Alice Munro
A continuación, te presento un relato para adultos de Alice Munro, una cuentista canadiense considerada una de las escritoras contemporáneas más destacadas en lengua inglesa. Si deseas escuchar este relato, te invito a visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones. Si quieres conocer otros relatos de esta escritora, te recomiendo: Las lunas de Júpiter.
Noche
En mi juventud parecía que no hubiese nunca un
parto, o un apéndice reventado, o ninguna otra incidencia física de
consideración si no ocurría a la vez que una tormenta de nieve. Las carreteras
estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un
coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al
hospital. Era una suerte que siguiera habiendo caballos: en circunstancias
normales la gente ya se hubiera deshecho de ellos, pero la guerra y el
racionamiento de combustible habían alterado todo eso, al menos temporalmente.
Por eso cuando me empezó el dolor en el
costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en
ese momento en nuestro establo no había caballos, hubo que recurrir al tiro de
los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media,
pero una aventura de todos modos. El médico estaba esperando, y nadie se
sorprendió cuando se dispuso para extirparme el apéndice.
¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que
todavía sucede, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no
hacerlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que
pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no
todas tan de improviso, y acaso no con tanta tristeza, porque traía consigo
unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el
ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la
vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.
Así que, ya sin apéndice, pasé varios días
viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de
unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza en ningún
momento pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que
desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja
de su padre, con vistas a utilizarla para poner trampas, o hacer azúcar de
arce, o tal vez movido por una nostalgia innombrable.)
Luego volví a la escuela, y disfruté que me
dispensaran de Educación Física más tiempo del necesario, y un sábado por la
mañana en que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el
hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo
único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya
que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor,
dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava.
Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado
todo.
La idea del cáncer en ningún momento se me
ocurrió, y tampoco mi madre la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda
hacerse una revelación como ésa sin alguna suerte de pregunta, alguna tentativa
de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber
inmediatamente. La única razón que se me ocurre para que no hablásemos de ello
es que debía de ser una palabra envuelta en una neblina, similar a la neblina
que envuelve la mención del sexo. O peor. El sexo era vergonzoso, pero sin duda
encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque
nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra «cáncer»
evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni
siquiera después de quitarla de en medio de una patada.
De modo que no pregunté, ni nadie me dijo
nada, y sólo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha
eficacia, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello porque toda la vida,
cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas a las que me han
sometido, automáticamente digo o escribo sólo «Apendicitis».
Esta conversación con mi madre probablemente
tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando habían quedado atrás las
ventiscas, la nieve de las montañas había desaparecido y los arroyos se
desbordaban agarrándose a todo lo que se encontraran a su paso. El broncíneo
verano estaba a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con
devaneos, nada de clemencias.
En los primeros días calurosos de junio
terminé la escuela con unas notas tan buenas como para librarme de los exámenes
finales. Tenía buen aspecto, hacía las tareas de la casa, leía libros como de
costumbre, nadie se percató de que me pasaba algo.
Tengo que describir ahora el dormitorio que
ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas
individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner
literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama
de arriba. Esa era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo,
levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupir a mi
hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se
llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconderse bajo las
mantas; pero mi juego consistía en observar hasta que la asfixia o la
curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara,
o fingir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfureciéndola.
Ahora ya era demasiado mayor para hacer esas
tonterías, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La relación
entre nosotras siempre fue desigual. Cuando no estaba atormentándola,
fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el papel de sofisticada consejera o
le contaba historias espeluznantes. La disfrazaba con la ropa vieja que se
guardaba en el arcón del ajuar de mi madre, prendas demasiado buenas para
cortarlas y hacer edredones, y demasiado raídas y preciosas para que nadie las
usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le empolvaba la
cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin asomo de duda, pero
cuando terminaba de pintarla parecía una muñeca extranjera estrafalaria.
No pretendo decir que ejercía sobre ella un
dominio total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente.
Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la
domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o
a veces, en lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre
desesperaba por escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era
la maestra y podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerles llorar
de mentirijilla, por infracciones y estupideces varias.
