viernes, 28 de marzo de 2025

Un cuento maravilloso de Clarín

 

Una obra excepcional de Clarín

A continuación, te presento un cuento para adultos, El dúo de la tos de Leopoldo Alas (Clarin), uno de los mejores novelistas del S XIX.  Un relato que fusiona originalidad, agudeza intelectual y maestría narrativa, una combinación que da lugar a esta obra excepcional.  

En un hotel frío y anónimo, dos huéspedes solitarios ocupan habitaciones cercanas: un hombre en la número 36 y una mujer en la 32. En la oscuridad de la noche, ambos perciben la presencia del otro a través de su tos, sintiendo una extraña conexión en medio de su aislamiento.

Mientras la noche avanza, sus pensamientos se entrelazan en un diálogo silencioso, imaginando el consuelo que podrían darse mutuamente. Sin embargo, la realidad del amanecer trae consigo una nueva perspectiva y la rutina de la vida continúa su curso.

Asimismo, el cuento refleja el aislamiento, la enfermedad y la inevitabilidad de la muerte. Clarín utiliza la metáfora de la tos como un dúo, un lenguaje trágico que une a dos almas condenadas. 

Además, el cuento critica la indiferencia social hacia los enfermos y la fugacidad de los lazos humanos en una sociedad individualista. A pesar de la conexión emocional entre los protagonistas, el pragmatismo y la resignación prevalecen.

Es una historia profundamente melancólica sobre la soledad existencial y la imposibilidad de encontrar consuelo en un mundo indiferente. También puedes escuchar este relato en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

 El dúo de la tos de Clarín

El gran hotel del Águila tiende su enorme sombra sobre las aguas dormidas de la dársena. Es un inmenso caserón cuadrado, sin gracia, de cinco pisos, falansterio del azar, hospicio de viajeros, cooperación anónima de la indiferencia, negocio por acciones, dirección por contrata que cambia a menudo, veinte criados que cada ocho días ya no son los mismos, docenas y docenas de huéspedes que no se conocen, que se miran sin verse, que siempre son otros y que cada cual toma por los de la víspera. «Se está aquí más solo que en la calle, tan solo como en el desierto», piensa un bulto, un hombre envuelto en un amplio abrigo de verano, que chupa un cigarro apoyándose con ambos codos en el hierro frío de un balcón, en el tercer piso. En la obscuridad de la noche nublada, el fuego del tabaco brilla en aquella altura como un gusano de luz. A veces aquella chispa triste se mueve, se amortigua, desaparece, vuelve a brillar. «Algún viajero que fuma», piensa otro bulto, dos balcones más a la derecha, en el mismo piso. Y un pecho débil, de mujer, respira como suspirando, con un vago consuelo por el indeciso placer de aquella inesperada compañía en la soledad y la tristeza.

«Si me sintiera muy mal, de repente; si diera una voz para no morirme sola, ese que fuma ahí me oiría», sigue pensando la mujer, que aprieta contra un busto delicado, quebradizo, un chal de invierno, tupido, bien oliente. «Hay un balcón por medio; luego es en el cuarto número 36. A la puerta, en el pasillo, esta madrugada, cuando tuve que levantarme a llamar a la camarera, que no oía el timbre, estaban unas botas de hombre elegante». De repente desapareció una claridad lejana, produciendo el efecto de un relámpago que se nota después que pasó. «Se ha apagado el foco del Puntal», piensa con cierta pena el bulto del 36, que se siente así más solo en la noche. «Uno menos para velar; uno que se duerme.»

Los vapores de la dársena, las panzudas gabarras sujetas al muelle, al pie del hotel, parecen ahora sombras en la sombra. En la obscuridad el agua toma la palabra y brilla un poco, cual una aprensión óptica, como un dejo de la luz desaparecida, en la retina, fosforescencia que padece ilusión de los nervios. En aquellas tinieblas, más dolorosas por no ser completas, parece que la idea de luz, la imaginación recomponiendo las vagas formas, necesitan ayudar para que se vislumbre lo poco y muy confuso que se ve allá abajo. Las gabarras se mueven poco más que el minutero de un gran reloj; pero de tarde en tarde chocan, con tenue, triste, monótono rumor, acompañado del ruido de la mar que a lo lejos suena, como para imponer silencio, con voz de lechuza. El pueblo, de comerciantes y bañistas, duerme; la casa duerme. El bulto del 36 siente una angustia en la soledad del silencio y las sombras.

De pronto, como si fuera un formidable estallido, le hace temblar una tos seca, repetida tres veces como canto dulce de codorniz madrugadora, que suena a la derecha, dos balcones más allá. Mira el del 36, y percibe un bulto más negro que la obscuridad ambiente, del matiz de las gabarras de abajo. «Tos de enfermo, tos de mujer.» Y el del 36 se estremece, se acuerda de sí mismo; había olvidado que estaba haciendo una gran calaverada, una locura. ¡Aquel cigarro! Aquella triste contemplación de la noche al aire libre. ¡Fúnebre orgía! Estaba prohibido el cigarro, estaba prohibido abrir el balcón a tal hora, a pesar de que corría agosto y no corría ni un soplo de brisa. «¡Adentro, adentro!» ¡A la sepultura, a la cárcel horrible, al 36, a la cama, al nicho!» Y el 36, sin pensar más en el 32, desapareció, cerró el balcón con triste rechino metálico, que hizo en el bulto de la derecha un efecto melancólico análogo al que produjera antes el bulto que fumaba la desaparición del foco eléctrico del Puntal.

«Sola del todo», pensó la mujer, que, aún tosiendo, seguía allí, mientras hubiera aquella compañía... compañía semejante a la que se hacen dos estrellas que nosotros vemos, desde aquí, juntas, gemelas, y que allá en lo infinito, ni se ven ni se entienden. Después de algunos minutos, perdida la esperanza de que el 36 volviera al balcón, la mujer que tosía se retiró también; como un muerto que en forma de fuego fatuo respira la fragancia de la noche y se vuelve a la tierra.

Pasaron una, dos horas. De tarde en tarde hacia dentro, en las escaleras, en los pasillos, resonaban los pasos de un huésped trasnochador; por las rendijas de la puerta entraban en las lujosas celdas, horribles con su lujo uniforme y vulgar, rayos de luz que giraban y desaparecían. Dos o tres relojes de la ciudad cantaron la hora; solemnes campanadas precedidas de la tropa ligera de los cuartos, menos lúgubres y significativos. También en la fonda hubo reloj que repitió el alerta. Pasó media hora más. También lo dijeron los relojes. «Enterado, enterado», pensó el 36, ya entre sábanas; y se figuraba que la hora, sonando con aquella solemnidad, era como la firma de los pagarés que iba presentando a la vida su acreedor, la muerte. Ya no entraban huéspedes. A poco, todo debía morir. Ya no había testigos; ya podía salir la fiera; ya estaría a solas con su presa.

En efecto; en el 36 empezó a resonar, como bajo la bóveda de una cripta, una tos rápida, enérgica, que llevaba en sí misma el quejido ronco de la protesta. «Era el reloj de la muerte», pensaba la víctima, el número 36, un hombre de treinta años, familiarizado con la desesperación, solo en el mundo, sin más compañía que los recuerdos del hogar paterno, perdidos allá en lontananzas de desgracias y errores, y una sentencia de muerte pegada al pecho, como una factura de viaje a un bulto en un ferrocarril. Iba por el mundo, de pueblo en pueblo, como bulto perdido, buscando aire sano para un pecho enfermo; de posada en posada, peregrino del sepulcro, cada albergue que el azar le ofrecía le presentaba aspecto de hospital. Su vida era tristísima y nadie le tenía lástima. Ni en los folletines de los periódicos encontraba compasión. Ya había pasado el romanticismo que había tenido alguna consideración con los tísicos. El mundo ya no se pagaba de sensiblerías, o iban éstas por otra parte. Contra quien sentía envidia y cierto rencor sordo el número 36 era contra el proletariado, que se llevaba toda la lástima del público. -El pobre jornalero, ¡el pobre jornalero! -repetía, y nadie se acuerda del pobre tísico, del pobre condenado a muerte del que no han de hablar los periódicos. La muerte del prójimo, en no siendo digna de la Agencia Fabra, ¡qué poco le importa al mundo! Y tosía, tosía, en el silencio lúgubre de la fonda dormida, indiferente como el desierto. De pronto creyó oír como un eco lejano y tenue de su tos... Un eco... en tono menor. Era la del 32. En el 34 no había huésped aquella noche. Era un nicho vacío.

