El viaje sin retorno en la obra de Cristina Pacheco
A continuación, te presento dos relatos para adultos de Cristina Pacheco, destacada periodista, escritora y narradora, cuya voz se ha consolidado como una de las más perdurables en la crónica de la Ciudad de México (véase aquí su biografía) Los relatos Golden Chicken y La vuelta del emigrante forman parte de Mar de historias, una antología que recopila algunos de sus mejores textos publicados en La Jornada a lo largo de más de tres décadas. Estos dos relatos son considerados de los más representativos de esta recopilación y puedes escucharlos en mi canal de YouTube.
Este libro reúne
dieciséis relatos de gran belleza y hondura emocional, que exploran la vida en
la frontera entre México y Estados Unidos. A través de los áridos paisajes del
desierto de Arizona y el cauce del río Bravo, Pacheco retrata con maestría el dolor,
la esperanza y la lucha de quienes cruzan esos territorios, ya sea con la
posibilidad de regresar o con la certeza de un viaje sin retorno. Con una prosa
ágil e intensa, donde la crónica y el cuento se entrelazan, la autora construye
un retrato entrañable de un México auténtico, capaz de conmovernos y
asombrarnos.
Ecos de la frontera y la lucha por la dignidad
La realidad que
Cristina Pacheco retrata en Mar de historias sigue siendo dolorosamente
vigente en la actualidad. La crisis migratoria en Estados Unidos ha alcanzado niveles críticos, con
medidas cada vez más restrictivas y un trato muchas veces inhumano hacia los
extranjeros que buscan una vida mejor. Las historias de quienes cruzan la
frontera, marcadas por el sufrimiento, la incertidumbre y la lucha por la
dignidad, se reflejan en los relatos de Pacheco, que capturan la esencia de una
migración que no cesa y que continúa revelando las profundas desigualdades y
desafíos de nuestro tiempo.
Golden Chicken
I
Es domingo. Se
anuncia una noche fría. La neblina comienza a descender sobre la carretera y
rodea los automóviles con un aura irreal. José experimenta una nostalgia que
está a punto de convertirse en llanto. Con las manos en los bolsillos, apenas
se vuelve hacia el interior de la vivienda --chata y gris, como todas las que
fueron construidas por los mexicanos a la orilla del río: ``Pero si es nomás un
arroyo y ni está hondo: cualquiera puede atravesarlo a pie. Yo creo que a uno
se le hace la gran cosa nomás porque la vida cambia tanto de un lado a otro:
como del cielo a la tierra...''
Esta reflexión
lo lleva a verse a sí mismo, años atrás, cuando semidesnudo, con las piernas
envueltas en plásticos negros, tembloroso de pánico y de frío atravesó por
primera vez el Bravo. La imagen es tan viva que cree oír de nuevo gritos,
sirenas, rezos, maldiciones, gemidos y sobre todo eso, el amenazante carraspeo
de los helicópteros. José nunca supo explicarse cómo, si casi todos sus
compañeros en aquella aventura fueron deportados, él logró escapar a la
persecución. Rezo por tí todas las noches, José. Cada domingo me voy hasta La
Villa y te encomiendo mucho a la Virgen. Ya sé que te me has vuelto medio
hereje, pero con todo y eso te pido por favor que cuando vengas para acá le
traigas a nuestra santa patrona un recuerdo: una vela, un milagro, una
estampita. La cosa es que ella vea que no te volviste protestante ni
malagradecido. Procúrala, acuérdate que cuando yo no estoy ella hace las veces
de tu madre.
II
La bruma, la
oscuridad, la voz de Pedro Infante -que en la televisión declama una vez más
sus promesas de amor- hacen que aumente el desconsuelo que hostiga a José desde
que vive en Isleta. En realidad no mira la escena. A cada momento observa el
reloj y suspira: ``Le cuelga pa' que los batos regresen''.
A José no le
gusta que sus hijos salgan. Sabe que esta vez, como tantas otras, habría podido
impedirles que se fueran pretextando cualquier cosa; pero luego de meditar se
dijo: ``Será mejor que se vayan acoplando el estilo de aquí porque, como están
las cosas, quién sabe cuándo podremos regresar a Guanajuato. Preferible que
traten con güeros y no que sigan juntándose con chúntaros y nacos''.
Las piernas le
hormiguean. Se levanta, vuelve a la puerta de la casa y mira hacia el camino:
``Voy a prenderles la luz del porche'', murmura José sin que le moleste
pronunciar el término porche como ocurría al principio de su estancia en Texas.
