jueves, 24 de agosto de 2023

2 cuentos cortos para pensar de Pio Baroja y Sara Gallardo

Cuentos para adultos

He escogido, para esta ocasión, unos cuentos cortos para adultos de Pio Baroja y Sara Gallardo, dos cuentos para pensar.

 

Pio Baroja

Medium es un relato corto de Pio Baroja que se inscribe en una vertiente fantástica. Fue incluido en el segundo volumen de la Antología del Cuento Extraño, serie compilada por Rodolfo Walsh. Este escritor fue uno de los grandes exponentes de la llamada Generación del 98, conocido por su producción novelística.

 

Sara Gallardo

De la escritora argentina Sara Gallardo, he seleccionado un breve relato titulado Los trenes de los muertos, una pequeña obra maestra perteneciente al único libro de cuentos publicado por ella El país del humo, 1977. Este relato es una buena representación de la gran narrativa breve argentina y una opción distinta a la de los autores clásicos de allá como Borges o Cortázar. Sara Gallardo fue escritora, corresponsal, crítica y entrevistadora desde fines de la década del cincuenta.

 

Cuentos para escuchar

Después de esta breve presentación de los cuentos  y de sus respectivos autores, ahora puedes escuchar los cuentos en YouTube, concretamente en mi canal Carla Narraciones. Si te gusta este género literario, te recomiendo: Pasión de María Fernanda Ampuero. 

lunes, 31 de julio de 2023

" Pasión " de María Fernanda Ampuero (Cuento completo) AUDIOCUENTO


Audiocuento de María Fernanda Ampuero 

María Fernanda Ampuero (Ecuador, 1976) es una de las grandes revelaciones de la literatura actual,  cuando publicó en 2018 su libro de cuentos Pelea de gallos.

Por este motivo, me gustaría presentaros, no solo un cuento corto para adultos de esta autora y  su explicación, sino también su audiocuento en YouTube.

"Pasión" (2018)

Hecha un ovillo en el suelo pareces un bulto que algún mendigo dejó ahí sin miedo a que le roben porque no hay nada de valor en esa sucia bolsa. Eres tú. El polvo que levantan las sandalias de la multitud –la multitud que corre a ver el espectáculo– te cubre por completo. Tienes la boca de arena y una piedra puntiaguda se te clava en el esternón. Alguien te pisa. Sigues inmóvil. Un perro hambriento, salvaje, te olfatea. Sigues inmóvil. Piensas en venenos, en amargas raíces asesinas, en esos afilados colmillos de las serpientes del desierto que tantas veces has ordeñado, piensas en acabar con todo rápido.

 

Sabes, lo único que sabes, es que no vas a poder vivir sin él. Lo que no sabes, y nunca sabrás, es si te quiso. Eso es algo que solo saben quienes han sido queridos alguna vez. Tú no eres una de esas personas. Tu madre se fue dejándote mocosa y flaca y desnuda. Un animalito mojado en la puerta de la casa de tus abuelos.

 

Se fue a buscar hombres, decían ellos, decían las gentes del pueblo tapándose la boca por un lado. Usaban para hablar de ella esa palabra que luego, no mucho más tarde, fue tuya, te calzó como un traje ceñido, te contagió como una enfermedad.

 

No sabes, tampoco, que tu madre quería salvarte de ella, de eso que heredaste y que se parece tanto a una gracia como a una maldición.

 

La primera profecía que cumpliste fue la de «eres igual a tu madre». Te golpeaban para que no seas igual a tu madre mientras te gritaban eres igual a tu madre. Una noche, tendrías doce, trece, se te hizo tarde al volver de tu ocupación favorita: recoger raíces, hierbas y flores para luego en casa hervirlas, aplastarlas, mezclarlas y ver qué pasaba. Volviste corriendo con la alforja llena, levantabas el polvo con tus sandalias, ensuciabas los bajos de la falda y la gente al verte pasar sudada, jadeando, meneaba la cabeza como diciendo «pobrecilla», como diciendo «otra como la madre».

 

Ella, tu abuela, él, tu abuelo, te pegaron tanto que dejaste para siempre de escuchar por el oído derecho y te quedó un rengueo al caminar. Con una vara de laurel –esa vara de laurel– te rasgaron la espalda, las nalgas, el pecho diminuto, hasta dejarte tiras de piel colgando, como una naranja a medio pelar.

