Ryūnosuke Akutagawa
A continuación, te presento "La mandarina", un cuento para adultos de Ryūnosuke Akutagawa, junto con
su resumen y análisis. Además, si quieres escucharlo, puedes visitar mi canal
de YouTube, Carla Narraciones.
Ryūnosuke Akutagawa fue un
destacado escritor japonés, reconocido como uno de los más influyentes en la
literatura moderna de Japón. Este cuento es maravilloso, y espero que lo
disfrutes tanto como yo al narrarlo.
Resumen
Un hombre apresurado viaja en tren y desprecia a una joven campesina que entra en su vagón. Sin embargo, al ver su gesto de amor al lanzar mandarinas a sus hermanos como despedida, experimenta una inesperada sensación de alegría y redescubrimiento de la belleza en lo simple.
La mandarina
Fue un día nublado de invierno.
Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de
segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había
ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz
eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar, con un
vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que
viniera a despedirse, y solo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado
que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba,
como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y hastío
inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que anuncia la
inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos en los
bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que
tenía guardado en uno de ellos.
Pronto sonó el silbato. Sintiendo
un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin
emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás
según la marcha del tren. Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas
estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en seguida se abrió con
brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada
precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años, acompañada por los
insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una
fuerte sacudida. Las columnas pasaban ante la vista una tras otra, el vagón
portador de agua permanecía en otra vía como abandonado, el cargador de maletas
le agradecía la propina a algún pasajero —todo esto se quedó a mis espaldas, no
sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso que golpeaba la ventana. Con la
serenidad recobrada, encendí un tabaco mientras abría al fin los párpados
aletargados para observar de una ojeada a la muchachilla, ahora sentada frente
a mí.
Se trataba de una típica
provinciana con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de ginkgo, y
exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, raspadas por la sequedad, que
se sonrojaban en exceso, a punto de repugnar. Tenía un pañuelo grande envuelto
sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda de lana color
amarillo rojizo. Entre las manos hinchadas con sabañones que sostenían el
pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera clase, empuñado
con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachilla y me desagradó su
vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su insensatez de
ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el tabaco encendido,
decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para olvidarme de su
presencia. De inmediato, el rayo solar que caía sobre los artículos se esfumó
de repente para ceder el sitio a la luz eléctrica, que resaltó en un extraño
relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante mis ojos. El tren
atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban la línea
Yokosuka.
Un recorrido fugaz bajo la luz
artificial fue suficiente para darme cuenta de que había demasiados sucesos
banales en el mundo para aligerar mi mente deprimida. El tratado de paz, nuevos
matrimonios, casos de corrupción, artículos necrológicos —pasé una revista
maquinal de todas esas columnas desérticas mientras se me alteró
momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por el túnel. Durante todo
este tiempo, nunca pude borrar de mi conciencia a la muchachilla que se sentaba
al frente como si encarnara la sociedad vulgar. El tren que se desplazaba en la
penumbra, la muchachilla provinciana y el periódico vespertino, repleto de
noticias ordinarias —esta triple alianza no era sino un símbolo para mí:
símbolo que representaba lo tedioso de la vida humana. Harto de todo, dejé al
lado el periódico que iba a leer, y cerré los ojos como un muerto para tratar
de conciliar el sueño con la cabeza recargada de nuevo contra el marco de la
ventana.
Así pasaron algunos minutos.
