Audiocuento de María Fernanda Ampuero
María Fernanda Ampuero
(Ecuador, 1976) es una de las grandes revelaciones de la literatura actual, cuando publicó en 2018 su libro de cuentos Pelea de gallos.
Por este motivo, me gustaría presentaros,
no solo un cuento corto para adultos de esta autora y su explicación,
"Pasión" (2018)
Hecha un ovillo en el suelo
pareces un bulto que algún mendigo dejó ahí sin miedo a que le roben porque no
hay nada de valor en esa sucia bolsa. Eres tú. El polvo que levantan las
sandalias de la multitud –la multitud que corre a ver el espectáculo– te cubre
por completo. Tienes la boca de arena y una piedra puntiaguda se te clava en el
esternón. Alguien te pisa. Sigues inmóvil. Un perro hambriento, salvaje, te
olfatea. Sigues inmóvil. Piensas en venenos, en amargas raíces asesinas, en
esos afilados colmillos de las serpientes del desierto que tantas veces has
ordeñado, piensas en acabar con todo rápido.
Sabes, lo único que sabes, es
que no vas a poder vivir sin él. Lo que no sabes, y nunca sabrás, es si te
quiso. Eso es algo que solo saben quienes han sido queridos alguna vez. Tú no
eres una de esas personas. Tu madre se fue dejándote mocosa y flaca y desnuda.
Un animalito mojado en la puerta de la casa de tus abuelos.
Se fue a buscar hombres,
decían ellos, decían las gentes del pueblo tapándose la boca por un lado.
Usaban para hablar de ella esa palabra que luego, no mucho más tarde, fue tuya,
te calzó como un traje ceñido, te contagió como una enfermedad.
No sabes, tampoco, que tu
madre quería salvarte de ella, de eso que heredaste y que se parece tanto a una
gracia como a una maldición.
La primera profecía que
cumpliste fue la de «eres igual a tu madre». Te golpeaban para que no seas
igual a tu madre mientras te gritaban eres igual a tu madre. Una noche,
tendrías doce, trece, se te hizo tarde al volver de tu ocupación favorita:
recoger raíces, hierbas y flores para luego en casa hervirlas, aplastarlas,
mezclarlas y ver qué pasaba. Volviste corriendo con la alforja llena,
levantabas el polvo con tus sandalias, ensuciabas los bajos de la falda y la
gente al verte pasar sudada, jadeando, meneaba la cabeza como diciendo «pobrecilla»,
como diciendo «otra como la madre».
Ella, tu abuela, él, tu
abuelo, te pegaron tanto que dejaste para siempre de escuchar por el oído
derecho y te quedó un rengueo al caminar. Con una vara de laurel –esa vara de
laurel– te rasgaron la espalda, las nalgas, el pecho diminuto, hasta dejarte
tiras de piel colgando, como una naranja a medio pelar.
Gritaban, gritaban, y
azotaban, azotaban. Sus sombras a la luz del fuego parecían gigantes furiosos.
Cerraste los ojos. Te hiciste un ovillo en el suelo, apretaste la piedra gris
que tu madre te había dejado atada al cuello y dijiste para ti misma «que me
maten o ya verán».
Pero no te mataron.
Despertaste de madrugada a
punto de ahogarte con tu propia sangre. Escupiste, vomitaste y con un dolor de
agonía lograste incorporarte. Despacio, muy despacio, cubriste con uno de tus
emplastos cada herida y las envolviste con paños. Fuiste a tu alforja, buscaste
un recipiente y ahí, en la oscuridad, mezclaste con el mortero varias hierbas y
raíces, añadiste unas gotas de líquido que brilló –amarillo– a la luz de la
luna. Tus ojos, también amarillos, se iluminaron como los de un gato.
Eso nadie lo vio.
Pusiste el recipiente con la
mezcla en el fuego, dijiste unas palabras en susurros –sonaron a cántico, a
rezo, a hechizo–, cubriste con tu palma la piedra gris, recogiste tus cosas y
te largaste de allí.
Cuando encontraron a tus
abuelos estaban secos, deshidratados, tiesos como esas culebras huecas que a
veces aparecen en los caminos.
