El mejor cuento de Mario Vargas Llosa
Con motivo del reciente fallecimiento de uno de los más
relevantes y reconocidos autores en lengua castellana de la literatura
contemporánea, Mario Vargas Llosa —insigne escritor peruano y Premio Nobel de Literatura—,
presento a continuación una de sus obras más representativas dentro del
género del cuento para adultos.
Día Domingo, es un relato en el que Vargas Llosa explora con sutileza las tensiones del deseo, la masculinidad y los códigos sociales del amor juvenil. La historia gira en torno a Miguel, un joven profundamente enamorado de Flora, una muchacha que, ante su declaración de amor, le pide tiempo para reflexionar sobre sus propios sentimientos. Pronto, Miguel se entera de que Flora asistirá a una fiesta donde otro joven, Rubén, también planea declararle su amor. Ante esta situación, Miguel lo desafía a una serie de pruebas de resistencia física, estableciendo como condición que, si Rubén pierde, deberá renunciar a confesar sus sentimientos.
Rubén acepta el reto, pero durante una
de las pruebas sufre un contratiempo y está a punto de ahogarse en el mar.
Miguel, dejando de lado la rivalidad, interviene de inmediato y lo salva,
demostrando que la verdadera fortaleza no está solo en el cuerpo, sino también
en la mente y en el corazón.
Este cuento para adultos nos sumerge
en temas como el machismo, la presión social y el primer amor, y nos recuerda
que, a veces, el verdadero coraje reside en la compasión.
Domingo tarde
Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: «Estoy enamorado de ti». Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: «Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!». Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: «No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén». Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. «Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego». Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. «Qué le digo, pensaba, qué le digo». Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.
—Flora —balbuceó—, he esperado mucho tiempo este momento.
Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez,
créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.
Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el
vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas
alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con
grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir
una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al
primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el
tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba
aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo.
Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta
azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus
orejas, dos signos de interrogación pequeñitos y perfectos.
—Mira, Miguel —dijo Flora; su voz era suave, llena de
música, segura—. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande
con chicos hasta que termine el colegio.
—Todas las mamás dicen lo mismo, Flora —insistió Miguel—.
¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los
domingos.
—Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo —dijo
Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos añadió—: Perdona, pero
ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía
por todo su cuerpo y lo ablandaba.
—¿No estás enojada conmigo, Flora, no? —dijo
humildemente.
—No seas sonso —replicó ella, con vivacidad—. No estoy
enojada.
—Esperaré todo lo que quieras —dijo Miguel—. Pero nos
seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?
—Esta tarde no puedo —dijo ella, dulcemente—. Me ha
invitado a su casa Martha.
Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió
herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una
crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído,
el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual.
Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado
las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus
servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus
manos de golpe.
—No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No
te hablaré de esto. Te prometo.
—No puedo, de veras —dijo Flora—. Tengo que ir donde
Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque
Salazar.
Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza.
Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil
figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era
posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de
las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer
nada, estaba derrotado. Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba
siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de
humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela
Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta,
el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo
aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los
rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su
nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel
desfilaba delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza
describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba
Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se
limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía
entre vítores.
Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen
desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba.
Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama; en la
tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la
muchacha. —«Te quiero, Flora», dijo él en voz alta— y luego Rubén, con su
mandíbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se
acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca
avanzaba hacia Flora.
Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un
rostro ojeroso, lívido. «No la veré decidió. No me hará esto, no permitiré que
me haga esa perrada».
La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso
sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío;
había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo
del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con
un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y
siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en
la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de
la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y,
después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros
maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí
sabía comportarse.
—Hola —les dijo, acercándose—. ¿Qué hay de nuevo?
—Siéntate —le alcanzó una silla el Escolar—. ¿Qué milagro
te ha traído por aquí?
—Hace siglos que no venías —dijo Francisco.
—Me provocó verlos —dijo Miguel, cordialmente—. Ya sabía
que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?
Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al
frente.
—¡Cuncho! —gritó el Escolar—. Trae otro vaso. Que no esté
muy mugriento.
Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza.
Miguel dijo «por los pajarracos» y bebió.
—Por poco te tomas el vaso también —dijo Francisco—. ¡Qué
ímpetus!
—Apuesto a que fuiste a misa de una —dijo el Melanés, un
párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo—.
¿O no?
—Fui —dijo Miguel, imperturbable—. Pero sólo para ver a
una hembrita. Nada más.
Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por
aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la
lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado.
—¡Buena! —aplaudió el Melanés—. Buena, don Juan.
Cuéntanos, ¿a qué hembrita?
—Eso es un secreto.
—Entre los pajarracos no hay secretos —recordó Tobías—.
¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?
—Qué te importa —dijo Miguel.
—Muchísimo —dijo Tobías—. Tengo que saber con quien andas
para saber quién eres.
