jueves, 12 de junio de 2025

La grieta, relato para adultos de Cristina Peri Rossi

 

El simbolismo de la duda en La grieta de Cristina Peri Rossi

A continuación, te presento La grieta, un cuento para adultos de Cristina Peri Rossi, destacada poeta y narradora que, a lo largo de su obra, ha abordado con fuerza la denuncia política. Este relato es profundamente simbólico. En él, un hombre vacila un instante al subir o bajar una escalera en una estación subterránea, y esa pequeña indecisión desencadena un caos desproporcionado entre la multitud que lo rodea, con consecuencias absurdas y trágicas. Al ser interrogado por las autoridades, el hombre comienza a cuestionarse la naturaleza del tiempo, la realidad, la percepción y la certeza. El hecho de detenerse a pensar interrumpe el orden establecido y abre la posibilidad de que otros también lo hagan.

La "grieta" en la pared —que crece lentamente— simboliza la fisura en la lógica cotidiana, en la linealidad del pensamiento y en la aparente estabilidad del orden social. El relato, con un tono kafkiano y existencial, muestra cómo una mínima duda puede fracturar la normalidad y revelar la fragilidad del mundo estructurado que habitamos. Asimismo, la grieta representa el cambio: la posibilidad de cuestionar la realidad y dar lugar al pensamiento crítico, como una forma de resquebrajar definitivamente todo lo impuesto por la sociedad.

 

Este relato, La grieta, de Cristina Peri Rossi, no solo puede leerse, sino que también está disponible en formato audio en YouTube, donde es posible escucharlo narrado, lo que permite una experiencia diferente y enriquecedora de la historia.

 

La grieta 

Cristina Peri Rossi

El hombre vaciló al subir la escalera que conducía de un andén a otro, y al producirse esta pequeña indecisión de su parte (no sabía si seguir o quedarse, si avanzar o retroceder, en realidad tuvo la duda de si se encontraba bajando o subiendo) graves trastornos ocurrieron alrededor. La compacta muchedumbre que le seguía rompió el denso entramado -sin embargo, casual- de tiempo y espacio, desperdigándose, como una estrella que al explotar provoca diáspora de luces y algún eclipse. Hombres perplejos resbalaron, mujeres gritaron, niños fueron aplastados, un anciano perdió su peluca, una dama su dentadura postiza, se desparramaron los abalorios de un vendedor ambulante, alguien aprovechó la ocasión para robar revistas del quiosco, hubo un intento de violación, saltó un reloj de una mano al aire y varias mujeres intercambiaron sin querer sus bolsos.

 

El hombre fue detenido, posteriormente, y acusado de perturbar el orden público. Él mismo había sufrido las consecuencias de su imprudencia, ya que, en el tumulto, se le quebró un diente. Se pudo determinar que, en el momento del incidente, el hombre que vaciló en la escalera que conducía de un andén a otro (a veinticinco metros de profundidad y con luz artificial de día y de noche) era el hombre que estaba en el tercer lugar de la fila número quince, siempre y cuando se hubieran establecido lugares y filas para el ascenso y descenso de la escalera.

 

El interrogatorio se desarrolló una tarde fría y húmeda del mes de noviembre. El hombre solicitó que se le aclarara en que equinoccio se encontraba, ya que a raíz de la vacilación que había provocado el accidente, sus ideas acerca del mundo estaban en un período de incertidumbre.

 

-Estamos, por supuesto, en invierno- afirmó con notable desprecio el funcionario encargado de interrogarle.

 

-No quise ofenderlo- contestó el hombre, con humildad-. No sabe hasta qué punto le agradezco su gentil información- agregó.

 

-Con independencia del invierno- contemporizó el funcionario-, ¿quiere explicarme usted qué fue lo que provocó este desagradable accidente?