Sintiéndome amenazado por algo desconocido, recorrí con la mirada al rededor y
me di cuenta de que la muchachilla, que se había pasado con celeridad al
asiento ubicado a mi lado, forcejeaba con la ventana para abrirla. El vidrio
era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con las mejillas cuarteadas,
aún más sonrojadas, la muchachilla resollaba sin voz, haciendo sonar la nariz
de cuando en cuando. Mientras escuchaba su respiración agitada, no pude evitar
cierta conmoción ante la escena, pero no entendí por qué a la muchachilla se le
ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, al juzgar por la cercanía de las
laderas cubiertas por las matas marchitas que reverberaban bajo la luz
crepuscular, el tren no demoraría en entrar de nuevo al túnel. Convencido de
que la muchachilla lo hacía solo por capricho, guardé sentimientos sañudos en
mi interior y permanecí impasible, casi con un secreto deseo de frustrar su
intento, observando esas manos con sabañones que se desesperaban por bajar la
ventana. Pronto el tren entró al túnel con un clamor estruendoso y, al mismo
tiempo, la ventana al fin bajó cediendo ante la fuerza de la muchachilla. Del
marco rectangular irrumpió un aire negro, cargado de hollín, que no tardó en
invadir todo el vagón con humo asfixiante. Delicado de la garganta desde antes,
tuve un terrible ataque de tos ante la afluencia polvosa que me acometió en el
rostro, sin tener tiempo siquiera para taparme la boca con el pañuelo. Sin un
asomo de preocupación por mí, la muchachilla sacó la cabeza de la ventana y
dirigió su mirada hacia adelante con el cabello peinado en forma de ginkgo
ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla sin piedad para forzarla
a cerrar la ventana en el mismo instante en que la enfoqué bajo la lámpara
ensuciada por el hollín, controlando a duras penas la tos, fue porque se
filtró, con el cambio repentino de luz que iluminó el paisaje exterior, el aire
fresco con olor a tierra, matas y agua.
Ahora, el tren, que ya había
dejado atrás el túnel, iba pasando por un crucero de arrabal, situado entre una
colina y unas pilas de heno. Ahí cerca se apretujaban en desorden casas
miserables con techos de tejas y pajas, y una bandera flameaba lánguida con
reflejo del atardecer, quizá siguiendo el movimiento acompasado del
guardabarreras. Apenas sentí el alivio de haber sobrepasado el túnel,
distinguí, al otro lado de la barrera tétrica, tres niños con mejillas
sonrojadas, alineados en una fila apretada. Todos eran bajos de estatura, como
si se hubieran encogido bajo el cielo nublado, y vestían de manera sombría,
casi como el paisaje de ese barrio anonadado. Con las miradas alzadas para
observar la marcha del tren, los niños levantaron las manos al unísono y
gritaron palabras incoherentes a voz en cuello, mostrando sus campanillas
inocentes. En ese mismo instante, la muchachilla, que había permanecido con la
cabeza fuera de la ventana, extendió de pronto los brazos para sacudirlos con
brío a diestra y siniestra, y lanzó una media docena de mandarinas, que
resplandecieron en el aire con calidez del sol primaveral, como para levantar
el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños alborotados. Me quedé
sin respiración y comprendí todo de inmediato; la muchachilla, que iba a
trabajar de sirvienta doméstica en alguna casa lejana, agradeció la despedida
ardorosa de sus hermanos al lanzarles unas cuantas mandarinas que había
guardado en su seno.
El crucero de arrabal, teñido por
el crepúsculo, los tres niños que lanzaron alaridos de pájaro, y el color
fresco de las mandarinas que revolotearon sobre sus cabezas —esta escena se
disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana del tren, pero se quedó
grabada en mi mente con una nitidez elegiaca. Y sentí surgir desde el fondo de
mi alma un júbilo misterioso, nunca antes experimentado. Irguiendo la cabeza
con resolución, escudriñé el rostro de la muchachilla como si fuera otra
persona. Sentada de nuevo al frente, la niña seguía asiendo el billete de su
pasaje de tercera clase en su puño cerrado, con las mismas mejillas raspadas,
sumergidas en la bufanda de lana color amarillo rojizo…
En ese momento, logré olvidarme,
aunque fuera de manera efímera, tanto de mi fatiga y hastío como de esta vida
incomprensible, vulgar y tediosa, por primera vez en muchos años.
Análisis
El cuento muestra como los prejuicios pueden cegarnos y limitarnos, pero pequeños actos de bondad pueden transformar nuestra percepción del mundo, dando un significado nuevo y esperanzador a la vida.
Otros cuentos…
Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo otros cuentos maravillosos de este escritor. También te sugiero explorar la obra de otro destacado escritor japonés, Haruki Murakami.
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