jueves, 13 de marzo de 2025

La siesta del martes de Gabriel García Márquez

 

Gabriel García Márquez

A continuación, te presento un cuento para adultos de Gabriel García Márquez, también puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

El cuento "La siesta del martes" de Gabriel García Márquez narra el viaje de una madre y su hija a un pequeño pueblo bajo un calor sofocante para visitar la tumba de Carlos Centeno, el hijo de la mujer, quien fue asesinado al intentar robar una casa. Durante el trayecto en tren y su llegada al pueblo, se resalta la pobreza y dignidad de la madre, así como el juicio silencioso de la comunidad. Al llegar a la casa cural, la mujer exige ver al sacerdote, quien, sorprendido por su actitud serena y firme, le entrega las llaves del cementerio. Sin embargo, la noticia de su presencia se esparce rápidamente, y al salir, la multitud las observa con morbo y desaprobación, mostrando la frialdad y el prejuicio del pueblo. A pesar de la tensión y la sugerencia del sacerdote de esperar para evitar la exposición, la madre decide salir con la cabeza en alto, sosteniendo a su hija de la mano, demostrando su dignidad y fortaleza frente a la adversidad.

 

"La siesta del martes" es un cuento sobre la dignidad, la pobreza y el juicio social. A través de la historia de una madre que, con serenidad y orgullo, viaja a un pueblo hostil para visitar la tumba de su hijo, Gabriel García Márquez muestra la indiferencia y el prejuicio de la sociedad hacia los más desfavorecidos. La madre, a pesar de la pobreza y la mirada crítica del pueblo, nunca pierde su compostura ni se avergüenza de su hijo, enfatizando su amor incondicional y su fortaleza. La historia también critica la moralidad superficial de la comunidad, que juzga sin conocer las circunstancias de esa familia.

 

La siesta del martes

  El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, intempestivos espacios sin sembrar, había ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.

       —Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.

       La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.

       Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.

       La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

       A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.

       Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

       La mujer dejó de comer.

       —Ponte los zapatos —dijo.

       La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

       —Péinate —dijo.

       El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.

       —Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

       La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.

       No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

       Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no oían a abrirse hasta un poco antes d e las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.

       Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién es?». La mujer trató de ver a través de la red metálica.

       —Necesito al padre —dijo.

       —Ahora está durmiendo.

       —Es urgente —insistió la mujer.

       Su voz tenía una tenacidad reposada.

       La puerta Se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.

       —Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.

       Entraron, en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.

       La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.

       —Dice que vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.

       —El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.

       Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.

       —Bueno —dijo.

       Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.

       La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.

       —¿Qué se le ofrece? —preguntó.

       —Las llaves del cementerio —dijo la mujer.

       La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.

       —Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.

       La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.

       —¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.

       —La de Carlos Centeno —dijo la mujer.

       —¿Quién?

       —Carlos Centeno —repitió la mujer. El padre siguió sin entender.

       —Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.

       El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.

       Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.

       —De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.

       —Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.

       El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el, interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.

       —Firme aquí.

       La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.

       El párroco suspiró.

       —¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?

       La mujer contestó cuando acabó de firmar.

       —Era un hombre muy bueno.

       El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:

       —Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.

       —Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.

       —Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.

       —La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.

       Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debian meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.

       Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.

       —Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.

       Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.

       —¿Qué fue? —preguntó él.

       —La gente se ha dado cuenta.

       —Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.

       —Da lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.

       La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.

       —Esperen a que baje el sol —dijo el padre.

       —Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.

       —Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.

       Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.

 

Cuentos en YouTube

Reynol Pérez

Si te gusta este género literario, te recomiendo Un paseo por el bosque de Reynol Pérez.

lunes, 10 de marzo de 2025

Un paseo por el bosque, cuento de Reynol Pérez

 

Reynol Pérez

A continuación, te presento un cuento para adultos de Reynol Pérez Vázquez, un escritor, periodista, dramaturgo y traductor especializado en literatura búlgara. Ha publicado más de veinte obras de teatro, narrativa y estudios cinematográficos, además de destacar como guionista y traductor reconocido. Este cuento para adultos, puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

Un paseo por el bosque narra la infancia y adolescencia de Adam en Portland, marcada por la lluvia, la rutina familiar y un divorcio que lo separa de su madre y hermana. Tras mudarse con su padre a un pequeño pueblo, su vida cambia cuando conoce a Jill, una chica popular con quien experimenta el primer amor. Sin embargo, una tragedia inesperada rompe su mundo, sumiéndolo en el dolor y la confusión. A partir de ese momento, la realidad y lo inexplicable comienzan a entrelazarse, llevándolo a un desenlace tan inquietante como poético.

 

El cuento aborda la soledad, la nostalgia y el paso del tiempo a través de la mirada de un joven que enfrenta cambios profundos en su vida. Desde la separación de su familia hasta su llegada a un nuevo pueblo, su mundo parece marcado por la distancia emocional y la sensación de no pertenecer al todo. La aparición del amor le brinda un instante de calidez y conexión, pero una tragedia irrumpe, dejando al protagonista atrapado entre la realidad y una dimensión incierta. El final sugiere que hay experiencias que nos transforman por completo, borrando las fronteras entre lo que somos y lo que dejamos atrás.

 

Un paseo por el bosque

En los recuerdos más tempranos de mi infancia en Portland siempre está presente la lluvia. Mi primer camarada, el paraguas, como un hongo gris encima de mi cabeza. Nuestra casa era muy semejante a las del vecindario, pero allí la vida transcurría de otra manera. El único espacio para la convivencia era la hora de la comida y el resto del tiempo cada miembro de la familia se entregaba a sus actividades. Mi madre se instalaba en la mesa de la cocina para revisar las tareas de sus alumnos de la preparatoria y después iba a sentarse en su sillón favorito de la sala de estar a leer novelas y libros de poemas. Salvo casos urgentes, estaba estrictamente prohibido interrumpir su ritual. Mi padre, por su parte, se encerraba en el garaje para dedicarse a lo que constituía una pasión más que un simple oficio: restaurar coches antiguos. Al concluir su obra maestra y siempre con un pesar que le resultaba imposible esconder, la vendía. Algunas semanas después, cuando volvía a casa por la tarde con el rostro esplendente, de inmediato adivinábamos el motivo: la adquisición de un nuevo viejo coche. Por lo demás, ninguno de nosotros ponía un pie en el garaje para evitar el penetrante olor de las pinturas y de todos los químicos que auxiliaban su tarea. Evelyn, mi hermana mayor, solía quedarse por las tardes en la escuela a ensayar puestas escolares. Cuando volvía más temprano a casa, se encerraba en su dormitorio y escribía con afán cartas a estrellas de cine. Su máximo triunfo fue recibir contestación de Geraldine Page, acontecimiento que aumentó su popularidad entre sus compañeros y profesores.