 

El hombre miró hacia un lado y otro de las verdes paredes. Al entrar al edificio, le había parecido que eran grises; pero como tantas otras cosas, se trataba de una falsa apariencia, salvo que efectivamente, en cualquier momento, volvieran a ser grises. ¿Quién podría adivinar lo que el instante futuro nos depararía?

 

-Verá usted- se aclaró la garganta. No vio un vaso con agua por ningún lado, y le pareció imprudente pedirlo. Quizás fuera conveniente no solicitar nada. Ni siquiera comprensión. Paredes desnudas, sin ventanas. Habitaciones rectangulares, pero estrechas.

 

El funcionario parecía levemente irritado. Parecía. Nunca había conocido a un funcionario que no lo pareciera. Como una deformación profesional, o un mal hábito de la convivencia.

 

-De pronto- dijo el hombre-, no supe si continuar o si quedarme. Sé perfectamente que es insólito. Es insólito tener un pensamiento de esa naturaleza al subir o bajar la escalera. O quizás, en cualquier otra actividad.

 

-¿En qué escalón se encontraba? -interrogó el funcionario, con frialdad profesional.

 

-No puedo asegurarlo -contestó el hombre, sinceramente. Quería subsanar el error-. Estoy seguro de que alguien debe saberlo. Hay gente que siempre cuenta los escalones, en uno u otro sentido. Vayan o vengan.

 

-Usted, ¿iba o venía?

 

-Fue una vacilación. Una pequeña vacilación, ¿entiende?

 

De pronto, al deslizar los ojos, otra vez, por la superficie verde de la pared, había descubierto un diminuto agujero, una grieta casi insignificante. No podía decir si estaba antes, la primera o la segunda vez que miró la pared, o si se había formado en ese mismo momento. Porque con seguridad hubo una época en que fue una pared completamente lisa, gris o verde, pero sin ranuras. ¿Y cómo iba a saber él cuando había ocurrido esta pequeña hendidura? De todos modos, era muy incómodo ignorar si se trataba de una grieta antigua o moderna.

 

La miró fijamente, intentando descubrirlo.

 

-Repito la pregunta -insistió el funcionario, con indolente severidad.

 

Había que proceder como si se tratara de niños, sin perder la paciencia. Eso decían los instructores. Era un sistema antiguo, pero eficaz.

 

Las repeticiones conducen al éxito, por deterioro. Repetir es destruir-. ¿En qué escalón se encontraba usted?

 

Al hombre le pareció que ahora la grieta era un poco más grande, pero no sabía si se trataba de un efecto óptico o de un crecimiento real.

 

De todos modos- se dijo-, en algún momento crece se trata de estar atentos, o quizás, de no estarlo.

 

-No puedo asegurarlo - afirmó el hombre-. ¿existen defectos ópticos en esta habitación?

 

El funcionario no pareció sorprendido. En realidad, los funcionarios casi nunca parecen sorprenderse de algo y en eso consiste parte de su función.

 

-No -dijo con voz neutra-. Usted, ¿iba o venía?

 

-Alguien debe saberlo -respondió el hombre, mirando fijamente la pared.

 

Entonces era posible que la grieta hubiera aumentado en ese mismo momento.

 

Estaría creciendo sordamente, en la oscuridad del verde, como una célula maligna, cuya intención difiere de las demás.

 

-¿Por qué no usted? -volvió a preguntar el funcionario.

 

-Ocurrió en un instante -dijo el hombre, en voz alta, sin dirigirse expresamente a él. Trataba de describir el fenómeno con precisión.

 

Ahora el agujero en la pared parecía inofensivo, pero con seguridad era sólo un simulacro.

 

-Supongo que bajaba, o subía, lo mismo da. Había escalones por delante, escalones por detrás. No los veía hasta llegar al borde mismo de ellos, debido a la multitud. Éramos muchos. Vaga conciencia de formar parte de una muchedumbre, Repetía los movimientos automáticamente, como todos los días.

