Rosario Castellanos
A continuación, te presento un
cuento para adultos de Rosario Castellanos, una de las autoras más influyentes
en la literatura mexicana femenina, se desempeñó en teatro, ensayo, relato,
novela y poesía (siendo esta última donde adquirió más notoriedad). También puedes
escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.
Lección de cocina es un cuento de
Rosario Castellanos que explora las dinámicas de género y la identidad femenina
a través de la metáfora de la cocina. Castellanos plasma entre líneas su
feminismo, esconde a la mujer completa detrás de una de oficio. Este cuento
para adultos es uno de los cuatro textos que integran Álbum de familia, en éste
se nos presenta un monólogo de una mujer recién casada, que su único conflicto
aparente es el de cocinar, pero en realidad es la búsqueda de la identidad de
la mujer en este nuevo entorno que se le presenta. Un conflicto que conlleva el
desprendimiento de su antiguo “yo” y la adjudicación de uno nuevo. Es decir, una
mujer que ahora se tiene que enfrentar a nuevos retos, y ha de dejar ir sus
destrezas, destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras, como por ejemplo,
elegir el menú.
Lección de cocina
La cocina resplandece de
blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse
a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien
esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos
en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las
afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me
importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí.
En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve
extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en
destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el
menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la
sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi
estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas
que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles:
la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la
suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la
celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para
la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes
y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un
libro al azar y leo: “La cena de don Quijote.” Muy literario pero muy
insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de
despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc.,
etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los
puentes. “Pajaritos de centro de cara.” Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un
centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible.
“Bigos a la rumana.” Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo
supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque
sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la realidad
debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de
escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear
una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario.
Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a
enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado
nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido
nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una
imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo
para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero
justicieramente.
Abro el compartimiento del
refrigerador que anuncia “carnes” y extraigo un paquete irreconocible bajo su
capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el
cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar.
Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de
ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja.
Y no es sólo el exceso de lógica
el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el
color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si
estuviera a punto de echarse a sangrar.
Del mismo color teníamos la
espalda, mí marido y yo después de las orgiásticas asoleadas en las playas de
Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca
abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita
mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de
Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas y se volvió a
callar”. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del
mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de
placer. El gemido clásico. Mitos, mitos.
Lo mejor (para mis quemaduras, al
menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos —no muy
sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir—
el nylon de mi camisón de desposada resbalaba en un fraudulento esfuerzo por
parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos
que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta
noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente
simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a
consumar su significado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora
están vencidos por la fatiga.
Unos párpados que se cierran y he
aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sin otro desenlace que
el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del
acantilado al suicidio.
Pero es mentira. Yo no soy el
sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un
cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia
posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el
que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me
abandonen, me desamen.
Yo también soy una conciencia que
puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La
carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y
ahora me resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin
darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que...
No nacimos juntos. Nuestro
encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo.
Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos
en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió
nuestra perpleja y hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque
era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta
idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de
las buenas intenciones, manifestación de propósitos “serios”. Hace un año yo no
tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos
entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo,
ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que
lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan
terrible como un sacramento.
Así que permanezco inmóvil,
respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única
joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la
muerte.
Bajo el breve diluvio de pimienta
la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como
si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias.
Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es
mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama yo permanezco
sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será
la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave,
definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún
rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es
la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y
sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo.
Y bien, acepto mientras nos
encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose), es verdad que en
el contacto o colisión con él he sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y
sé, no sentía y siento, no era y soy.
Habrá que dejarla reposar así.
Hasta que ascienda a la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los
sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido
calcular bien de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por
pereza, no soy carnívora. Él, por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi
todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean
en torno mío va a acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los
desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida
conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un
platillo tan anodino como la carne asada.
Gracias, murmuro, mientras me
limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa
transparente, por la aceituna sumergida. Gracias haberme abiertola jaula de una
rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos
y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de
lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar el interior del
templo, exaltada por la música del órgano. Gracias por...
¿Cuánto tiempo se tomará para
estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado.porque hay que ponerla
al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco?
¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone
una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero no poseo, un sentido sin el
que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a
punto.
¿Y tú? ¿No tienes nada que
agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una
precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi
virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un
planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar
que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad
sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla
me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su
rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de
la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando.
No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me
petrifica en un gesto estatuario.