 

Gritaban, gritaban, y azotaban, azotaban. Sus sombras a la luz del fuego parecían gigantes furiosos. Cerraste los ojos. Te hiciste un ovillo en el suelo, apretaste la piedra gris que tu madre te había dejado atada al cuello y dijiste para ti misma «que me maten o ya verán».

 

Pero no te mataron.

 

Despertaste de madrugada a punto de ahogarte con tu propia sangre. Escupiste, vomitaste y con un dolor de agonía lograste incorporarte. Despacio, muy despacio, cubriste con uno de tus emplastos cada herida y las envolviste con paños. Fuiste a tu alforja, buscaste un recipiente y ahí, en la oscuridad, mezclaste con el mortero varias hierbas y raíces, añadiste unas gotas de líquido que brilló –amarillo– a la luz de la luna. Tus ojos, también amarillos, se iluminaron como los de un gato.

 

Eso nadie lo vio.

 

Pusiste el recipiente con la mezcla en el fuego, dijiste unas palabras en susurros –sonaron a cántico, a rezo, a hechizo–, cubriste con tu palma la piedra gris, recogiste tus cosas y te largaste de allí.

 

Cuando encontraron a tus abuelos estaban secos, deshidratados, tiesos como esas culebras huecas que a veces aparecen en los caminos.

 

Decían, los que los encontraron, que estaban marrones y que tenían los ojos desorbitados y las mandíbulas inhumanamente abiertas. Decían, los que los encontraron, que parecían haber muerto de terror.

 

Se te perdió la pista muchos años. Una niña perdida más en un mundo de niñas perdidas. Unos decían que te habías unido a los nómadas y recorrías los pueblos bailando y enseñando los pechos por unas monedas. Otros aseguraban que habías matado a unos hombres que querían quitarte el colgante –la piedra– de tu madre. Unos más estaban convencidos de que habías muerto leprosa, despedazada y sola. Que alguien que conocía a alguien que conocía a alguien te había visto agonizar en un leprosario, encerrada en una mazmorra con otros asesinos, bailando sin ropa ante hombres excitados.

 

En realidad, tu vida no le importaba a nadie y lo único que querían saber era qué diablos les habías hecho a tus abuelos para que amanecieran secos como ramas.

 

Te empezaron a llamar también otra cosa, como a tu madre, y te usaban, usaban tu nombre, para asustar a los niños.

 

Un día te dijeron que allí, en esa tierra maldita que juraste no volver a pisar, había un hombre especial y que tenías que conocerlo. Nunca podrás decir a las claras por qué, pero deshiciste lo andado durante tantos años. Caminaste kilómetros y kilómetros, despedazaste tus sandalias y llegaste un amanecer, descalza, el pelo una maraña, la piel quemada.

 

Él parecía estar esperándote. Pidió una palangana de agua limpia y se hincó a lavarte, con una delicadeza casi femenina, los pies llagados y sucios. Nunca podrás decir a las claras por qué, tal vez porque ese fue el único acto de ternura que te habían dedicado –a ti, criatura del golpe, hija de la brutalidad, princesa de las noches que terminan con las mujeres malheridas–, pero en ese instante tomaste la decisión de darle tu vida, de hacer lo que quisiera, lo que sea, de ser barro en sus manos, suya, su esclava.

 

Él te preguntó tu nombre y lo repitió con una dulzura que te hizo llorar las primeras lágrimas, tus lágrimas, niña, que se volverían leyenda. Entonces extendió su mano y te las secó y te dijo –sí, no te lo inventas, lo dijo– que te quería.

 

Dijo: te quiero.

 

Ya no había vuelta atrás. La huérfana, la humillada, la maltratada, la tullida, la medio sorda, la puta, la asesina, la leprosa no existían ya –nunca más existirían.

 

Eras tú frente a él.

 

Y tú frente a él eras una mujer extraordinaria. La mejor de las mujeres.

 

Y si un perro, que es un ser de poco entendimiento, sigue fielmente a quien le acaricia la cabeza y el lomo, ¿cómo no ibas tú a seguirlo a él hasta el mismísimo infierno? ¿Cómo no ibas a hacer hasta lo imposible por hacerlo feliz, por ayudarlo a cumplir sus promesas? Así, como un perro agradecido, te sentabas a sus pies a mirarlo, a escucharlo arrobada, loca de amor, como si de su boca salieran uvas, miel, jazmines, pájaros.