 

Mi pasatiempo era de lo más común: dar largos paseos en bicicleta, muchas de las veces a lo largo del curso del río Willamette. Enfundado en un impermeable, en los días de lluvia, me gustaba aspirar el aire recién lavado. Aprendí a hallar placer bajo las gotas en nuestros viajes a Seattle, donde mi madre y mi hermana se perdían en librerías y cafés. En esas horas de ocio yo recorría las calles de la ciudad cobijado por una lluvia tan ligera que más bien se asemejaba al rocío.

 

Así las cosas, a principios de un verano de 1964, a la hora de la cena, nuestros padres nos sirvieron un platillo de sobremesa. El anuncio de un divorcio amistoso. A Evelyn, confidente de mi madre, la noticia no la tomó por sorpresa. El reparto de bienes ya había sido acordado: yo me quedaría con mi padre en Portland mientras que Evelyn y mi madre iban a establecerse en Los Ángeles para que mi hermana estudiara actuación. Lo único que me había entristecido era dejar de oír la risa de Evelyn que añadía algo de música a aquello que nos habíamos empeñado en llamar hogar.

 

En un principio extrañé la comida de mi madre cuando intentaba encontrar sabor a aquellos bocados que tenían la sazón propia de los hombres solos. Recién había cumplido los dieciséis años y me preguntaba qué significaba el futuro, aquella palabra que todo mundo pronunciaba con tono fanfarrón.

 

Los días de aquel verano eran como un fajo de billetes que no atinaba en qué gastar. Mi padre pasaba todo el día en la oficina y yo no tenía amigos ni mucho menos deseos de entregarme a actividades en las que participaba la gente de mi edad. Por las mañanas desayunaba algo, luego me preparaba un emparedado y tomaba mi bicicleta para después perderme el día entero por los alrededores de la ciudad.

 

Pocos días antes de que se reanudaran las clases en la escuela, mi padre me anunció que nos mudaríamos a un pequeño pueblo a un centenar de kilómetros de Portland. Sus superiores lo habían ascendido de puesto y se encargaría ahora de la administración de las oficinas del aserradero, donde llevaba veinte años trabajando. En mi estado de apatía aquella noticia me había dejado impasible, la única diferencia que hallaba entre vivir en Portland y en un pequeño pueblo era que no iba a pasar desapercibido. Los fines de semana volveríamos a casa para que mi padre continuara ocupándose del oficio que daba sentido a su vida.

 

La empresa nos asignó una casa en las afueras, no muy lejos de las instalaciones del aserradero. Yo iba a asistir a la escuela en bicicleta. La vivienda estaba amueblada y era más grande de lo que hubiéramos imaginado. Una mujer acudía dos veces por semana a hacer la limpieza y a preparar comida. Mi padre y yo solo teníamos que hacer las compras.

 

La primera semana fui la novedad en la escuela pero mi timidez no ayudó mucho a que el interés se mantuviera más allá de ese lapso. Muchos, incluidos los profesores, me trataban con una condescendencia sospechosa, como si yo fuera alguien de cortos alcances. Únicamente Jill, una de las chicas más populares de la preparatoria, fue quien mostró una actitud sincera y en la primera oportunidad que tuve la invité al cine, atemorizado en el fondo por mi atrevimiento. Nunca había ido a una función de cine acompañado de una chica. Acostumbraba a acudir con Evelyn y en algunas ocasiones con mi madre.

 

Apenas logré concentrarme en la película, ya que lo único que deseaba era contemplar su sonrisa. En ciertos momentos creí escuchar los latidos de su corazón durante las escenas dramáticas que se proyectaban en la pantalla.

 

A partir de aquel día aprovechábamos cualquier ocasión para reunirnos y a menudo nos quedábamos en la biblioteca de la escuela para hacer las tareas juntos. Los fines de semana en Portland se me antojaban interminables sin Jill. Los domingos por la mañana mi madre y Evelyn nos llamaban, siempre con buenas noticias y glorificando el buen clima de Los Ángeles. El nuevo trabajo de mi madre superaba sus expectativas y los estudios de mi hermana no podían marchar mejor. Todo parecía la otra cara de nuestra rutina o será que lo que permanece lejos de nuestro alcance adquiere tintes luminosos por la imposibilidad de vivirlo.

 

Llevábamos un mes en el pueblo cuando Jill me invitó a merendar en su casa. Nunca había probado una tarta de arándano tan deliciosa ni recordaba que mi madre me la hubiera servido con tanta diligencia. En el camino de vuelta a casa concluí que era el enamoramiento el que convertía los actos cotidianos en un hecho extraordinario.

 

Empezaba octubre. Esa mañana había llovido copiosamente; luego Empezaba octubre. Esa mañana había llovido copiosamente; luego de escampar, el cielo mostraba un azul deslumbrante. Jill me propuso dar un paseo en bicicleta por los senderos escarpados que bordeaban el río. Aseguró conocerlos de memoria. Sin más, nos colocamos las mochilas al hombro, montamos en nuestras bicicletas y emprendimos el camino. El terreno se hallaba resbaloso y pedaleábamos con cuidado. En un tramo del camino que parecía más seco, Jill aceleró la marcha y me dejó atrás con las palabras de su desafío:

 

—Si eres tan bueno como dices, ¡alcánzame! —y desapareció en un recodo del sendero.

 

Cuando llegué al lugar, no la vi por ninguna parte. Hasta donde el sendero resultaba visible, no divisé a nadie. Seguí la ruta con la esperanza de encontrarla más adelante, esperándome y riéndose de mi torpeza. En vano. Desanduve el camino y poco antes de hallarme de nuevo en el recodo, descubrí el rastro de las ruedas que dibujaban un intento inútil de salvarse de la trampa de la pendiente. Un martillo enloquecido suplantó a mi corazón y sofocado y lloroso partí en busca de ayuda.