¿Acechas mi tránsito a la
fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza
y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a
la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus
aventuras. No será indispensable —gracias a mi temperamento— que me cebes, que
me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de
la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu
cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de
nombres ajenos, de fechas memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera
susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees.
Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu
esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del
pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no
obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte.
No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis.
Pero es falsa.
Esta carne tiene una dureza y una
consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. De esos que
se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los
campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental
que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la
menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y
yo tengo a mi disposición un plazo de…
¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor?
No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que
avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo
e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas
sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del
saco, el pan está quemado, el café frío.
Yo rumiaré, en silencio, mi
rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para
todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la
alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día
libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al
sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el
jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de
ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los
amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que
controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis,
que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y
que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las
juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de
clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la
emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las
camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a
pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y
lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes.
¿No sería oportuno prender la
estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador
“que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se
pegue”. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas
recomendaciones las páginas de un libro.
Y yo, soy muy torpe. Ahora se
llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha
encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de
vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los
ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas.
El aceite está empezando a
hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea y salta y me quema.
Así voy a quemarme yo en los apretados infiernos por mi culpa, por mi
grandísima culpa. Pero niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio
hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la
penitencia, la perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido
frecuentándolas me sujetarían ahora a un interrogatorio. Las casadas para
cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse.
Imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes,
transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras
entonces no te reconocerías, Casanova!
Dejo caer la carne sobre la
plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha
cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo
creyendo que es demasiado grande.
Y no es que me hayas defraudado.
Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos
mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos,
aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes
perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá
en la pantalla la palabra “fin”.
¿Qué pasa? La carne se está
encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de
su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más
grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito.
Para la siguiente película me
gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No,
hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa
(diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un
apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la
divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de
ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano al través de los
grandes ventanales de su estudio.
Ah, el color de la carne es ahora
mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza.
Pero lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser suficiente para
los dos? La estoy viendo muy pequeña.
Si ahora mismo me arreglara,
estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la
calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con
automóvil y todo. Maduro. Retirado. El único que a estas horas puede darse el
lujo de andar de cacería.
¿Qué rayos pasa? Esta maldita
carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle
dado vuelta! Quemada de un lado. Menos mal que tiene dos.
Señorita, si usted me
permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no
debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante.
Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan
de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio.
Síg-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente
distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido,
que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de
todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme.
¿Y ahora qué? A esta carne su
mamá no le enseñó que era carne y que debería de comportarse con conducta. Se
enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando
tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón.
Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para
que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a
la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a
comer fuera.
Es una posibilidad. Nosotros
examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne
carbonizada, yacería, oculto, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría
mucho de no mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco
irresponsable, con proclividades a la frivolidad, pero no como una tarada. Ésta
es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después
consecuente con ella, aunque sea inexacta.
Hay otra posibilidad. No abrir la
ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y
cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga
que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi
compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es
tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme?
Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en la etapa de no
agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus
propias experiencias. Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par
de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... .ja, ja, ja.
¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa,
digo, en una cocinera fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más
tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda suelta a sus
instintos maternales y echó a perder con sus mimos...
No, no le va a hacer la menor
gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por
condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones.
Pero no es verdad, no es verdad.
Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían
una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los
pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora.
Recapitulemos. Aparece, primero
el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone
más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está
tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es
cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente
expuesto al fuego, se consume hasta que no queden ni rastros de él. Y el trozo
de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe.
¿Entonces? Mi marido también da
la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco,
cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan
lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y
bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no voy a caer en esa trampa: la
del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada.
Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la
carne.
La carne no ha dejado de existir.
Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible
para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que ha dado
el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi
conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome,
determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.
Yo seré, de hoy en adelante, lo
que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada,
hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia las
reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá
dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha
arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé
con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo.
Si asumo la otra actitud, si soy
el caso típico, la femineidad que solicita indulgencia para sus errores, la
balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la
competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que,
en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis
antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios sino para asentir, y
lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. La
receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me
basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ella confirmará mi
certidumbre.
Sólo que me repugna actuar así.
Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a
mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a
cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común
aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara
avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la
clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué
consecuencias acarrearía asumirlo?
Si insisto en afirmar mi versión
de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en
mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la
locura.
Nuestra convivencia no podrá ser
más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún
conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo le
plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades
de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar
hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el
sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más
que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el
Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo
muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo...
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