Una obra excepcional de Clarín
A continuación,
te presento un cuento para adultos, El dúo de la tos de Leopoldo Alas
(Clarin), uno de los mejores novelistas del S XIX. Un relato que fusiona originalidad, agudeza
intelectual y maestría narrativa, una combinación que da lugar a esta obra
excepcional.
En un hotel frío
y anónimo, dos huéspedes solitarios ocupan habitaciones cercanas: un hombre en
la número 36 y una mujer en la 32. En la oscuridad de la noche, ambos perciben
la presencia del otro a través de su tos, sintiendo una extraña conexión en
medio de su aislamiento.
Mientras la
noche avanza, sus pensamientos se entrelazan en un diálogo silencioso,
imaginando el consuelo que podrían darse mutuamente. Sin embargo, la
realidad del amanecer trae consigo una nueva perspectiva y la rutina de la vida
continúa su curso.
Asimismo, el cuento refleja el aislamiento, la enfermedad y la inevitabilidad de la muerte. Clarín utiliza la metáfora de la tos como un dúo, un lenguaje trágico que une a dos almas condenadas.
Además, el
cuento critica la indiferencia social hacia los enfermos y la fugacidad
de los lazos humanos en una sociedad individualista. A pesar de la conexión emocional entre los protagonistas, el pragmatismo y la resignación
prevalecen.
Es una historia
profundamente melancólica sobre la soledad existencial y la
imposibilidad de encontrar consuelo en un mundo indiferente. También puedes
escuchar este relato en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.
El dúo de la tos
de Clarín
El gran hotel
del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es
un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar,
hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por
acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada
ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se
conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por
los de la víspera. «Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el
desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano,
que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón,
en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco
brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste
se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar. «Algún viajero que fuma»,
piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho
débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso
placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.
«Si me sintiera
muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me
oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado,
quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente. «Hay un balcón por
medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta
madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el
timbre, estaban unas botas de hombre elegante». De repente desapareció una
claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que
pasó. «Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del
36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se
duerme.»
Los vapores de
la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen
ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla
un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la
retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas
tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la
imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se
vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven
poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con
tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos
suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza. El pueblo, de
comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme. El bulto del 36 siente una
angustia en la soledad del silencio y las sombras.
De pronto, como
si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres
veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos
balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la
obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos
de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que
estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste
contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el
cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría
agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura,
a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!» Y el 36, sin pensar más en
el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el
bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el
bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.
«Sola del todo»,
pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella
compañía... compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros
vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se
entienden. Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36
volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en
forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.
Pasaron una, dos
horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos,
resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta
entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos
de luz que giraban y desaparecían. Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la
hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos
lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el
alerta. Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes. «Enterado,
enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando
con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a
la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía
morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su
presa.
En efecto; en el
36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida,
enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta. «Era el
reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta
años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía
que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias
y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje
a un bulto en un ferrocarril. Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto
perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada,
peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba
aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los
folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el
romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya
no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía
envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se
llevaba toda la lástima del público. -El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero!
-repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del
que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna
de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo! Y tosía, tosía, en el
silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto
creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era
la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.
La del 32 tosía,
en efecto; pero su tos era... ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más
resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un
estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos
que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a
toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir
y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido,
sabio, que suele refugiarse en la mujer. Llegó a notar el 36 que la tos del 32
le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle. Poco a
poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36
fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que
decía, como se entiende vagamente lo que la música dice. La mujer del 32 tenía
veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad
de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de
aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola
por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas.
Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su
patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más
benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul
muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco
más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba
locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los
desconocidos enfermos. La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía.
Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y
hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una
cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener
el primer golpe de tos. La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de
fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los
ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó
menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las
tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del
purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del
purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados
en el aire, arrastrados por la bufera infernal.
La idea de la
pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36. La fiebre
sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la
palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello
era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la
soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32
al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a
adivinar. «¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te
horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos
amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser
que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un
nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en
otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría
yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan
una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen... ¿Por qué ha de
ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar
juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo
pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.» Y
la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36
deseaba y pensaba: Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero
soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es,
entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por
libros y conjeturas. Allá voy, allá voy... si me deja la tos... ¡esta tos!...
¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu
mirada en mis ojos...»
Amaneció. En
estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número
36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos. El número 32 acaso no lo
olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era
loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que
correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía
de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun
despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el
resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre... ¿Quién
sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los
ensueños. Procurar verle... ¿para qué? Volvió la noche. La del 32 no oyó toser.
Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie.
Estaba vacío como el 34.
En efecto; el
enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de
dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto... como en
las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa,
donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de
la tos del dúo. La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que
prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron
en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche,
en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los
últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.
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Cristina Pacheco
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