 

Tres días después descubrieron su cuerpo en un meandro del río. La muerte había echado su manto gélido sobre mis espaldas, un cuerpo que ya no era el mío se arrastraba por los días. Voces sollozantes, gritos exasperados e interrogatorios fríos me acosaban con encono. Mi padre decidió que no era prudente que yo asistiera al entierro y mucho menos a la escuela; además, se aprestó a solicitar una licencia para hacerme compañía. En un instante de sosiego le rogué que no enterara a mi madre de lo sucedido. Una tarde tuvo que salir para atender un asunto inaplazable en el aserradero. Ya era entrada la noche y no había vuelto. Yo no había logrado dormir durante los últimos días y me habían recetado somníferos. Yacía en mi cama y el colchón era un pantano, donde me hundía y volvía a flotar. De pronto, desde la lejanía, percibí unos golpes leves en la puerta de mi dormitorio y lo que parecía una voz dijo:

 

—Me siento muy sola. Déjame entrar, Adam—. Un instinto animal me puso en pie. La puerta se abrió y Jill se plantó delante de mí. Llevaba un vestido blanco de lino, el color de su rostro era cenizo pero no había perdido su lozanía. Los cabellos rojizos caían sobre su espalda y de ellos emanaba un brillo tenue. Observé sus pies descalzos, manchados de lodo. Sus manos frías se posaron en mis mejillas, acercó su nariz a la mía y algo dio un tirón dentro de mí; después el aire abandonó mis pulmones. Me volví, ingrávido, y en la cama descubrí un muñeco lívido.

 

Jill me tomó de la mano y salimos de la casa sin abrir la puerta. Las calles del pueblo permanecían silenciosas y desiertas. Las luces en las ventanas denunciaban que la vida se encerraba entre cuatro paredes y era ya rehén de la noche. Libres de malos pensamientos, caminamos por esas calles, rozando apenas el suelo; nos deslizábamos por un tiempo letárgico.

 

Una imponente puerta de hierro forjado nos obstruyó el camino y la dejamos atrás con ligereza. Tomamos por un senderillo. Había una claridad brumosa, como si nos halláramos entre las raíces de la luz. Pude oír los trinos melodiosos de pájaros sumergidos bajo las tumbas que nos daban la bienvenida.

 

—Estamos en casa —pronunció Jill y por primera vez sonrió.

 

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María Fernanda Ampuero

Si te gusta este género literario, te recomiendo Ali de María Fernanda Ampuero, una obra maestra de una escritora excepcional.

viernes, 7 de marzo de 2025

Ali, cuento de María Fernanda Ampuero

 

María Fernanda Ampuero

A continuación, os presento Ali de María Fernanda Ampuero, una obra maestra de una escritora excepcional. Su narrativa, profundamente conmovedora y descarnada, me ha causado una honda impresión. También puedes escuchar este cuento en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

Significado del cuento Ali

El cuento Ali de María Fernanda Ampuero es un relato profundamente perturbador y emotivo que aborda temas de clase, abuso, enfermedad mental y el análisis de una familia desde la perspectiva de las trabajadoras del hogar.

El cuento Ali de María Fernanda Ampuero representa la fragilidad de la mente humana ante el trauma, la violencia y la hipocresía social. A través del deterioro de Ali, la historia muestra cómo el abuso y el dolor reprimido pueden destruir a una persona desde adentro, mientras que la sociedad prefiere ignorar lo que no le conviene ver. También refleja la desigualdad de clases, donde las empleadas domésticas observan desde la periferia los horrores que ocurren en las casas de los ricos, siendo testigos silenciosos de un sistema que perpetúa el abuso y el sufrimiento.

 

Ali

La niña Ali era rara, rara hasta en la generosidad. Ella no nos daba, por decir, la comida pasada o la ropa vieja. Nos daba lo bueno. Lo mismo que ella comía o vestía. Bueno, la ropa suya nos quedaba grandísima, pero la mandaba a arreglar antes de dárnosla. Y cuando viajaba nos traía ropa nueva, carteras, maquillaje, regalos, como si fuéramos parientes de ella y no las muchachas. La niña Ali era así. Mandaba a pedir comida y nos preguntaba qué nos provocaba porque, como ella decía, algo podía no gustarnos, caernos mal, ¿no? Nosotras nunca habíamos pensado en eso. Las señoritas mandaban a ver cualquier cosa para uno y tocaba comer nomás. O, por ejemplo, cuando íbamos al supermercado nos daba su billetera. Así, en las manos, la billetera. O sea que era rara, pero rara buena. Ay, niña Ali, usted sí que es, le decíamos. Las otras chicas nos contaban que las señoras les daban las frutas ya pasadas, la carne medio sospechosa, los aguacates negros, que nomás servían para el pelo, o los zapatos con el taco abierto, los pantalones con la entrepierna desollada, las cremas que ya habían soltado agüilla. Eso, porquerías. Igual: gracias niña, sí, muy bonito, muy rico, niña. Y también les revisaban las carteras y las fundas al salir y a veces hasta debajo de la falda por si se habían metido algo de comida en el calzón. Y les decían si ustedes no fueran tan ladronas, nosotras no tendríamos que andar de policías con todas las cosas que tenemos que hacer. Decían todo eso sobándoles ahí abajo o cacheándoles las piernas por encima del pantalón o haciéndolas vaciar la cartera en el suelo.

