sábado, 22 de marzo de 2025

Los mejores relatos para adultos de Cristina Pacheco

 

El viaje sin retorno en la obra de Cristina Pacheco

A continuación, te presento dos relatos para adultos de Cristina Pacheco, destacada periodista, escritora y narradora, cuya voz se ha consolidado como una de las más perdurables en la crónica de la Ciudad de México (véase aquí su biografía) Los relatos Golden Chicken y La vuelta del emigrante forman parte de Mar de historias, una antología que recopila algunos de sus mejores textos publicados en La Jornada a lo largo de más de tres décadas. Estos dos relatos son considerados de los más representativos de esta recopilación y puedes escucharlos en mi canal de YouTube. 

Este libro reúne dieciséis relatos de gran belleza y hondura emocional, que exploran la vida en la frontera entre México y Estados Unidos. A través de los áridos paisajes del desierto de Arizona y el cauce del río Bravo, Pacheco retrata con maestría el dolor, la esperanza y la lucha de quienes cruzan esos territorios, ya sea con la posibilidad de regresar o con la certeza de un viaje sin retorno. Con una prosa ágil e intensa, donde la crónica y el cuento se entrelazan, la autora construye un retrato entrañable de un México auténtico, capaz de conmovernos y asombrarnos.

 

Ecos de la frontera y la lucha por la dignidad

La realidad que Cristina Pacheco retrata en Mar de historias sigue siendo dolorosamente vigente en la actualidad. La crisis migratoria en Estados Unidos ha alcanzado niveles críticos, con medidas cada vez más restrictivas y un trato muchas veces inhumano hacia los extranjeros que buscan una vida mejor. Las historias de quienes cruzan la frontera, marcadas por el sufrimiento, la incertidumbre y la lucha por la dignidad, se reflejan en los relatos de Pacheco, que capturan la esencia de una migración que no cesa y que continúa revelando las profundas desigualdades y desafíos de nuestro tiempo.

 

Golden Chicken

I

Es domingo. Se anuncia una noche fría. La neblina comienza a descender sobre la carretera y rodea los automóviles con un aura irreal. José experimenta una nostalgia que está a punto de convertirse en llanto. Con las manos en los bolsillos, apenas se vuelve hacia el interior de la vivienda --chata y gris, como todas las que fueron construidas por los mexicanos a la orilla del río: ``Pero si es nomás un arroyo y ni está hondo: cualquiera puede atravesarlo a pie. Yo creo que a uno se le hace la gran cosa nomás porque la vida cambia tanto de un lado a otro: como del cielo a la tierra...''

 

Esta reflexión lo lleva a verse a sí mismo, años atrás, cuando semidesnudo, con las piernas envueltas en plásticos negros, tembloroso de pánico y de frío atravesó por primera vez el Bravo. La imagen es tan viva que cree oír de nuevo gritos, sirenas, rezos, maldiciones, gemidos y sobre todo eso, el amenazante carraspeo de los helicópteros. José nunca supo explicarse cómo, si casi todos sus compañeros en aquella aventura fueron deportados, él logró escapar a la persecución. Rezo por tí todas las noches, José. Cada domingo me voy hasta La Villa y te encomiendo mucho a la Virgen. Ya sé que te me has vuelto medio hereje, pero con todo y eso te pido por favor que cuando vengas para acá le traigas a nuestra santa patrona un recuerdo: una vela, un milagro, una estampita. La cosa es que ella vea que no te volviste protestante ni malagradecido. Procúrala, acuérdate que cuando yo no estoy ella hace las veces de tu madre.

II

La bruma, la oscuridad, la voz de Pedro Infante -que en la televisión declama una vez más sus promesas de amor- hacen que aumente el desconsuelo que hostiga a José desde que vive en Isleta. En realidad no mira la escena. A cada momento observa el reloj y suspira: ``Le cuelga pa' que los batos regresen''.

A José no le gusta que sus hijos salgan. Sabe que esta vez, como tantas otras, habría podido impedirles que se fueran pretextando cualquier cosa; pero luego de meditar se dijo: ``Será mejor que se vayan acoplando el estilo de aquí porque, como están las cosas, quién sabe cuándo podremos regresar a Guanajuato. Preferible que traten con güeros y no que sigan juntándose con chúntaros y nacos''.