 

A veces, mientras él contaba sus dulces historias de pescadores y pastores, tú apretabas la piedra gris de tu pecho y aparecían veinte, treinta, cuarenta personas más a escucharlo como tú: con devoción infantil, como si fuera un mago, como si de su boca saliera miel, pájaros.

 

Sabías que eso lo hacía feliz.

 

De pronto fueron muchos los que lo seguían. Él cambió. Los cuentos se volvieron recetas, las anécdotas, mandatos. Empezó a hablar de cosas que no entendías, que en realidad nadie entendía, cosas mágicas, santas, tal vez sacrilegios. A ti nada de eso te importaba.

 

Los otros ya no te dejaban tocarlo –salvo la túnica, las sandalias– ni él visitaba tu tienda con tanta frecuencia, con tanta urgencia. Te quedaba la memoria de su olor de hombre del desierto que no se iba de tu nariz, de tu cuerpo, de tu vestido. Un olor que no se fue nunca, que hasta el último instante de tu vida te estremeció. Era tuyo, ahora un enviado de los cielos, decía, pero tuyo. Y tú de él. Por eso apretaste la piedra de tu cuello cuando se quedaron sin vino en aquella boda e hiciste aparecer pescado y pan donde no había más que piedras y arena –porque en tu soledad aprendiste a que te obedecieran el agua, las piedras, la arena.

 

Por eso también aplicaste, sin que nadie te viera, sin que nadie quisiera verte, tu ungüento en los ojos blancos del mendigo que los abrió y dijo «milagro» y te metiste a escondidas en el sepulcro de aquel hombre para llenar sus pulmones muertos del sahumerio de la vida –entonces invocaste fuerzas que no debías, la muerte es la muerte, pero ya era demasiado tarde para replanteártelo– y lograste que el cadáver se levantara, que anduviera y que él se llenara –más, cada día, más– de gloria.

 

Pero eso no lo ibas a permitir. Que se muriera. No: que se dejara matar. Eso no lo ibas a permitir. Trataste de impedírselo, le hablaste del ungüento, de las piedras que fueron alimento, del vino que era agua, de los ojos blancos, nulos, de aquel mendigo, del cadáver que anduvo, de la piedra que llevas en el cuello, de las fuerzas que invocaste, infinitamente más poderosas que tú y que él. Pero no te creyó. Te apartó de su lado con violencia –él, con violencia– y te caíste y desde el suelo lo miraste y viste a dios. Ese hombre era tu dios. Y te llamaste mentirosa, te llamaste embustera, te llamaste loca y él te dijo:

 

– Apártate de mí vista, mujer.

 

Si un perro permanece en la puerta del que le da un mendrugo de pan y muestra los colmillos, dispuesto a despedazar a cualquiera, para protegerlo, ¿cómo no ibas tú a defenderlo hasta de sí mismo, de su propia convicción? Por eso el día en que se lo llevaron y le hicieron todos esos horrores, tú apretaste la piedra y el cielo se encapotó hasta convertirse en una masa de lava gris y tu llanto –ay, tu llanto– hizo que gente a miles de kilómetros empezara a llorar sobre la sopa, haciendo el amor, labrando la tierra, lavando la ropa en un río, en sueños.

 

Cuando su cabeza colgó sobre su pecho, inerte, te hiciste un ovillo y la gente te pisoteó y un perro salvaje te olfateó y pensaste en venenos y quisiste morirte ahí mismo, pero entonces rompiste a llorar. Y tu llanto, mujer de lágrima viva, hizo un pozo en el que mojaste tu vestido como si fuese un sudario y, desnuda, sin que nadie te viera, sin que nadie quisiera verte, te metiste en el sepulcro en el que horas después lo depositarían a él: esquelético, ensangrentado, muertísimo.

 

Con tu espalda pegada a la fría piedra, tu cuerpo pálido, de moribunda, lo viste levantarse y sonreíste. Llevaba al cuello la piedra gris, es decir, se llevaba tu fuerza, tu sangre, tu savia. La luz que entró en el sepulcro cuando él movió la piedra te permitió verlo por última vez: hermoso, divino, sobrenaturalmente amado.

 

Él te miró, estás casi segura de que te miró y con tu último aliento –te morías– le dijiste algo, lo llamaste, estiraste la mano. La palabra amor se colgó del techo como una estalactita. Pero él siguió caminando al encuentro de sus fanáticos que gritaban, se tiraban a la arena de rodillas, se cubrían los rostros con las manos.