La del 32 tosía, en efecto; pero su tos era... ¿cómo se diría? Más poética, más dulce, más resignada. La tos del 36 protestaba; a veces rugía. La del 32 casi parecía un estribillo de una oración, un miserere, era una queja tímida, discreta, una tos que no quería despertar a nadie. El 36, en rigor, todavía no había aprendido a toser, como la mayor parte de los hombres sufren y mueren sin aprender a sufrir y a morir. El 32 tosía con arte; con ese arte del dolor antiguo, sufrido, sabio, que suele refugiarse en la mujer. Llegó a notar el 36 que la tos del 32 le acompañaba como una hermana que vela; parecía toser para acompañarle. Poco a poco, entre dormido y despierto, con un sueño un poco teñido de fiebre, el 36 fue transformando la tos del 32 en voz, en música, y le parecía entender lo que decía, como se entiende vagamente lo que la música dice. La mujer del 32 tenía veinticinco años, era extranjera; había venido a España por hambre, en calidad de institutriz en una casa de la nobleza. La enfermedad la había hecho salir de aquel asilo; le habían dado bastante dinero para poder andar algún tiempo sola por el mundo, de fonda en fonda; pero la habían alejado de sus discípulas. Naturalmente. Se temía el contagio. No se quejaba. Pensó primero en volver a su patria. ¿Para qué? No la esperaba nadie; además, el clima de España era más benigno. Benigno, sin querer. A ella le parecía esto muy frío, el cielo azul muy triste, un desierto. Había subido hacia el Norte, que se parecía un poco más a su patria. No hacía más que eso, cambiar de pueblo y toser. Esperaba locamente encontrar alguna ciudad o aldea en que la gente amase a los desconocidos enfermos. La tos del 36 le dio lástima y le inspiró simpatía. Conoció pronto que era trágica también. «Estamos cantando un dúo», pensó; y hasta sintió cierta alarma del pudor, como si aquello fuera indiscreto, una cita en la noche. Tosió porque no pudo menos; pero bien se esforzó por contener el primer golpe de tos. La del 32 también se quedó medio dormida, y con algo de fiebre; casi deliraba también; también trasportó la tos del 36 al país de los ensueños, en que todos los ruidos tienen palabras. Su propia tos se le antojó menos dolorosa apoyándose en aquella varonil que la protegía contra las tinieblas, la soledad y el silencio. «Así se acompañarán las almas del purgatorio.» Por una asociación de ideas, natural en una institutriz, del purgatorio pasó al infierno, al del Dante, y vio a Paolo y Francesca abrazados en el aire, arrastrados por la bufera infernal.

La idea de la pareja, del amor, del dúo, surgió antes en el número 32 que en el 36. La fiebre sugería en la institutriz cierto misticismo erótico; ¡erótico!, no es ésta la palabra. ¡Eros! El amor sano, pagano ¿qué tiene aquí que ver? Pero en fin, ello era amor, amor de matrimonio antiguo, pacífico, compañía en el dolor, en la soledad del mundo. De modo que lo que en efecto le quería decir la tos del 32 al 36 no estaba muy lejos de ser lo mismo que el 36, delirando, venía como a adivinar. «¿Eres joven? Yo también. ¿Estás solo en el mundo? Yo también. ¿Te horroriza la muerte en la soledad? También a mí. ¡Si nos conociéramos! ¡Si nos amáramos! Yo podría ser tu amparo, tu consuelo. ¿No conoces en mi modo de toser que soy buena, delicada, discreta, casera, que haría de la vida precaria un nido de pluma blanda y suave para acercarnos juntos a la muerte, pensando en otra cosa, en el cariño? ¡Qué solo estás! ¡Qué sola estoy! ¡Cómo te cuidaría yo! ¡Cómo tú me protegerías! Somos dos piedras que caen al abismo, que chocan una vez al bajar y nada se dicen, ni se ven, ni se compadecen... ¿Por qué ha de ser así? ¿Por qué no hemos de levantarnos ahora, unir nuestro dolor, llorar juntos? Tal vez de la unión de dos llantos naciera una sonrisa. Mi alma lo pide; la tuya también. Y con todo, ya verás cómo ni te mueves ni me muevo.» Y la enferma del 32 oía en la tos del 36 algo muy semejante a lo que el 36 deseaba y pensaba: Sí, allá voy; a mí me toca; es natural. Soy un enfermo, pero soy un galán, un caballero; sé mi deber; allá voy. Verás qué delicioso es, entre lágrimas, con perspectiva de muerte, ese amor que tú sólo conoces por libros y conjeturas. Allá voy, allá voy... si me deja la tos... ¡esta tos!... ¡Ayúdame, ampárame, consuélame! Tu mano sobre mi pecho, tu voz en mi oído, tu mirada en mis ojos...»

Amaneció. En estos tiempos, ni siquiera los tísicos son consecuentes románticos. El número 36 despertó, olvidado del sueño, del dúo de la tos. El número 32 acaso no lo olvidara; pero ¿qué iba a hacer? Era sentimental la pobre enferma, pero no era loca, no era necia. No pensó ni un momento en buscar realidad que correspondiera a la ilusión de una noche, al vago consuelo de aquella compañía de la tos nocturna. Ella, eso sí, se había ofrecido de buena fe; y aun despierta, a la luz del día, ratificaba su intención; hubiera consagrado el resto, miserable resto de su vida, a cuidar aquella tos de hombre... ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¡Bah! Como tantos otros príncipes rusos del país de los ensueños. Procurar verle... ¿para qué? Volvió la noche. La del 32 no oyó toser. Por varias tristes señales pudo convencerse de que en el 36 ya no dormía nadie. Estaba vacío como el 34.

En efecto; el enfermo del 36, sin recordar que el cambiar de postura sólo es cambiar de dolor, había huido de aquella fonda, en la cual había padecido tanto... como en las demás. A los pocos días dejaba también el pueblo. No paró hasta Panticosa, donde tuvo la última posada. No se sabe que jamás hubiera vuelto a acordarse de la tos del dúo. La mujer vivió más: dos o tres años. Murió en un hospital, que prefirió a la fonda; murió entre Hermanas de la Caridad, que algo la consolaron en la hora terrible. La buena psicología nos hace conjeturar que alguna noche, en sus tristes insomnios, echó de menos el dúo de la tos; pero no sería en los últimos momentos, que son tan solemnes. O acaso sí.

 

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Cristina Pacheco

Si te gustan los cuentos, te recomiendo unos relatos maravillosos de Cristina Pachecodestacada periodista, escritora y narradora mexicana. 

sábado, 22 de marzo de 2025

Los mejores relatos para adultos de Cristina Pacheco

 

El viaje sin retorno en la obra de Cristina Pacheco

A continuación, te presento dos relatos para adultos de Cristina Pacheco, destacada periodista, escritora y narradora, cuya voz se ha consolidado como una de las más perdurables en la crónica de la Ciudad de México (véase aquí su biografía) Los relatos Golden Chicken y La vuelta del emigrante forman parte de Mar de historias, una antología que recopila algunos de sus mejores textos publicados en La Jornada a lo largo de más de tres décadas. Estos dos relatos son considerados de los más representativos de esta recopilación y puedes escucharlos en mi canal de YouTube. 

Este libro reúne dieciséis relatos de gran belleza y hondura emocional, que exploran la vida en la frontera entre México y Estados Unidos. A través de los áridos paisajes del desierto de Arizona y el cauce del río Bravo, Pacheco retrata con maestría el dolor, la esperanza y la lucha de quienes cruzan esos territorios, ya sea con la posibilidad de regresar o con la certeza de un viaje sin retorno. Con una prosa ágil e intensa, donde la crónica y el cuento se entrelazan, la autora construye un retrato entrañable de un México auténtico, capaz de conmovernos y asombrarnos.

 

Ecos de la frontera y la lucha por la dignidad

La realidad que Cristina Pacheco retrata en Mar de historias sigue siendo dolorosamente vigente en la actualidad. La crisis migratoria en Estados Unidos ha alcanzado niveles críticos, con medidas cada vez más restrictivas y un trato muchas veces inhumano hacia los extranjeros que buscan una vida mejor. Las historias de quienes cruzan la frontera, marcadas por el sufrimiento, la incertidumbre y la lucha por la dignidad, se reflejan en los relatos de Pacheco, que capturan la esencia de una migración que no cesa y que continúa revelando las profundas desigualdades y desafíos de nuestro tiempo.

 

Golden Chicken

I

Es domingo. Se anuncia una noche fría. La neblina comienza a descender sobre la carretera y rodea los automóviles con un aura irreal. José experimenta una nostalgia que está a punto de convertirse en llanto. Con las manos en los bolsillos, apenas se vuelve hacia el interior de la vivienda --chata y gris, como todas las que fueron construidas por los mexicanos a la orilla del río: ``Pero si es nomás un arroyo y ni está hondo: cualquiera puede atravesarlo a pie. Yo creo que a uno se le hace la gran cosa nomás porque la vida cambia tanto de un lado a otro: como del cielo a la tierra...''

 

Esta reflexión lo lleva a verse a sí mismo, años atrás, cuando semidesnudo, con las piernas envueltas en plásticos negros, tembloroso de pánico y de frío atravesó por primera vez el Bravo. La imagen es tan viva que cree oír de nuevo gritos, sirenas, rezos, maldiciones, gemidos y sobre todo eso, el amenazante carraspeo de los helicópteros. José nunca supo explicarse cómo, si casi todos sus compañeros en aquella aventura fueron deportados, él logró escapar a la persecución. Rezo por tí todas las noches, José. Cada domingo me voy hasta La Villa y te encomiendo mucho a la Virgen. Ya sé que te me has vuelto medio hereje, pero con todo y eso te pido por favor que cuando vengas para acá le traigas a nuestra santa patrona un recuerdo: una vela, un milagro, una estampita. La cosa es que ella vea que no te volviste protestante ni malagradecido. Procúrala, acuérdate que cuando yo no estoy ella hace las veces de tu madre.

II

La bruma, la oscuridad, la voz de Pedro Infante -que en la televisión declama una vez más sus promesas de amor- hacen que aumente el desconsuelo que hostiga a José desde que vive en Isleta. En realidad no mira la escena. A cada momento observa el reloj y suspira: ``Le cuelga pa' que los batos regresen''.