Al reflexionar se da cuenta de que no tiene ninguna otra alternativa en su
memoria y no sabe si sería capaz de decir lo mismo con otras palabras:
``Chingao, cómo cambia uno: al rato no voy a hablar inglés ni tampoco
español...''
El ansia de
volver a Guanajuato se agudiza cuando ve que le faltan las palabras de antes,
de cuando era niño, de cuando estaba en Santa Rosa con su gente. Convencido de
que Lucy y sus hijos no llegarán tan pronto como él quiere, vuelve a la casa
para sentarse frente a la mesa donde sus hijos hacen el jomguorc. Toma un
``Legal Pad'' de hojas amarillas y escribe la fecha. Quiere redactar la carta
que desde hace meses le debe a su madre y siempre olvida o posterga: ``Al
principio me daba pena contarle mis batallas, decirle que no tenía trabajo, que
estaba muy lejos de cumplirle mis promesas o de realizar mis sueños...''
Ahora que José
está dispuesto a escribir se detiene porque lo asaltan ciertas dudas: ``Con lo
mal que anda el correo a lo mejor ni le llega la carta; luego, qué tal si la
jefa va recibiéndola a medio año y yo aquí, contándole de que se siente bonita
la llegada de la primavera. Dirá que su hijo está loco. No, yo creo que mejor
le pego un telefonazo. Lo malo es que luego, cuando oye mi voz, se pone
nerviosa, dice que no me oye, le da por llorar y eso sí no lo aguanto.''
Atrapado en sus
deducciones, José regresa a su propósito inicial: ``Prometí que escribiría y
tengo que hacerlo.''
III
Han pasado
veinte minutos desde que José redactó la fecha y las primeras frases. Son
idénticas a las que encabezaban las cartas que su hermano Gildardo les mandaba
a Guanajuato desde la ciudad de México: ``Espero que al recibir la presente se
encuentren bien de salud como yo por acá, a Dios gracias...''
José relee lo
que escribió. Sabe que debe continuar pero no se le ocurre nada más. Golpea el
papel con la punta del lápiz, como si de ella pudieran salir las palabras que
necesita. Cierra los ojos. Imagina a su madre sola, parada en la puerta de su
casa y mirando calle abajo con la esperanza de ver al cartero. ``Pobrecilla,
estará bien preocupada. Y es que allá, entre nosotros, eso de que no nius gud
nius no cuenta. Somos gente que habla claro y va derecho a lo que te truje...''
Contento de
reaccionar con palabras y actitudes ``de antes'', José recobra la seguridad,
enciende un cigarro y con su mejor caligrafía comienza el segundo párrafo:
``Jefa chula.
Como es domingo, la Lucy se llevó a los niños a la compra. Después irán a la
casa de unos amigos que hoy tienen su parti o sea una fiesta. Aquí son medio
desabridas. A los chavales les dan chocolate y donas. ¿Sabe qué se me antojó
ahorita que le estaba platicando de estas cosas? Pues comerme uno de aquellos
famosos churros de ``El Moro''. Acuérdese: cuando íbamos al centro usted me los
compraba. Entonces era yo un chamaquillo y, para que vea lo que son las cosas,
nunca he olvidado a qué sabían los dichosos churros. Cuando vaya a México, muy
pronto, pienso invitarla al ``Moro''. Ha de saber que desde hace tres meses
tengo una chamba muy buena. No se apure, ya no ando en los campos ni en la
fábrica de bulbos; me salí porque una noche un capataz me llamó gallina y me
escupió. Pensé que si volvía a hacérmelo iba a matarlo y aquí, eso de tocar a
un gringo aunque sea con el pétalo de una rosa es algo muy serio... Me gusta mi
trabajo: es fácil, me pagan bien y lo mejor es que para ir y volver tomo nada
más dos trocas. ¿Ve cómo voy saliendo adelante? Eso se lo debemos a la Virgen
porque ahorita, como están las cosas por acá en contra de todos los mexicanos, acomodarse
en un trabajo es un milagro. ¿Qué noticias tiene de Gildardo?
IV
José pone el
primer punto en la página que pretende sustituir a la conversación. Esa mancha
lo atrapa, lo devora, lo atrae hacia el fondo de un pozo en cuyo fondo ve la
realidad. El hombre procura destruirla y recuperar el hilo de sus pensamientos;
pero no lo consigue. Cuando al fin logra levantar los ojos, José mira el
uniforme de plumas amarillas que usa diariamente, a lo largo de las ocho horas
en que permanece a las puertas del Golden Chicken --un restaurante
especializado en pollo al horno-- para atraer a la clientela infantil mediante
saltos, maromas y suertes.
