atormenta?
Mi drama es casi metafísico y no le encuentro
posible desenlace. Estoy solo en la noche de mi desvarío. Bueno, debo confesar
que mi esposa todo lo comprende y que a veces comparte mi consternación.
Estábamos gozando aún de los deliquios y la dulzura propia de los recién
casados cuando acudimos inermes a su primera película. ¿Todavía la guarda usted
en su memoria?
Aquella del buzo atlético y estúpido que se
fue al fondo del mar, por culpa suya, con todo y escafandra. Yo salí del cine
completamente trastornado, y habría sido una vana pretensión el ocultárselo a
mi mujer. Ella, por lo demás, estuvo completamente de mi parte; y hubo de
admitir que sus deshabillés son realmente espléndidos. No tuvo inconveniente en
acompañarme al cine otras seis veces, creyendo de buena fe que la rutina
rompería el encanto. Pero, ¡ay!, las cosas fueron empeorando a medida que se
estrenaban sus películas. Nuestro presupuesto hogareño tuvo que sufrir
importantes modificaciones, a fin de permitirnos frecuentar las pantallas unas
tres veces por semana.
Está por demás decir que después de cada
sesión cinematográfica pasábamos el resto de la noche discutiendo. Sin embargo,
mi compañera no se inmutaba. Al fin y al cabo usted no era más que una sombra
indefensa, una silueta de dos dimensiones, sujeta a las deficiencias de la luz.
Y mi mujer aceptó buenamente tener como rival a un fantasma cuyas apariciones
podían controlarse a voluntad, pero no desaprovechaba la oportunidad de reírse
a costa de usted y de mí. Recuerdo su regocijo aquella noche fatal en que, debido
a un desajuste fotoeléctrico, usted habló durante diez minutos con voz
inhumana, de robot casi, que iba del falsete al bajo profundo... A propósito de
su voz, sepa usted que me puse a estudiar francés porque no podía conformarme
con el resumen de los títulos en español, aberrantes e incoloros. Aprendí a
descifrar el sonido melodioso de su voz, y con ello vino el flagelo de entender
a fuerza mía algunas frases vulgares, la comprensión de ciertas palabras
atroces que puestas en sus labios o aplicadas a usted me resultaron
intolerables. Deploré aquellos tiempos en que llegaban a mí, atenuadas por
pudibundas traducciones; ahora, las recibo como bofetadas.
Lo más grave del caso es que mi mujer está
dando inquietantes muestras de mal humor. Las alusiones a usted, y a su
conducta en la pantalla, son cada vez más frecuentes y feroces.
Últimamente ha concentrado sus ataques en la
ropa interior, y dice que estoy hablándole en balde a una mujer sin fondo.
Y hablando sinceramente, aquí entre nosotros,
¿a qué viene toda esa profusión de infames transparencias, ese derroche de
íntimas prendas de tenebroso acetato? Si yo lo único que quiero hallar en usted
es esa chispita triste y amarga que ayer había en sus ojos... Pero volvamos a
mi mujer. Hace visajes y la imita.
Me arremeda a mí también. Repite burlona
algunas de mis quejas más lastimeras. "Los besos que me duelen en Qué me
duras me están ardiendo como quemaduras." Dondequiera que estemos se
complace en recordarla, dice que debemos afrontar este problema desde un ángulo
puramente racional, con todos los adelantos de la ciencia y echa mano de
argumentos absurdos pero contundentes. Alega, nada menos, que usted es irreal y
que ella es una mujer concreta. Y a fuerza de demostrármelo está acabando una
por una con mis ilusiones. No sé qué va a ser de mí si resulta cierto lo que
aquí se rumora, que usted va a venir a filmar una película y honrará a nuestro
país con su visita. Por amor de Dios, por lo más sagrado, quédese en su patria,
señorita.
Sí, no quiero volver a verla, porque cada vez
que la música cede poco a poco y los hechos se van borrando en la pantalla, yo
soy un hombre anonadado. Me refiero a la barrera mortal de esas tres letras
crueles que ponen fin a la modesta felicidad de mis noches de amor, a dos pesos
la luneta. He ido desechando poco a poco el deseo de quedarme a vivir con usted
en la película y ya no muero de pena cuando tengo que salir del cine remolcado
por mi mujer, que tiene la mala costumbre de ponerse de pie al primer síntoma
de que el último rollo se está acabando.
Señorita, la dejo. No le pido siquiera un
autógrafo, porque si llegara a enviármelo yo sería capaz de olvidar su traición
imperdonable. Reciba esta carta como el homenaje final de un espíritu
arruinado, y perdóneme por haberla incluido entre mis sueños. Sí, he soñado con
usted más de una noche, y nada tengo que envidiar a esos galanes de ocasión que
cobran un sueldo por estrecharla en sus brazos y que la seducen con palabras
prestadas.
Créame sinceramente su servidor.
P. D.: Olvidaba decirle que escribo tras las
rejas de la cárcel. Esta carta no habría llegado nunca a sus manos si yo no
tuviera el temor de que el mundo le diera noticias erróneas acerca de mí.
Porque los periódicos, que siempre falsean los
hechos, están abusando aquí de este suceso ridículo: "Ayer por la noche,
un desconocido, tal vez en estado de ebriedad o perturbado de sus facultades
mentales, interrumpió la proyección de Esclavas del deseo en su punto más
emocionante, cuando desgarró la pantalla del cine Prado al clavar un cuchillo
en el pecho de Françoise Arnoul. A pesar de la oscuridad, tres espectadores
vieron cómo el maniático corría hacia la actriz con el cuchillo en alto y se pusieron
de pie para examinarlo de cerca y poder reconocerlo a la hora de la
consignación. Fue fácil porque el individuo se desplomó una vez consumado el
acto"
Sé que es imposible, pero daría lo que no tengo con tal de que usted conservara para siempre en su pecho el recuerdo de esa certera puñalada.
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