A José no le gusta que sus hijos salgan. Sabe que esta vez, como tantas otras, habría podido impedirles que se fueran pretextando cualquier cosa; pero luego de meditar se dijo: ``Será mejor que se vayan acoplando el estilo de aquí porque, como están las cosas, quién sabe cuándo podremos regresar a Guanajuato. Preferible que traten con güeros y no que sigan juntándose con chúntaros y nacos''.

Las piernas le hormiguean. Se levanta, vuelve a la puerta de la casa y mira hacia el camino: ``Voy a prenderles la luz del porche'', murmura José sin que le moleste pronunciar el término porche como ocurría al principio de su estancia en Texas. Al reflexionar se da cuenta de que no tiene ninguna otra alternativa en su memoria y no sabe si sería capaz de decir lo mismo con otras palabras: ``Chingao, cómo cambia uno: al rato no voy a hablar inglés ni tampoco español...''

El ansia de volver a Guanajuato se agudiza cuando ve que le faltan las palabras de antes, de cuando era niño, de cuando estaba en Santa Rosa con su gente. Convencido de que Lucy y sus hijos no llegarán tan pronto como él quiere, vuelve a la casa para sentarse frente a la mesa donde sus hijos hacen el jomguorc. Toma un ``Legal Pad'' de hojas amarillas y escribe la fecha. Quiere redactar la carta que desde hace meses le debe a su madre y siempre olvida o posterga: ``Al principio me daba pena contarle mis batallas, decirle que no tenía trabajo, que estaba muy lejos de cumplirle mis promesas o de realizar mis sueños...''

Ahora que José está dispuesto a escribir se detiene porque lo asaltan ciertas dudas: ``Con lo mal que anda el correo a lo mejor ni le llega la carta; luego, qué tal si la jefa va recibiéndola a medio año y yo aquí, contándole de que se siente bonita la llegada de la primavera. Dirá que su hijo está loco. No, yo creo que mejor le pego un telefonazo. Lo malo es que luego, cuando oye mi voz, se pone nerviosa, dice que no me oye, le da por llorar y eso sí no lo aguanto.''

Atrapado en sus deducciones, José regresa a su propósito inicial: ``Prometí que escribiría y tengo que hacerlo.''

III

Han pasado veinte minutos desde que José redactó la fecha y las primeras frases. Son idénticas a las que encabezaban las cartas que su hermano Gildardo les mandaba a Guanajuato desde la ciudad de México: ``Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud como yo por acá, a Dios gracias...''

José relee lo que escribió. Sabe que debe continuar pero no se le ocurre nada más. Golpea el papel con la punta del lápiz, como si de ella pudieran salir las palabras que necesita. Cierra los ojos. Imagina a su madre sola, parada en la puerta de su casa y mirando calle abajo con la esperanza de ver al cartero. ``Pobrecilla, estará bien preocupada. Y es que allá, entre nosotros, eso de que no nius gud nius no cuenta. Somos gente que habla claro y va derecho a lo que te truje...''

Contento de reaccionar con palabras y actitudes ``de antes'', José recobra la seguridad, enciende un cigarro y con su mejor caligrafía comienza el segundo párrafo:

``Jefa chula. Como es domingo, la Lucy se llevó a los niños a la compra. Después irán a la casa de unos amigos que hoy tienen su parti o sea una fiesta. Aquí son medio desabridas. A los chavales les dan chocolate y donas. ¿Sabe qué se me antojó ahorita que le estaba platicando de estas cosas? Pues comerme uno de aquellos famosos churros de ``El Moro''. Acuérdese: cuando íbamos al centro usted me los compraba. Entonces era yo un chamaquillo y, para que vea lo que son las cosas, nunca he olvidado a qué sabían los dichosos churros. Cuando vaya a México, muy pronto, pienso invitarla al ``Moro''. Ha de saber que desde hace tres meses tengo una chamba muy buena. No se apure, ya no ando en los campos ni en la fábrica de bulbos; me salí porque una noche un capataz me llamó gallina y me escupió. Pensé que si volvía a hacérmelo iba a matarlo y aquí, eso de tocar a un gringo aunque sea con el pétalo de una rosa es algo muy serio... Me gusta mi trabajo: es fácil, me pagan bien y lo mejor es que para ir y volver tomo nada más dos trocas. ¿Ve cómo voy saliendo adelante? Eso se lo debemos a la Virgen porque ahorita, como están las cosas por acá en contra de todos los mexicanos, acomodarse en un trabajo es un milagro. ¿Qué noticias tiene de Gildardo?

IV

José pone el primer punto en la página que pretende sustituir a la conversación. Esa mancha lo atrapa, lo devora, lo atrae hacia el fondo de un pozo en cuyo fondo ve la realidad. El hombre procura destruirla y recuperar el hilo de sus pensamientos; pero no lo consigue. Cuando al fin logra levantar los ojos, José mira el uniforme de plumas amarillas que usa diariamente, a lo largo de las ocho horas en que permanece a las puertas del Golden Chicken --un restaurante especializado en pollo al horno-- para atraer a la clientela infantil mediante saltos, maromas y suertes.

José aprieta las mandíbulas y sigue escribiendo, como si al convencer a su madre, pudiese convencerse a sí mismo de que su dicha y su prosperidad son ciertas y no cosas inventadas y amargas que lo empequeñecen y humillan: ``Como usted podrá imaginarse tengo un jefe: mister Ferguson. Aunque aquí la gente no es tan comunicativa como nosotros, me he dado cuenta de que me estima y aprecia mi trabajo porque sabe que vale.''

José interrumpe la escritura de nuevo. La mención de ese nombre --mister Ferguson-- es otra fisura por donde comienzan a filtrarse ciertas risas, frases y el timbre de la voz más odiada por él: Jousé no ser uno gallina sino un pollou valiente y mexicano. Jousé sonríe, levanta alas, brinca alto y más alto como volar. Jousé ponerles caras chistosas a niños tragantes. Jousé no roto el traje porque si no, I'm sorry, he'll pay. Oh yes: pagará daños o pierde la chambita y eso, no good in springtime.

 

Fuente: https://www.jornada.com.mx/1996/05/05/mar.html

 

La vuelta del emigrante

¡Va el golpe, va por'ai!

Sixto sube a la banqueta a tiempo para no ser arrollado. Mientras el diablero se aleja, él se pregunta si realmente estará caminando por Todosantos. Hace apenas ocho años que salió de aquí y ahora tiene que esforzarse para reconocer la calle: parece más angosta y sombría. Por un momento sospecha haberse equivocado y se detiene a leer la placa en una esquina: "Todosantos. Antes San Dositelo".

Atribuye su confusión al fatigoso viaje desde Oklahoma. Lo asombra pensar en la cantidad de kilómetros que recorrió de ida, en pos de un sueño; de regreso, en busca de un refugio en El Avispero.

Desde que se fue de México Sixto no tuvo ninguna comunicación con sus vecinos; sin embargo, recuerda con exactitud sus nombres y apodos. Lo intriga saber qué habrá sido del Rafa, La Señito, Maclovia, Lucha, Rodolfo, El Gorila, doña Bona. El recuerdo de la mujer opulenta y rubia lo excita y le provoca una sonrisa perversa:

¡Pinche güera! Fingía no verme asomado a la venta y se paseaba desnuda, moviendo las chichotas para calentarme. A ver si ahora como ronca duerme y se apunta con un cuiqui.

El perro flaco que huye de una amenaza lo lleva a pensar en Rambo y Killer. La posibilidad de que hayan muerto aviva su añoranza por las noches de su infancia en que subía con Rafa a la azotea para verlo adiestrar a los cachorros. Después lo conducía hasta el pretil para que oyera la forma en que, desde las alturas, insultaba a las muchachas:

Chaparrita, pst, chaparrita; mira mira lo que se me estira...

En un rápido balance de sus afectos, Sixto identifica a Rafael como su único amigo: él lo descubrió agazapado en un quicio, se condolió de su aspecto miserable y lo llevó con La Señito para que lo dejara vivir en uno de los cuartos de la azotea. Después lo presentó en el mercado y consiguió que el vendedor de coronas de muerto lo tomara como ayudante. Sixto es feliz al recordar que cuando su patrón se distraía, él sacaba de las ofrendas una flor para salvarla del triste destino que aguardaba a los otros nardos y azucenas: secarse en los camposantos.

Pese a la diferencia de edades, Rafa lo trató siempre con respeto y nunca le mostró curiosidad por saber lo que otros le preguntaban:

¿En serio no conoces a tus padres? ¿Qué se siente vivir en un hospicio? ¿Nadie quiso adoptarte? ¿Tienes hermanos?

Aborrecía sobre todo esta pregunta y espera jamás volver a oírla. Le recuerda su desesperación cuando vio que una señora tomaba de la mano a Joaquín mientras él permanecía en el locutorio del hospicio. Quiso saber adónde se llevaban a su hermano y no obtuvo respuesta. Su impotencia y su desamparo, convertidos en llanto, vencieron el adusto silencio de la madre Adelaida:

Aquí no podemos tenerlos a los dos. Da gracias a Nuestro Señor de que hayamos encontrado lugar para ti. Ya veremos si después hay manera de que te reúnas con él.

Sixto nunca volvió a ver a Joaquín y en cinco años sólo tuvieron dos breves conversaciones telefónicas: una desde el asilo en Lagos de Moreno, y otra desde una terminal:

Me escapé. Un señor que me vio haciendo talacha en la refaccionaria me dijo que puede llevarme a Tijuana para que le ayude en su negocio. Va a comprarme el boleto y todo. Nomás que sepa dónde voy a vivir, te hablo para darte la dirección.