 

-¿Subía o bajaba? -repitió el funcionario, con paciencia convencional. Él sintió que se trataba de una deferencia impersonal, un deber del funcionario. No era una paciencia que le estuviera especialmente dirigida; era un hábito de la profesión y ni siquiera podía decirse que se tratara exactamente de un buen hábito.

 

-Se trataba de una sola escalera -dijo el hombre- que sube y baja al mismo tiempo. Todo depende de la decisión que se haya tomado previamente. Los peldaños son iguales, de cemento, color gris, a la misma distancia, unos de otros. Sufrí una pequeña vacilación. Allí, en mitad de la escalera, con toda aquella multitud por delante y por detrás, no supe si en realidad subía o bajaba, No sé, señor, si usted puede comprender lo que significa esa pequeñísima duda. Una especie de turbación. Yo subía o bajaba . en eso consistía, en parte, la vacilación -y de pronto no supe qué hacer. Mi pie derecho quedó suspendido un momento en el aire. Comprendí- con terrible lucidez- la importancia de ese gesto. No podía apoyarlo sin saber antes en qué sentido lo dirigía. Era, pues, pertinente, resolver la incertidumbre.

 

La grieta, en la pared, tenía el tamaño de una moneda pequeña. Pero antes, parecía la cabeza de un alfiler. ¿O era que antes no había apreciado su dimensión verdadera? La dificultad en aprehender la realidad radica en la noción de tiempo, pensó. Si no hay continuidad, equivale a afirmar que no existe ninguna realidad, salvo el momento. El momento. El preciso momento en que no supo si subía o bajaba y no era posible, entonces, apoyar el pie. Por encima de la grieta ahora divisaba una línea ondulada, una delgada línea ascendía -si miraba desde abajo- o descendía -si miraba desde arriba-. La altura en que estuviera colocado el ojo decidía, en este caso, la dirección.

 

-En el momento inmediatamente anterior a los hechos que usted narra -concedió el funcionario, casi con delicadeza-, ¿recuerda usted si acaso subía o bajaba la escalera?

 

-Es curioso que el mismo instrumento sirva tanto para subir como para bajar, siendo en el fondo, acciones opuestas -reflexionó el hombre, en voz alta-. Los peldaños están más gastados hacía el centro, allí donde apoyamos el pie, tanto para lo uno como para lo otro. Pensé que si me afirmaba allí iba a aumentar la estría. Un minuto antes de la vacilación -continuó-, la memoria hizo una laguna. La memoria navega, hace agua. No sirvió; quedó atrapada en el subterráneo.

 

-Según sus antecedentes -interrumpió, enérgico, el funcionario- jamás había padecido amnesia.

 

-No -afirmó el hombre-. Es un recurso literario. Fue una grieta inesperada.

 

Ascendiendo, la línea se dirigía hacía el techo. Podía seguirla con esfuerzo, ya que no veía bien a esa distancia. Sólo una abstracción nos permitía saber, cuando nos sumergimos, si la corriente nos desliza hacia el origen o hacia la desembocadura del río, si empieza o termina.

 

-Un momento antes del accidente -recapituló el funcionario-, usted, ¿subía o bajaba?

 

-Fue sólo una pequeña vacilación. ¿Hacia arriba? ¿Hacia abajo? En el pie suspendido en el aire, a punto de apoyarlo, y de pronto, no saber.

 

No hay ningún dramatismo en ello, sino una especie de turbación. Apoyarlo, se convertía en un acto decisivo. Lo sostuve en el aire unos minutos. Era una posición incómoda pero menos comprometida.

 

-¿Qué clase de vacilación? -preguntó de pronto el funcionario, iracundo.

 

Estaba fastidiado, o había cambiado de táctica. La grieta tenía ramificaciones. Nadie es perfecto. No se sabía si esas ramificaciones conducían a alguna parte.

 

-Por las dudas, no actué -confesó el hombre-. Me pareció oportuno esperar.

