domingo, 20 de abril de 2025

Día Domingo, considerado el mejor cuento de Mario Vargas Llosa

 

El mejor cuento de Mario Vargas Llosa

Con motivo del reciente fallecimiento de uno de los más relevantes y reconocidos autores en lengua castellana de la literatura contemporánea, Mario Vargas Llosa —insigne escritor peruano y Premio Nobel de Literatura—, presento a continuación una de sus obras más representativas dentro del género del cuento para adultos.

 

Día Domingo, es un relato en el que Vargas Llosa explora con sutileza las tensiones del deseo, la masculinidad y los códigos sociales del amor juvenil. La historia gira en torno a Miguel, un joven profundamente enamorado de Flora, una muchacha que, ante su declaración de amor, le pide tiempo para reflexionar sobre sus propios sentimientos. Pronto, Miguel se entera de que Flora asistirá a una fiesta donde otro joven, Rubén, también planea declararle su amor. Ante esta situación, Miguel lo desafía a una serie de pruebas de resistencia física, estableciendo como condición que, si Rubén pierde, deberá renunciar a confesar sus sentimientos. 

 

Rubén acepta el reto, pero durante una de las pruebas sufre un contratiempo y está a punto de ahogarse en el mar. Miguel, dejando de lado la rivalidad, interviene de inmediato y lo salva, demostrando que la verdadera fortaleza no está solo en el cuerpo, sino también en la mente y en el corazón.


Este cuento para adultos nos sumerge en temas como el machismo, la presión social y el primer amor, y nos recuerda que, a veces, el verdadero coraje reside en la compasión. Este relato para adultos puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones

 

Domingo tarde

Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: «Estoy enamorado de ti». Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: «Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!». Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: «No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén». Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. «Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego». Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. «Qué le digo, pensaba, qué le digo». Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.

 

—Flora —balbuceó—, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.

 

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación pequeñitos y perfectos.

 

—Mira, Miguel —dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura—. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio.

 

—Todas las mamás dicen lo mismo, Flora —insistió Miguel—. ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos.

 

—Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo —dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos añadió—: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.

 

Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.

 

—¿No estás enojada conmigo, Flora, no? —dijo humildemente.

 

—No seas sonso —replicó ella, con vivacidad—. No estoy enojada.

 

—Esperaré todo lo que quieras —dijo Miguel—. Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no?

 

—Esta tarde no puedo —dijo ella, dulcemente—. Me ha invitado a su casa Martha.

 

Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe.

 

—No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo.

 

—No puedo, de veras —dijo Flora—. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.

 

Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado. Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonriendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores.

 

Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama; en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha. —«Te quiero, Flora», dijo él en voz alta— y luego Rubén, con su mandíbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba hacia Flora.

 

Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. «No la veré decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada».

 

La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío; había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.

 

—Hola —les dijo, acercándose—. ¿Qué hay de nuevo?

 

—Siéntate —le alcanzó una silla el Escolar—. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?

 

—Hace siglos que no venías —dijo Francisco.

 

—Me provocó verlos —dijo Miguel, cordialmente—. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?

 

Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.

 

—¡Cuncho! —gritó el Escolar—. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento.

 

Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo «por los pajarracos» y bebió.

 

—Por poco te tomas el vaso también —dijo Francisco—. ¡Qué ímpetus!

 

—Apuesto a que fuiste a misa de una —dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo—. ¿O no?

 

—Fui —dijo Miguel, imperturbable—. Pero sólo para ver a una hembrita. Nada más.

 

Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado.

 

—¡Buena! —aplaudió el Melanés—. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?

 

—Eso es un secreto.

 

—Entre los pajarracos no hay secretos —recordó Tobías—. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿quién era?

 

—Qué te importa —dijo Miguel.

 

—Muchísimo —dijo Tobías—. Tengo que saber con quien andas para saber quién eres.

 

—Toma mientras —dijo el Melanés a Miguel—. Una a cero.

 

—¿A que adivino quién es? —dijo Francisco—. ¿Ustedes no?

 

—Yo ya sé —dijo Tobías.

 

—Y yo —dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes—. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es?

 

—No —dijo Rubén, con frialdad—. Y tampoco me importa.

 

—Tengo llamitas en el estómago —dijo el Escolar—. ¿Nadie va a pedir una cerveza?

 

El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta:

 

—I haven’t money, darling —dijo.

 

—Pago una botella —anunció Tobías, con ademán solemne—. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso.

 

—Cuncho, bájate media docena de Cristales —dijo Miguel.

