Cuento para adultos de Rubén Darío
A continuación, me gustaría presentarte un cuento lleno de valores y sabiduría, un cuento para adultos de Rubén Darío, La canción del oro. Además, incluye un resumen del cuento y su análisis. Sin embargo, si prefieres escuchar este cuento para adultos, te invito a visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones, donde podrás disfrutar de su narración.
Resumen de La canción del oro de Rubén Darío
El cuento narra la llegada de un
mendigo, que podría ser también un poeta, a una calle llena de palacios y
riqueza, símbolo de la opulencia y el lujo. Desde su humilde perspectiva,
observe el contraste entre la vida de los ricos, llena de comodidades y esplendor,
y la miseria en la que viven los pobres, como él.
Inspirado por su sufrimiento y el
de los marginados, el mendigo compone un himno irónico al oro. En este canto,
exalta el poder del dinero como si fuera un dios omnipotente, capaz de otorgar
todo: riqueza, placer, poder, pero también hipocresía y corrupción. Su cántico
es a la vez una crítica mordaz al materialismo ya las desigu
Al final, a pesar de su pobreza,
el mendigo muestra un gesto de humanidad al darle su último pedazo de pan a una
anciana necesitada antes de marcharse, murmurando entre dientes. Este acto de
generosidad contrasta con el mundo frío y egoísta que critica, resaltando el
valor de la compasión frente a la avaricia del oro.
La canción del oro
Aquel día, un harapiento, por las
trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, llegó, bajo la sombra
de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de
soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas
columnas, los hermosos frisos, las cópulas doradas, reciben la caricia pálida
del sol moribundo.
Había tras los vidrios de las
ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas o
de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes
verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y
blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía
de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino,
el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina
recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental
hace vibrar la que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las
arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca
cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso, dorado por el tiempo, el
retrato que firma Durand o Bounat, y las preciosas acuarelas en que el tono
rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el
lejano horizonte hasta la hiedra trémula y humilde. Y más allá...
(Muere la tarde. Llega a las
puertas del palacio un carruaje flamante y charolado. Baja una pareja y entra
con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa, decididamente, el
aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de
látigo, arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche.)
Entonces en aquel cerebro de
loco, que ocultaba un sombrero raído, brotó como un germen de una idea que pasó
al pecho, y fué opresión, y llegó a la boca hecho himno que le encendía la
lengua y hacía entrechocar los dientes. Fué la visión de todos los mendigos, de
todos los suicidas, de todos los borrachos, del harapo y de la llaga, de todos
los que viven—¡Dios mío!—en perpetua noche, tanteando la sombra, cayendo al
abismo, por no tener un mendrugo para llenar el estómago. Y después la turba
feliz, el lecho blando, la trufa y el áureo vino que hierve, el raso y muaré
que con su roce ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de pedrería y
blonda; y el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices
opulentos, que, en vez de granos de arena, deja caer escudos de oro.
Aquella especie de poeta sonrió;
pero su faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan moreno, comió y dio
al viento su himno. Nada más cruel que aquel canto tras el mordisco.
¡Cantemos el oro!
Cantemos el oro, rey del mundo,
que lleva dicha y luz por donde va, como los fragmentos de un sol despedazado.
Cantemos el oro, que nace del
vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre
gigantesca.
Cantemos el oro, río caudaloso,
fuente de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se bañan en sus
corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales.
Cantemos el oro, porque de él se
hacen las tiaras de los pontífices, las coronas de los reyes y los cetros
imperiales; y porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e munda
las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno
en las custodias radiantes.
Cantemos el oro, porque podemos
ser unos perdidos, y él nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de
la taberna y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.
Cantemos el oro, porque al saltar
del cuño lleva en su disco el perfil soberbio de los césares; y va a repletar
las cajas de sus vastos templos, los bancos, y mueve las máquinas, y da la
vida, y hace engordar los tocinos privilegiados.
Cantemos el oro, porque él da los
palacios y los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las
mujeres garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de
los labios eternamente sonrientes.
Cantemos el oro, padre del pan.
Cantemos el oro, porque es en las
orejas de las lindas damas, sostenedor del rocío del diamante, al extremo de
tan sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido de los
corazones, y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa.
Cantemos el oro, porque tapa las
bocas que nos insultan; detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los
pillos que nos sirven.
Cantemos el oro, porque su voz es
música encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los héroes
homéricos, y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en las
manzanas del Jardín de las Hespérides.
Cantemos el oro, porque de él son
las cuerdas de las grandes liras, la cabellera de las más tiernas amadas, los
granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora.