 

Esperar a que el pie pudiera volver a desempeñarse sin turbaciones, a que la pierna no hiciera preguntas inconfesables.

 

-¿Qué clase de vacilación? -volvió a preguntar el funcionario, con irritación.

 

-De la deritativas. Clase G. Configuradas como peligrosas. No es necesario consultar el catálogo, señor -respondió, vencido, el hombre-.

 

Una vacilación con ramificaciones. De las que vienen con familia. A partir de la cual, ya no se trataba de saber si se baja o sube la escalera: eso no importa, carece de cualquier sentido. Entonces, los hombres que vienen detrás -se suba o se baje siempre hay una multitud anterior o posterior- se golpean entre sí, involuntariamente, hay gente que grita, todos preguntan qué pasa, aúllan las sirenas, las paredes vibran y se agrietan, niños lloran, damas pierden los botones y paraguas, los inspectores se reúnen y los funcionarios investigan la irregularidad-. La mancha se estiraba como un pez.

 

-¿Puede darme un cigarrillo?


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Si te gustan los relatos, te recomiendo No hay sombra en el espejo de Benedetti. 

 

 

lunes, 2 de junio de 2025

No hay sombra en el espejo, cuento breve para adultos escrito por Benedetti

 

La identidad fragmentada y la sombra de Jung 

A continuación, te presento un cuento breve para adultos de Benedetti: No hay sombra en el espejo. Este relato puedes escucharlo en mi canal de YouTube, CarlaNarraciones.

Renato Valenzuela, un hombre marcado por la pérdida y el paso del tiempo, se enfrenta cada mañana al espejo, donde ya no se reconoce. A través de un monólogo introspectivo, rememora su infancia, sus deseos, el amor perdido de Irene y la ternura hacia su hijo Braulio. El espejo, símbolo de su identidad rota, le devuelve una imagen vacía, sin sombra ni esencia. Al final, logra silenciarlo, en un gesto de liberación, como si por primera vez dejara de ser juzgado por su reflejo y comenzara a reconciliarse consigo mismo.

Este relato de Benedetti puede ser interpretado desde la perspectiva de la psicología analítica de Carl Gustav Jung, particularmente a través del concepto de la sombra. En “No hay sombra en el espejo”, el espejo actúa como símbolo del yo consciente, la imagen socialmente aceptada y reconocible, pero que, al carecer de sombra, revela la represión o negación del inconsciente. La sombra “junguiana” —aquello que el individuo no quiere o no puede reconocer como propio— se manifiesta aquí como una ruptura interna: el protagonista no se identifica con su reflejo, al que percibe como ajeno, desgastado y vacío de autenticidad. Esta escisión entre el yo visible y el yo profundo encarna una identidad fracturada, marcada por la culpa, el deseo reprimido, la pérdida y el trauma. Solo al final, cuando logra silenciar al espejo y dejarlo mudo, el protagonista experimenta un instante de extraña paz, una suerte de reconciliación con aquello que ha proyectado, lo que sugiere el inicio de un posible proceso de integración de la sombra y, con ello, de restauración de su identidad.

 

No hay sombra en el espejo

de Mario Benedetti

No es la primera vez que escribo mi nombre, Renato Valenzuela, y lo veo como si fuera de otro, alguien lejano con el que hace tiempo perdí contacto. En otras ocasiones, frente al espejo, cuando termino de afeitarme, veo un rostro que apenas reconozco, como si fuera un borrador o una caricatura de otro rostro, al que estoy más o menos habituado. Entonces pienso que esa mirada no es la mía, que esas pupilas de rencor no me conciernen, que esas arrugas pertenecen a otra máscara, que esos fiordos de calvicie no se corresponden con mi geografía capilar. Es cierto que tales dispersiones suelen ser momentáneas, metamorfosis que duran lo que un suspiro, pero siempre me dejan inestable, desasosegado, indefenso. Es por eso, Renato Valenzuela, que tal vez haya llegado el momento de ajustar nuestras cuentas. Con el tiempo, con el pasado, con las heridas, con las promesas, contigo / conmigo. Todas.