 

Hubo gritos de júbilo, exclamaciones.

 

—Eres un verdadero pajarraco —afirmó Francisco.

 

—Sucio, pulguiento —agregó el Melanés—, sí, señor, un pajarraco de la pitri-mitri.

 

Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan?; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacia el asiento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.

 

—Lo hacía porque yo estaba ahí —afirmó el Escolar—. Quería lucirse.

 

—Es un retrasado mental —dijo Francisco—. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad, no tiene gracia.

 

—Tiene gracia lo que pasó después —rio el Escolar—. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro?

 

—¿Qué? —dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta.

 

—Con su navaja —dijo el Escolar—. Fíjese cómo le ha dejado el asiento.

 

El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: agarren a ese desgraciado.

 

—¿Lo agarró? —preguntó el Melanés.

 

—No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo.

 

Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie.

 

—Me voy —dijo—. Ya nos vemos.

 

—No te vayas —dijo Miguel—. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos.

 

Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.

 

—No puedo —dijo Rubén—. Tengo que hacer.

 

—Anda vete nomás, buen mozo —dijo Tobías—. Y salúdame a Marthita.

 

—Pensaremos mucho en ti, cuñado —dijo el Melanés.

 

—No —exclamó Miguel—. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada.

 

—Ya has oído, pajarraco Rubén —dijo Francisco—, tienes que quedarte.

 

—Tienes que quedarte —dijo el Melanés—, no hay tutías.

 

—Me voy —dijo Rubén.

 

—Lo que pasa es que estás borracho —dijo Miguel—. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa.

 

—¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? —dijo Rubén—. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú.

 

—Resistías —dijo Miguel—. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?

 

—Con mucho gusto —dijo Rubén—. ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?

 

—No. En este momento. —Miguel se volvió hacia los demás, abriendo los brazos—. Pajarracos, estoy haciendo un desafío.

 

Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén sentarse, pálido.

 

—¡Cuncho! —gritó Tobías—. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.

 

Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.

 

—Ordena tú —dijo Miguel a Rubén.

 

—Otras tres por cabeza.

 

Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentísima ruleta, todo se movía.

 

—Me hago pis —dijo—. Voy al baño.

 

Los pajarracos rieron.

 

—¿Te rindes? —preguntó Rubén.

 

—Voy a hacer pis —gritó Miguel—. Si quieres, que traigan más.

 

En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.

 

—Salud —dijo Rubén, levantando el vaso.

 

«Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué».

 

—Huele a cadáver —dijo el Melanés—. Alguien se nos muere por aquí.

 

—Estoy nuevecito —aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo.

 

—Salud —repetía Rubén.

 

Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.

 

—¿Te rindes, mocoso? Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar.

 

—Los pajarracos no pelean nunca —dijo, obligándolos a sentarse—. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación.

 

El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.

 

—Yo ya había ganado —dijo Rubén—. Este no puede ni hablar. Mirenlo.

 

Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenía la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva.

 

—Cállate —dijo el Escolar—. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza.

 

—No eres un campeón tomando cerveza —subrayó el Melanés—. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.

 

—Mejor tú no hables —dijo Rubén—; ¿no ves que la envidia te corroe?

 

—Viva la Esther Williams de Miraflores —dijo el Melanés.

 

—Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar —dijo Rubén—. ¿No quieres que te dé unas clases?

 

—Ya sabemos, maravilla —dijo el Escolar—. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito.

 

—Este no es campeón de nada —dijo Miguel, con dificultad—. Es pura pose.

 

—Te estás muriendo —dijo Rubén—. ¿Te llevo a tu casa, niñita?

 

—No estoy borracho —aseguró Miguel—. Y tú eres pura pose.

 

—Estás picado porque le voy a caer a Flora —dijo Rubén—. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas?

 

—Pura pose —dijo Miguel—. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.

 

—Por lo menos nado mejor que tú —dijo Rubén—, que ni siquiera sabes correr olas.

 

—Tú no nadas mejor que nadie —dijo Miguel—. Cualquiera te deja botado.

 

—Cualquiera —dijo el Melanés—. Hasta Miguel, que es una madre.

 

—Permítanme que me sonría —dijo Rubén.

 

—Te permitimos —dijo Tobías—. No faltaba más.

 

—Se me sobran porque estamos en invierno —dijo Rubén—. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.

 

—Ganaste el campeonato por tu padre —dijo Miguel—. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras.

 

—En la playa —dijo Rubén—. Ahora mismo.