Ya he dicho que en el mes de junio quedé libre
de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en
ninguna otra época de mi crecimiento. Ya he dicho que hacía algunas tareas en
la casa, pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para
ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá teníamos bastante dinero en esa
época para contratar alguien a quien mi madre se referiría como «una
sirvienta», aunque todo el mundo dijera «una empleada». En cualquier caso no recuerdo
haberme enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos
siguientes, cuando luché por mantener la dignidad de nuestra casa. Por lo visto
el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de inválida, así que a
ratos podía deambular por ahí como alguien de visita.
Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie
en nuestra familia se hubiera salido con la suya en eso. Iba todo por dentro,
esa inutilidad y extrañeza que sentía. Y tampoco era una inutilidad constante.
Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de zanahorias, igual que
todas las primaveras, para que las raíces alcanzaran un tamaño decente.
Debió de ser simplemente que no había cosas
por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después.
Quizá fue esa la razón de que empezara a
costarme conciliar el sueño. Al principio, creo que me limitaba a quedarme
despierta en la cama hasta cosa de medianoche y me asombraba estar tan
despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me cansaba como
de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie había venido a decirme que
apagara la luz y me durmiera. Por primera vez en la vida (y esto también debió
de marcar una condición especial) me dejaban a mí decidir esas cosas.
La casa iba transformándose, de la luz del día
hasta que las luces de la casa se encendían a última hora de la tarde, del
trajín general de las cosas por hacer, tender y terminar, hasta convertirse en
un lugar más extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus
vidas languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los
muebles se retraían hacia dentro sin menoscabo ni requerir atención alguna.
Podría pensarse que era un alivio. Al
principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que
mi dificultad para conciliar el sueño se extendía y finalmente se apoderaba
completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una creciente
preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad, primero para
obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi voluntad. Aun
así, era una actividad que parecía burlarse de mí. Era yo quien me burlaba de
mí misma a medida que las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso
tonto sin pies ni cabeza.
No era yo.
Había oído decir eso a veces de otra gente,
toda la vida, sin pensar qué podía significar.
¿Quién crees que eres, entonces?
También había oído decir eso, sin atribuirle
una verdadera amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una especie de
mofa rutinaria.
Vuelta a pensar.
Para entonces no era dormir lo que quería.
Sabía que de todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá ni
siquiera era deseable. Había algo que se estaba apoderando de mí y tenía la
obligación, la esperanza, de vencerlo. No me faltaba sentido común para
lograrlo, aunque al parecer tampoco me sobraba. Había algo intentando decirme
que hiciera cosas, no por una razón concreta sino sólo por ver si tales actos
eran posibles. Algo me estaba informando de que no hacían falta motivos.
Sólo hacía falta rendirse. Qué extraño. No por
venganza, ni siquiera por crueldad, sino sólo por haber acariciado una idea.
Y desde luego lo había hecho. Cuanto más me
esforzaba por desterrar esa idea, más acudía. Sin deseo de venganza, sin odio:
ya digo, sin otra razón que una suerte de pensamiento profundo y absolutamente
frío, no tanto un impulso como una contemplación, pudiera apoderarse de mí.
Algo en lo que no debía pensar, pero en lo que pensaba.
La idea existía y persistía en mi cabeza. La
idea de que yo pudiera estrangular a mi hermana pequeña, que dormía en la
litera de abajo y a la que quería más que a nadie en el mundo.
No lo haría por celos de ninguna clase,
malevolencia o rabia, sino en un acceso de locura, la locura que acaso yacía
junto a mí ahí mismo durante la noche. Y tampoco una locura feroz, sino algo
más próximo a una broma pesada. Una insinuación perezosa, burlona, medio
indolente, que parecía llevar al acecho mucho tiempo.
Sería decir por qué no. ¿Por qué no probar lo
peor?
Y lo peor ahí, en el lugar más familiar de
todos, la habitación en la que habíamos dormido toda la vida y donde nos
creíamos a salvo. Y lo haría sin ninguna razón que yo misma o cualquiera fuese
capaz de entender, más que por no haber podido evitarlo.
La única solución era levantarse, salir de esa
habitación y de la casa. Bajé los travesaños de la escalerilla sin mirar en
ningún momento hacia el lugar donde mi hermana dormía. Luego, en silencio,
hasta la planta de abajo sin despertar a nadie y llegar a la cocina, que
conocía tan bien como para orientarme sin luz. La puerta de la cocina no estaba
cerrada con llave, ni siquiera estoy segura de que la hubiera. Encajábamos una
silla bajo el pomo de la puerta, para que si entraba alguien hiciese mucho alboroto.