José aprieta las
mandíbulas y sigue escribiendo, como si al convencer a su madre, pudiese
convencerse a sí mismo de que su dicha y su prosperidad son ciertas y no cosas
inventadas y amargas que lo empequeñecen y humillan: ``Como usted podrá
imaginarse tengo un jefe: mister Ferguson. Aunque aquí la gente no es tan
comunicativa como nosotros, me he dado cuenta de que me estima y aprecia mi
trabajo porque sabe que vale.''
José interrumpe
la escritura de nuevo. La mención de ese nombre --mister Ferguson-- es otra
fisura por donde comienzan a filtrarse ciertas risas, frases y el timbre de la
voz más odiada por él: Jousé no ser uno gallina sino un pollou valiente y
mexicano. Jousé sonríe, levanta alas, brinca alto y más alto como volar. Jousé
ponerles caras chistosas a niños tragantes. Jousé no roto el traje porque si
no, I'm sorry, he'll pay. Oh yes: pagará daños o pierde la chambita y eso, no
good in springtime.
Fuente:
https://www.jornada.com.mx/1996/05/05/mar.html
La vuelta del emigrante
¡Va el golpe, va por'ai!
Sixto sube a la
banqueta a tiempo para no ser arrollado. Mientras el diablero se aleja, él se
pregunta si realmente estará caminando por Todosantos. Hace apenas ocho años
que salió de aquí y ahora tiene que esforzarse para reconocer la calle: parece
más angosta y sombría. Por un momento sospecha haberse equivocado y se detiene
a leer la placa en una esquina: "Todosantos. Antes San Dositelo".
Atribuye su
confusión al fatigoso viaje desde Oklahoma. Lo asombra pensar en la cantidad de
kilómetros que recorrió de ida, en pos de un sueño; de regreso, en busca de un
refugio en El Avispero.
Desde que se fue
de México Sixto no tuvo ninguna comunicación con sus vecinos; sin embargo,
recuerda con exactitud sus nombres y apodos. Lo intriga saber qué habrá sido
del Rafa, La Señito, Maclovia, Lucha, Rodolfo, El
Gorila, doña Bona. El recuerdo de la mujer opulenta y rubia lo excita
y le provoca una sonrisa perversa:
¡Pinche
güera! Fingía no verme asomado a la venta y se paseaba desnuda, moviendo las
chichotas para calentarme. A ver si ahora como ronca duerme y se apunta con un
cuiqui.
El perro flaco
que huye de una amenaza lo lleva a pensar en Rambo y Killer. La posibilidad de
que hayan muerto aviva su añoranza por las noches de su infancia en que subía
con Rafa a la azotea para verlo adiestrar a los cachorros. Después lo conducía
hasta el pretil para que oyera la forma en que, desde las alturas, insultaba a
las muchachas:
Chaparrita,
pst, chaparrita; mira mira lo que se me estira...
En un rápido
balance de sus afectos, Sixto identifica a Rafael como su único amigo: él lo
descubrió agazapado en un quicio, se condolió de su aspecto miserable y lo
llevó con La Señito para que lo dejara vivir en uno de los
cuartos de la azotea. Después lo presentó en el mercado y consiguió que el
vendedor de coronas de muerto lo tomara como ayudante. Sixto es feliz al
recordar que cuando su patrón se distraía, él sacaba de las ofrendas una flor
para salvarla del triste destino que aguardaba a los otros nardos y azucenas:
secarse en los camposantos.
Pese a la
diferencia de edades, Rafa lo trató siempre con respeto y nunca le mostró
curiosidad por saber lo que otros le preguntaban:
¿En serio no
conoces a tus padres? ¿Qué se siente vivir en un hospicio? ¿Nadie quiso
adoptarte? ¿Tienes hermanos?
Aborrecía sobre
todo esta pregunta y espera jamás volver a oírla. Le recuerda su desesperación
cuando vio que una señora tomaba de la mano a Joaquín mientras él permanecía en
el locutorio del hospicio. Quiso saber adónde se llevaban a su hermano y no obtuvo
respuesta. Su impotencia y su desamparo, convertidos en llanto, vencieron el
adusto silencio de la madre Adelaida:
Aquí no
podemos tenerlos a los dos. Da gracias a Nuestro Señor de que hayamos
encontrado lugar para ti. Ya veremos si después hay manera de que te reúnas con
él.