 

Y no volvió la vista atrás.

Según su visión, la literatura debe intentar derribar los tabúes sociales, trabajando con personajes que se salen de la norma y se enfrentan a la realidad que los asfixia.

 

Explicación del cuento

"Pasión" nació de su deseo de revisar la Biblia desde una mirada feminista. Así que, no solo trata de retratar a María Magdalena como una mujer con su independencia y pensamiento crítico, sino también la idea de reescribir la historia de personajes bíblicos mostrando un lado nuevo, es decir, la de una mujer que, aunque sepa defenderse, sucumbe al deseo de amor.

Audiocuento en YouTube

Aquí puedes escuchar este audiocuento en YouTube de María Fernanda Ampuero. Si te gustan los cuentos, te recomiendo también Cuentos de mujeres latinoamericanas. 



 

martes, 27 de junio de 2023

2 cuentos de grandes escritoras latinoamericanas

 

Cuentos para pensar de grandes escritoras latinoamericanas

El primer cuento para pensar que os voy a mostrar es de Cristina Peri Rossi, una destacada poeta y narradora nacida en Uruguay (1941). Es un cuento para pensar precioso que os muestro a continuación, como también su explicación.

 

Punto final

Cuando nos conocimos, ella me dijo: «Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes». Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo. Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el espacio eran más intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.

Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? —me pregunta ella, indignada—. ¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y sentido». Busco en los armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama. Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿El gato se lo habrá comido?

Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca, estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la misma habitación, donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios, los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de la desaparición del punto, de la cual ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido, para vengarme de ella. «No debí confiar en ti —se reprocha—. Debí imaginar que me traicionarías». Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me pareció el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo robó, pensando que era valioso.

Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.

Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto final, a destiempo, como el que colocan los escritores noveles.

Explicación del cuento

En este cuento examina la flexibilidad de las relaciones en el mundo moderno, relaciones que se caracterizan por ser pasajeras y fugaces. 


A continuación, podéis leer el cuento para pensar de Silvina Ocampo (1903 - 1993) y su explicación. Fue una escritora argentina que ha logrado reconocimiento póstumo, ya que durante mucho tiempo estuvo bajo la sombra de su marido, de su amigo (Jorge Luis Borges) y su hermana (Victoria Ocampo), personajes destacados en el desarrollo intelectual bonaerense.

 

Los libros voladores- Silvina Ocampo

Había muchos libros en aquella casa, tantos que nadie pudo contarlos, porque todos los días aparecían nuevos ejemplares que se alojaban en los anaqueles sin que supieran quién los traía ni dónde estarían. Pero de noche los libros seguramente se levantaban, cambiaban de sitio o se juntaban para parecer más numerosos. Entonces yo, con una curiosidad ridícula, resolví mirarlos en la tenue oscuridad, para ver en el silencio si se movían, en cuanto empecé a sospechar. ¿Qué pasaba con esos libros de noche, cuando el sol se acostaba, los sonidos de la calle morían meticulosamente y las hojas, que no eran hojas sino páginas, se movían con rumores de alas y de nidos en los estantes? A mi hermano le gusta jugar con ellos, pero papá dice que es un pecado y me mira a mí.

Yo tenía cinco años, mi hermano siete, y el resto de la casa eran personas mayores. En lugar de mesitas teníamos libros apilados; en lugar de banquitos, sillones, sofás o sillas, teníamos libros y, en lugar de tener la ropa y los zapatos en los roperos, teníamos libros dentro de los roperos. Todo el mundo cree que somos desordenados y no se equivocan. Llegó un momento en que ni siquiera la cocina sirvió para cocinar. En una mesa de libros pusieron un calentador para hacer distintos platos, aunque ya el gusto por la cocina se había perdido.

Me contaron que en una oportunidad unos hombres resolvieron asaltar la casa, viéndola de afuera tan linda, pero no pudieron llegar a la cocina, donde creyeron que sería fácil entrar, ya que en el camino varios libros se habían subido los unos sobre los otros, formando una barricada. No podían imaginar otra manera de asaltar una casa tan impenetrable y se fueron diciendo malas palabras con los más horribles puntapiés que propinaron a cuanto libro encontraron: grandes, chicos, de papel de Biblia, de papel de arroz, de papel de diario, de papel de tornasol, de papel de pluma, de estraza, de madera, de tisú, de papel grueso y ordinario para niños. Yo contemplé el desastre cerrando los ojos, pensando qué había retenido de esos libros y tratando de contener las lágrimas, que parecían de papel, ya secas en las mejillas.