Las otras chicas decían con envidia: así que la gordita es bien buena, ¿no? Las gordas son más buenas. Ojalá yo encontrara una gorda. Esas flacas son súper miserables. Y son malas. Y sólo andan pensando en cómo adelgazar, se toman esas pastillas. Marlene, ¿dónde están mis pastillas? Ya se las llevo, niña. ¿Qué nomás tendrán esas pastillas? Como loca anda esa señora, con los ojos que se le salen, lechuza parece. Uy, la mía a veces, cuando va a tener un compromiso, se pasa días nada más con queso de dieta y agua mineral y si le dices buenos días niña te saca los ojos y si no le dices, también. La mía vomita: se pide una pizza familiar, chocolates, papas fritas, se encierra, se come todito y después la oigo que vomita y vomita. La pobre Karina, la muchacha que limpia, es la que tiene que limpiar ahí todo eso y ni un gracias ni un nada. No pues, ¿no ves que nos pagan? El básico, pero nos pagan. Que los abuelos de ellas no pagaban a las muchachas, eran como quien dice los dueños. Se las traían de los campos, las mamás mismas las regalaban, y les daban casa y comida y gracias, patrón, papá diosito les bendiga y les dé muchos años de vida. Sonia trabajó con una que era borracha y tomaba pastillas y dormía todo el día y cuando se despertaba se ponía furiosa y le daba puro golpe a Sonia que se ponía en medio de ella y de los niños. Cuando la botó, cómo lloraba esa Sonia, porque, ay, esa mujer adoraba a los niños, dice que lloraban esas criaturitas, no te vayas Sonita, no nos dejes aquí solitos, Sonita. Y el bebito berreaba como si lo abandonara la madre, un dolor, porque la Sonia era en verdad la mamá de ese niñito. Sí, eso aquí al lado, en la urbanización esta de aquí al lado, la del lago. El señor tenía un cargo bien importante en el gobierno, con el alcalde, no sé cómo. Y después con las amigas: todo perfecto, todo divino, todo soñado. Esas risitas, ¿no? Tapándose la boca. Esas caras que ponen, más falsas, con esas porquerías que se inyectan que vienen como espantadas, más parecen de plástico esas mujeres, los ojos abiertotes, los labios así de sapo. Andan hinchadas, feísimas, como si les hubieran echado la malilla, pero pagan un billetote por eso. En las fiestas contratan saloneros con guantes blancos. Ha de ser para que no les toquen con las manos morenas la vajilla blanca y ponen unos manteles que valen más que lo que nosotras ganamos en un año. Y llenan esas mesas de ese pescado crudo de colores pastel. Y ponen flores por toda la casa. Y se bañan en perfume. Para ocultar el olor a vómito ha de ser. El olor a pijama y sábanas sucias, cagadas, menstruadas, pedorreadas, de cuando no se levantan varios días. Nadie las ve así, cuando uno tiene que ir, despacito: ¿niña? Es el señor por teléfono, que quiere saber si usted ya se levantó. Dígale que sí, que estoy en el baño. Que nadie me moleste, Mireya, vaya con el chofer a recoger a los niños y les da de comer y por dios que aquí no entren, ¿me oyó? Y los chicos ya ni preguntan por la mamá. Al principio sí, pero después ya solitos van a la cocina. Y te cuentan sus cosas, su fútbol, sus exámenes, sus amigas y amigos, lo que les va bien y lo que les va mal. Las cosas que se les pasan por la cabeza y por el corazón y tú también les cuentas y al final son como tus hijos. Van creciendo en la cocina, comiendo con uno, hasta que se hacen grandes y ya les parece raro quererte tanto aunque en el fondo saben que la mamá fuiste tú y te ven un día y no saben si ponerse a llorar y correr a tus brazos como cuando se caían de pequeñitos o saludarte con la cabeza porque ya son unos señores y unas señoritas de sociedad que saben que no se saluda a los empleados con besos ni abrazos.

¿La gordita era buena madre entonces?