Las piernas le hormiguean. Se levanta, vuelve a la puerta de la casa y mira hacia el camino: ``Voy a prenderles la luz del porche'', murmura José sin que le moleste pronunciar el término porche como ocurría al principio de su estancia en Texas. Al reflexionar se da cuenta de que no tiene ninguna otra alternativa en su memoria y no sabe si sería capaz de decir lo mismo con otras palabras: ``Chingao, cómo cambia uno: al rato no voy a hablar inglés ni tampoco español...''

El ansia de volver a Guanajuato se agudiza cuando ve que le faltan las palabras de antes, de cuando era niño, de cuando estaba en Santa Rosa con su gente. Convencido de que Lucy y sus hijos no llegarán tan pronto como él quiere, vuelve a la casa para sentarse frente a la mesa donde sus hijos hacen el jomguorc. Toma un ``Legal Pad'' de hojas amarillas y escribe la fecha. Quiere redactar la carta que desde hace meses le debe a su madre y siempre olvida o posterga: ``Al principio me daba pena contarle mis batallas, decirle que no tenía trabajo, que estaba muy lejos de cumplirle mis promesas o de realizar mis sueños...''

Ahora que José está dispuesto a escribir se detiene porque lo asaltan ciertas dudas: ``Con lo mal que anda el correo a lo mejor ni le llega la carta; luego, qué tal si la jefa va recibiéndola a medio año y yo aquí, contándole de que se siente bonita la llegada de la primavera. Dirá que su hijo está loco. No, yo creo que mejor le pego un telefonazo. Lo malo es que luego, cuando oye mi voz, se pone nerviosa, dice que no me oye, le da por llorar y eso sí no lo aguanto.''

Atrapado en sus deducciones, José regresa a su propósito inicial: ``Prometí que escribiría y tengo que hacerlo.''

III

Han pasado veinte minutos desde que José redactó la fecha y las primeras frases. Son idénticas a las que encabezaban las cartas que su hermano Gildardo les mandaba a Guanajuato desde la ciudad de México: ``Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud como yo por acá, a Dios gracias...''

José relee lo que escribió. Sabe que debe continuar pero no se le ocurre nada más. Golpea el papel con la punta del lápiz, como si de ella pudieran salir las palabras que necesita. Cierra los ojos. Imagina a su madre sola, parada en la puerta de su casa y mirando calle abajo con la esperanza de ver al cartero. ``Pobrecilla, estará bien preocupada. Y es que allá, entre nosotros, eso de que no nius gud nius no cuenta. Somos gente que habla claro y va derecho a lo que te truje...''

Contento de reaccionar con palabras y actitudes ``de antes'', José recobra la seguridad, enciende un cigarro y con su mejor caligrafía comienza el segundo párrafo:

``Jefa chula. Como es domingo, la Lucy se llevó a los niños a la compra. Después irán a la casa de unos amigos que hoy tienen su parti o sea una fiesta. Aquí son medio desabridas. A los chavales les dan chocolate y donas. ¿Sabe qué se me antojó ahorita que le estaba platicando de estas cosas? Pues comerme uno de aquellos famosos churros de ``El Moro''. Acuérdese: cuando íbamos al centro usted me los compraba. Entonces era yo un chamaquillo y, para que vea lo que son las cosas, nunca he olvidado a qué sabían los dichosos churros. Cuando vaya a México, muy pronto, pienso invitarla al ``Moro''. Ha de saber que desde hace tres meses tengo una chamba muy buena. No se apure, ya no ando en los campos ni en la fábrica de bulbos; me salí porque una noche un capataz me llamó gallina y me escupió. Pensé que si volvía a hacérmelo iba a matarlo y aquí, eso de tocar a un gringo aunque sea con el pétalo de una rosa es algo muy serio... Me gusta mi trabajo: es fácil, me pagan bien y lo mejor es que para ir y volver tomo nada más dos trocas. ¿Ve cómo voy saliendo adelante? Eso se lo debemos a la Virgen porque ahorita, como están las cosas por acá en contra de todos los mexicanos, acomodarse en un trabajo es un milagro. ¿Qué noticias tiene de Gildardo?