Despacio y con cuidado se podía quitar la silla sin el menor ruido.
Tras la primera noche logré encadenar
mis movimientos sin interrupción y salir de la casa en un par de segundos.
Listo. Al principio todo estaba oscuro, porque
habría pasado mucho rato en vela y se habría ocultado la luna. Varias noches me
quedé en la cama hasta que creí que no podía más, como si fuese una derrota
dejar de intentar dormir, pero al cabo empecé a abandonar la cama por
costumbre, en cuanto la casa parecía estar soñando. Y también la luna tenía sus
propias costumbres, así que a veces me daba la impresión de salir a un estanque
de plata.
Por supuesto no había alumbrado público:
vivíamos demasiado lejos del pueblo.
Todo era más grande. A los árboles de
alrededor de la casa siempre los llamábamos por su nombre: la haya, el olmo, el
roble, los álamos, en plural y sin distinciones, porque crecían muy juntos. El
lilo blanco y el lilo violeta, a los que nunca nos referíamos como arbustos
porque se habían hecho enormes. El terreno que rodeaba la casa por delante, por
detrás y por ambos lados, era de tránsito fácil, porque yo misma cortaba la
hierba pensando que nos daba el aire respetable de las casas del pueblo. Mi madre
pensó lo mismo una vez y plantó una zona de césped más allá de los lilos,
bordeándola con espíreas y ranúnculo, pero para entonces todo eso había
desaparecido.
La cara este y la cara oeste de nuestra casa
daban a dos mundos distintos, o eso me parecía. La cara este miraba al pueblo,
aunque no pudiera verse ningún pueblo desde allí. A dos millas escasas había
hileras de casas, con farolas en las calles y agua corriente, y a pesar de que
pudiera verse, como he dicho, no estoy del todo segura de que no se apreciara
un débil resplandor si se observaba el tiempo necesario. Hacia el oeste, nada
interrumpía jamás la vista a la amplia curva del río, y los campos, y los árboles
y las puestas de sol.
Caminaba de un lado a otro, primero cerca de
la casa, y luego aventurándome aquí o allá, a medida que me acostumbré a
confiar en mi vista y en no tropezar con la bomba de agua o la plataforma que
sostenía la cuerda de tender la ropa. Los pájaros empezaban a agitarse y a
cantar, como si a todos se les hubiera ocurrido lo mismo por separado, en las
copas de los árboles. Despertaban mucho más temprano de lo que hubiera
imaginado. Pero pronto, poco después de aquellos primeros trinos madrugadores,
el cielo empezaba a clarear. Entonces volvía a entrar en la casa, donde de
repente la oscuridad lo envolvía todo, y con cuidado, en silencio, ajustaba
debidamente el pomo de la puerta torcida y subía las escaleras sin un solo
ruido, manipulando puertas y escalones con la necesaria cautela, aunque parecía
ya medio dormida. Me hundía en mi almohada y me levantaba tarde; tarde en
nuestra casa eran las nueve.
En ese momento lo recordaba todo, pero era tan
absurdo ―la parte mala, desde luego, era tan absurda― que ni siquiera llegaba a
inquietarme. Mi hermano y mi hermana ya se habían ido a la escuela: al no haber
sacado buenas notas en los exámenes, como yo, seguían yendo a clase. Cuando
volvían a casa por la tarde, era inconcebible que mi hermana hubiese corrido
semejante peligro. Era absurdo. Nos mecíamos juntas en la hamaca, una en cada
punta.
En esa hamaca pasaba yo la mayor parte del
día, y esa pudo ser la sencilla razón de que por la noche no lograra conciliar
el sueño. Y, como no hablaba de mis problemas nocturnos, a nadie se le ocurrió
darme el sencillo consejo de hacer más actividades durante el día.