—Toma mientras —dijo el Melanés a Miguel—. Una a cero.
—¿A que adivino quién es? —dijo Francisco—. ¿Ustedes no?
—Yo ya sé —dijo Tobías.
—Y yo —dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz
muy inocentes—. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?
—No —dijo Rubén, con frialdad—. Y tampoco me importa.
—Tengo llamitas en el estómago —dijo el Escolar—. ¿Nadie
va a pedir una cerveza?
El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:
—I haven’t money, darling —dijo.
—Pago una botella —anunció Tobías, con ademán solemne—. A
ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.
—Cuncho, bájate media docena de Cristales —dijo Miguel.
Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.
—Eres un verdadero pajarraco —afirmó Francisco.
—Sucio, pulguiento —agregó el Melanés—, sí, señor, un
pajarraco de la pitri-mitri.
Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al
Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se
entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar
contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás
pasajeros bajaron en la avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el
cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la
Quebrada ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer
preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento de adelante, mientras rasgaba
con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.
—Lo hacía porque yo estaba ahí —afirmó el Escolar—.
Quería lucirse.
—Es un retrasado mental —dijo Francisco—. Esas cosas se
hacen a los diez años. A su edad, no tiene gracia.
—Tiene gracia lo que pasó después —rio el Escolar—. Oiga
chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?
—¿Qué? —dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas
encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.
—Con su navaja —dijo el Escolar—. Fíjese cómo le ha
dejado el asiento.
El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la
avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: agarren a ese desgraciado.
—¿Lo agarró? —preguntó el Melanés.
—No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de
recuerdo. Aquí la tengo.
Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la
arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se
puso de pie.
—Me voy —dijo—. Ya nos vemos.
—No te vayas —dijo Miguel—. Estoy rico hoy día. Los
invito a almorzar a todos.
Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le
agradecieron con estruendo, lo alabaron.
—No puedo —dijo Rubén—. Tengo que hacer.
—Anda vete nomás, buen mozo —dijo Tobías—. Y salúdame a
Marthita.
—Pensaremos mucho en ti, cuñado —dijo el Melanés.
—No —exclamó Miguel—. Invito a todos o a ninguno. Si se
va Rubén, nada.
—Ya has oído, pajarraco Rubén —dijo Francisco—, tienes
que quedarte.
—Tienes que quedarte —dijo el Melanés—, no hay tutías.
—Me voy —dijo Rubén.
—Lo que pasa es que estás borracho —dijo Miguel—. Te vas
porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que
pasa.
—¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? —dijo
Rubén—. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá?
Resisto diez veces más que tú.
—Resistías —dijo Miguel—. Ahora está difícil. ¿Quieres
ver?
—Con mucho gusto —dijo Rubén—. ¿Nos vemos a la noche,
aquí mismo?
—No. En este momento. —Miguel se volvió hacia los demás,
abriendo los brazos—. Pajarracos, estoy haciendo un desafío.
Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba
intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a
Rubén sentarse, pálido.
—¡Cuncho! —gritó Tobías—. El menú. Y dos piscinas de
cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.
Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de
cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las
demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada
bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo
suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor
ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado
los platos.
—Ordena tú —dijo Miguel a Rubén.
—Otras tres por cabeza.
Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió
que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.
—Me hago pis —dijo—. Voy al baño.
Los pajarracos rieron.
—¿Te rindes? —preguntó Rubén.
—Voy a hacer pis —gritó Miguel—. Si quieres, que traigan
más.
En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente,
procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media.
Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó
donde ellos.
—Salud —dijo Rubén, levantando el vaso.
«Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué».
—Huele a cadáver —dijo el Melanés—. Alguien se nos muere
por aquí.
—Estoy nuevecito —aseguró Miguel, tratando de dominar el
asco y el mareo.
—Salud —repetía Rubén.
Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago
parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa
mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de
largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de
Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.
—¿Te rindes, mocoso? Miguel se incorporó de golpe y
empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.
—Los pajarracos no pelean nunca —dijo, obligándolos a
sentarse—. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.
El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el
empate, de mala gana.
—Yo ya había ganado —dijo Rubén—. Este no puede ni
hablar. Mirenlo.
Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos,
tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.
—Cállate —dijo el Escolar—. Tú no eres un campeón que
digamos, tomando cerveza.
—No eres un campeón tomando cerveza —subrayó el Melanés—.
Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.
—Mejor tú no hables —dijo Rubén—; ¿no ves que la envidia
te corroe?
—Viva la Esther Williams de Miraflores —dijo el Melanés.
—Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar —dijo Rubén—.
¿No quieres que te dé unas clases?
—Ya sabemos, maravilla —dijo el Escolar—. Has ganado un
campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un
campeoncito.