IV

José pone el primer punto en la página que pretende sustituir a la conversación. Esa mancha lo atrapa, lo devora, lo atrae hacia el fondo de un pozo en cuyo fondo ve la realidad. El hombre procura destruirla y recuperar el hilo de sus pensamientos; pero no lo consigue. Cuando al fin logra levantar los ojos, José mira el uniforme de plumas amarillas que usa diariamente, a lo largo de las ocho horas en que permanece a las puertas del Golden Chicken --un restaurante especializado en pollo al horno-- para atraer a la clientela infantil mediante saltos, maromas y suertes.

José aprieta las mandíbulas y sigue escribiendo, como si al convencer a su madre, pudiese convencerse a sí mismo de que su dicha y su prosperidad son ciertas y no cosas inventadas y amargas que lo empequeñecen y humillan: ``Como usted podrá imaginarse tengo un jefe: mister Ferguson. Aunque aquí la gente no es tan comunicativa como nosotros, me he dado cuenta de que me estima y aprecia mi trabajo porque sabe que vale.''

José interrumpe la escritura de nuevo. La mención de ese nombre --mister Ferguson-- es otra fisura por donde comienzan a filtrarse ciertas risas, frases y el timbre de la voz más odiada por él: Jousé no ser uno gallina sino un pollou valiente y mexicano. Jousé sonríe, levanta alas, brinca alto y más alto como volar. Jousé ponerles caras chistosas a niños tragantes. Jousé no roto el traje porque si no, I'm sorry, he'll pay. Oh yes: pagará daños o pierde la chambita y eso, no good in springtime.

 

Fuente: https://www.jornada.com.mx/1996/05/05/mar.html

 

La vuelta del emigrante

¡Va el golpe, va por'ai!

Sixto sube a la banqueta a tiempo para no ser arrollado. Mientras el diablero se aleja, él se pregunta si realmente estará caminando por Todosantos. Hace apenas ocho años que salió de aquí y ahora tiene que esforzarse para reconocer la calle: parece más angosta y sombría. Por un momento sospecha haberse equivocado y se detiene a leer la placa en una esquina: "Todosantos. Antes San Dositelo".

Atribuye su confusión al fatigoso viaje desde Oklahoma. Lo asombra pensar en la cantidad de kilómetros que recorrió de ida, en pos de un sueño; de regreso, en busca de un refugio en El Avispero.

Desde que se fue de México Sixto no tuvo ninguna comunicación con sus vecinos; sin embargo, recuerda con exactitud sus nombres y apodos. Lo intriga saber qué habrá sido del Rafa, La Señito, Maclovia, Lucha, Rodolfo, El Gorila, doña Bona. El recuerdo de la mujer opulenta y rubia lo excita y le provoca una sonrisa perversa:

¡Pinche güera! Fingía no verme asomado a la venta y se paseaba desnuda, moviendo las chichotas para calentarme. A ver si ahora como ronca duerme y se apunta con un cuiqui.

El perro flaco que huye de una amenaza lo lleva a pensar en Rambo y Killer. La posibilidad de que hayan muerto aviva su añoranza por las noches de su infancia en que subía con Rafa a la azotea para verlo adiestrar a los cachorros. Después lo conducía hasta el pretil para que oyera la forma en que, desde las alturas, insultaba a las muchachas:

Chaparrita, pst, chaparrita; mira mira lo que se me estira...

En un rápido balance de sus afectos, Sixto identifica a Rafael como su único amigo: él lo descubrió agazapado en un quicio, se condolió de su aspecto miserable y lo llevó con La Señito para que lo dejara vivir en uno de los cuartos de la azotea. Después lo presentó en el mercado y consiguió que el vendedor de coronas de muerto lo tomara como ayudante. Sixto es feliz al recordar que cuando su patrón se distraía, él sacaba de las ofrendas una flor para salvarla del triste destino que aguardaba a los otros nardos y azucenas: secarse en los camposantos.

Pese a la diferencia de edades, Rafa lo trató siempre con respeto y nunca le mostró curiosidad por saber lo que otros le preguntaban:

¿En serio no conoces a tus padres? ¿Qué se siente vivir en un hospicio? ¿Nadie quiso adoptarte? ¿Tienes hermanos?

Aborrecía sobre todo esta pregunta y espera jamás volver a oírla. Le recuerda su desesperación cuando vio que una señora tomaba de la mano a Joaquín mientras él permanecía en el locutorio del hospicio. Quiso saber adónde se llevaban a su hermano y no obtuvo respuesta. Su impotencia y su desamparo, convertidos en llanto, vencieron el adusto silencio de la madre Adelaida:

Aquí no podemos tenerlos a los dos. Da gracias a Nuestro Señor de que hayamos encontrado lugar para ti. Ya veremos si después hay manera de que te reúnas con él.