 

—Eres pura pose —dijo Miguel.

 

El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes.

 

—Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón —dijo.

 

—Pura pose —dijo Miguel.

 

—Si ganas —dijo Rubén—, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte.

 

—¿Qué te has creído? —balbuceó Miguel—. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?

 

—Pajarracos —dijo Rubén, abriendo los brazos—, estoy haciendo un desafío.

 

—Miguel no está en forma ahora —dijo el Escolar—. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello?

 

—Y tú por qué te metes —dijo Miguel—. Acepto. Vamos a la playa.

 

—Están locos —dijo Francisco—. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.

 

—Ha aceptado —dijo Rubén—. Vamos.

 

—Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo —dijo Melanés—. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros.

 

—Los dos están borrachos —insistió el Escolar—. El desafío no vale.

 

—Cállate, Escolar —rugió Miguel—. Ya estoy grande, no necesito que me cuides.

 

—Bueno —dijo el Escolar, encogiendo los hombros—. Friégate, nomás.

 

Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco.

 

—¿Ya se te pasó? —dijo el Escolar.

 

—Si —respondió Miguel—. El aire me ha hecho bien.

 

En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso.

 

—Hola, Rubén —cantaron ellas, a dúo.

 

Tobías las imitó, aflautando la voz:

 

—Hola, Rubén, príncipe.

 

La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca; por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama «la bajada a los baños», su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchísimos veranos.

 

—Entremos en calor, campeones —gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron. Corrían contra el viento y la delgada bruma que subían desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía.

 

—Regresemos —dijo Francisco—. Tengo frío.

 

Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casí vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la espuma de las olas.

 

—Me voy si este se rinde —dijo Rubén.

 

—¿Quién habla de rendirse? —repuso Miguel—. ¿Pero qué te has creído?

 

Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa.

 

—¡Rubén! —gritó el Escolar—. ¿Estás loco? ¡Regresa!

 

Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió.

 

En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el limite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguía salpicarlos antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas.

 

—La reventazón no se ve —dijo Rubén—. ¿Cómo hacemos?

 

Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios.

 

—Esperen hasta mañana —dijo el Escolar—. Al mediodía estará despejado. Así podremos controlarlos.

 

—Ya que hemos venido hasta aquí que sea ahora —dijo el Melanés—. Pueden controlarse ellos mismos.

 

—Me parece bien —dijo Rubén—. ¿Y a ti?

 

—También —dijo Miguel.

 

Cuando estuvieron desnudos, Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó; tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó: los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha liquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse —apenas si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano—, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando disimuladamente con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.

 

Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenía los dientes apretados.

 

—¿Vamos?

 

—Vamos.

 

A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión con la que hundía una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas.

 

Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle «por qué no descansamos un momento», pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un circulo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó «fijo que eso me ha debilitado». Al instante pareció que sus brazos y piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. «No llego a la orilla solo», se decía, «mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos». Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.

 

La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta.

 

—Creo que nos hemos torcido —dijo Miguel—. Me parece que estamos nadando de costado a la playa.

 

Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso.

 

—Ya no se ve la playa —dijo Rubén.

 

—Hace mucho rato que no se ve —dijo Miguel—. Hay mucha neblina.

 

—No nos hemos torcido —dijo Rubén—. Mira. Ya se ve la espuma.

 

En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio.

 

—Ya estamos cerca de la reventazón, entonces —dijo, al fin, Miguel.

 

—Si. Hemos nadado rápido.

 

—Nunca había visto tanta neblina.

 

—¿Estás muy cansado? —preguntó Rubén.

 

—¿Yo? Estás loco. Sigamos.

 

Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho «bueno, sigamos».

 

Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casi no avanzaba, tenía la pierna derecha semi-inmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó «¡Rubén!». Este seguía nadando. «¡Rubén, Rubén!». Giró y comenzó a nadar hacia la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos «voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita» y tuvo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce limites, y mientras azotaba el mar con los brazos —sus piernas colgaban como plomadas transversales—, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y Ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante critico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: «¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!».

 

Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba.

 

—Tengo calambre en el estómago —chillaba Rubén—. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito.

 

Flotaba hacia Rubén, y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: «no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, no me toques». Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, «me voy a morir, sálvame, Miguel», o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenía a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insólita.

 

—Hermanito —susurró Miguel—, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.

 

Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos, movió la cabeza débilmente.

 

—Grita, hermanito —repitió Miguel—. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.

 

Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: «¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!».

