Cuento para adultos
Leonora Carrington
En esta ocasión he escogido un cuento de Leonora Carrington, Conejos blancos. Un cuento corto para adultos considerado por Julio Cortázar como uno de los mejores relatos de la historia. Este cuento también puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones. Si quieres solamente leer cuentos, en esta web puedes encontrar otros que sean de tu interés.
Este cuento narra
la experiencia de una mujer que, a poco de instalarse en su nuevo hogar, descubre
que la casa de enfrente se encuentra ocupada por una extraña mujer. Después de
una misteriosa conversación con su nueva vecina, la protagonista visitará a su vecina
convirtiéndose en una experiencia bastante perturbadora.
El mundo de Leonora Carrington, tanto en su vida como en su obra, estuvo profundamente marcado por episodios de ruptura y transformación. Durante la Segunda Guerra Mundial, un hecho decisivo marcó la vida de Leonora Carrington. Su pareja, el artista Max Ernst, fue arrestado por las autoridades francesas debido a su nacionalidad alemana y su condición de refugiado. Este evento desató en Carrington una profunda crisis emocional. En su huida de Francia, llegó a España, donde sufrió un colapso nervioso que la llevó a ser internada en un hospital psiquiátrico en Santander. Posteriormente, logró escapar a Lisboa con la ayuda de amigos, desde donde emprendió su exilio definitivo hacia América, transformando para siempre su vida y su obra (véase aquí su biografía).
Larra Carrington encarna en este cuento su vivencia en el hospital psiquiátrico, puesto que este cuento simboliza un conflicto entre la muerte o la locura. Una aniquilación de la persona, que ella misma percibe como un descenso al infierno. Carrington logró huir del sanatorio de Santander, pero llevó consigo hasta Nueva York sus recuerdos... edificios que evocan a los que siguen recluidos en el psiquiátrico, seres abandonados y marginados por la sociedad.
Conejos blancos
Ha llegado el
momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street.
Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido
misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi
ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío
de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era
así como yo me había imaginado Nueva York.
Hacía tanto
calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las
calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome
de cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La luz nunca era
muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía
turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de
enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista
excelente.
Me pasé varios
días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí
ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total
despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios
respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los
pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me
lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de
balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a
observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los
ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo,
inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a
tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en
la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un
ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió
demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer.
Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de
agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida
repugnante.
La mujer, que
tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró
directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una
toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me
dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
—¿Tiene un poco
de carne pasada que no necesite? —me gritó.
—¿Un poco de
qué? —grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.
—De carne en mal
estado. Carne en descomposición.
—En este
momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
—¿Y tendrá para
el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.
A continuación
volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.
Mi curiosidad
por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la
mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un
tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a
realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de
la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.
Hacia la noche
del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una
nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la
casa de enfrente.
Cuando bajaba la
escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en
encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de
algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde
hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al
hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en
la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un
olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras,
parecía de madera tallada.
La mujer misma
bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
—¿Cómo está
usted? ¿Cómo está usted? —murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar
que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi
que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese
salpicada de mil estrellitas diminutas.
—Es usted muy
amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente—. No sabe lo que
se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi
compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo
de escalones daba a un «boudoir» decorado con oscuros muebles barrocos
tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de
animales.
—Tenemos visita
muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido todos a esconderse en
sus pequeños rincones.
Dio un silbido
bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos
de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.
—¡Vengan,
bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y
sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda
repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos,
que se pelearon como lobos por la carne.
—Una acaba
encariñándose con ellos —prosiguió la mujer—. ¡Cada uno tiene sus pequeñas
costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.
Los susodichos
conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.
—Por supuesto,
nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un
estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.
Seguidamente, un
movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de
que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de
la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un
árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy
tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra
presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla,
donde masticaba un trozo de carne.
La mujer siguió
mi mirada y rió entre dientes.
—Ése es mi
marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de
este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía
una venda en los ojos.
—¿Ethel?
—preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de
sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
—Vamos, Laz; no
empecemos —su voz era quejumbrosa—. No me puedes escatimar un poquitín de
compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído
carne para los conejos.
La mujer se
volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
—Quiere quedarse
entre nosotros; ¿a que sí? —de repente me entró miedo y sentí ganas de salir,
de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos
carnívoros.
—Creo que me voy
a marchar; es hora de cenar.
El hombre de la
silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la
rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó
tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.
—¿No quiere
quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las
estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia:
¡la lepra!
Eché a correr a
trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima
del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la
balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le
desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.
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