La hazaña de su hermano lo llevó a interesarse más en las conversaciones de sus compañeros en el hospicio. De distintas edades, pelones, tiñosos, con las ropas muy estrechas o demasiado amplias, hartos de la sopa turbia que les servían las galopinas, sólo hablaban de de un tema: huir.

Las responsables del comedor eran dos "mayoras": Leopolda y Saturnina. Mientras servían cucharazos de comida en los tazones de peltre, eran capaces de advertir en la expresión de los huérfanos hasta el mínimo gesto de repugnancia:

¿No te gusta? Pues te quedas sin tragar hasta mañana. Lárgate al patio. A ver: si hay otro príncipe al que le desagrade la sopa, que levante la mano.

Una bocanada amarga inunda la boca de Sixto. Presiente el vómito, se acerca al arroyo y con la cabeza inclinada espera deshacerse de la carga que lo envenena. Con la manga de su chamarra se limpia el sudor que le empapa la cara y sigue caminando. En el zaguán de una vecindad descubre a una niña de pantalones entallados restregándose contra el cuerpo de un hombre. Incómodo por su presencia, el desconocido lo reta:

¿Se te perdió algo, pendejo?

Sixto niega con la cabeza y remprende la marcha. Lo asalta el deseo de regresar e interrumpir a la pareja para aclararle que sí perdió algo: su calle de la infancia, la calle con que soñó mil veces mientras permanecía en los campos extranjeros inclinado cortando, empacando, fundiéndose al rayo del sol, agrietándose al golpe de las ráfagas heladas. Por las noches, en el galerón compartido con otros 40 trabajadores, el cansancio le impedía dormir. Para hacer menos crueles las horas de insomnio, se imaginaba caminando por Todosantos.

Esa calle anhelada no se parece a la que ahora recorre. Las casas se convirtieron en edificios o en ruinas; donde había talleres y comercios, hay cortinas metálicas bajadas y remolinos de basura. La policlínica desapareció y se transformó en bodega de productos coreanos. El restaurante de don Luis cedió su espacio a una barra sushi. Del salón de belleza Malibú sólo queda el letrero.

Sixto se detiene para ver a los niños. Juegan en pleno arroyo, entre borrachos que hacen de su embriaguez una bandera, drogadictos que caminan como sonámbulos, ancianos harapientos que hurgan en los montones de basura, prostitutas que exhiben sus carnes y su hartazgo, vendedores que pregonan desde la angustia de su desesperanza.

Suspira aliviado cuando ve a lo lejos el letrero luminoso del hotel Cairo. Antes de emigrar trabajó allí como mandadero: subía cervezas y charolas de comida a los cuartos.

¿Qué estás mirando, escuincle puñetero? ¡Sácate ya!

Recobra el optimismo. Si está en pie el hotel, es muy posible que también lo estén la joyería Cleopatra y la fonda Beba's. Recuerda a la dueña corpulenta, chapeada, bigotona, caldosa. Así la apodaban los choferes que hacían talacha en plena calle.

El aleteo embozado de las palomas lo invita a detenerse en el atrio de Santa Brígida. La iglesia está idéntica a como la dejó, sólo que junto a sus puertas labradas ahora hay un niño que toca el violín y cuatro limosneros en vez de uno. Todos lo apodaban Garabato por el retorcimiento de sus brazos y piernas.

Cuando, antes de las seis de la mañana, Sixto salía para trabajar en el mercado, Garabato ya estaba en el atrio con la mano extendida. Muy tarde, de vuelta a El Avispero, lo veía en la misma posición y se cruzaba la calle para no soportar el olor que a esas horas rezumaba el cuerpo del mendigo.

Lo alegra la posibilidad de que Garabato haya muerto y esté libre de aquella brutal exhibición a cambio de monedas que de seguro beneficiaban a otro. La idea le despierta un odio ciego, infantil, hacia el desconocido explotador de Garabato.

Recuerda que un día antes de irse a Estados Unidos fue a la iglesia para rezarle al Cristo de las Maravillas. Le prometió que, en cuanto regresara, volvería a visitarlo y a llevarle un milagro de oro si lo ayudaba a encontrar a Joaquín. Se siente estúpido por haber alentado semejante esperanza.

Decide cumplir al menos la mitad de su promesa y entra en Santa Brígida. La nave está desierta. Elige la primera banca pero no sabe qué hacer. Oye pasos. Se vuelve y mira a un muchacho que va directo hacia el Cristo de las Maravillas. Adivina que el joven está a punto de irse al "otro lado" con la esperanza de conseguir trabajo y quizá también con el anhelo de localizar a un hermano del que hace muchos años no tiene noticias. Sólo la iglesia y la miseria no han cambiado en Todosantos.

 Fuente: https://www.jornada.com.mx/2005/02/06/index.php?section=sociedad&article=044n1soc


Relatos en YouTube

Si te gustan los relatos, te recomiendo No oyes ladrar a los perros de Juan Rulfo

 

 

lunes, 17 de marzo de 2025

No oyes ladrar a los perros, uno de los mejores cuentos de Juan Rulfo

 

Cuento de Juan Rulfo

A continuación, te presento uno de los mejores cuentos para adultos, No oyes ladrar a los perros, de Juan Rulfo considerado uno de los mejores escritores mas importantes del S.XX (véase aquí su biografía).

En este cuento, un padre lleva a su hijo herido en busca de ayuda a un pueblo cercano, atravesando un camino difícil en la oscuridad. Durante el trayecto, el padre le habla, recordando el pasado y expresando sus sentimientos, mientras lucha contra el cansancio y la desesperanza. En su travesía, la luna los ilumina y la ausencia de sonidos refuerza la incertidumbre de su destino.

El cuento refleja el amor y el sacrificio de un padre, a pesar del dolor y la decepción que siente por su hijo. Explora la carga emocional y física que representa la relación entre ambos, así como la lucha entre el deber y el resentimiento. La falta de respuestas y la oscuridad simbolizan la incertidumbre y la falta de esperanza en el camino de la vida. El ladrido de los perros simboliza la esperanza y la cercanía de la salvación, aunque también marca el contraste entre la expectativa del padre y la dura realidad que enfrenta.

Si lo prefieres, puedes escuchar este cuento para adultos en  YouTube,

 

No oyes ladrar a los perros

—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

        —No se ve nada.

        —Ya debemos estar cerca.

        —Sí, pero no se oye nada.

        —Mira bien.

        —No se ve nada.

        —Pobre de ti, Ignacio.

        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

        —Sí, pero no veo rastro de nada.

        —Me estoy cansando.

        —Bájame.

        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

        —¿Cómo te sientes?

        —Mal.

        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

        —¿Te duele mucho?

        —Algo —contestaba él.

        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

        —No veo ya por dónde voy —decía él.

        Pero nadie le contestaba.

        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

        Y el otro se quedaba callado.

        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

        —Bájame, padre.

        —¿Te sientes mal?

        —Sí

        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

        —Te llevaré a Tonaya.

        —Bájame.

        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:

        —Quiero acostarme un rato.

        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”

        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

        —No veo nada.

        —Peor para ti, Ignacio.

        —Tengo sed.

        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

        —Dame agua.

        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

        —Tengo mucha sed y mucho sueño.

        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.

        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.

        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?

 

 

        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

 

Fuente: https://www.literatura.us/rulfo/perros.html

 

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Gabriel García Márquez 

Si te gusta este género literario, te recomiendo otro cuento en YouTube: La siesta del martes de Gabriel García Márquez 

 

jueves, 13 de marzo de 2025

La siesta del martes de Gabriel García Márquez

 

Gabriel García Márquez

A continuación, te presento un cuento para adultos de Gabriel García Márquez, también puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

El cuento "La siesta del martes" de Gabriel García Márquez narra el viaje de una madre y su hija a un pequeño pueblo bajo un calor sofocante para visitar la tumba de Carlos Centeno, el hijo de la mujer, quien fue asesinado al intentar robar una casa. Durante el trayecto en tren y su llegada al pueblo, se resalta la pobreza y dignidad de la madre, así como el juicio silencioso de la comunidad. Al llegar a la casa cural, la mujer exige ver al sacerdote, quien, sorprendido por su actitud serena y firme, le entrega las llaves del cementerio. Sin embargo, la noticia de su presencia se esparce rápidamente, y al salir, la multitud las observa con morbo y desaprobación, mostrando la frialdad y el prejuicio del pueblo. A pesar de la tensión y la sugerencia del sacerdote de esperar para evitar la exposición, la madre decide salir con la cabeza en alto, sosteniendo a su hija de la mano, demostrando su dignidad y fortaleza frente a la adversidad.

 

"La siesta del martes" es un cuento sobre la dignidad, la pobreza y el juicio social. A través de la historia de una madre que, con serenidad y orgullo, viaja a un pueblo hostil para visitar la tumba de su hijo, Gabriel García Márquez muestra la indiferencia y el prejuicio de la sociedad hacia los más desfavorecidos. La madre, a pesar de la pobreza y la mirada crítica del pueblo, nunca pierde su compostura ni se avergüenza de su hijo, enfatizando su amor incondicional y su fortaleza. La historia también critica la moralidad superficial de la comunidad, que juzga sin conocer las circunstancias de esa familia.

 

La siesta del martes

  El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, intempestivos espacios sin sembrar, había ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.

       —Es mejor que subas el vidrio —dijo la mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.

       La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido.

       Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre.

       La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

       A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.

       Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

       La mujer dejó de comer.

       —Ponte los zapatos —dijo.