 

Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegía contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también.

 

—¿Estás mejor?

 

—Si, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.

 

Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, en pie en la galería de las mujeres, mirándolos.

 

—Oye —dijo Rubén.

 

—Si.

 

—No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso.

 

—¿Crees que soy un desgraciado? —dijo Miguel—. No diré nada, no te preocupes.

 

Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.

 

—Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias —decía Tobías.

 

—Hace más de una hora que están adentro —dijo el Escolar—. Cuenten, ¿cómo ha sido la cosa?

 

Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:

 

—Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.

 

Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.

 

—Te estás haciendo un hombre —le decía el Melanés.

 

Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.

 

Fuente: Relatos y cuentos 

 

Otros cuentos para adultos

Harold Kremer

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo El infante de Harold Kremer.

martes, 8 de abril de 2025

El infante de Harold Kremer

Harold Kremer, una revelación latinoamericana

A continuación, os presento un relato para adultos de Harold Kremer, escritor colombiano que, a través de sus cuentos, ha logrado consolidar su nombre en la literatura latinoamericana. Reconocido por su narrativa incisiva y galardonado en diversas ocasiones, como en el caso de su obra  La noche más larga, Kremer se ha destacado como un autor cuya narrativa revela un universo propio, único, que, paso a paso, se va desvelando ante los ojos del lector. Este relato para adultos puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones

 

El infante, relato para adultos

El infante es un relato que narra la historia de un joven profundamente enamorado de Matilde.  A lo largo de la trama, el protagonista vive una pasión no correspondida, incapaz de expresar sus sentimientos hacia ella. Sin embargo, en un giro crucial, Matilde le confiesa que lo ama y que está considerando dejar a su esposo, debido a una revelación sobre su relación. A pesar de la aparente oportunidad que esto ofrece al protagonista, la respuesta de Matilde revela una diferencia fundamental en sus concepciones sobre el amor y la vida, subrayando el choque entre sus expectativas y la realidad.

En este relato, la frase de Matilde, "no puedo vivir contigo porque sigues creyendo en todo lo que ves", adquiere una relevancia crucial. Esta declaración actúa como un reflejo de la profunda brecha que existe entre la idealización juvenil del amor y el realismo pragmático de la vida adulta. El protagonista, aún atrapado en la intensidad y la ilusión de su enamoramiento, cree que los sentimientos por sí solos son suficientes para transformar la realidad. En contraste, Matilde, al enfrentar las complejidades de su propia vida emocional, adopta una postura más racional y desencantada. Este contraste pone de manifiesto la inmadurez emocional del infante frente a la madurez de Matilde, quien no se deja arrastrar por las expectativas idealizadas del amor, sino en la toma decisiones desde una perspectiva más reflexiva y realista.

Relatos para escuchar en YouTube

Leopoldo Alas 

Si te gustan los relatos para adultos, te recomiendo El dúo de la tos de Clarin.


viernes, 28 de marzo de 2025

Un cuento maravilloso de Clarín

 

Una obra excepcional de Clarín

A continuación, te presento un cuento para adultos, El dúo de la tos de Leopoldo Alas (Clarin), uno de los mejores novelistas del S XIX.  Un relato que fusiona originalidad, agudeza intelectual y maestría narrativa, una combinación que da lugar a esta obra excepcional.  

En un hotel frío y anónimo, dos huéspedes solitarios ocupan habitaciones cercanas: un hombre en la número 36 y una mujer en la 32. En la oscuridad de la noche, ambos perciben la presencia del otro a través de su tos, sintiendo una extraña conexión en medio de su aislamiento.

Mientras la noche avanza, sus pensamientos se entrelazan en un diálogo silencioso, imaginando el consuelo que podrían darse mutuamente. Sin embargo, la realidad del amanecer trae consigo una nueva perspectiva y la rutina de la vida continúa su curso.

Asimismo, el cuento refleja el aislamiento, la enfermedad y la inevitabilidad de la muerte. Clarín utiliza la metáfora de la tos como un dúo, un lenguaje trágico que une a dos almas condenadas. 

Además, el cuento critica la indiferencia social hacia los enfermos y la fugacidad de los lazos humanos en una sociedad individualista. A pesar de la conexión emocional entre los protagonistas, el pragmatismo y la resignación prevalecen.