—Este no es campeón de nada —dijo Miguel, con
dificultad—. Es pura pose.
—Te estás muriendo —dijo Rubén—. ¿Te llevo a tu casa,
niñita?
—No estoy borracho —aseguró Miguel—. Y tú eres pura pose.
—Estás picado porque le voy a caer a Flora —dijo Rubén—.
Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?
—Pura pose —dijo Miguel—. Ganaste porque tu padre es
Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al
Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.
—Por lo menos nado mejor que tú —dijo Rubén—, que ni
siquiera sabes correr olas.
—Tú no nadas mejor que nadie —dijo Miguel—. Cualquiera te
deja botado.
—Cualquiera —dijo el Melanés—. Hasta Miguel, que es una
madre.
—Permítanme que me sonría —dijo Rubén.
—Te permitimos —dijo Tobías—. No faltaba más.
—Se me sobran porque estamos en invierno —dijo Rubén—. Si
no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.
—Ganaste el campeonato por tu padre —dijo Miguel—. Eres
pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza.
En la playa, en el Terrazas, donde quieras.
—En la playa —dijo Rubén—. Ahora mismo.
—Eres pura pose —dijo Miguel.
El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos,
además de rencorosos, se volvieron arrogantes.
—Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón
—dijo.
—Pura pose —dijo Miguel.
—Si ganas —dijo Rubén—, te prometo que no le caigo a
Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte.
—¿Qué te has creído? —balbuceó Miguel—. Maldita sea, ¿qué
es lo que te has creído?
—Pajarracos —dijo Rubén, abriendo los brazos—, estoy
haciendo un desafío.
—Miguel no está en forma ahora —dijo el Escolar—. ¿Por
qué no se juegan a Flora a cara o sello?
—Y tú por qué te metes —dijo Miguel—. Acepto. Vamos a la
playa.
—Están locos —dijo Francisco—. Yo no bajo a la playa con
este frío. Hagan otra apuesta.
—Ha aceptado —dijo Rubén—. Vamos.
—Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la
lengua al bolsillo —dijo Melanés—. Vamos a la playa. Y si no se atreven a
entrar al agua, los tiramos nosotros.
—Los dos están borrachos —insistió el Escolar—. El
desafío no vale.
—Cállate, Escolar —rugió Miguel—. Ya estoy grande, no
necesito que me cuides.
—Bueno —dijo el Escolar, encogiendo los hombros—.
Friégate, nomás.
Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris.
Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés
y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había algunos
transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida.
Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y
las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los
pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación
los iba ganando, poco a poco.
—¿Ya se te pasó? —dijo el Escolar.
—Si —respondió Miguel—. El aire me ha hecho bien.
En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban
desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la
alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los
árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la
Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.
—Hola, Rubén —cantaron ellas, a dúo.
Tobías las imitó, aflautando la voz:
—Hola, Rubén, príncipe.
La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que
se bifurca; por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el
otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama
«la bajada a los baños», su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las
llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.
—Entremos en calor, campeones —gritó el Melanés,
echándose a correr. Los demás lo imitaron. Corrían contra el viento y la
delgada bruma que subían desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino;
por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una
sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el
declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza
misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices,
en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda
carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las
casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una
espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles
oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.
—Regresemos —dijo Francisco—. Tengo frío.
Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos
por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casí vertical,
que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies,
una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta
por la espuma de las olas.
—Me voy si este se rinde —dijo Rubén.
—¿Quién habla de rendirse? —repuso Miguel—. ¿Pero qué te
has creído?
Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se
desabotonaba la camisa.
—¡Rubén! —gritó el Escolar—. ¿Estás loco? ¡Regresa!
Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los
siguió.
En el verano, desde la baranda del largo y angosto
edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los
bañistas, hasta el limite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas
donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la
mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había
sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no
resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una
ola conseguía salpicarlos antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y
guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corriente inundaba hasta el
espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo,
y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y
los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.
—La reventazón no se ve —dijo Rubén—. ¿Cómo hacemos?
Estaban en la galería de la izquierda, en el sector
correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.
—Esperen hasta mañana —dijo el Escolar—. Al mediodía
estará despejado. Así podremos controlarlos.
—Ya que hemos venido hasta aquí que sea ahora —dijo el
Melanés—. Pueden controlarse ellos mismos.
—Me parece bien —dijo Rubén—. ¿Y a ti?
—También —dijo Miguel.
Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las
venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera
de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba
resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel
sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro.
Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no
dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén
estaba también cárdena, replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un
escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó; tenso, aguardaba el
final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla,
airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando
la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó: los
brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su
cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni
plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato,
aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se
hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa
y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía
que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y
rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y
saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta
las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus
fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado
de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la
orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes
encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo
franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y
abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se
salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha liquida que escolta a
la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar
con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la
orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no
ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola
se avecina, sumergirse —apenas si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el
mismo fondo si el estallido es cercano—, aferrarse a alguna piedra y esperar
atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y
continuar avanzando disimuladamente con las manos, hasta encontrar un nuevo
obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar
voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento
oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma,
conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana, y en algunos puntos
se divisan las opacas piedras submarinas.
Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se
detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo
le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apretados.
—¿Vamos?
—Vamos.
A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que
el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo
porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua
actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas.
Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba
afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión
con la que hundía una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar
su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el
desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie,
suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la
facilidad de una gaviota que planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar
y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia,
sosegada, y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar
únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol
centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que,
a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora,
que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida,
no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez hacía dos
veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese
lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas
extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas,
tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por
cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran
podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez,
despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas,
marineros, ojos de buey y banderas.
Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical,
alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier
pretexto, decirle «por qué no descansamos un momento», pero no lo hizo. Todo el
frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos
agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente.
Estaba en el centro de un circulo de agua oscura, amurallado por la neblina.
Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero
esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo
veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua.
Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y
pensó «fijo que eso me ha debilitado». Al instante pareció que sus brazos y
piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en
dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. «No llego
a la orilla solo», se decía, «mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré
me ganaste pero regresemos». Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto,
golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo
imperturbable que lo precedía.
La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas,
su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había
disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió
uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy
enrojecidas las pupilas y la boca abierta.
—Creo que nos hemos torcido —dijo Miguel—. Me parece que
estamos nadando de costado a la playa.
Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén
miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.
—Ya no se ve la playa —dijo Rubén.
—Hace mucho rato que no se ve —dijo Miguel—. Hay mucha
neblina.
—No nos hemos torcido —dijo Rubén—. Mira. Ya se ve la
espuma.
En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados
por una orla de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron,
en silencio.
—Ya estamos cerca de la reventazón, entonces —dijo, al
fin, Miguel.
—Si. Hemos nadado rápido.
—Nunca había visto tanta neblina.
—¿Estás muy cansado? —preguntó Rubén.
—¿Yo? Estás loco. Sigamos.
Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde.
Rubén había dicho «bueno, sigamos».
Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no
podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha semi-inmovilizada por el
frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó «¡Rubén!». Este
seguía nadando. «¡Rubén, Rubén!». Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a
chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo
salvara, sería bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la
misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos «voy a
la iglesia sólo a ver a una hembrita» y tuvo una certidumbre como una puñalada:
Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético,
aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el
infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada
alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina
que no conoce limites, y mientras azotaba el mar con los brazos —sus piernas
colgaban como plomadas transversales—, moviendo los labios rogó a Dios que
fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se
salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de
hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y Ahí
descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante critico podían ser
fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y
volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua,
agitando un brazo, implorando: «¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te
vayas!».
Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la
desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la
rigidez de sus piernas se atenuaba.
—Tengo calambre en el estómago —chillaba Rubén—. No puedo
más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.
Flotaba hacia Rubén, y ya iba a acercársele cuando
recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y
los hunden con ellos, y se alejó pero los gritos lo aterraban y presintió que
si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de
Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: «no te muevas,
Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos.
Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, no me
toques». Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los
cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo
posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso,
acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente,
lanzar de pronto terribles alaridos, «me voy a morir, sálvame, Miguel», o
estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a
Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró
hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios
plegados en una mueca insólita.
—Hermanito —susurró Miguel—, ya falta poco, haz un
esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.
Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos, movió la
cabeza débilmente.
—Grita, hermanito —repitió Miguel—. Trata de estirarte.
Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.
Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que
nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó,
muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: «¡no quiero
morirme, Miguel, sálvame!».
Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de
la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel
le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento,
cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una
especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía
contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito
y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén.
Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus
hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y
soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes
en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía
grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también.
—¿Estás mejor?
—Si, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.
Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban
sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca,
insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados,
el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los
pajarracos, en pie en la galería de las mujeres, mirándolos.
—Oye —dijo Rubén.
—Si.
—No les digas nada. Por favor, no les digas que he
gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.
—¿Crees que soy un desgraciado? —dijo Miguel—. No diré
nada, no te preocupes.
Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre
el alboroto de los pajarracos.
—Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias —decía
Tobías.
—Hace más de una hora que están adentro —dijo el
Escolar—. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?
Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la
camiseta, Rubén explicó:
—Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los
pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera
sido en una piscina, habría quedado en ridículo.
Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin
secarse, llovieron las palmadas de felicitación.
—Te estás haciendo un hombre —le decía el Melanés.
Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma
noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés,
que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos
brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.
Fuente: Relatos y cuentos
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