Mis problemas regresaban con la noche, por
supuesto. Los demonios se apoderaban de mí de nuevo. Y lo cierto es que la
situación empeoró. Me levantaba y salía de mi litera sabiendo de sobra que era
inútil fingir que las cosas se arreglarían y que me quedaría dormida de poner
el empeño suficiente. Recorría el camino para salir de la casa con el mismo
sigilo que antes. Llegué a orientarme con mayor facilidad, incluso el interior
de aquellas habitaciones se me hizo más visible, y más extraño a la vez. Lograba
distinguir el machihembrado del techo de la cocina, que colocaron al construir
la casa, quizás hacía un siglo, y el marco de la ventana que daba al norte,
roído en algunas partes por un perro que una noche quedó encerrado en la casa,
mucho antes de que yo naciera. Recordé algo que había olvidado completamente:
allí, en un lugar desde el que mi madre podía vigilarme por la ventana que daba
al norte, era donde me ponían a jugar con un cajón de arena. Una espléndida
mata de margaritas amarillas florecía en ese mismo sitio ahora y por la ventana
prácticamente no se veía nada.
La pared de la cocina que miraba al este no
tenía ventana, sino una puerta que daba a un porche, donde tendíamos la colada
más gruesa y la recogíamos cuando estaba seca y todo olía fresco y triunfante,
desde las sábanas blancas a los bastos petos oscuros de trabajo.
En ese porche me detenía a veces en mis paseos
nocturnos. Nunca me sentaba, pero me tranquilizaba mirar hacia el pueblo,
aunque sólo fuera para inhalar la sensatez que transmitía. Pronto todo el mundo
se levantaría, con sus compras por hacer, sus puertas por abrir y sus
escaparates por arreglar: el trajín cotidiano.
Una noche, que pudo ser la vigésima o la
duodécima, o apenas la octava o la novena que me levantaba y me ponía a
caminar, tuve la impresión, demasiado tarde para cambiar el paso, de que había
alguien a la vuelta de la esquina. Alguien estaba esperando allí y no pude
hacer otra cosa que seguir adelante. Si daba media vuelta me pillarían.
¿Quién era? Mi padre, nada más. Él también
miraba hacia el pueblo y aquella luz tenue e improbable. Llevaba ropa de
diario: pantalones de trabajo oscuros, no exactamente un peto, y camisa oscura
y botas. Estaba fumando un cigarrillo. De liar, claro. Tal vez el humo del
cigarrillo me alertara de otra presencia, aunque es posible que en aquellos
tiempos el olor a humo de tabaco estuviese por todas partes, dentro y fuera.
Buenos días, me dijo, de un modo que podía
parecer natural pero que de natural no tenía nada. No teníamos costumbre de
saludarnos así en mi familia. No por hostilidad, sólo que se consideraba
innecesario, supongo, saludar a alguien al que verías a cada rato a lo largo
del día.
Buenos días, le contesté. Y de hecho pronto
iba a hacerse de día, o mi padre no hubiera llevado ropa de trabajo. Quizá el
cielo clareaba, pero oculto aún entre los tupidos árboles. Quizá también
cantaban los pájaros. Cada vez me quedaba fuera de la cama hasta más tarde,
aunque ya no me reconfortaba como al principio. Las posibilidades que antes
habitaran únicamente el dormitorio, las literas, estaban conquistando todos los
rincones.
Ahora que lo pienso, ¿por qué mi padre no
llevaba el peto de trabajo? Iba vestido como si tuviera que ir al pueblo para
hacer algún recado a primera hora de la mañana.
No pude seguir caminando, se había roto
completamente el ritmo.
―¿Te cuesta dormir? ―me dijo.
Mi primer impulso fue decir que no, pero
entonces pensé en las dificultades de explicar que sólo estaba dando una
vuelta, así que dije que sí.
Dijo que eso solía pasar las noches de verano.
―Te vas a la cama rendida y entonces, justo
cuando crees que te estás quedando dormida, te desvelas. ¿No es así?
Dije que sí.
En ese momento supe que no era la primera
noche que me había oído levantarme y dar vueltas por ahí. La persona que tenía
el ganado en la finca y velaba de cerca por lo poco que le procuraba el
sustento, la persona que guardaba un revólver en el cajón del escritorio, sin
duda se despertaba con el menor crujido en las escaleras o el más sigiloso giro
de un pomo.