Es una historia profundamente melancólica sobre la soledad existencial y la imposibilidad de encontrar consuelo en un mundo indiferente. También puedes escuchar este relato en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

 El dúo de la tos de Clarín

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera. «Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar. «Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente. «Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante». De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó. «Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza. El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme. El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!» Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía... compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden. Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían. Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta. Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes. «Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta. «Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril. Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público. -El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! -repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo! Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era... ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer. Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle. Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice. La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos. La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos. La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36. La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar. «¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen... ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.» Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba: Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy... si me deja la tos... ¡esta tos!... ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos...»

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos. El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre... ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle... ¿para qué? Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto... como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo. La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.

 

Cuentos en YouTube

Cristina Pacheco

Si te gustan los cuentos, te recomiendo unos relatos maravillosos de Cristina Pachecodestacada periodista, escritora y narradora mexicana. 

sábado, 22 de marzo de 2025

Los mejores relatos para adultos de Cristina Pacheco

 

El viaje sin retorno en la obra de Cristina Pacheco

A continuación, te presento dos relatos para adultos de Cristina Pacheco, destacada periodista, escritora y narradora, cuya voz se ha consolidado como una de las más perdurables en la crónica de la Ciudad de México (véase aquí su biografía) Los relatos Golden Chicken y La vuelta del emigrante forman parte de Mar de historias, una antología que recopila algunos de sus mejores textos publicados en La Jornada a lo largo de más de tres décadas. Estos dos relatos son considerados de los más representativos de esta recopilación y puedes escucharlos en mi canal de YouTube. 

Este libro reúne dieciséis relatos de gran belleza y hondura emocional, que exploran la vida en la frontera entre México y Estados Unidos. A través de los áridos paisajes del desierto de Arizona y el cauce del río Bravo, Pacheco retrata con maestría el dolor, la esperanza y la lucha de quienes cruzan esos territorios, ya sea con la posibilidad de regresar o con la certeza de un viaje sin retorno. Con una prosa ágil e intensa, donde la crónica y el cuento se entrelazan, la autora construye un retrato entrañable de un México auténtico, capaz de conmovernos y asombrarnos.

 

Ecos de la frontera y la lucha por la dignidad

La realidad que Cristina Pacheco retrata en Mar de historias sigue siendo dolorosamente vigente en la actualidad. La crisis migratoria en Estados Unidos ha alcanzado niveles críticos, con medidas cada vez más restrictivas y un trato muchas veces inhumano hacia los extranjeros que buscan una vida mejor. Las historias de quienes cruzan la frontera, marcadas por el sufrimiento, la incertidumbre y la lucha por la dignidad, se reflejan en los relatos de Pacheco, que capturan la esencia de una migración que no cesa y que continúa revelando las profundas desigualdades y desafíos de nuestro tiempo.

 

Golden Chicken

I

Es domingo. Se anuncia una noche fría. La neblina comienza a descender sobre la carretera y rodea los automóviles con un aura irreal. José experimenta una nostalgia que está a punto de convertirse en llanto. Con las manos en los bolsillos, apenas se vuelve hacia el interior de la vivienda --chata y gris, como todas las que fueron construidas por los mexicanos a la orilla del río: ``Pero si es nomás un arroyo y ni está hondo: cualquiera puede atravesarlo a pie. Yo creo que a uno se le hace la gran cosa nomás porque la vida cambia tanto de un lado a otro: como del cielo a la tierra...''

 

Esta reflexión lo lleva a verse a sí mismo, años atrás, cuando semidesnudo, con las piernas envueltas en plásticos negros, tembloroso de pánico y de frío atravesó por primera vez el Bravo. La imagen es tan viva que cree oír de nuevo gritos, sirenas, rezos, maldiciones, gemidos y sobre todo eso, el amenazante carraspeo de los helicópteros. José nunca supo explicarse cómo, si casi todos sus compañeros en aquella aventura fueron deportados, él logró escapar a la persecución. Rezo por tí todas las noches, José. Cada domingo me voy hasta La Villa y te encomiendo mucho a la Virgen. Ya sé que te me has vuelto medio hereje, pero con todo y eso te pido por favor que cuando vengas para acá le traigas a nuestra santa patrona un recuerdo: una vela, un milagro, una estampita. La cosa es que ella vea que no te volviste protestante ni malagradecido. Procúrala, acuérdate que cuando yo no estoy ella hace las veces de tu madre.

II

La bruma, la oscuridad, la voz de Pedro Infante -que en la televisión declama una vez más sus promesas de amor- hacen que aumente el desconsuelo que hostiga a José desde que vive en Isleta. En realidad no mira la escena. A cada momento observa el reloj y suspira: ``Le cuelga pa' que los batos regresen''.

