lunes, 2 de junio de 2025

No hay sombra en el espejo, cuento breve para adultos escrito por Benedetti

 

La identidad fragmentada y la sombra de Jung 

A continuación, te presento un cuento breve para adultos de Benedetti: No hay sombra en el espejo. Este relato puedes escucharlo en mi canal de YouTube, CarlaNarraciones.

Renato Valenzuela, un hombre marcado por la pérdida y el paso del tiempo, se enfrenta cada mañana al espejo, donde ya no se reconoce. A través de un monólogo introspectivo, rememora su infancia, sus deseos, el amor perdido de Irene y la ternura hacia su hijo Braulio. El espejo, símbolo de su identidad rota, le devuelve una imagen vacía, sin sombra ni esencia. Al final, logra silenciarlo, en un gesto de liberación, como si por primera vez dejara de ser juzgado por su reflejo y comenzara a reconciliarse consigo mismo.

Este relato de Benedetti puede ser interpretado desde la perspectiva de la psicología analítica de Carl Gustav Jung, particularmente a través del concepto de la sombra. En “No hay sombra en el espejo”, el espejo actúa como símbolo del yo consciente, la imagen socialmente aceptada y reconocible, pero que, al carecer de sombra, revela la represión o negación del inconsciente. La sombra “junguiana” —aquello que el individuo no quiere o no puede reconocer como propio— se manifiesta aquí como una ruptura interna: el protagonista no se identifica con su reflejo, al que percibe como ajeno, desgastado y vacío de autenticidad. Esta escisión entre el yo visible y el yo profundo encarna una identidad fracturada, marcada por la culpa, el deseo reprimido, la pérdida y el trauma. Solo al final, cuando logra silenciar al espejo y dejarlo mudo, el protagonista experimenta un instante de extraña paz, una suerte de reconciliación con aquello que ha proyectado, lo que sugiere el inicio de un posible proceso de integración de la sombra y, con ello, de restauración de su identidad.

 

No hay sombra en el espejo

de Mario Benedetti

No es la primera vez que escribo mi nombre, Renato Valenzuela, y lo veo como si fuera de otro, alguien lejano con el que hace tiempo perdí contacto. En otras ocasiones, frente al espejo, cuando termino de afeitarme, veo un rostro que apenas reconozco, como si fuera un borrador o una caricatura de otro rostro, al que estoy más o menos habituado. Entonces pienso que esa mirada no es la mía, que esas pupilas de rencor no me conciernen, que esas arrugas pertenecen a otra máscara, que esos fiordos de calvicie no se corresponden con mi geografía capilar. Es cierto que tales dispersiones suelen ser momentáneas, metamorfosis que duran lo que un suspiro, pero siempre me dejan inestable, desasosegado, indefenso. Es por eso, Renato Valenzuela, que tal vez haya llegado el momento de ajustar nuestras cuentas. Con el tiempo, con el pasado, con las heridas, con las promesas, contigo / conmigo. Todas.

 

No caigamos en la vulgaridad de achacarle todo lo ignominioso a la borrosa infancia. Allá quedó, detrás de la neblina. Mis recuerdos se dejan ver a través de un vidrio esmerilado llamado memoria. Te veo desnudo en el campo, bajo una lluvia que no discriminaba, los flacos brazos en alto, gozando de esa felicidad inaugural, que por cierto no volvería a repetirse, al menos con esa intensidad.

 

Te veo niño, asombrado ante el raro espectáculo del peoncito que fornicaba (vos creías que jugaba) con alguna oveja, pasiva e inerte, por supuesto ausente de aquella violación antirreglamentaria. Tu adolescencia fue un sueño. Soñabas incansablemente y cuando por fin yo despertaba vos seguías soñando. Con bosques, con olas, con pechos, con soles, con hambres, con manos, con muslos. Tus sueños eran de deseo y mis vigilias eran de censura.

 

A menudo surge algún sabio de pacotilla, capaz de asegurar que el espejo siempre es honesto. Mierda de honesto. El espejo es un farsante, un traidor, un ladino. Ese Renato Valenzuela que está ahí, mirándome socarrón, pálido de tanto insomnio, es un remedo frágil de mí mismo, un facsímil sin sangre, una cosa. ¿Dónde está, por ejemplo, el latido de mis sienes, el corazón rebosante de logros y fracasos, las manos que no son garras sino proveedoras de caricias?

 

La estampa del espejo es lo que no quise ser: un fantoche gastado que convoca a la muerte. Por esos falsos ojos circulan escombros de deseos, que ya ni siquiera puedo vislumbrar y menos aún rememorar. Ese Renato Valenzuela es un epílogo del Renato Valenzuela que digo ser. Que soy. ¿O no? ¿O será acaso, este yo de carne y hueso, el pobre duplicado del que se mueve en esa luna? Dijo el poeta: «El mar como un vasto cristal azogado / refleja la lámina de un cielo de zinc». Ese Renato de cristal azogado ¿reflejará la nada de mi cielo de zinc? ¿O acaso estará más cerca de lo que dice en la estrofa siguiente: «El sol como un vidrio redondo y opaco / con paso de enfermo camina al cenit»?

 

¿Dónde está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero aquel que sedujo a Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como una vara cuando ella lo enlazó con sus brazos de enigma? ¿Dónde quedó el que besó y besó aquel cuerpo indescriptible, se sumergió cándido en él, feliz sin asumirse, volado en el amor?

 

No hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no de las imágenes. Mi hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo frente al espejo, para que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene imagen. Ni sombra. Se la llevó el espanto. Hay finales de paz, de dolor, de inercia, también de espanto. El suyo fue de espanto. Sin embargo, en los ojos del espejo no está su muerte. En los ojos de mí mismo sí lo está. Es imposible desalojarla, omitirla, extraviarla.

 

Mi hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza circula por mis venas, pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los del espejo. A Braulio no lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no empiece, tan niño, a envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene.

 

Aclaro que todo esto es de un pasado. Reciente, pero pasado. Reconozco que hoy tuve una sorpresa. Como todas las mañanas me enfrenté al espejo y le hablé. Le hablé y le hablé. Creo que hasta le grité. De pronto advertí que la boca del espejo permanecía cerrada. Volví a hablar, lo insulté. Y nada. Sus labios no se movieron. Curiosamente, su mirada era de retroceso.

 

Entonces sentí que me inundaba un extraño regocijo, un esbozo de felicidad.

 

Y no era para menos. Por vez primera lo había dejado mudo. Por vez primera lo había derrotado. Inapelablemente.

 

Fuente: Circulo de lectores

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