No estoy segura de hacia dónde pensaba mi
padre encaminar la conversación acerca de mis problemas de sueño. Había dicho
que desvelarse era un fastidio. ¿Eso sería todo? Desde luego yo no pensaba
contarle nada. Si hubiese dejado entrever que sabía que había más, incluso si
hubiese insinuado que estaba allí con el propósito de oírlo, no creo que me
hubiera sonsacado nada. Tuve que ser yo la que rompiera el silencio por
voluntad propia, diciendo que no podía dormir. Que tenía que salir de la cama y
andar.
Tenía sueños.
No sé si me preguntó si eran pesadillas.
Podía darse por hecho, creo.
Me dio tiempo a continuar, no preguntó nada.
Yo quería evitarlo, pero seguí hablando. La verdad afloró, apenas alterada.
Cuando hablé de mi hermana pequeña dije que me
daba miedo hacerle daño. Creí que entendería a qué me refería. Matarla. No
hacerle daño. Matarla, y sin ningún motivo. Una posesión.
Realmente, una vez lo solté no hubo ninguna
satisfacción. Tenía que decirlo en ese momento. Matarla.
Así ya no podría desdecirme, no podría volver
a ser la persona que había sido hasta entonces.
Mi padre lo había oído. Había oído que me
creía capaz (sin ningún motivo, simplemente capaz) de estrangular a mi hermana
pequeña mientras dormía.
―Bueno ―dijo. Luego dijo que no me preocupara.
Y añadió―: A veces a la gente se le ocurren esas cosas.
Hablaba con gravedad, pero sin dar muestras de
alarma o sobresalto. A la gente le asaltan esa clase de ideas, o miedos, si lo
prefieres, pero no hay por qué preocuparse de verdad, no más que si fuera un
sueño. Probablemente tenga que ver con el éter.
No dijo explícitamente que no existía ningún
peligro de que hiciera algo así. Parecía más bien dar por hecho que semejante
cosa no podía suceder. Un efecto del éter, dijo. No tiene más trascendencia que
un sueño. No podía suceder, del mismo modo que un meteorito no podía caer
encima de nuestra casa; por supuesto que podía, pero la probabilidad de que
ocurriera lo ponía en la categoría de lo imposible.
Aun así, no me culpó por pensarlo.
Podría haber dicho otras cosas. Podría haber
cuestionado mi actitud hacia mi hermana pequeña o mi descontento con la vida
que llevaba. Si esto ocurriese hoy, me habría pedido una cita con un
psiquiatra. (Creo que es lo que yo habría hecho, una generación después, y con
otros ingresos.) Tampoco dijo que no me culpaba, en su lugar.
La verdad es que lo que hizo funcionó mejor.
Me afianzó, sin burla y sin alarma, en el mundo en que vivíamos.
Si un padre o una madre vive lo suficiente,
descubre que ha cometido errores que no se molestó en ver, además de los que
vio perfectamente, y se siente un poco humillado en el fondo, a veces
disgustado consigo mismo. No creo que mi padre sintiera nada parecido, pero sé
que si alguna vez le hubiese planteado la cuestión, me habría dicho que si no
me gustaba, me tocaba aguantarme, o algo por el estilo. Los encuentros que tuve
de niña con su cinturón o la correa con que afilaba las cuchillas (¿por qué
digo encuentros? Es para demostrar que ya no soy una llorica, que puedo quitar
hierro al asunto), no serían en su recuerdo, si es que los recordaba, más que
un modo apropiado de atajar a una cría respondona que imaginaba que podía
llevar la voz cantante.
―Te creías demasiado lista ―sería la razón que
me hubiera dado, un comentario que por lo demás se oía mucho en aquellos
tiempos. No siempre iba dirigido a mí, pero algunas veces sí.
Sin embargo, aquel día al romper el alba, mi
padre me dio justamente lo que necesitaba oír, y que poco después olvidaría.
He pensado que quizá llevaba sus mejores ropas
de trabajo porque tenía una cita en el banco, donde supo, sin sorprenderse, que
no iban a prorrogarle el préstamo; se había dejado la piel trabajando, pero las
leyes del mercado no iban a revertirse y tuvo que buscar una nueva manera de
mantenernos y a la vez pagar lo que debía. O tal vez averiguó que existía un
nombre para los temblores de mi madre, y que no iban a desaparecer. O que
estaba enamorado de una mujer imposible.
Qué más da. A partir de entonces pude dormir.
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