A José no le gusta que sus hijos salgan. Sabe que esta vez, como tantas otras, habría podido impedirles que se fueran pretextando cualquier cosa; pero luego de meditar se dijo: ``Será mejor que se vayan acoplando el estilo de aquí porque, como están las cosas, quién sabe cuándo podremos regresar a Guanajuato. Preferible que traten con güeros y no que sigan juntándose con chúntaros y nacos''.

Las piernas le hormiguean. Se levanta, vuelve a la puerta de la casa y mira hacia el camino: ``Voy a prenderles la luz del porche'', murmura José sin que le moleste pronunciar el término porche como ocurría al principio de su estancia en Texas. Al reflexionar se da cuenta de que no tiene ninguna otra alternativa en su memoria y no sabe si sería capaz de decir lo mismo con otras palabras: ``Chingao, cómo cambia uno: al rato no voy a hablar inglés ni tampoco español...''

El ansia de volver a Guanajuato se agudiza cuando ve que le faltan las palabras de antes, de cuando era niño, de cuando estaba en Santa Rosa con su gente. Convencido de que Lucy y sus hijos no llegarán tan pronto como él quiere, vuelve a la casa para sentarse frente a la mesa donde sus hijos hacen el jomguorc. Toma un ``Legal Pad'' de hojas amarillas y escribe la fecha. Quiere redactar la carta que desde hace meses le debe a su madre y siempre olvida o posterga: ``Al principio me daba pena contarle mis batallas, decirle que no tenía trabajo, que estaba muy lejos de cumplirle mis promesas o de realizar mis sueños...''

Ahora que José está dispuesto a escribir se detiene porque lo asaltan ciertas dudas: ``Con lo mal que anda el correo a lo mejor ni le llega la carta; luego, qué tal si la jefa va recibiéndola a medio año y yo aquí, contándole de que se siente bonita la llegada de la primavera. Dirá que su hijo está loco. No, yo creo que mejor le pego un telefonazo. Lo malo es que luego, cuando oye mi voz, se pone nerviosa, dice que no me oye, le da por llorar y eso sí no lo aguanto.''

Atrapado en sus deducciones, José regresa a su propósito inicial: ``Prometí que escribiría y tengo que hacerlo.''

III

Han pasado veinte minutos desde que José redactó la fecha y las primeras frases. Son idénticas a las que encabezaban las cartas que su hermano Gildardo les mandaba a Guanajuato desde la ciudad de México: ``Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud como yo por acá, a Dios gracias...''

José relee lo que escribió. Sabe que debe continuar pero no se le ocurre nada más. Golpea el papel con la punta del lápiz, como si de ella pudieran salir las palabras que necesita. Cierra los ojos. Imagina a su madre sola, parada en la puerta de su casa y mirando calle abajo con la esperanza de ver al cartero. ``Pobrecilla, estará bien preocupada. Y es que allá, entre nosotros, eso de que no nius gud nius no cuenta. Somos gente que habla claro y va derecho a lo que te truje...''

Contento de reaccionar con palabras y actitudes ``de antes'', José recobra la seguridad, enciende un cigarro y con su mejor caligrafía comienza el segundo párrafo:

``Jefa chula. Como es domingo, la Lucy se llevó a los niños a la compra. Después irán a la casa de unos amigos que hoy tienen su parti o sea una fiesta. Aquí son medio desabridas. A los chavales les dan chocolate y donas. ¿Sabe qué se me antojó ahorita que le estaba platicando de estas cosas? Pues comerme uno de aquellos famosos churros de ``El Moro''. Acuérdese: cuando íbamos al centro usted me los compraba. Entonces era yo un chamaquillo y, para que vea lo que son las cosas, nunca he olvidado a qué sabían los dichosos churros. Cuando vaya a México, muy pronto, pienso invitarla al ``Moro''. Ha de saber que desde hace tres meses tengo una chamba muy buena. No se apure, ya no ando en los campos ni en la fábrica de bulbos; me salí porque una noche un capataz me llamó gallina y me escupió. Pensé que si volvía a hacérmelo iba a matarlo y aquí, eso de tocar a un gringo aunque sea con el pétalo de una rosa es algo muy serio... Me gusta mi trabajo: es fácil, me pagan bien y lo mejor es que para ir y volver tomo nada más dos trocas. ¿Ve cómo voy saliendo adelante? Eso se lo debemos a la Virgen porque ahorita, como están las cosas por acá en contra de todos los mexicanos, acomodarse en un trabajo es un milagro. ¿Qué noticias tiene de Gildardo?