Sixto nunca volvió a ver a Joaquín y en cinco años sólo tuvieron dos breves conversaciones telefónicas: una desde el asilo en Lagos de Moreno, y otra desde una terminal:

Me escapé. Un señor que me vio haciendo talacha en la refaccionaria me dijo que puede llevarme a Tijuana para que le ayude en su negocio. Va a comprarme el boleto y todo. Nomás que sepa dónde voy a vivir, te hablo para darte la dirección.

La hazaña de su hermano lo llevó a interesarse más en las conversaciones de sus compañeros en el hospicio. De distintas edades, pelones, tiñosos, con las ropas muy estrechas o demasiado amplias, hartos de la sopa turbia que les servían las galopinas, sólo hablaban de de un tema: huir.

Las responsables del comedor eran dos "mayoras": Leopolda y Saturnina. Mientras servían cucharazos de comida en los tazones de peltre, eran capaces de advertir en la expresión de los huérfanos hasta el mínimo gesto de repugnancia:

¿No te gusta? Pues te quedas sin tragar hasta mañana. Lárgate al patio. A ver: si hay otro príncipe al que le desagrade la sopa, que levante la mano.

Una bocanada amarga inunda la boca de Sixto. Presiente el vómito, se acerca al arroyo y con la cabeza inclinada espera deshacerse de la carga que lo envenena. Con la manga de su chamarra se limpia el sudor que le empapa la cara y sigue caminando. En el zaguán de una vecindad descubre a una niña de pantalones entallados restregándose contra el cuerpo de un hombre. Incómodo por su presencia, el desconocido lo reta:

¿Se te perdió algo, pendejo?

Sixto niega con la cabeza y remprende la marcha. Lo asalta el deseo de regresar e interrumpir a la pareja para aclararle que sí perdió algo: su calle de la infancia, la calle con que soñó mil veces mientras permanecía en los campos extranjeros inclinado cortando, empacando, fundiéndose al rayo del sol, agrietándose al golpe de las ráfagas heladas. Por las noches, en el galerón compartido con otros 40 trabajadores, el cansancio le impedía dormir. Para hacer menos crueles las horas de insomnio, se imaginaba caminando por Todosantos.

Esa calle anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en edificios o en ruinas; donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.

Sixto se detiene para ver a los niños. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su desesperanza.

Suspira aliviado cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.

¿Qué estás mirando, escuincle puñetero? ¡Sácate ya!

Recobra el optimismo. Si está en pie el hotel, es muy posible que también lo estén la joyería Cleopatra y la fonda Beba's. Recuerda a la dueña corpulenta, chapeada, bigotona, caldosa. Así la apodaban los choferes que hacían talacha en plena calle.

El aleteo embozado de las palomas lo invita a detenerse en el atrio de Santa Brígida. La iglesia está idéntica a como la dejó, sólo que junto a sus puertas labradas ahora hay un niño que toca el violín y cuatro limosneros en vez de uno. Todos lo apodaban Garabato por el retorcimiento de sus brazos y piernas.

Cuando, antes de las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no soportar el olor que a esas horas rezumaba el cuerpo del mendigo.

Lo alegra la posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido explotador de Garabato.

Recuerda que un día antes de irse a Estados Unidos fue a la iglesia para rezarle al Cristo de las Maravillas. Le prometió que, en cuanto regresara, volvería a visitarlo y a llevarle un milagro de oro si lo ayudaba a encontrar a Joaquín. Se siente estúpido por haber alentado semejante esperanza.

Decide cumplir al menos la mitad de su promesa y entra en Santa Brígida. La nave está desierta. Elige la primera banca pero no sabe qué hacer. Oye pasos. Se vuelve y mira a un muchacho que va directo hacia el Cristo de las Maravillas. Adivina que el joven está a punto de irse al "otro lado" con la esperanza de conseguir trabajo y quizá también con el anhelo de localizar a un hermano del que hace muchos años no tiene noticias. Sólo la iglesia y la miseria no han cambiado en Todosantos.

 Fuente: https://www.jornada.com.mx/2005/02/06/index.php?section=sociedad&article=044n1soc


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