Cantemos el oro, premio y gloria
del trabajador y pasto del bandido.
Cantemos el oro, que cruza por el
carnaval del mundo, disfrazado de papel, de plata, de cobre y hasta de plomo.
Cantemos el oro, amarillo como la
muerte.
Cantemos el oro, calificado de
vil por los hambrientos; hermano del carbón, oro negro que incuba el diamante;
rey de la mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso en el
poniente, donde se tiñe en sangre; carne de ídolo, tela de que Fidias hace el
traje de Minerva.
Cantemos el oro, en el arnés del
caballo, en el carro de guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe
cabezas luminosas, en la copa del festín dionisíaco, en el alfiler que hiere el
seno de la esclava, en el rayo del astro y en el champaña que burbujea como una
disolución de topacios hirvientes.
Cantemos el oro, porque nos hace
gentiles, educados y pulcros.
Cantemos el oro, porque es la
piedra de toque de toda amistad.
Cantemos el oro, purificado por
el fuego, como el hombre por el sufrimiento; mordido por la lima como el hombre
por la envidia; golpeado por el martillo, como el hombre por la necesidad;
realzado por el estuche de seda como el hombre por el palacio de mármol.
Cantemos el oro, esclavo,
despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario,
humillado por Hilarión, maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía por
alcázar una cueva bronca, y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros
del alba y las fieras hirsutas y salvajes del yermo.
Cantemos el oro, dios becerro,
tuétano de roca misterioso y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota a
pleno sol y a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de astros,
residuo de luz, encarnación de éter.
Cantemos el oro, hecho sol,
enamorado de la noche, cuya camisa de crespón riega de estrellas brillantes,
después del último beso como con una gran muchedumbre de libras esterlinas.
¡Eh, miserables beodos, pobres de
solemnidad, prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros
peregrinos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre
todo, vosotros, oh poetas!
¡Unámonos a los felices, a los
poderosos, a los banqueros, a los semidioses de la tierra!
¡Cantemos el oro!
Y el eco se llevó aquel himno,
mezcla de gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche obscura y fría
había entrado, el eco resonaba en las tinieblas.
Pasó una vieja y pidió limosna.
Y aquella especie de harapiento,
por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, le dió su
último mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible sombra,
rezongando entre dientes.
Análisis del cuento
La crítica a la desigualdad social
El cuento empieza describiendo la
riqueza y el lujo de "la gran calle de los palacios". A través de
imágenes detalladas y sensoriales, Darío presenta el contraste entre el
esplendor de los ricos y la precariedad del mendigo, quien observa todo desde
afuera, excluido. Asimismo, el mendigo es un símbolo de la pobreza y el
sufrimiento humano, que experimenta una revelación amarga y que lo lleva a
pronunciar un cántico irónico sobre el oro y el poder.
La ironía
La figura del mendigo-poeta
muestra un aire dantesco, una especie de profeta en la sombra que lanza su
mensaje al viento, consciente de que sus palabras probablemente no cambiarán
nada. Sin embargo, su acto final —darle su último mendrugo de pan a una anciana
necesitada—pone en evidencia la compasión y humanidad del protagonista del
cuento.
La ironía también se manifiesta
en la descripción de los "felices y poderosos" que, pese a su
aparente opulencia, son retratados como vacíos y carentes de verdadera
humanidad.
El simbolismo del pan y el oro
El pan, un símbolo básico de
sustento y vida, es lo único que el mendigo tiene para ofrecer, y sin embargo,
lo comparte desinteresadamente. Este acto representa una crítica directa a la
avaricia de los ricos, que acumulan oro mientras ignoran las necesidades.
El oro, en cambio, se presenta
como un ídolo falso, responsable de las mayores desigualdades, que corrompe y
deshumaniza a quienes lo
Interpretación
El cuento denuncia cómo el oro (o el dinero) se convierte en el centro de la vida moderna, mientras las verdaderas necesidades humanas —la solidaridad, la empatía— quedan relegadas. El escritor utiliza el sarcasmo y la exageración para evidenciar la frivolidad y vacuidad de la idolatría al oro, contrastándola con la dignidad y humanidad de quienes, pese a su pobreza, aún son capaces de gestos generosos. Quizá, sea un lamento por el vacío moral de una sociedad obsesionada con la riqueza material. Al final, el acto del mendigo —dar su último pan— es un símbolo de resistencia ética frente a un sistema deshumanizado, un recordatorio de que la verdadera riqueza reside en la capacidad de compartir y de cuidar a los demás.
Cuentos en YouTube
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