Fue entonces cuando nuestros padres resolvieron que nos mudáramos de casa y nos instalamos en un departamento, con jardín. Porque éramos ambiciosos regalamos los libros para una biblioteca que llevaría nuestro nombre. Pero todo era un engaño para entusiasmarnos.

Dormí tranquilamente la primera y la segunda noche en la nueva casa. Habían comprado algunos libros lindos, llenos de figuras, un diccionario en ocho volúmenes, muy raro, con árboles y flores, y animales de todos los colores y de todas las razas. Yo pensaba que esos libros no ocuparían lugar. Entonces me dediqué a mirarlos con mayor interés. No salía a pasear, ni iba al cine para mirarlos, para imaginar qué pensarían al ver cómo yo los colocaba en los desvanes de la casa, en los lugares más solitarios y vacíos. ¿Dónde estarían los libros pornográficos? Eso me preocupaba un poco.

El tiempo fue pasando. Yo apenas lo sentí. Cómo podía imaginar que en tan poco tiempo se acumularía un mundo de libros, todos idénticos a los anteriores, con las mismas tapas, las mismas primeras hojas, las mismas enormes, resignadas apariencias. No podía creer que el tiempo, tan ingenioso, hubiera pasado y que me viera preso en un mundo idéntico al anterior y acorralado de nuevo en una desordenada biblioteca. Siempre hay que temer las ocurrencias del tiempo. Desde mi nacimiento lo sentí. Vi plantas, almohadones, lámparas verdes que en la otra casa no había. Vi un cupido de mármol, con sombrero de paja, luchando contra el viento, con los pies desnudos, pero los mismos libros grises, azules, colorados, violetas estaban. ¡Yo no sé qué decir de este milagro! ¿Cómo pasó el tiempo? El tiempo pasa sin hacerse ver, me dijo mi tía; sólo deja líneas en la cara y pelo blanco en la cabeza. Habría que nombrar detectives no sólo para los crímenes, sino para muchas otras cosas: para vigilar a los médicos y a sus enfermos, para vigilar el tiempo y a sus víctimas, para vigilar la vida clandestina de los libros. Yo no sirvo para vigilar el movimiento de cosas tan precisas. ¿Quién dirá que estos libros quieren vivir? A mí me están matando. La vida está en ellos. Parece que vivieran como si todo fuera a redimirlos.

La casa ya tiene muebles hechos con libros: una repisa, una ensaladera de libros, un reclinatorio de libros, una cama de libros. Ya progresó el mundo, desaparecen los colores; la luz intensa del amanecer no es la misma. Tengo en mis manos un libro. Tiene voces, no tiene letras. Nunca se me ocurrió quedarme en éxtasis oyéndolas. ¿Moriré porque los libros de pronto hablan sólo de muertes o de crímenes? A veces escucho las voces de dos libros que se mezclaron. Son voces angélicas: una es la voz de un Narciso, me dijo un amigo, que abraza el agua, toda la largura del agua; era un loco, se enamoraba de sí mismo; otra, la voz contraria de san Gabriel, que abraza el mundo. Y creo que podré vivir, pero no sé si es verdad o si será verdad.