IV

José pone el primer punto en la página que pretende sustituir a la conversación. Esa mancha lo atrapa, lo devora, lo atrae hacia el fondo de un pozo en cuyo fondo ve la realidad. El hombre procura destruirla y recuperar el hilo de sus pensamientos; pero no lo consigue. Cuando al fin logra levantar los ojos, José mira el uniforme de plumas amarillas que usa diariamente, a lo largo de las ocho horas en que permanece a las puertas del Golden Chicken --un restaurante especializado en pollo al horno-- para atraer a la clientela infantil mediante saltos, maromas y suertes.

José aprieta las mandíbulas y sigue escribiendo, como si al convencer a su madre, pudiese convencerse a sí mismo de que su dicha y su prosperidad son ciertas y no cosas inventadas y amargas que lo empequeñecen y humillan: ``Como usted podrá imaginarse tengo un jefe: mister Ferguson. Aunque aquí la gente no es tan comunicativa como nosotros, me he dado cuenta de que me estima y aprecia mi trabajo porque sabe que vale.''

José interrumpe la escritura de nuevo. La mención de ese nombre --mister Ferguson-- es otra fisura por donde comienzan a filtrarse ciertas risas, frases y el timbre de la voz más odiada por él: Jousé no ser uno gallina sino un pollou valiente y mexicano. Jousé sonríe, levanta alas, brinca alto y más alto como volar. Jousé ponerles caras chistosas a niños tragantes. Jousé no roto el traje porque si no, I'm sorry, he'll pay. Oh yes: pagará daños o pierde la chambita y eso, no good in springtime.

 

Fuente: https://www.jornada.com.mx/1996/05/05/mar.html

 

La vuelta del emigrante

¡Va el golpe, va por'ai!

Sixto sube a la banqueta a tiempo para no ser arrollado. Mientras el diablero se aleja, él se pregunta si realmente estará caminando por Todosantos. Hace apenas ocho años que salió de aquí y ahora tiene que esforzarse para reconocer la calle: parece más angosta y sombría. Por un momento sospecha haberse equivocado y se detiene a leer la placa en una esquina: "Todosantos. Antes San Dositelo".

Atribuye su confusión al fatigoso viaje desde Oklahoma. Lo asombra pensar en la cantidad de kilómetros que recorrió de ida, en pos de un sueño; de regreso, en busca de un refugio en El Avispero.

Desde que se fue de México Sixto no tuvo ninguna comunicación con sus vecinos; sin embargo, recuerda con exactitud sus nombres y apodos. Lo intriga saber qué habrá sido del Rafa, La Señito, Maclovia, Lucha, Rodolfo, El Gorila, doña Bona. El recuerdo de la mujer opulenta y rubia lo excita y le provoca una sonrisa perversa:

¡Pinche güera! Fingía no verme asomado a la venta y se paseaba desnuda, moviendo las chichotas para calentarme. A ver si ahora como ronca duerme y se apunta con un cuiqui.

El perro flaco que huye de una amenaza lo lleva a pensar en Rambo y Killer. La posibilidad de que hayan muerto aviva su añoranza por las noches de su infancia en que subía con Rafa a la azotea para verlo adiestrar a los cachorros. Después lo conducía hasta el pretil para que oyera la forma en que, desde las alturas, insultaba a las muchachas:

Chaparrita, pst, chaparrita; mira mira lo que se me estira...

En un rápido balance de sus afectos, Sixto identifica a Rafael como su único amigo: él lo descubrió agazapado en un quicio, se condolió de su aspecto miserable y lo llevó con La Señito para que lo dejara vivir en uno de los cuartos de la azotea. Después lo presentó en el mercado y consiguió que el vendedor de coronas de muerto lo tomara como ayudante. Sixto es feliz al recordar que cuando su patrón se distraía, él sacaba de las ofrendas una flor para salvarla del triste destino que aguardaba a los otros nardos y azucenas: secarse en los camposantos.

Pese a la diferencia de edades, Rafa lo trató siempre con respeto y nunca le mostró curiosidad por saber lo que otros le preguntaban:

¿En serio no conoces a tus padres? ¿Qué se siente vivir en un hospicio? ¿Nadie quiso adoptarte? ¿Tienes hermanos?