       La niña miró hacia el exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.

       —Péinate —dijo.

       El tren empezó a pitar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.

       —Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

       La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.

       No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.

       Eran casi las dos. A esa hora, agobiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no oían a abrirse hasta un poco antes d e las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle.

       Buscando siempre la protección de los almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién es?». La mujer trató de ver a través de la red metálica.

       —Necesito al padre —dijo.

       —Ahora está durmiendo.

       —Es urgente —insistió la mujer.

       Su voz tenía una tenacidad reposada.

       La puerta Se entreabrió sin ruido y apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de los lentes.

       —Sigan —dijo, y acabó de abrir la puerta.

       Entraron, en una sala impregnada de un viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.

       La mujer de la casa apareció en la puerta del fondo.

       —Dice que vuelvan después de las tres —dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.

       —El tren se va a las tres y media —dijo la mujer.

       Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por primera vez.

       —Bueno —dijo.

       Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores. Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.

       La puerta del fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.

       —¿Qué se le ofrece? —preguntó.

       —Las llaves del cementerio —dijo la mujer.

       La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.

       —Con este calor —dijo—. Han podido esperar a que bajara el sol.

       La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.

       —¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.

       —La de Carlos Centeno —dijo la mujer.

       —¿Quién?

       —Carlos Centeno —repitió la mujer. El padre siguió sin entender.

       —Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.

       El sacerdote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lo mismo con el derecho.

       Todo había empezado el lunes de la semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches, sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que amaneció muerto frente a la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie lo conocía en el pueblo.

       —De manera que se llamaba Carlos Centeno —murmuró el padre cuando acabó de escribir.

       —Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el único varón.

       El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el, interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas, como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.

       —Firme aquí.

       La mujer garabateó su nombre, sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.

       El párroco suspiró.

       —¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?

       La mujer contestó cuando acabó de firmar.

       —Era un hombre muy bueno.

       El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:

       —Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes, cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.

       —Se tuvo que sacar todos los dientes —intervino la niña.

       —Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los sábados a la noche.

       —La voluntad de Dios es inescrutable —dijo el padre.

       Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación. Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debian meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una limosna para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio las gracias sin sonreír.

       Desde antes de abrir la puerta de la calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.

       —Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la mujer.

       Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en los hombros. Miró al padre en silencio.

       —¿Qué fue? —preguntó él.

       —La gente se ha dado cuenta.

       —Es mejor que salgan por la puerta del patio —dijo el padre.

       —Da lo mismo —dijo su hermana—. Todo el mundo está en las ventanas.

       La mujer parecía no haber comprendido hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña la siguió.

       —Esperen a que baje el sol —dijo el padre.

       —Se van a derretir —dijo su hermana, inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.

       —Gracias —replicó la mujer—. Así vamos bien.

       Tomó a la niña de la mano y salió a la calle.

 

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Reynol Pérez

Si te gusta este género literario, te recomiendo Un paseo por el bosque de Reynol Pérez.

lunes, 10 de marzo de 2025

Un paseo por el bosque, cuento de Reynol Pérez

 

Reynol Pérez

A continuación, te presento un cuento para adultos de Reynol Pérez Vázquez, un escritor, periodista, dramaturgo y traductor especializado en literatura búlgara. Ha publicado más de veinte obras de teatro, narrativa y estudios cinematográficos, además de destacar como guionista y traductor reconocido. Este cuento para adultos, puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

Un paseo por el bosque narra la infancia y adolescencia de Adam en Portland, marcada por la lluvia, la rutina familiar y un divorcio que lo separa de su madre y hermana. Tras mudarse con su padre a un pequeño pueblo, su vida cambia cuando conoce a Jill, una chica popular con quien experimenta el primer amor. Sin embargo, una tragedia inesperada rompe su mundo, sumiéndolo en el dolor y la confusión. A partir de ese momento, la realidad y lo inexplicable comienzan a entrelazarse, llevándolo a un desenlace tan inquietante como poético.

 

El cuento aborda la soledad, la nostalgia y el paso del tiempo a través de la mirada de un joven que enfrenta cambios profundos en su vida. Desde la separación de su familia hasta su llegada a un nuevo pueblo, su mundo parece marcado por la distancia emocional y la sensación de no pertenecer al todo. La aparición del amor le brinda un instante de calidez y conexión, pero una tragedia irrumpe, dejando al protagonista atrapado entre la realidad y una dimensión incierta. El final sugiere que hay experiencias que nos transforman por completo, borrando las fronteras entre lo que somos y lo que dejamos atrás.

 

Un paseo por el bosque

En los recuerdos más tempranos de mi infancia en Portland siempre está presente la lluvia. Mi primer camarada, el paraguas, como un hongo gris encima de mi cabeza. Nuestra casa era muy semejante a las del vecindario, pero allí la vida transcurría de otra manera. El único espacio para la convivencia era la hora de la comida y el resto del tiempo cada miembro de la familia se entregaba a sus actividades. Mi madre se instalaba en la mesa de la cocina para revisar las tareas de sus alumnos de la preparatoria y después iba a sentarse en su sillón favorito de la sala de estar a leer novelas y libros de poemas. Salvo casos urgentes, estaba estrictamente prohibido interrumpir su ritual. Mi padre, por su parte, se encerraba en el garaje para dedicarse a lo que constituía una pasión más que un simple oficio: restaurar coches antiguos. Al concluir su obra maestra y siempre con un pesar que le resultaba imposible esconder, la vendía. Algunas semanas después, cuando volvía a casa por la tarde con el rostro esplendente, de inmediato adivinábamos el motivo: la adquisición de un nuevo viejo coche. Por lo demás, ninguno de nosotros ponía un pie en el garaje para evitar el penetrante olor de las pinturas y de todos los químicos que auxiliaban su tarea. Evelyn, mi hermana mayor, solía quedarse por las tardes en la escuela a ensayar puestas escolares. Cuando volvía más temprano a casa, se encerraba en su dormitorio y escribía con afán cartas a estrellas de cine. Su máximo triunfo fue recibir contestación de Geraldine Page, acontecimiento que aumentó su popularidad entre sus compañeros y profesores.

 

Mi pasatiempo era de lo más común: dar largos paseos en bicicleta, muchas de las veces a lo largo del curso del río Willamette. Enfundado en un impermeable, en los días de lluvia, me gustaba aspirar el aire recién lavado. Aprendí a hallar placer bajo las gotas en nuestros viajes a Seattle, donde mi madre y mi hermana se perdían en librerías y cafés. En esas horas de ocio yo recorría las calles de la ciudad cobijado por una lluvia tan ligera que más bien se asemejaba al rocío.

 

Así las cosas, a principios de un verano de 1964, a la hora de la cena, nuestros padres nos sirvieron un platillo de sobremesa. El anuncio de un divorcio amistoso. A Evelyn, confidente de mi madre, la noticia no la tomó por sorpresa. El reparto de bienes ya había sido acordado: yo me quedaría con mi padre en Portland mientras que Evelyn y mi madre iban a establecerse en Los Ángeles para que mi hermana estudiara actuación. Lo único que me había entristecido era dejar de oír la risa de Evelyn que añadía algo de música a aquello que nos habíamos empeñado en llamar hogar.

 

En un principio extrañé la comida de mi madre cuando intentaba encontrar sabor a aquellos bocados que tenían la sazón propia de los hombres solos. Recién había cumplido los dieciséis años y me preguntaba qué significaba el futuro, aquella palabra que todo mundo pronunciaba con tono fanfarrón.

 

Los días de aquel verano eran como un fajo de billetes que no atinaba en qué gastar. Mi padre pasaba todo el día en la oficina y yo no tenía amigos ni mucho menos deseos de entregarme a actividades en las que participaba la gente de mi edad. Por las mañanas desayunaba algo, luego me preparaba un emparedado y tomaba mi bicicleta para después perderme el día entero por los alrededores de la ciudad.

 

Pocos días antes de que se reanudaran las clases en la escuela, mi padre me anunció que nos mudaríamos a un pequeño pueblo a un centenar de kilómetros de Portland. Sus superiores lo habían ascendido de puesto y se encargaría ahora de la administración de las oficinas del aserradero, donde llevaba veinte años trabajando. En mi estado de apatía aquella noticia me había dejado impasible, la única diferencia que hallaba entre vivir en Portland y en un pequeño pueblo era que no iba a pasar desapercibido. Los fines de semana volveríamos a casa para que mi padre continuara ocupándose del oficio que daba sentido a su vida.

 

La empresa nos asignó una casa en las afueras, no muy lejos de las instalaciones del aserradero. Yo iba a asistir a la escuela en bicicleta. La vivienda estaba amueblada y era más grande de lo que hubiéramos imaginado. Una mujer acudía dos veces por semana a hacer la limpieza y a preparar comida. Mi padre y yo solo teníamos que hacer las compras.

 

La primera semana fui la novedad en la escuela pero mi timidez no ayudó mucho a que el interés se mantuviera más allá de ese lapso. Muchos, incluidos los profesores, me trataban con una condescendencia sospechosa, como si yo fuera alguien de cortos alcances. Únicamente Jill, una de las chicas más populares de la preparatoria, fue quien mostró una actitud sincera y en la primera oportunidad que tuve la invité al cine, atemorizado en el fondo por mi atrevimiento. Nunca había ido a una función de cine acompañado de una chica. Acostumbraba a acudir con Evelyn y en algunas ocasiones con mi madre.