Lo más incongruente o dramático de todo fue cuando los libros se unieron. Me llamaba la atención la posición que adoptaron algunos. No se separaban. A cualquier hora estaban juntos. Recuerdo que aparecieron unos libros chiquitos, tan chiquitos que eran ilegibles. Estaban Baudelaire, Rimbaud, Racine, Verlaine y algunos pensamientos de Pascal. Inmediatamente imaginé que eran los hijos de nuestros libros, sin descartar la idea de la copulación, tan importante. Traté de reunir algún libro y mezclarlo con el que tenía al lado, pero era muy largo de hacer y además resultaba casi imposible. Sin embargo, traté de olvidar esta idea absurda que se me había ocurrido. ¿Realmente los libros copulaban o se me había ocurrido a mí dentro de todos los argumentos que siempre me perseguían? Fue entonces cuando mi padre buscó a un psicoanalista para que me analizara.
Yo tendría siete años, la idea le parecía demasiado inocente y complicada, casi peligrosa. Mezclé a escritores de diferentes épocas o edades; resultaron muy pintorescos, pero nunca salió un recién nacido de estas mezcolanzas, ni nada que pudiera parecerse a la realidad. Tuve que admitir que me había equivocado y renunciar a mi fantasía. ¡Yo era demasiado chico!
Un día el cielo se llenó de nubes y la casa estaba a oscuras. Iluminados por relámpagos los libros no cesaban de aumentar; hablaban, discutían con fervor, con esa tremenda voz que tienen las personas cuando se enojan. No puedo decir que tuve miedo. No podía sentir miedo ante semejante disparate. ¿Estaría soñando? Nunca siento que sueño cuando ocurre algo anómalo. Siento que me he vuelto loco o que el mundo ya no es el mismo y me someto a cualquier tipo de resignación o de fervor. Vi que los libros se movían, que la agitación era profunda como en las manifestaciones políticas. Comprendí que algo terrible sucedía. Me acerqué a dos libros que estaban moviendo las primeras páginas con pasión. Hablaban de suicidio colectivo. Se acercaban a las ventanas más altas de la casa. Sin mirar por donde avanzaban, tropezaban con las sillas, de donde caían libros tras libros, y finalmente retomaban sus verdaderas posiciones, volviendo a los anaqueles. Entonces, muy entrada ya la noche, empezaron a caer de los balcones los libros, tan infinitos que nadie podía contarlos. Yo trataba de salvarlos, en vano. Miles y miles cayeron, grandes y chicos, con tapas gruesas y blandas. Me asomé a mirarlos desde arriba. De pronto sentí que morían. Montones de libros en el suelo, sobre flores caídas, sobre el barro, en todas partes, hasta que el último que vi comenzó a volar como un extraño pájaro, y así uno tras otro, hasta que el cielo se cubrió de una extraña nube. Bajé a la calle. El pueblo se había reunido para ver la nube de libros voladores. Vieron también otro montón de libros sin alas, en el suelo, y eran tal vez más numerosos que los anteriores, como aquellos que volaban con tanto alborozo. Alguien preguntó:

—¿Y estos libros? —Son los libros que nadie supo escribir. —¿Alguien pudo leerlos?

—Nadie supo leerlos. Fue como si empezaran a leer. Por eso los quemaron. Hicieron grandes fogatas de libros.

—¿Por qué no sabían escribir aquellos que los escribieron?

—No sabían lo que era un adjetivo ni un verbo ni un pronombre.

—Pero algo tenían que decir.

—Eso no bastaba. Tenían que escribirlo de un modo lógico, de un modo claro, de un modo perfecto.

Todo había cambiado; los buenos libros no servían. Lo atribuyeron a causas políticas. Servían como cajas de bombones cuando venían las polillas, ¿cómo matarlas sin matar los libros?

—¿Es tan difícil escribir? ¿Más difícil que vivir?

—Menos arduo pero más difícil.

—¿Más divertido? ¿Menos real? ¿Menos cierto?

—Hay que conformarse. Vamos a ver qué hacemos con los libros que quedan, porque ya la casa vuelve a llenarse de libros. No son perros, no basta decirles «fuera de aquí». Nunca se van ni se irán. ¿Acaso se acostumbraron?

Pero ahora existe la televisión. Nuestra casa se llenó de cassettes. ¡Es lo único que faltaba! Yo defiendo los libros hasta la muerte. Dejaré de ser chico, seré grande y llevaré bajo el brazo un libro. ¡Es tan decorativo! ¡Tan cómodo! Si alguien me pregunta ¿qué haces?, contesto: Estoy leyendo. ¿Tenés los ojos bajo el brazo? Idiota.

Explicación del cuento

El cuento es una especie de elegía a los libros que con sus historias parecen encerrar vida real dentro de sí. Aunque con el tiempo puedan ser reemplazados por la televisión, destaca la importancia de la lectura como un elemento importante y vital para el ser humano.

 

Audiocuentos en YouTube

Estos cuentos para pensar también puedes escucharlos en mi canal Carla Narraciones. Audiocuentos en YouTube acompañados de música para disfrutarlos, de grandes escritoras latinoamericanas. Si te gustan los cuentos para pensar, te recomiendo: 3 cuentos de grandes escritores latinoamericanos.

jueves, 8 de junio de 2023

3 cuentos latinoamericanos de grandes escritores

 

Cuentos para pensar

A continuación, os presento unos cuentos latinoamericanos maravillosos de 3 grandes escritores que puedes escuchar en YouTube.