Decían, los que los
encontraron, que estaban marrones y que tenían los ojos desorbitados y las
mandíbulas inhumanamente abiertas. Decían, los que los encontraron, que
parecían haber muerto de terror.
Se te perdió la pista muchos
años. Una niña perdida más en un mundo de niñas perdidas. Unos decían que te
habías unido a los nómadas y recorrías los pueblos bailando y enseñando los
pechos por unas monedas. Otros aseguraban que habías matado a unos hombres que
querían quitarte el colgante –la piedra– de tu madre. Unos más estaban
convencidos de que habías muerto leprosa, despedazada y sola. Que alguien que
conocía a alguien que conocía a alguien te había visto agonizar en un
leprosario, encerrada en una mazmorra con otros asesinos, bailando sin ropa
ante hombres excitados.
En realidad, tu vida no le
importaba a nadie y lo único que querían saber era qué diablos les habías hecho
a tus abuelos para que amanecieran secos como ramas.
Te empezaron a llamar también
otra cosa, como a tu madre, y te usaban, usaban tu nombre, para asustar a los
niños.
Un día te dijeron que allí,
en esa tierra maldita que juraste no volver a pisar, había un hombre especial y
que tenías que conocerlo. Nunca podrás decir a las claras por qué, pero
deshiciste lo andado durante tantos años. Caminaste kilómetros y kilómetros,
despedazaste tus sandalias y llegaste un amanecer, descalza, el pelo una
maraña, la piel quemada.
Él parecía estar esperándote.
Pidió una palangana de agua limpia y se hincó a lavarte, con una delicadeza
casi femenina, los pies llagados y sucios. Nunca podrás decir a las claras por
qué, tal vez porque ese fue el único acto de ternura que te habían dedicado –a
ti, criatura del golpe, hija de la brutalidad, princesa de las noches que
terminan con las mujeres malheridas–, pero en ese instante tomaste la decisión
de darle tu vida, de hacer lo que quisiera, lo que sea, de ser barro en sus
manos, suya, su esclava.
Él te preguntó tu nombre y lo
repitió con una dulzura que te hizo llorar las primeras lágrimas, tus lágrimas,
niña, que se volverían leyenda. Entonces extendió su mano y te las secó y te
dijo –sí, no te lo inventas, lo dijo– que te quería.
Dijo: te quiero.
Ya no había vuelta atrás. La
huérfana, la humillada, la maltratada, la tullida, la medio sorda, la puta, la
asesina, la leprosa no existían ya –nunca más existirían.
Eras tú frente a él.
Y tú frente a él eras una
mujer extraordinaria. La mejor de las mujeres.
Y si un perro, que es un ser
de poco entendimiento, sigue fielmente a quien le acaricia la cabeza y el lomo,
¿cómo no ibas tú a seguirlo a él hasta el mismísimo infierno? ¿Cómo no ibas a
hacer hasta lo imposible por hacerlo feliz, por ayudarlo a cumplir sus
promesas? Así, como un perro agradecido, te sentabas a sus pies a mirarlo, a
escucharlo arrobada, loca de amor, como si de su boca salieran uvas, miel,
jazmines, pájaros.
A veces, mientras él contaba
sus dulces historias de pescadores y pastores, tú apretabas la piedra gris de
tu pecho y aparecían veinte, treinta, cuarenta personas más a escucharlo como
tú: con devoción infantil, como si fuera un mago, como si de su boca saliera
miel, pájaros.
Sabías que eso lo hacía
feliz.
De pronto fueron muchos los
que lo seguían. Él cambió. Los cuentos se volvieron recetas, las anécdotas,
mandatos. Empezó a hablar de cosas que no entendías, que en realidad nadie
entendía, cosas mágicas, santas, tal vez sacrilegios. A ti nada de eso te
importaba.
Los otros ya no te dejaban
tocarlo –salvo la túnica, las sandalias– ni él visitaba tu tienda con tanta
frecuencia, con tanta urgencia. Te quedaba la memoria de su olor de hombre del
desierto que no se iba de tu nariz, de tu cuerpo, de tu vestido. Un olor que no
se fue nunca, que hasta el último instante de tu vida te estremeció. Era tuyo,
ahora un enviado de los cielos, decía, pero tuyo. Y tú de él. Por eso apretaste
la piedra de tu cuello cuando se quedaron sin vino en aquella boda e hiciste
aparecer pescado y pan donde no había más que piedras y arena –porque en tu
soledad aprendiste a que te obedecieran el agua, las piedras, la arena.