 

Apenas logré concentrarme en la película, ya que lo único que deseaba era contemplar su sonrisa. En ciertos momentos creí escuchar los latidos de su corazón durante las escenas dramáticas que se proyectaban en la pantalla.

 

A partir de aquel día aprovechábamos cualquier ocasión para reunirnos y a menudo nos quedábamos en la biblioteca de la escuela para hacer las tareas juntos. Los fines de semana en Portland se me antojaban interminables sin Jill. Los domingos por la mañana mi madre y Evelyn nos llamaban, siempre con buenas noticias y glorificando el buen clima de Los Ángeles. El nuevo trabajo de mi madre superaba sus expectativas y los estudios de mi hermana no podían marchar mejor. Todo parecía la otra cara de nuestra rutina o será que lo que permanece lejos de nuestro alcance adquiere tintes luminosos por la imposibilidad de vivirlo.

 

Llevábamos un mes en el pueblo cuando Jill me invitó a merendar en su casa. Nunca había probado una tarta de arándano tan deliciosa ni recordaba que mi madre me la hubiera servido con tanta diligencia. En el camino de vuelta a casa concluí que era el enamoramiento el que convertía los actos cotidianos en un hecho extraordinario.

 

Empezaba octubre. Esa mañana había llovido copiosamente; luego Empezaba octubre. Esa mañana había llovido copiosamente; luego de escampar, el cielo mostraba un azul deslumbrante. Jill me propuso dar un paseo en bicicleta por los senderos escarpados que bordeaban el río. Aseguró conocerlos de memoria. Sin más, nos colocamos las mochilas al hombro, montamos en nuestras bicicletas y emprendimos el camino. El terreno se hallaba resbaloso y pedaleábamos con cuidado. En un tramo del camino que parecía más seco, Jill aceleró la marcha y me dejó atrás con las palabras de su desafío:

 

—Si eres tan bueno como dices, ¡alcánzame! —y desapareció en un recodo del sendero.

 

Cuando llegué al lugar, no la vi por ninguna parte. Hasta donde el sendero resultaba visible, no divisé a nadie. Seguí la ruta con la esperanza de encontrarla más adelante, esperándome y riéndose de mi torpeza. En vano. Desanduve el camino y poco antes de hallarme de nuevo en el recodo, descubrí el rastro de las ruedas que dibujaban un intento inútil de salvarse de la trampa de la pendiente. Un martillo enloquecido suplantó a mi corazón y sofocado y lloroso partí en busca de ayuda.

 

Tres días después descubrieron su cuerpo en un meandro del río. La muerte había echado su manto gélido sobre mis espaldas, un cuerpo que ya no era el mío se arrastraba por los días. Voces sollozantes, gritos exasperados e interrogatorios fríos me acosaban con encono. Mi padre decidió que no era prudente que yo asistiera al entierro y mucho menos a la escuela; además, se aprestó a solicitar una licencia para hacerme compañía. En un instante de sosiego le rogué que no enterara a mi madre de lo sucedido. Una tarde tuvo que salir para atender un asunto inaplazable en el aserradero. Ya era entrada la noche y no había vuelto. Yo no había logrado dormir durante los últimos días y me habían recetado somníferos. Yacía en mi cama y el colchón era un pantano, donde me hundía y volvía a flotar. De pronto, desde la lejanía, percibí unos golpes leves en la puerta de mi dormitorio y lo que parecía una voz dijo:

 

—Me siento muy sola. Déjame entrar, Adam—. Un instinto animal me puso en pie. La puerta se abrió y Jill se plantó delante de mí. Llevaba un vestido blanco de lino, el color de su rostro era cenizo pero no había perdido su lozanía. Los cabellos rojizos caían sobre su espalda y de ellos emanaba un brillo tenue. Observé sus pies descalzos, manchados de lodo. Sus manos frías se posaron en mis mejillas, acercó su nariz a la mía y algo dio un tirón dentro de mí; después el aire abandonó mis pulmones. Me volví, ingrávido, y en la cama descubrí un muñeco lívido.

 

Jill me tomó de la mano y salimos de la casa sin abrir la puerta. Las calles del pueblo permanecían silenciosas y desiertas. Las luces en las ventanas denunciaban que la vida se encerraba entre cuatro paredes y era ya rehén de la noche. Libres de malos pensamientos, caminamos por esas calles, rozando apenas el suelo; nos deslizábamos por un tiempo letárgico.

 

Una imponente puerta de hierro forjado nos obstruyó el camino y la dejamos atrás con ligereza. Tomamos por un senderillo. Había una claridad brumosa, como si nos halláramos entre las raíces de la luz. Pude oír los trinos melodiosos de pájaros sumergidos bajo las tumbas que nos daban la bienvenida.

 

—Estamos en casa —pronunció Jill y por primera vez sonrió.

 

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María Fernanda Ampuero

Si te gusta este género literario, te recomiendo Ali de María Fernanda Ampuero, una obra maestra de una escritora excepcional.

viernes, 7 de marzo de 2025

Ali, cuento de María Fernanda Ampuero

 

María Fernanda Ampuero

A continuación, os presento Ali de María Fernanda Ampuero, una obra maestra de una escritora excepcional. Su narrativa, profundamente conmovedora y descarnada, me ha causado una honda impresión. También puedes escuchar este cuento en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

Significado del cuento Ali

El cuento Ali de María Fernanda Ampuero es un relato profundamente perturbador y emotivo que aborda temas de clase, abuso, enfermedad mental y el análisis de una familia desde la perspectiva de las trabajadoras del hogar.

El cuento Ali de María Fernanda Ampuero representa la fragilidad de la mente humana ante el trauma, la violencia y la hipocresía social. A través del deterioro de Ali, la historia muestra cómo el abuso y el dolor reprimido pueden destruir a una persona desde adentro, mientras que la sociedad prefiere ignorar lo que no le conviene ver. También refleja la desigualdad de clases, donde las empleadas domésticas observan desde la periferia los horrores que ocurren en las casas de los ricos, siendo testigos silenciosos de un sistema que perpetúa el abuso y el sufrimiento.

 

Ali

La niña Ali era rara, rara hasta en la generosidad. Ella no nos daba, por decir, la comida pasada o la ropa vieja. Nos daba lo bueno. Lo mismo que ella comía o vestía. Bueno, la ropa suya nos quedaba grandísima, pero la mandaba a arreglar antes de dárnosla. Y cuando viajaba nos traía ropa nueva, carteras, maquillaje, regalos, como si fuéramos parientes de ella y no las muchachas. La niña Ali era así. Mandaba a pedir comida y nos preguntaba qué nos provocaba porque, como ella decía, algo podía no gustarnos, caernos mal, ¿no? Nosotras nunca habíamos pensado en eso. Las señoritas mandaban a ver cualquier cosa para uno y tocaba comer nomás. O, por ejemplo, cuando íbamos al supermercado nos daba su billetera. Así, en las manos, la billetera. O sea que era rara, pero rara buena. Ay, niña Ali, usted sí que es, le decíamos. Las otras chicas nos contaban que las señoras les daban las frutas ya pasadas, la carne medio sospechosa, los aguacates negros, que nomás servían para el pelo, o los zapatos con el taco abierto, los pantalones con la entrepierna desollada, las cremas que ya habían soltado agüilla. Eso, porquerías. Igual: gracias niña, sí, muy bonito, muy rico, niña. Y también les revisaban las carteras y las fundas al salir y a veces hasta debajo de la falda por si se habían metido algo de comida en el calzón. Y les decían si ustedes no fueran tan ladronas, nosotras no tendríamos que andar de policías con todas las cosas que tenemos que hacer. Decían todo eso sobándoles ahí abajo o cacheándoles las piernas por encima del pantalón o haciéndolas vaciar la cartera en el suelo.