Son unos cuentos para pensar que nos reflejan maneras de ver la vida y que, a su vez, son una crítica social. He escogidos tres cuentos de: "La continuidad de los parques" de Julio Cortázar; "La casa de Asterión" de Jorge Luis Borges y "Baby HP" de Juan José Arreola.

Aquí tienes un enlace para escuchar cuentos latinoamericanos enYouTube, pero también me gustaría dejaros los cuentos para que los podáis leer con calma y una explicación de su significado.

"La continuidad de los parques"  - Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

 

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

 

Explicación del cuento

 

El autor recurre a la metaficción, se presenta como un protagonista que es invadido por la realidad del libro, haciendo alusión al poder de evocación de la literatura, puesto que la lectura nos traslada vívidamente a otro mundo. Aunque también se refiere al papel del lector, ya que resulta clave para la creación e interpretación del texto.

 

"La casa de Asterión"  - Jorge Luis Borges

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)1 están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aqui ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo; aunque mi modestia lo quiera.

 

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro porque las noches y los días son largos.

 

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya veras cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

 

No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce (son infinitos) los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce (son infinitos) los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

 

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que, alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

 

El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

 

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.

 

Explicación del cuento

 

Este cuento toma como referencia el mito griego del Minotauro, monstruo con cabeza de toro y cuerpo de hombre que fue encerrado en un laberinto debido a su ferocidad. El escritor decide darle la vuelta al tópico y mostrarnos la interioridad de Asterión, este "monstruo" que fue condenado a la soledad y encontrar una analogía en el ser humano, cuando se encuentra condicionado por su vida y preocupaciones- Como el Minotauro, el ser humano es prisionero de un espacio en el que no se escoge vivir. Así que, el mundo puede ser comparado con su laberinto, ya que las personas buscan conocer la realidad intentando comprender y encontrar un sentido. Aunque, mediante la aceptación del destino, como en el caso de Asterión, podemos liberarnos del dolor de la existencia.

 

"Baby HP" (1952) - Juan José Arreola

Señora ama de casa: convierta usted en fuerza motriz la vitalidad de sus niños. Ya tenemos a la venta el maravilloso Baby H.P., un aparato que está llamado a revolucionar la economía hogareña.

 

El Baby H.P. es una estructura de metal muy resistente y ligera que se adapta con perfección al delicado cuerpo infantil, mediante cómodos cinturones, pulseras, anillos y broches. Las ramificaciones de este esqueleto suplementario recogen cada uno de los movimientos del niño, haciéndolos converger en una botellita de Leyden que puede colocarse en la espalda o en el pecho, según necesidad. Una aguja indicadora señala el momento en que la botella está llena. Entonces usted, señora, debe desprenderla y enchufarla en un depósito especial, para que se descargue automáticamente. Este depósito puede colocarse en cualquier rincón de la casa, y representa una preciosa alcancía de electricidad disponible en todo momento para fines de alumbrado y calefacción, así como para impulsar alguno de los innumerables artefactos que invaden ahora los hogares.

 

De hoy en adelante usted verá con otros ojos el agobiante ajetreo de sus hijos. Y ni siquiera perderá la paciencia ante una rabieta convulsiva, pensando en que es una fuente generosa de energía. El pataleo de un niño de pecho durante las veinticuatro horas del día se transforma, gracias al Baby H.P., en unos inútiles segundos de tromba licuadora, o en quince minutos de música radiofónica.

 

Las familias numerosas pueden satisfacer todas sus demandas de electricidad instalando un Baby H.P. en cada uno de sus vástagos, y hasta realizar un pequeño y lucrativo negocio, trasmitiendo a los vecinos un poco de la energía sobrante. En los grandes edificios de departamentos pueden suplirse satisfactoriamente las fallas del servicio público, enlazando todos los depósitos familiares.

 

El Baby H.P. no causa ningún trastorno físico ni psíquico en los niños, porque no cohíbe ni trastorna sus movimientos. Por el contrario, algunos médicos opinan que contribuye al desarrollo armonioso de su cuerpo. Y por lo que toca a su espíritu, puede despertarse la ambición individual de las criaturas, otorgándoles pequeñas recompensas cuando sobrepasen sus récords habituales. Para este fin se recomiendan las golosinas azucaradas, que devuelven con creces su valor. Mientras más calorías se añadan a la dieta del niño, más kilovatios se economizan en el contador eléctrico.