Sixto nunca
volvió a ver a Joaquín y en cinco años sólo tuvieron dos breves conversaciones
telefónicas: una desde el asilo en Lagos de Moreno, y otra desde una terminal:
Me escapé. Un
señor que me vio haciendo talacha en la refaccionaria me dijo que puede
llevarme a Tijuana para que le ayude en su negocio. Va a comprarme el boleto y
todo. Nomás que sepa dónde voy a vivir, te hablo para darte la dirección.
La hazaña de su
hermano lo llevó a interesarse más en las conversaciones de sus compañeros en
el hospicio. De distintas edades, pelones, tiñosos, con las ropas muy estrechas
o demasiado amplias, hartos de la sopa turbia que les servían las galopinas,
sólo hablaban de de un tema: huir.
Las responsables
del comedor eran dos "mayoras": Leopolda y Saturnina. Mientras
servían cucharazos de comida en los tazones de peltre, eran capaces de advertir
en la expresión de los huérfanos hasta el mínimo gesto de repugnancia:
¿No te gusta?
Pues te quedas sin tragar hasta mañana. Lárgate al patio. A ver: si hay otro
príncipe al que le desagrade la sopa, que levante la mano.
Una bocanada
amarga inunda la boca de Sixto. Presiente el vómito, se acerca al arroyo y con
la cabeza inclinada espera deshacerse de la carga que lo envenena. Con la manga
de su chamarra se limpia el sudor que le empapa la cara y sigue caminando. En
el zaguán de una vecindad descubre a una niña de pantalones entallados
restregándose contra el cuerpo de un hombre. Incómodo por su presencia, el
desconocido lo reta:
¿Se te perdió
algo, pendejo?
Sixto niega con
la cabeza y remprende la marcha. Lo asalta el deseo de regresar e interrumpir a
la pareja para aclararle que sí perdió algo: su calle de la infancia, la calle
con que soñó mil veces mientras permanecía en los campos extranjeros inclinado cortando,
empacando, fundiéndose al rayo del sol, agrietándose al golpe de las ráfagas
heladas. Por las noches, en el galerón compartido con otros 40 trabajadores, el
cansancio le impedía dormir. Para hacer menos crueles las horas de insomnio, se
imaginaba caminando por Todosantos.
Esa calle
anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en
edificios o en ruinas; donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas
bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en
bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una
barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.
Sixto se detiene
para ver a los niños. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su
embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos
harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus
carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su
desesperanza.
Suspira aliviado
cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar
trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.
¿Qué estás
mirando, escuincle puñetero? ¡Sácate ya!
Recobra el
optimismo. Si está en pie el hotel, es muy posible que también lo estén la
joyería Cleopatra y la fonda Beba's. Recuerda a la dueña corpulenta, chapeada,
bigotona, caldosa. Así la apodaban los choferes que hacían talacha en plena
calle.
El aleteo
embozado de las palomas lo invita a detenerse en el atrio de Santa Brígida. La
iglesia está idéntica a como la dejó, sólo que junto a sus puertas labradas
ahora hay un niño que toca el violín y cuatro limosneros en vez de uno. Todos
lo apodaban Garabato por el retorcimiento de sus brazos y
piernas.
Cuando, antes de
las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya
estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El
Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no
soportar el olor que a esas horas rezumaba el cuerpo del mendigo.
Lo alegra la
posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de
aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a
otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido
explotador de Garabato.
Recuerda que un
día antes de irse a Estados Unidos fue a la iglesia para rezarle al Cristo de
las Maravillas. Le prometió que, en cuanto regresara, volvería a visitarlo y a
llevarle un milagro de oro si lo ayudaba a encontrar a Joaquín. Se siente
estúpido por haber alentado semejante esperanza.
Decide cumplir
al menos la mitad de su promesa y entra en Santa Brígida. La nave está
desierta. Elige la primera banca pero no sabe qué hacer. Oye pasos. Se vuelve y
mira a un muchacho que va directo hacia el Cristo de las Maravillas. Adivina
que el joven está a punto de irse al "otro lado" con la esperanza de
conseguir trabajo y quizá también con el anhelo de localizar a un hermano del
que hace muchos años no tiene noticias. Sólo la iglesia y la miseria no han
cambiado en Todosantos.
Relatos en YouTube
Si te gustan los
relatos, te recomiendo No oyes ladrar a los perros de Juan Rulfo