Sí. La niña Ali era una madre excelente hasta un poco antes del final. Entonces se le cruzaron los cables y ya no podía, ya no. Al Mati no era capaz de tenerlo cerca ni de tocarlo. Nosotras no podíamos creerlo, una criatura así, como un niño dios, con esos ricitos dorados y esa carita redonda, un ángel, corriendo a abrazarla y ella con una voz ya rara, demasiado chillona, como cuando pisas a una rata, nos llamaba a gritos. Como si estuviera en peligro de muerte. Por la criaturita. Su bebito. Alicita ya era más grande y esa niña siempre fue bien inteligente, una lanza, vivísima. Con esos ojotes azules que se daban cuenta de todo. Qué bestia los ojos de esa niña, era como si te mirara todita por dentro. Parecía haber visto en su mamá una cosa fea porque enseguidita supo. A la primera. Nomás ya no entraba al cuarto donde estaba ella. Dejó de pensar que tenía mamá: ya se veía como una niñita huérfana, jugando sola y encargándose del hermanito que daban ganas de morirse de la pena de verla, tan seria, vistiéndolo o diciéndole que dejara de llorar por tonterías, que creciera. Y el joven, bueno, el joven hacía lo que podía con su gordita loca, salía a trabajar como todos los señores de la urbanización, todos a las ocho en punto, todos con un carro cuatro por cuatro, todos con camisa y pantalón planchados por nosotras. Y esa cara de triste que partía el alma. Él también ya se sentía viudo, con sus niñitos de madre loca. La niña Ali, desde que le empezó el telele, la loquera, dormía en el cuarto de huéspedes y nos pedía que le lleváramos la comida a la cama. Apenas veía al joven. Cuando se topaban por la casa, ella le decía qué fue y él intentaba abrazarla, pero ella no lo dejaba, daba su gritito de rata aplastada y se volvía al cuarto de huéspedes y él se quedaba afuera, parado sin hacer nada, un buen rato, a veces con la mano en la puerta. Nos daba pena el joven. Nos daban pena todos, la verdad. La niña Ali olía mal, la pobrecita. El Mati no dormía bien por la noche. Alicita casi no hablaba y el joven no sabemos, trabajaba hasta tarde y nos decía gracias, gracias. Cuando venía la mamá de la niña Ali, la señora Teresa, eso sí era terrible. La obligaba a bañarse, a cortarse las uñas, a depilarse, a lavar toda su ropa, a airear el cuarto. Los gritos se escuchaban en toda la urbanización. Venía el chofer de la señora Teresa a ayudar a levantar a la niña Ali y la presencia de ese hombre la volvía loca como si fuera el mismo diablo. Todos terminábamos rasguñados y mordidos y llorando porque la niña Ali cuando veía a ese hombre se trastornaba, se volvía un toro aterrorizado, cien kilos de masa enfurecida. Prácticamente había que amarrarla para llevarla al baño. Cuando el chofer se iba, la niña Ali parecía tranquilizarse un poco y si nosotras nos dábamos cuenta no entendemos cómo la madre, la señora Teresa, no, y traía siempre al hombre con ella. Nosotras habíamos prohibido al chofer y al jardinero y al limpiador de ventanas y al chico que traía la comida del supermercado y al profesor de natación de Alicita y a cualquier otro trabajador que entrara a la casa cuando la niña Ali estaba despierta porque ya habíamos visto lo que le pasaba con los varones. Niña Ali, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa? ¿Qué le pasó?, le preguntamos las primeras veces, cuando le empezaron los ataques y ella a veces no sabía de qué le hablábamos y a veces decía cierren, cierren su puerta, no se duerman con la puerta sin seguro, cierren a mi hija, ciérrenla bien, que nadie tenga la llave de mi hija, enciérrenla, y se ponía a probar cien veces el seguro de la puerta de su cuarto. Pero la madre no. Que dios nos perdone, pero esa señora parecía ciega, bruta. Ni siquiera hablaba con la niña Ali. Sólo venía por lo de la pierna y sólo preguntaba por la pierna, pero cualquier tarado se hubiera dado cuenta de que el menor problema de la niña era la rodilla, la caída tonta que tuvo en la piscina y los frascos y frascos de calmantes para el dolor que empezaron a darle, unos recetados por el médico y otros no. Nosotras, en la cocina, hablábamos de buscar a otros doctores, doctores de la cabeza, de los loquitos, pero ¿quién iba a escuchar a las muchachas? La niña ya no era la misma persona y cada día menos. Nomás nosotras parecíamos verlo. No era la pierna, ¿por qué seguían hablando de la pierna? ¿Por qué se quedaban en la pierna, en la pierna, en la pierna? La pierna mejoraba, pero ella, ¿quién era? Ella era de meter a sus hijos a la cama y ver películas y comer pizza o dibujar o jugar con plastilina o inventarse obras de teatro o llevarnos a todos a comer hamburguesas o de hacer día de los disfraces. Ella era de cuidar sus plantas, de desayunar cereales de colores como sus niños y de mirar al Mati dormir y luego decirnos ¿se imaginan que yo pude hacer algo tan precioso? Ella no era esa mujer que le huía a su marido y a sus hijos, monstruosamente gorda, que apestaba y que abría y cerraba el seguro de la puerta cuarenta veces al día. No, esa no era nuestra niña Ali. Un día vino el papá, don Ricardo, sin avisar. Nosotras abrimos la puerta, preguntó por la hija y le dijimos que en el cuarto de huéspedes. Fuimos a la cocina a prepararle el café que pidió cuando escuchamos el portazo en la puerta principal. Corrimos al cuarto de la niña y ahí estaba ella: los ojos como platos, una mano agarrada a la sábana bajo el cuello y la otra a una tijera de uñas. Apuntaba hacia la puerta. El brazo le temblaba desde el hombro. ¿Niña? Empezó a gritar. Que se vaya, que se vaya, que se vaya. ¿Quién? ¿Su papá? Ya se fue, niña linda. Que se vaya. Cierren la puerta, por favor, que no vuelva a entrar. Cierren todo, pongan seguro, que no se acerque a las niñas, que no se acerque a Ali, que yo sí veo, yo sí veo y yo sí oigo y yo sí sé. ¿Qué sabe, niña? ¿Qué ve? Empezó a gritar que le dolía. ¿Qué le duele, mi niña linda? ¿Dónde? La tijera siempre apuntando hacia la puerta. Y entonces lo hizo, fue rapidísimo: cogió la tijera y se rajó desde el pelo hasta la quijada. Nunca habíamos visto tanta sangre. La carita de nuestra niña abierta como carne fileteada. Vinicio, el chofer, escuchó los alaridos. La subimos al carro y la llevamos a la clínica. En el camino, llamamos al joven. Ay, ese joven. Esperamos las noticias en la casa, con los niños. Alicita no preguntó nada sobre su mamá. Ni una palabra. Le dijimos que había tenido un accidente y ni nos miró. Ella volvió peor. Los vendajes de la cara le parecían insoportables, quería verse, se los intentaba quitar a cada rato, así que le pusieron vendas también en las manos y quitaron los espejos. Escuchamos de las amigas de la madre que los médicos decían que no era bueno que se viera todavía, que primero había que seguir un tratamiento, cirugías plásticas, porque la herida era muy fea, muy morada, que tenía piel queloide y además eso le atravesaba toda la cara, de la frente al cuello y que era un milagro que no se hubiera reventado un ojo. Escuchamos también lo de accidente. Lo de sin querer. Lo de que estaba medio dormida, que siempre fue sonámbula, desde chiquita. Sonámbula. A nosotras nadie nos preguntó qué había pasado porque si alguien lo hubiera hecho, habríamos dicho que esa niña cogió esas tijeras y se las clavó y las arrastró para abajo como si quisiera borrarse la cara y que estaba buena y sana, despierta, y que el papá acababa de estar en su cuarto y que ella estaba aterrorizada con ese señor y que pedía que alejáramos a las niñas de ese señor y que a quien quería clavar las tijeras era a ese señor. Pero todos dijeron sonámbula y la opinión de las muchachas no importa, así que nos dedicamos a darle de comer con sorbete a la niña Ali y a arreglarle la almohada y a procurar que esté cómoda y tranquila, a cuidar a los niños y al joven, que era como una almita en pena, a regar las plantas de la niña Ali, a darle cariño a Alicita, cada día con el corazón más sequito, a contestar el teléfono y decir sí, señorita, bien, no, ahorita está dormida, sí, señora Teresa, hoy mejor, sí, ya almorzó, un puré