 

Los niños deben tener puesto día y noche su lucrativo H.P. Es importante que lo lleven siempre a la escuela, para que no se pierdan las horas preciosas del recreo, de las que ellos vuelven con el acumulador rebosante de energía.

 

Los rumores acerca de que algunos niños mueren electrocutados por la corriente que ellos mismos generan son completamente irresponsables. Lo mismo debe decirse sobre el temor supersticioso de que las criaturas provistas de un Baby H.P. atraen rayos y centellas. Ningún accidente de esta naturaleza puede ocurrir, sobre todo si se siguen al pie de la letra las indicaciones contenidas en los folletos explicativos que se obsequian en cada aparato.

 

El Baby H.P. está disponible en las buenas tiendas en distintos tamaños, modelos y precios. Es un aparato moderno, durable y digno de confianza, y todas sus coyunturas son extensibles. Lleva la garantía de fabricación de la casa J. P. Mansfield & Sons, de Atlanta, Ill.

 

Explicación del cuento

 

En este breve cuento, por medio del humor y la ironía, denuncia una realidad deshumanizadora, donde sólo importa la productividad y el consumo. Además de lo anterior, utilizó como recurso estilístico el formato de los anuncios debido al poder que tienen las palabras para convencer.

 

Audiocuentos

Ahora te invito a escuchar estos audiocuentos latinoamericanos en YouTube, que espero sean de tu agrado. También te recomiendo estos cuentos de Francisco Tario


jueves, 11 de mayo de 2023

Grandes relatos de Francisco Tario

Francisco Tario, un escritor que marcó el panorama de las letras

En esta ocasión os quería presentar unos cuentos para adultos de Francisco Tarioun escritor que marcó el panorama de las letras.

Este escritor es considerado como un autor marginal, ya que no ha formado parte de ninguna corriente literaria. Cultivó el cuento, la novela y el teatro y se le ha comparado con Rulfo por el mundo personal que se inventó para sus escritos, así como por las características de sus personajes muy originales.

Sus temas abarcan la limitación sensorial del hombre para percibir la vastedad del mundo que lo rodea, pero sin perder de vista el sentido del humor. En estos cuentos que puedes escuchar en YouTube: La noche del féretro y Ragú de ternera, son cuentos insólitos, extravagantes y, especialmente en el segundo cuento, bastante grotescos. Por este motivo, Tario se aleja del tradicionalismo de otros autores, razón por lo que es considerado precursor de la narrativa fantástica mexicana de los años cincuenta. Aunque, antes de escuchar estos cuentos en YouTube, es interesante conocer su biografía


Biografía

 

Francisco Tario, seudónimo de Francisco Peláez Vega e hijo de padres españoles, nació en la Ciudad de México el 9 de diciembre de 1911. En su juventud fue portero del Club Asturias y pianista; en los años cuarenta y cincuenta tiene una intensa actividad social y literaria junto a su mujer, Carmen. Aunque a pesar de ser amigo de Octavio Paz, no formó parte de ninguna corriente literaria mexicana ni perteneció a ningún grupo de escritores.

 

Regentó tres cines en Acapulco y escribió aislado del mundo literario. Fue un gran narrador y dramaturgo. Además, colaboró en Letras de México, Revista Mexicana de Literatura, Revista Universidad de México y Vidas y CuentosLa editorial Lectorum publicó en 2004 sus cuentos completos, y con motivo del centenario de su nacimiento se han hecho diversos rescates de materiales inéditos.

 

Su primera publicación fue La noche y Aquí abajo. Tres años después, La puerta en el muro y una obra de aforismos inclasificable, única en la literatura hispanoamericana, titulada Equinoccio. A principios de los años cincuenta, Tario inicia su segunda época con la publicación de Breve diario de un amor perdido (1951), entre otros. En los años sesenta, al marcharse de México y fijar su residencia en Madrid, da paso a su última etapa literaria, llena de melancolía tras la muerte de su mujer, que culmina con Una violeta de más (1968). Al morir, Tario dejó unas extrañas piezas teatrales que tituló El caballo asesinado y una novela póstuma, Jardín secreto. Finalmente, Francisco Tario muere en Madrid, España, el 30 de diciembre de 1977.

 Cuentos para escuchar en YouTube

Ahora puedes escuchar estos cuentos en YouTube de Francisco Tario. Te  recomiendo también escuchar cuentos para adultos de Amparo Dávila. 

 

 

 


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