Las otras chicas decían con envidia: así que la gordita es bien buena, ¿no? Las gordas son más buenas. Ojalá yo encontrara una gorda. Esas flacas son súper miserables. Y son malas. Y sólo andan pensando en cómo adelgazar, se toman esas pastillas. Marlene, ¿dónde están mis pastillas? Ya se las llevo, niña. ¿Qué nomás tendrán esas pastillas? Como loca anda esa señora, con los ojos que se le salen, lechuza parece. Uy, la mía a veces, cuando va a tener un compromiso, se pasa días nada más con queso de dieta y agua mineral y si le dices buenos días niña te saca los ojos y si no le dices, también. La mía vomita: se pide una pizza familiar, chocolates, papas fritas, se encierra, se come todito y después la oigo que vomita y vomita. La pobre Karina, la muchacha que limpia, es la que tiene que limpiar ahí todo eso y ni un gracias ni un nada. No pues, ¿no ves que nos pagan? El básico, pero nos pagan. Que los abuelos de ellas no pagaban a las muchachas, eran como quien dice los dueños. Se las traían de los campos, las mamás mismas las regalaban, y les daban casa y comida y gracias, patrón, papá diosito les bendiga y les dé muchos años de vida. Sonia trabajó con una que era borracha y tomaba pastillas y dormía todo el día y cuando se despertaba se ponía furiosa y le daba puro golpe a Sonia que se ponía en medio de ella y de los niños. Cuando la botó, cómo lloraba esa Sonia, porque, ay, esa mujer adoraba a los niños, dice que lloraban esas criaturitas, no te vayas Sonita, no nos dejes aquí solitos, Sonita. Y el bebito berreaba como si lo abandonara la madre, un dolor, porque la Sonia era en verdad la mamá de ese niñito. Sí, eso aquí al lado, en la urbanización esta de aquí al lado, la del lago. El señor tenía un cargo bien importante en el gobierno, con el alcalde, no sé cómo. Y después con las amigas: todo perfecto, todo divino, todo soñado. Esas risitas, ¿no? Tapándose la boca. Esas caras que ponen, más falsas, con esas porquerías que se inyectan que vienen como espantadas, más parecen de plástico esas mujeres, los ojos abiertotes, los labios así de sapo. Andan hinchadas, feísimas, como si les hubieran echado la malilla, pero pagan un billetote por eso. En las fiestas contratan saloneros con guantes blancos. Ha de ser para que no les toquen con las manos morenas la vajilla blanca y ponen unos manteles que valen más que lo que nosotras ganamos en un año. Y llenan esas mesas de ese pescado crudo de colores pastel. Y ponen flores por toda la casa. Y se bañan en perfume. Para ocultar el olor a vómito ha de ser. El olor a pijama y sábanas sucias, cagadas, menstruadas, pedorreadas, de cuando no se levantan varios días. Nadie las ve así, cuando uno tiene que ir, despacito: ¿niña? Es el señor por teléfono, que quiere saber si usted ya se levantó. Dígale que sí, que estoy en el baño. Que nadie me moleste, Mireya, vaya con el chofer a recoger a los niños y les da de comer y por dios que aquí no entren, ¿me oyó? Y los chicos ya ni preguntan por la mamá. Al principio sí, pero después ya solitos van a la cocina. Y te cuentan sus cosas, su fútbol, sus exámenes, sus amigas y amigos, lo que les va bien y lo que les va mal. Las cosas que se les pasan por la cabeza y por el corazón y tú también les cuentas y al final son como tus hijos. Van creciendo en la cocina, comiendo con uno, hasta que se hacen grandes y ya les parece raro quererte tanto aunque en el fondo saben que la mamá fuiste tú y te ven un día y no saben si ponerse a llorar y correr a tus brazos como cuando se caían de pequeñitos o saludarte con la cabeza porque ya son unos señores y unas señoritas de sociedad que saben que no se saluda a los empleados con besos ni abrazos.

¿La gordita era buena madre entonces?