de zanahoria, sí, joven, sí, no se preocupe, aquí estamos nosotras, no hay de qué, hasta luego, ya señorita, yo le digo. Cuando venía la madre, la señora Teresa, la niña se daba la vuelta hacia la pared y ahí se quedaba a veces toda la tarde. La señora traía a las amigas para no aburrirse, aunque estaba clarito que a la hija no le gustaba que viniera gente: metía la cabeza debajo de la sábana y ahí se quedaba, como amortajada. Nosotras no parábamos de hacer café, servir vasos de agua, refrescos dietéticos, de dar galletas y encargar postres a la cafetería del centro comercial. Las amigas de la señora Teresa capaz que creían que hacían bien visitando a la niña Ali y cotorreando y chismorreando sobre todo el mundo, pero nosotras a veces entrábamos y la veíamos, inmóvil, desgraciada, como un animal atado o a veces con embarrones de lágrimas por donde no le tapaba la venda la carita. Cuando se iban todas esas señoras, qué alivio, había que ventilar todita esa casa de laca de pelo y perfume. Nosotras éramos como renacuajos tratando de respirar, abriendo y cerrando la boca. La casa, por fin, se vaciaba como de un líquido gordo, como si fuera, por decir, una pecera con esos pescados raros: uñas pintadas y pelo de peluquería y accesorios dorados. Se iban. Volvíamos a ser como antes. La niña Ali salía de debajo de la sábana y nos pedía algún postre que hubieran dejado. Nos reíamos y comíamos postres y parecía que recuperábamos a nuestra niña Ali hasta que nos cogía la mano y nos decía muerta de miedo: ¿sirve el seguro de la puerta? ¿Y el del cuarto de Alicita? Y nosotras le decíamos que sí, que claro, y le acariciábamos el pelo seboso y ella nos decía que la cuidáramos y se dormía hasta que venía la primera pesadilla. En las pesadillas la querían desnudar. En las pesadillas alguien la obligaba a hacer cosas que ella no quería. En las pesadillas ella ponía seguro a todas las puertas. En las pesadillas había siempre un adulto con un juego de llaves. Por esos días, el joven se llevó a los niños donde su mamá porque pasó eso de la niña Ali con Alicita. La verdad es que nosotras seguimos creyendo que ella no iba a hacer nada malo, que quería ayudar a su hija, enseñarle, pero el joven llegó y justo las vio ahí en el baño a la niña Ali con la hijita desnudita y con esa cosa plástica que era como un pito de hombre grande y el joven se puso loco, le gritó y le pegó, le dijo loca de mierda, qué haces, loca de mierda, gorda loca, estúpida, sucia, te voy a meter a un manicomio y ella nomás lloraba. Eso dicen que oyeron las chicas de la casa de al lado porque nosotras no estábamos, era domingo. Así que el joven se llevó a los niños en pijama, de noche, a la casa de la mamá. Ahí sí la niña Ali ya no levantó cabeza. Vino la madre a quedarse y la niña ya no habló más. Cuando estábamos solas, a veces abría los ojos y preguntaba por Alicita. Nosotras le decíamos que estaba bien y nos pedía verla. Entonces se ponía a llorar y la mamá nos mandaba a darle la pastilla. Un doctor amigo de la mamá le había dado unas pastillas que la dejaban babeándose y con los ojos en blanco. Nosotras creíamos que era mejor que llorara porque parecía que la niña Ali tenía muchísimo que llorar, una vida entera, pero la mamá le daba las pastillas como caramelos. A cada ratito. Nos daba pena verla así, tan hecha monstruo. La herida que le atravesaba la cara como un gusano morado, la gordura tremenda, las babas, los ojos idos, las batas blancas que le había traído la madre de Estados Unidos y que, dijo, eran para que la vean siempre limpia. Los días fueron pasando. Y los meses. Llegó Navidad. Sí. Eso fue lo peor, en Navidad. La niña Ali estaba un poco mejor, se levantó, fue a la cocina, desayunó cereales y nos dijo que quería comprar regalos, así que nos imaginamos que quería recuperar a sus hijos, a su marido. Nos pusimos contentísimas y la dejamos sola un ratito para ir a vestirnos para ir al centro comercial. Cuando volvimos, ella se había metido al baño y había cerrado con seguro. Escuchamos caer el agua mucho, demasiado rato. ¿Niña Ali? Tocamos la puerta. ¿Niña? Fuimos a buscar las llaves y al volver ahí estaba ella, envuelta en una toalla, con el pelo empapado, largo y lacio, pegado a la espalda. Nos sonrió. ¿Qué pasa? El centro comercial era una locura: villancicos, gritos de niños y cientos de personas. Nos preocupamos, la niña Ali llevaba meses sin salir de la casa, pero salvo una pequeña cojera y la gordura tan enorme, nadie hubiera dicho que a esa mujer le pasaba algo extraño, que se vivió lo que se vivió. Así es, ¿no? Uno ve gente y no sabe lo que ha pasado detrás de la puerta de su casa. Casi enseguida nos miró y nos dijo que tenía que comprar unos regalos importantes para unas personas importantes y que esas personas no podían ver esos regalos, así que tendríamos que separarnos un ratito. Todo parecía ir bien. Ella guiñó un ojo, sonrió, llevaba su cartera, ropa deportiva, zapatos rojos de correr. Parecía una chica normal, la misma niña Ali de siempre que se iba a la quinta planta a comprarnos quién sabe qué. La vimos subir en el ascensor y sonaba la música navideña y parecía de verdad que toda la locura se había acabado, que ella iba a ser mamá de sus hijos y mujer de su marido y que ese era el milagro del Niño Jesús porque nosotras habíamos rezado tanto y dicen que Dios escucha más a los pobres porque quiere más a los pobres, así que para algo tenía que servir la mierda de ser pobre, para recuperar a la niña Ali, para que se acaben sus pesadillas y las de todas. La vimos asomarse al balcón de la cafetería de la quinta planta y entonces supimos, enseguida supimos, hay algo que te dice, no se puede explicar, que lo horroroso va a pasar. Varios gritos al mismo tiempo, el ruido de un cuerpo que se destroza, como si lanzaras un saco de vidrio, piedra y carne cruda, un lado del cráneo de la niña Ali machacado, como derretido, más gritos, un grito que sale de dentro tuyo, un grito que es como una cuchillada, el grito del corazón y de los pulmones y del estómago y la niña Ali ahí, como una muñeca grandotota despernancada, una posición inhumana, como rellena de lana en vez de huesos. Nosotras nos quedamos ahí, paradas, con la mano en la boca, hasta que vinieron los médicos, la policía, el joven, la señora Teresa, don Ricardo y alguien nos empezó a sacudir para llevarnos a la casa a atender a toda la gente que enseguida empezó a llegar loca por saber por qué, cómo, y la señora Teresa, con un pañuelito en la mano, decía accidente, terrible accidente, suelo mojado, ella estaba inestable, ya sabes, la rodilla, pero insistió en salir porque era una madre maravillosa, claro, claro, decían las amigas, y quería comprarle regalos a los niños. Qué horror, sí, un accidente, pobrecita mi gorda, decían las amigas. Pero, cuando la señora salía del cuarto, alguna leía en el teléfono la noticia de La suicida del centro comercial y las otras escuchaban, las manos llenas de anillos tapándose la boca y los ojos abiertos sin pestañear. Otra señora dijo bajito que alguna vez escuchó que había algo raro en esa casa, que el hermano a la hermana, que el padre a la niña. Las otras la mandaron a callar con violencia: no repitas esas estupideces. En el entierro, una señorita del cementerio repartía rosas blancas para que los seres queridos de la niña Ali las pusieran sobre su ataúd. Cuando pasó junto a nosotras, nos saltó y le dio rosas a unas señoras muy elegantes con gafas negras grandotas a la que nunca habíamos visto. Al día siguiente del entierro, don Ricardo, el papá de la niña Ali, nos dio cien dólares, los días del mes trabajados, dijo, y, antes de irnos, la señora Teresa nos revisó las carteras y las fundas por si nos estábamos robando algo. Ahí donde no nos revisó llevábamos el anillo de matrimonio de la niña, su reloj tan bonito y un collar de perlas que nunca se puso. No nos dijo adiós, ni gracias. Detrás de ella, Alicita nos miraba con esos ojos azules tan inmensos, tan inteligentes, tan asustados. Los mismos ojos, igualitititos, a los de su mamá.