 

No caigamos en la vulgaridad de achacarle todo lo ignominioso a la borrosa infancia. Allá quedó, detrás de la neblina. Mis recuerdos se dejan ver a través de un vidrio esmerilado llamado memoria. Te veo desnudo en el campo, bajo una lluvia que no discriminaba, los flacos brazos en alto, gozando de esa felicidad inaugural, que por cierto no volvería a repetirse, al menos con esa intensidad.

 

Te veo niño, asombrado ante el raro espectáculo del peoncito que fornicaba (vos creías que jugaba) con alguna oveja, pasiva e inerte, por supuesto ausente de aquella violación antirreglamentaria. Tu adolescencia fue un sueño. Soñabas incansablemente y cuando por fin yo despertaba vos seguías soñando. Con bosques, con olas, con pechos, con soles, con hambres, con manos, con muslos. Tus sueños eran de deseo y mis vigilias eran de censura.

 

A menudo surge algún sabio de pacotilla, capaz de asegurar que el espejo siempre es honesto. Mierda de honesto. El espejo es un farsante, un traidor, un ladino. Ese Renato Valenzuela que está ahí, mirándome socarrón, pálido de tanto insomnio, es un remedo frágil de mí mismo, un facsímil sin sangre, una cosa. ¿Dónde está, por ejemplo, el latido de mis sienes, el corazón rebosante de logros y fracasos, las manos que no son garras sino proveedoras de caricias?

 

La estampa del espejo es lo que no quise ser: un fantoche gastado que convoca a la muerte. Por esos falsos ojos circulan escombros de deseos, que ya ni siquiera puedo vislumbrar y menos aún rememorar. Ese Renato Valenzuela es un epílogo del Renato Valenzuela que digo ser. Que soy. ¿O no? ¿O será acaso, este yo de carne y hueso, el pobre duplicado del que se mueve en esa luna? Dijo el poeta: «El mar como un vasto cristal azogado / refleja la lámina de un cielo de zinc». Ese Renato de cristal azogado ¿reflejará la nada de mi cielo de zinc? ¿O acaso estará más cerca de lo que dice en la estrofa siguiente: «El sol como un vidrio redondo y opaco / con paso de enfermo camina al cenit»?

 

¿Dónde está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero aquel que sedujo a Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como una vara cuando ella lo enlazó con sus brazos de enigma? ¿Dónde quedó el que besó y besó aquel cuerpo indescriptible, se sumergió cándido en él, feliz sin asumirse, volado en el amor?

 

No hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no de las imágenes. Mi hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo frente al espejo, para que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene imagen. Ni sombra. Se la llevó el espanto. Hay finales de paz, de dolor, de inercia, también de espanto. El suyo fue de espanto. Sin embargo, en los ojos del espejo no está su muerte. En los ojos de mí mismo sí lo está. Es imposible desalojarla, omitirla, extraviarla.

 

Mi hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza circula por mis venas, pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los del espejo. A Braulio no lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no empiece, tan niño, a envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene.

 

Aclaro que todo esto es de un pasado. Reciente, pero pasado. Reconozco que hoy tuve una sorpresa. Como todas las mañanas me enfrenté al espejo y le hablé. Le hablé y le hablé. Creo que hasta le grité. De pronto advertí que la boca del espejo permanecía cerrada. Volví a hablar, lo insulté. Y nada. Sus labios no se movieron. Curiosamente, su mirada era de retroceso.

 

Entonces sentí que me inundaba un extraño regocijo, un esbozo de felicidad.

 

Y no era para menos. Por vez primera lo había dejado mudo. Por vez primera lo había derrotado. Inapelablemente.

 

Fuente: Circulo de lectores

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