Aborrecía sobre todo esta pregunta y espera jamás volver a oírla. Le recuerda su desesperación cuando vio que una señora tomaba de la mano a Joaquín mientras él permanecía en el locutorio del hospicio. Quiso saber adónde se llevaban a su hermano y no obtuvo respuesta. Su impotencia y su desamparo, convertidos en llanto, vencieron el adusto silencio de la madre Adelaida:

Aquí no podemos tenerlos a los dos. Da gracias a Nuestro Señor de que hayamos encontrado lugar para ti. Ya veremos si después hay manera de que te reúnas con él.

Sixto nunca volvió a ver a Joaquín y en cinco años sólo tuvieron dos breves conversaciones telefónicas: una desde el asilo en Lagos de Moreno, y otra desde una terminal:

Me escapé. Un señor que me vio haciendo talacha en la refaccionaria me dijo que puede llevarme a Tijuana para que le ayude en su negocio. Va a comprarme el boleto y todo. Nomás que sepa dónde voy a vivir, te hablo para darte la dirección.

La hazaña de su hermano lo llevó a interesarse más en las conversaciones de sus compañeros en el hospicio. De distintas edades, pelones, tiñosos, con las ropas muy estrechas o demasiado amplias, hartos de la sopa turbia que les servían las galopinas, sólo hablaban de de un tema: huir.

Las responsables del comedor eran dos "mayoras": Leopolda y Saturnina. Mientras servían cucharazos de comida en los tazones de peltre, eran capaces de advertir en la expresión de los huérfanos hasta el mínimo gesto de repugnancia:

¿No te gusta? Pues te quedas sin tragar hasta mañana. Lárgate al patio. A ver: si hay otro príncipe al que le desagrade la sopa, que levante la mano.

Una bocanada amarga inunda la boca de Sixto. Presiente el vómito, se acerca al arroyo y con la cabeza inclinada espera deshacerse de la carga que lo envenena. Con la manga de su chamarra se limpia el sudor que le empapa la cara y sigue caminando. En el zaguán de una vecindad descubre a una niña de pantalones entallados restregándose contra el cuerpo de un hombre. Incómodo por su presencia, el desconocido lo reta:

¿Se te perdió algo, pendejo?

Sixto niega con la cabeza y remprende la marcha. Lo asalta el deseo de regresar e interrumpir a la pareja para aclararle que sí perdió algo: su calle de la infancia, la calle con que soñó mil veces mientras permanecía en los campos extranjeros inclinado cortando, empacando, fundiéndose al rayo del sol, agrietándose al golpe de las ráfagas heladas. Por las noches, en el galerón compartido con otros 40 trabajadores, el cansancio le impedía dormir. Para hacer menos crueles las horas de insomnio, se imaginaba caminando por Todosantos.

Esa calle anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en edificios o en ruinas; donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.

Sixto se detiene para ver a los niños. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su desesperanza.

Suspira aliviado cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.

¿Qué estás mirando, escuincle puñetero? ¡Sácate ya!

Recobra el optimismo. Si está en pie el hotel, es muy posible que también lo estén la joyería Cleopatra y la fonda Beba's. Recuerda a la dueña corpulenta, chapeada, bigotona, caldosa. Así la apodaban los choferes que hacían talacha en plena calle.

El aleteo embozado de las palomas lo invita a detenerse en el atrio de Santa Brígida. La iglesia está idéntica a como la dejó, sólo que junto a sus puertas labradas ahora hay un niño que toca el violín y cuatro limosneros en vez de uno. Todos lo apodaban Garabato por el retorcimiento de sus brazos y piernas.

Cuando, antes de las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no soportar el olor que a esas horas rezumaba el cuerpo del mendigo.

Lo alegra la posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido explotador de Garabato.

Recuerda que un día antes de irse a Estados Unidos fue a la iglesia para rezarle al Cristo de las Maravillas. Le prometió que, en cuanto regresara, volvería a visitarlo y a llevarle un milagro de oro si lo ayudaba a encontrar a Joaquín. Se siente estúpido por haber alentado semejante esperanza.

Decide cumplir al menos la mitad de su promesa y entra en Santa Brígida. La nave está desierta. Elige la primera banca pero no sabe qué hacer. Oye pasos. Se vuelve y mira a un muchacho que va directo hacia el Cristo de las Maravillas. Adivina que el joven está a punto de irse al "otro lado" con la esperanza de conseguir trabajo y quizá también con el anhelo de localizar a un hermano del que hace muchos años no tiene noticias. Sólo la iglesia y la miseria no han cambiado en Todosantos.

 Fuente: https://www.jornada.com.mx/2005/02/06/index.php?section=sociedad&article=044n1soc


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