 

Otros cuentos de María Fernanda Ampuero

Si te gusta esta escritora, te recomiendo: Pasión. También te recomiendo otro cuento, Lección de cocina de Rosario Castellanos.

 

miércoles, 5 de marzo de 2025

Lección de cocina, cuento de Rosario Castellanos

Rosario Castellanos

A continuación, te presento un cuento para adultos de Rosario Castellanos, una de las autoras más influyentes en la literatura mexicana femenina, se desempeñó en teatro, ensayo, relato, novela y poesía (siendo esta última donde adquirió más notoriedad). También puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

Lección de cocina es un cuento de Rosario Castellanos que explora las dinámicas de género y la identidad femenina a través de la metáfora de la cocina. Castellanos plasma entre líneas su feminismo, esconde a la mujer completa detrás de una de oficio. Este cuento para adultos es uno de los cuatro textos que integran Álbum de familia, en éste se nos presenta un monólogo de una mujer recién casada, que su único conflicto aparente es el de cocinar, pero en realidad es la búsqueda de la identidad de la mujer en este nuevo entorno que se le presenta. Un conflicto que conlleva el desprendimiento de su antiguo “yo” y la adjudicación de uno nuevo. Es decir, una mujer que ahora se tiene que enfrentar a nuevos retos, y ha de dejar ir sus destrezas, destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras, como por ejemplo, elegir el menú.

 

Lección de cocina

 

La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: “La cena de don Quijote.” Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los puentes. “Pajaritos de centro de cara.” Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. “Bigos a la rumana.” Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente.

 

Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia “carnes” y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja.

 

Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar.

 

Del mismo color teníamos la espalda, mí marido y yo después de las orgiásticas asoleadas en las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas y se volvió a callar”. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos.

 

Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos —no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir— el nylon de mi camisón de desposada resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su significado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga.

 

Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sin otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio.

 

Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen.

 

Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que...

 

No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos “serios”. Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento.

 

Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte.

 

Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo.

 

Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose), es verdad que en el contacto o colisión con él he sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y sé, no sentía y siento, no era y soy.

 

Habrá que dejarla reposar así. Hasta que ascienda a la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él, por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va a acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada.

 

Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias haberme abiertola jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar el interior del templo, exaltada por la música del órgano. Gracias por...

 

¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado.porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto.

 

¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario.

 

¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable —gracias a mi temperamento— que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees.

 

Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa.

 

Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. De esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de…

 

¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío.

 

Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes.

 

¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro.

 

Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas.

 

El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea y salta y me quema. Así voy a quemarme yo en los apretados infiernos por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, la perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían ahora a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. Imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova!

 

Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande.

 

Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra “fin”.

 

¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito.

 

Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano al través de los grandes ventanales de su estudio.

 

Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Pero lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser suficiente para los dos? La estoy viendo muy pequeña.

 

Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo. Maduro. Retirado. El único que a estas horas puede darse el lujo de andar de cacería.

 

¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemada de un lado. Menos mal que tiene dos.

 

Señorita, si usted me permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Síg-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme.

 

¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería de comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a comer fuera.

 

Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculto, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de no mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, con proclividades a la frivolidad, pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta.

 

Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en la etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias. Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... .ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa, digo, en una cocinera fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos...

 

No, no le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones.

 

Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora.

 

Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no queden ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe.

 

¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne.

 

La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.

 

Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia las reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo.

 

Si asumo la otra actitud, si soy el caso típico, la femineidad que solicita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios sino para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ella confirmará mi certidumbre.

 

Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo?

 

Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura.

 

Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo le plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo...

 

Relatos en YouTube

Borges

Si te gusta este género literario, te recomiendo: Utopía de un hombre que está cansado de Borges. 

 

miércoles, 26 de febrero de 2025

Utopía de un hombre que está cansado, cuento de Borges

 

Cuento para adultos de Borges

Utopía de un hombre que está cansado es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges que integra El libro de arena, colección de cuentos publicada en 1975 en la editorial Emecé.

Eudoro Acevedo viaja a la utopía, un futuro donde no existen los hechos ni la pobreza. Allí conoce a un hombre que solo habla latín y ha leído los mismos libros durante siglos. Conversan sobre sus mundos, y Acevedo descubre que en Utopía las personas maduran a los cien años y luego pueden elegir morir. Alguien, el anfitrión, decide hacerlo y entra en una cámara letal. Acevedo, tras presenciar esto, regresa a su tiempo.