Por eso también aplicaste,
sin que nadie te viera, sin que nadie quisiera verte, tu ungüento en los ojos
blancos del mendigo que los abrió y dijo «milagro» y te metiste a escondidas en
el sepulcro de aquel hombre para llenar sus pulmones muertos del sahumerio de
la vida –entonces invocaste fuerzas que no debías, la muerte es la muerte, pero
ya era demasiado tarde para replanteártelo– y lograste que el cadáver se
levantara, que anduviera y que él se llenara –más, cada día, más– de gloria.
Pero eso no lo ibas a
permitir. Que se muriera. No: que se dejara matar. Eso no lo ibas a permitir.
Trataste de impedírselo, le hablaste del ungüento, de las piedras que fueron
alimento, del vino que era agua, de los ojos blancos, nulos, de aquel mendigo,
del cadáver que anduvo, de la piedra que llevas en el cuello, de las fuerzas
que invocaste, infinitamente más poderosas que tú y que él. Pero no te creyó.
Te apartó de su lado con violencia –él, con violencia– y te caíste y desde el
suelo lo miraste y viste a dios. Ese hombre era tu dios. Y te llamaste
mentirosa, te llamaste embustera, te llamaste loca y él te dijo:
– Apártate de mí vista,
mujer.
Si un perro permanece en la
puerta del que le da un mendrugo de pan y muestra los colmillos, dispuesto a
despedazar a cualquiera, para protegerlo, ¿cómo no ibas tú a defenderlo hasta
de sí mismo, de su propia convicción? Por eso el día en que se lo llevaron y le
hicieron todos esos horrores, tú apretaste la piedra y el cielo se encapotó
hasta convertirse en una masa de lava gris y tu llanto –ay, tu llanto– hizo que
gente a miles de kilómetros empezara a llorar sobre la sopa, haciendo el amor,
labrando la tierra, lavando la ropa en un río, en sueños.
Cuando su cabeza colgó sobre
su pecho, inerte, te hiciste un ovillo y la gente te pisoteó y un perro salvaje
te olfateó y pensaste en venenos y quisiste morirte ahí mismo, pero entonces
rompiste a llorar. Y tu llanto, mujer de lágrima viva, hizo un pozo en el que
mojaste tu vestido como si fuese un sudario y, desnuda, sin que nadie te viera,
sin que nadie quisiera verte, te metiste en el sepulcro en el que horas después
lo depositarían a él: esquelético, ensangrentado, muertísimo.
Con tu espalda pegada a la
fría piedra, tu cuerpo pálido, de moribunda, lo viste levantarse y sonreíste.
Llevaba al cuello la piedra gris, es decir, se llevaba tu fuerza, tu sangre, tu
savia. La luz que entró en el sepulcro cuando él movió la piedra te permitió
verlo por última vez: hermoso, divino, sobrenaturalmente amado.
Él te miró, estás casi segura
de que te miró y con tu último aliento –te morías– le dijiste algo, lo
llamaste, estiraste la mano. La palabra amor se colgó del techo como una
estalactita. Pero él siguió caminando al encuentro de sus fanáticos que
gritaban, se tiraban a la arena de rodillas, se cubrían los rostros con las
manos.
Y no volvió la vista atrás.
Según
su visión, la literatura debe intentar derribar los tabúes sociales, trabajando
con personajes que se salen de la norma y se enfrentan a la realidad que los
asfixia.
Explicación del cuento
"Pasión"
nació de su deseo de revisar la Biblia desde una mirada feminista. Así que, no
solo trata de retratar a María Magdalena como una mujer con su independencia y
pensamiento crítico, sino también la idea de reescribir la historia de personajes
bíblicos mostrando un lado nuevo, es decir, la de una mujer que, aunque sepa defenderse, sucumbe al deseo de amor.
Audiocuento en YouTube
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