Sí. La niña Ali era una madre excelente hasta un poco antes del final. Entonces se le cruzaron los cables y ya no podía, ya no. Al Mati no era capaz de tenerlo cerca ni de tocarlo. Nosotras no podíamos creerlo, una criatura así, como un niño dios, con esos ricitos dorados y esa carita redonda, un ángel, corriendo a abrazarla y ella con una voz ya rara, demasiado chillona, como cuando pisas a una rata, nos llamaba a gritos. Como si estuviera en peligro de muerte. Por la criaturita. Su bebito. Alicita ya era más grande y esa niña siempre fue bien inteligente, una lanza, vivísima. Con esos ojotes azules que se daban cuenta de todo. Qué bestia los ojos de esa niña, era como si te mirara todita por dentro. Parecía haber visto en su mamá una cosa fea porque enseguidita supo. A la primera. Nomás ya no entraba al cuarto donde estaba ella. Dejó de pensar que tenía mamá: ya se veía como una niñita huérfana, jugando sola y encargándose del hermanito que daban ganas de morirse de la pena de verla, tan seria, vistiéndolo o diciéndole que dejara de llorar por tonterías, que creciera. Y el joven, bueno, el joven hacía lo que podía con su gordita loca, salía a trabajar como todos los señores de la urbanización, todos a las ocho en punto, todos con un carro cuatro por cuatro, todos con camisa y pantalón planchados por nosotras. Y esa cara de triste que partía el alma. Él también ya se sentía viudo, con sus niñitos de madre loca. La niña Ali, desde que le empezó el telele, la loquera, dormía en el cuarto de huéspedes y nos pedía que le lleváramos la comida a la cama. Apenas veía al joven. Cuando se topaban por la casa, ella le decía qué fue y él intentaba abrazarla, pero ella no lo dejaba, daba su gritito de rata aplastada y se volvía al cuarto de huéspedes y él se quedaba afuera, parado sin hacer nada, un buen rato, a veces con la mano en la puerta. Nos daba pena el joven. Nos daban pena todos, la verdad. La niña Ali olía mal, la pobrecita. El Mati no dormía bien por la noche. Alicita casi no hablaba y el joven no sabemos, trabajaba hasta tarde y nos decía gracias, gracias. Cuando venía la mamá de la niña Ali, la señora Teresa, eso sí era terrible. La obligaba a bañarse, a cortarse las uñas, a depilarse, a lavar toda su ropa, a airear el cuarto. Los gritos se escuchaban en toda la urbanización. Venía el chofer de la señora Teresa a ayudar a levantar a la niña Ali y la presencia de ese hombre la volvía loca como si fuera el mismo diablo. Todos terminábamos rasguñados y mordidos y llorando porque la niña Ali cuando veía a ese hombre se trastornaba, se volvía un toro aterrorizado, cien kilos de masa enfurecida. Prácticamente había que amarrarla para llevarla al baño. Cuando el chofer se iba, la niña Ali parecía tranquilizarse un poco y si nosotras nos dábamos cuenta no entendemos cómo la madre, la señora Teresa, no, y traía siempre al hombre con ella. Nosotras habíamos prohibido al chofer y al jardinero y al limpiador de ventanas y al chico que traía la comida del supermercado y al profesor de natación de Alicita y a cualquier otro trabajador que entrara a la casa cuando la niña Ali estaba despierta porque ya habíamos visto lo que le pasaba con los varones. Niña Ali, ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa? ¿Qué le pasó?, le preguntamos las primeras veces, cuando le empezaron los ataques y ella a veces no sabía de qué le hablábamos y a veces decía cierren, cierren su puerta, no se duerman con la puerta sin seguro, cierren a mi hija, ciérrenla bien, que nadie tenga la llave de mi hija, enciérrenla, y se ponía a probar cien veces el seguro de la puerta de su cuarto. Pero la madre no. Que dios nos perdone, pero esa señora parecía ciega, bruta. Ni siquiera hablaba con la niña Ali. Sólo venía por lo de la pierna y sólo preguntaba por la pierna, pero cualquier tarado se hubiera dado cuenta de que el menor problema de la niña era la rodilla, la caída tonta que tuvo en la piscina y los frascos y frascos de calmantes para el dolor que empezaron a darle, unos recetados por el médico y otros no. Nosotras, en la cocina, hablábamos de buscar a otros doctores, doctores de la cabeza, de los loquitos, pero ¿quién iba a escuchar a las muchachas? La niña ya no era la misma persona y cada día menos. Nomás nosotras parecíamos verlo. No era la pierna, ¿por qué seguían hablando de la pierna? ¿Por qué se quedaban en la pierna, en la pierna, en la pierna? La pierna mejoraba, pero ella, ¿quién era? Ella era de meter a sus hijos a la cama y ver películas y comer pizza o dibujar o jugar con plastilina o inventarse obras de teatro o llevarnos a todos a comer hamburguesas o de hacer día de los disfraces. Ella era de cuidar sus plantas, de desayunar cereales de colores como sus niños y de mirar al Mati dormir y luego decirnos ¿se imaginan que yo pude hacer algo tan precioso? Ella no era esa mujer que le huía a su marido y a sus hijos, monstruosamente gorda, que apestaba y que abría y cerraba el seguro de la puerta cuarenta veces al día. No, esa no era nuestra niña Ali. Un día vino el papá, don Ricardo, sin avisar. Nosotras abrimos la puerta, preguntó por la hija y le dijimos que en el cuarto de huéspedes. Fuimos a la cocina a prepararle el café que pidió cuando escuchamos el portazo en la puerta principal. Corrimos al cuarto de la niña y ahí estaba ella: los ojos como platos, una mano agarrada a la sábana bajo el cuello y la otra a una tijera de uñas. Apuntaba hacia la puerta. El brazo le temblaba desde el hombro. ¿Niña? Empezó a gritar. Que se vaya, que se vaya, que se vaya. ¿Quién? ¿Su papá? Ya se fue, niña linda. Que se vaya. Cierren la puerta, por favor, que no vuelva a entrar. Cierren todo, pongan seguro, que no se acerque a las niñas, que no se acerque a Ali, que yo sí veo, yo sí veo y yo sí oigo y yo sí sé. ¿Qué sabe, niña? ¿Qué ve? Empezó a gritar que le dolía. ¿Qué le duele, mi niña linda? ¿Dónde? La tijera siempre apuntando hacia la puerta. Y entonces lo hizo, fue rapidísimo: cogió la tijera y se rajó desde el pelo hasta la quijada. Nunca habíamos visto tanta sangre. La carita de nuestra niña abierta como carne fileteada. Vinicio, el chofer, escuchó los alaridos. La subimos al carro y la llevamos a la clínica. En el camino, llamamos al joven. Ay, ese joven. Esperamos las noticias en la casa, con los niños. Alicita no preguntó nada sobre su mamá. Ni una palabra. Le dijimos que había tenido un accidente y ni nos miró. Ella volvió peor. Los vendajes de la cara le parecían insoportables, quería verse, se los intentaba quitar a cada rato, así que le pusieron vendas también en las manos y quitaron los espejos. Escuchamos de las amigas de la madre que los médicos decían que no era bueno que se viera todavía, que primero había que seguir un tratamiento, cirugías plásticas, porque la herida era muy fea, muy morada, que tenía piel queloide y además eso le atravesaba toda la cara, de la frente al cuello y que era un milagro que no se hubiera reventado un ojo. Escuchamos también lo de accidente. Lo de sin querer. Lo de que estaba medio dormida, que siempre fue sonámbula, desde chiquita. Sonámbula. A nosotras nadie nos preguntó qué había pasado porque si alguien lo hubiera hecho, habríamos dicho que esa niña cogió esas tijeras y se las clavó y las arrastró para abajo como si quisiera borrarse la cara y que estaba buena y sana, despierta, y que el papá acababa de estar en su cuarto y que ella estaba aterrorizada con ese señor y que pedía que alejáramos a las niñas de ese señor y que a quien quería clavar las tijeras era a ese señor. Pero todos dijeron sonámbula y la opinión de las muchachas no importa, así que nos dedicamos a darle de comer con sorbete a la niña Ali y a arreglarle la almohada y a procurar que esté cómoda y tranquila, a cuidar a los niños y al joven, que era como una almita en pena, a regar las plantas de la niña Ali, a darle cariño a Alicita, cada día con el corazón más sequito, a contestar el teléfono y decir sí, señorita, bien, no, ahorita está dormida, sí, señora Teresa, hoy mejor, sí, ya almorzó, un puré de zanahoria, sí, joven, sí, no se preocupe, aquí estamos nosotras, no hay de qué, hasta luego, ya señorita, yo le digo. Cuando venía la madre, la señora Teresa, la niña se daba la vuelta hacia la pared y ahí se quedaba a veces toda la tarde. La señora traía a las amigas para no aburrirse, aunque estaba clarito que a la hija no le gustaba que viniera gente: metía la cabeza debajo de la sábana y ahí se quedaba, como amortajada. Nosotras no parábamos de hacer café, servir vasos de agua, refrescos dietéticos, de dar galletas y encargar postres a la cafetería del centro comercial. Las amigas de la señora Teresa capaz que creían que hacían bien visitando a la niña Ali y cotorreando y chismorreando sobre todo el mundo, pero nosotras a veces entrábamos y la veíamos, inmóvil, desgraciada, como un animal atado o a veces con embarrones de lágrimas por donde no le tapaba la venda la carita. Cuando se iban todas esas señoras, qué alivio, había que ventilar todita esa casa de laca de pelo y perfume. Nosotras éramos como renacuajos tratando de respirar, abriendo y cerrando la boca. La casa, por fin, se vaciaba como de un líquido gordo, como si fuera, por decir, una pecera con esos pescados raros: uñas pintadas y pelo de peluquería y accesorios dorados. Se iban. Volvíamos a ser como antes. La niña Ali salía de debajo de la sábana y nos pedía algún postre que hubieran dejado. Nos reíamos y comíamos postres y parecía que recuperábamos a nuestra niña Ali hasta que nos cogía la mano y nos decía muerta de miedo: ¿sirve el seguro de la puerta? ¿Y el del cuarto de Alicita? Y nosotras le decíamos que sí, que claro, y le acariciábamos el pelo seboso y ella nos decía que la cuidáramos y se dormía hasta que venía la primera pesadilla. En las pesadillas la querían desnudar. En las pesadillas alguien la obligaba a hacer cosas que ella no quería. En las pesadillas ella ponía seguro a todas las puertas. En las pesadillas había siempre un adulto con un juego de llaves. Por esos días, el joven se llevó a los niños donde su mamá porque pasó eso de la niña Ali con Alicita. La verdad es que nosotras seguimos creyendo que ella no iba a hacer nada malo, que quería ayudar a su hija, enseñarle, pero el joven llegó y justo las vio ahí en el baño a la niña Ali con la hijita desnudita y con esa cosa plástica que era como un pito de hombre grande y el joven se puso loco, le gritó y le pegó, le dijo loca de mierda, qué haces, loca de mierda, gorda loca, estúpida, sucia, te voy a meter a un manicomio y ella nomás lloraba. Eso dicen que oyeron las chicas de la casa de al lado porque nosotras no estábamos, era domingo. Así que el joven se llevó a los niños en pijama, de noche, a la casa de la mamá. Ahí sí la niña Ali ya no levantó cabeza. Vino la madre a quedarse y la niña ya no habló más. Cuando estábamos solas, a veces abría los ojos y preguntaba por Alicita. Nosotras le decíamos que estaba bien y nos pedía verla. Entonces se ponía a llorar y la mamá nos mandaba a darle la pastilla. Un doctor amigo de la mamá le había dado unas pastillas que la dejaban babeándose y con los ojos en blanco. Nosotras creíamos que era mejor que llorara porque parecía que la niña Ali tenía muchísimo que llorar, una vida entera, pero la mamá le daba las pastillas como caramelos. A cada ratito. Nos daba pena verla así, tan hecha monstruo. La herida que le atravesaba la cara como un gusano morado, la gordura tremenda, las babas, los ojos idos, las batas blancas que le había traído la madre de Estados Unidos y que, dijo, eran para que la vean siempre limpia. Los días fueron pasando. Y los meses. Llegó Navidad. Sí. Eso fue lo peor, en Navidad. La niña Ali estaba un poco mejor, se levantó, fue a la cocina, desayunó cereales y nos dijo que quería comprar regalos, así que nos imaginamos que quería recuperar a sus hijos, a su marido. Nos pusimos contentísimas y la dejamos sola un ratito para ir a vestirnos para ir al centro comercial. Cuando volvimos, ella se había metido al baño y había cerrado con seguro. Escuchamos caer el agua mucho, demasiado rato. ¿Niña Ali? Tocamos la puerta. ¿Niña? Fuimos a buscar las llaves y al volver ahí estaba ella, envuelta en una toalla, con el pelo empapado, largo y lacio, pegado a la espalda. Nos sonrió. ¿Qué pasa? El centro comercial era una locura: villancicos, gritos de niños y cientos de personas. Nos preocupamos, la niña Ali llevaba meses sin salir de la casa, pero salvo una pequeña cojera y la gordura tan enorme, nadie hubiera dicho que a esa mujer le pasaba algo extraño, que se vivió lo que se vivió. Así es, ¿no? Uno ve gente y no sabe lo que ha pasado detrás de la puerta de su casa. Casi enseguida nos miró y nos dijo que tenía que comprar unos regalos importantes para unas personas importantes y que esas personas no podían ver esos regalos, así que tendríamos que separarnos un ratito. Todo parecía ir bien. Ella guiñó un ojo, sonrió, llevaba su cartera, ropa deportiva, zapatos rojos de correr. Parecía una chica normal, la misma niña Ali de siempre que se iba a la quinta planta a comprarnos quién sabe qué. La vimos subir en el ascensor y sonaba la música navideña y parecía de verdad que toda la locura se había acabado, que ella iba a ser mamá de sus hijos y mujer de su marido y que ese era el milagro del Niño Jesús porque nosotras habíamos rezado tanto y dicen que Dios escucha más a los pobres porque quiere más a los pobres, así que para algo tenía que servir la mierda de ser pobre, para recuperar a la niña Ali, para que se acaben sus pesadillas y las de todas. La vimos asomarse al balcón de la cafetería de la quinta planta y entonces supimos, enseguida supimos, hay algo que te dice, no se puede explicar, que lo horroroso va a pasar. Varios gritos al mismo tiempo, el ruido de un cuerpo que se destroza, como si lanzaras un saco de vidrio, piedra y carne cruda, un lado del cráneo de la niña Ali machacado, como derretido, más gritos, un grito que sale de dentro tuyo, un grito que es como una cuchillada, el grito del corazón y de los pulmones y del estómago y la niña Ali ahí, como una muñeca grandotota despernancada, una posición inhumana, como rellena de lana en vez de huesos. Nosotras nos quedamos ahí, paradas, con la mano en la boca, hasta que vinieron los médicos, la policía, el joven, la señora Teresa, don Ricardo y alguien nos empezó a sacudir para llevarnos a la casa a atender a toda la gente que enseguida empezó a llegar loca por saber por qué, cómo, y la señora Teresa, con un pañuelito en la mano, decía accidente, terrible accidente, suelo mojado, ella estaba inestable, ya sabes, la rodilla, pero insistió en salir porque era una madre maravillosa, claro, claro, decían las amigas, y quería comprarle regalos a los niños. Qué horror, sí, un accidente, pobrecita mi gorda, decían las amigas. Pero, cuando la señora salía del cuarto, alguna leía en el teléfono la noticia de La suicida del centro comercial y las otras escuchaban, las manos llenas de anillos tapándose la boca y los ojos abiertos sin pestañear. Otra señora dijo bajito que alguna vez escuchó que había algo raro en esa casa, que el hermano a la hermana, que el padre a la niña. Las otras la mandaron a callar con violencia: no repitas esas estupideces. En el entierro, una señorita del cementerio repartía rosas blancas para que los seres queridos de la niña Ali las pusieran sobre su ataúd. Cuando pasó junto a nosotras, nos saltó y le dio rosas a unas señoras muy elegantes con gafas negras grandotas a la que nunca habíamos visto. Al día siguiente del entierro, don Ricardo, el papá de la niña Ali, nos dio cien dólares, los días del mes trabajados, dijo, y, antes de irnos, la señora Teresa nos revisó las carteras y las fundas por si nos estábamos robando algo. Ahí donde no nos revisó llevábamos el anillo de matrimonio de la niña, su reloj tan bonito y un collar de perlas que nunca se puso. No nos dijo adiós, ni gracias. Detrás de ella, Alicita nos miraba con esos ojos azules tan inmensos, tan inteligentes, tan asustados. Los mismos ojos, igualitititos, a los de su mamá.

 

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