Este cuento para adultos reflexiona sobre la condición humana y su anhelo de sentido en un mundo dominado por el exceso de información y la superficialidad. A través de su narrativa, invita al lector a cuestionar su propia realidad ya contemplar los posibles caminos que podría tomar la humanidad en el futuro.

Os invito a adentraros en la profundidad de este relato, una obra que despierta la reflexión y el análisis. Para quienes prefieren la experiencia auditiva, también pueden disfrutar del audiocuento en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

 

Utopía de un hombre que está cansado

Llamóla Utopía, voz griega

cuyo significado es no hay tal lugar.

 Quevedo

 

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de Emilio Oribe: En medio de la pánica llanura interminable Y cerca del Brasil, que van creciendo y agrandándose. El camino era desparejo. Empezó a caer la lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No había cerradura en la puerta.

Entramos en una larga habitación con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre me indicó una de las sillas. Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos. Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo. - Por la ropa - me dijo -, veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan. No dije nada y agregó: - Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme? Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.

Atravesamos un corredor con puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal. Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no volveré a ver. No gesticulaba al hablar. Me trababa la obligación del latín, pero finalmente le dije: - ¿No te asombra mi súbita aparición? - No - me replicó -, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más tardar estarás mañana en tu casa. La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué prudente presentarme: - Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos. - Recuerdo haber leído sin desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido. Ante todo, el olvido de lo personal y local. Vivimos en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien. - ¿Y cómo se llamaba tu padre? - No se llamaba. En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre. Éste me dijo: - Ahora vas a ver algo que nunca has visto. Me tendió con cuidado un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que faltaban hojas y láminas. No sin fatuidad repliqué: - Es un libro impreso. En casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos. Leí en voz alta el título. El otro se rió. - Nadie puede leer dos mil libros. En los cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además, no importa leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios. - En mi curioso ayer - contesté -, prevalecía la superstición de que entre cada tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi (ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni quietud. - ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio. - Como los rabinos - le dije. Pareció no entender y prosiguió. - Tampoco hay ciudades. A juzgar por las ruinas d de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar, no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su soledad. Ya ha engendrado un hijo. - ¿Un hijo? - pregunté. - Sí. Uno solo. No conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos a lo nuestro. Asentí. - Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan. Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte. - ¿Se trata de una cita? - le pregunté. - Seguramente. Ya no nos quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas. - ¿Y la grande aventura de mi tiempo, los viajes espaciales? - le dije. - Hace ya siglos que hemos renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora. Con una sonrisa agregó: - Además, todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje espacial. - Así es - repliqué. También se hablaba de sustancias químicas y de animales zoológicos. El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna. Me atreví a preguntar: - ¿Todavía hay museos y bibliotecas?

- No. Queremos olvidar el ayer, salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita. - En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes. Asintió sin una palabra. Inquirí: - ¿Qué sucedió con los gobiernos? - Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen. Cambió de tono y dijo: - He construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas. Lo seguí a una pieza contigua. Encendió una lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma mano. - Ésta es mi obra - declaró. Examiné las telas y me detuve ante la más pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo infinito. - Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro - dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco. - Están pintadas con colores que tus antiguos ojos no pueden ver. Las delicadas manos tañeron las cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se oyeron los golpes. Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa. Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló primero con la mujer. - Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a Nils? - De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura. - Esperemos que con mejor fortuna que su padre. Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no dejamos nada en la casa. La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas. A los quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una suerte de torre, coronada por una cúpula. - Es el crematorio - dijo alguien -. Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler. El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la verja. Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se despidió con un ademán. - La nieve seguirá - anunció la mujer. En mi escritorio de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años, con materiales hoy dispersos en el planeta.


Recomendación

Valle Inclán.

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo El miedo de Ramon del Valle Inclán.

martes, 25 de febrero de 2025

El miedo, el relato de Ramón María del Valle-Inclán

 

Ramón María del Valle-Inclán

A continuación, te presento El miedo, un relato para adultos de Ramón María del Valle-Inclán​, Se le considera uno de los autores clave de la literatura española del siglo XX. Fue novelista, poeta y autor dramático español, además de cuentista, ensayista y periodista. Este relato también puedes escucharlo en YouTube.

En este relato para adultos, el narrador, ya mayor, recuerda una experiencia clave de su juventud en un pazo gallego, en una España monárquica en declive. Su madre, representante de la tradición religiosa, lo obliga a rezar en una capilla tenebrosa, donde se desata el terror: una calavera rueda en el sepulcro. Aunque asustado, el joven no quiere parecer cobarde. El Prior de Brandeso, una figura de autoridad que combina fe y racionalidad, lo desafía con su juicio: "¡Yo no absuelvo a los cobardes!". La lección sobre el miedo y la valentía marcará al protagonista de por vida, influyendo en su relación con la muerte y su propia identidad.

El relato de Ramón María del Valle-Inclán explora el miedo no solo como una emoción, sino como una prueba de carácter. La historia enfrenta tradición y modernidad, fe y razón, infancia y madurez. El protagonista, al ser desafiado por el Prior, comprende que la valentía no significa no tener miedo, sino enfrentarlo sin renunciar a sus convicciones. Esta experiencia marca su transición a la adultez, influenciando su identidad y su relación con la muerte. Asimismo, el relato refleja la decadencia de una España tradicional y religiosa, simbolizada en la madre y la capilla, mientras el protagonista representa el cambio, la duda y la búsqueda de una nueva identidad.

 

El miedo 

Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de conciencia:

 

-Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…

La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.

 

Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar. Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar. Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde, el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar en los bosques y en los lagos…

 

Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes, nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas. Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas. Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto, allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave y eclesiástica llamaba:

-¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!

Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme. Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como un canto gregoriano:

-Ahora veremos qué ha sido ello… Cosa del otro mundo no lo es, seguramente… ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!

Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció en la puerta de la capilla:

-¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?

Yo repuse con voz ahogada:

-¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del sepulcro…!

El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey. Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:

-¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha visto temblar a un Granadero del Rey…!

No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles, contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero. La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra. El Prior se sacudió:

-¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos o brujas!

Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando. El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros. Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror. Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:

-Señor Granadero del Rey, no hay absolución …¡Yo no absuelvo a los cobardes!

Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la muerte como a una mujer!


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