domingo, 5 de enero de 2025

El mejor cuento de Leonora Carrington

Cuento para adultos 

Leonora Carrington

En esta ocasión he escogido un cuento de Leonora Carrington, Conejos blancos. Un cuento corto para adultos considerado por Julio Cortázar como uno de los mejores relatos de la historia. Este cuento también puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.  Si quieres solamente leer cuentos, en esta web  puedes encontrar otros que sean de tu interés. 

 

Este cuento narra la experiencia de una mujer que, a poco de instalarse en su nuevo hogar, descubre que la casa de enfrente se encuentra ocupada por una extraña mujer. Después de una misteriosa conversación con su nueva vecina, la protagonista visitará a su vecina convirtiéndose en una experiencia bastante perturbadora.

 

El mundo de Leonora Carrington, tanto en su vida como en su obra, estuvo profundamente marcado por episodios de ruptura y transformación. Durante la Segunda Guerra Mundial, un hecho decisivo marcó la vida de Leonora Carrington. Su pareja, el artista Max Ernst, fue arrestado por las autoridades francesas debido a su nacionalidad alemana y su condición de refugiado. Este evento desató en Carrington una profunda crisis emocional. En su huida de Francia, llegó a España, donde sufrió un colapso nervioso que la llevó a ser internada en un hospital psiquiátrico en Santander. Posteriormente, logró escapar a Lisboa con la ayuda de amigos, desde donde emprendió su exilio definitivo hacia América, transformando para siempre su vida y su obra (véase aquí su biografía). 


Larra Carrington encarna en este cuento su vivencia en el hospital psiquiátrico, puesto que este cuento simboliza un conflicto entre la muerte o la locura. Una aniquilación de la persona, que ella misma percibe como un descenso al infierno. Carrington logró huir del sanatorio de Santander, pero llevó consigo hasta Nueva York sus recuerdos... edificios que evocan a los que siguen recluidos en el psiquiátrico, seres abandonados y marginados por la sociedad.


 

Conejos blancos

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

 

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.

 

La luz nunca era muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

 

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

 

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

 

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

 

—¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? —me gritó.

 

—¿Un poco de qué? —grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

 

—De carne en mal estado. Carne en descomposición.

 

—En este momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

 

—¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

 

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

 

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

 

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

 

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

 

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

 

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

 

—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? —murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.

 

—Es usted muy amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente—. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

 

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

 

El último tramo de escalones daba a un «boudoir» decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

 

—Tenemos visita muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

 

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

 

—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

 

Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

 

—Una acaba encariñándose con ellos —prosiguió la mujer—. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

 

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

 

—Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

 

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

 

La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.

 

—Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

 

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

 

—¿Ethel? —preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

 

—Vamos, Laz; no empecemos —su voz era quejumbrosa—. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

 

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

 

—Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? —de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

 

—Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

 

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

 

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

 

—¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

 

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

 

Cuentos en YouTube

Si te gusta escuchar cuentos en YouTube, te recomiendo un cuento de Rosario Castellanos. 

 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

Cuento de Navidad para adultos de Antón Chéjov

 

Cuento de Navidad

Antón Chéjov

A continuación, te presento un resumen y análisis del cuento de Navidad para adultos escrito por Antón Chéjov, En fiestas. Chéjov fue un destacado cuentista, dramaturgo y médico ruso, reconocido como uno de los más grandes maestros del relato corto en la historia de la literatura.

Si quieres leer el cuento completo, te recomiendo visitar esta página web. Pero si prefieres escucharlo, no dudes en pasarte por mi canal de YouTube. Allí encontrarás una narración especial de esta obra y otros relatos fascinantes.

Resumen del cuento

El cuento describe la vida de dos generaciones separadas por la distancia, los padres campesinos, y su hija Efimia, que vive en la ciudad con su marido, Andrei. Vasilisa. Atormentada por la falta de noticias, paga a Egor, un escribano vulgar y despreocupado, para que redacte una carta. Durante el proceso, las emociones contenidas de los padres muestran su añoranza y el vacío que dejó la partida de su hija.

La carta llega finalmente a Efimia, quien al leerla, llena de nostalgia, llora por sus padres y su hogar en la aldea, recordando con ternura lo que dejó atrás. En cambio, Andrei, un marido controlador y violento, es indiferente a las necesidades de su mujer. 

Análisis del cuento

Chéjov retrata el aislamiento emocional y el sufrimiento silencioso causado por el abuso y la incomunicación. El autor critica cómo las dinámicas de poder en el matrimonio pueden destruir los lazos familiares, destacando el sacrificio de los padres y la impotencia de la hija frente a un marido controlador. El título, irónicamente alegre, resalta el contraste entre las apariencias externas y la tragedia interna. A través de esta historia, Chéjov expone con sutileza la fragilidad de las relaciones humanas y la opresión cotidiana.

 

Cuentos de Navidad para adultos

Si te gustan los cuentos de Navidad para adultos, te recomiendo El ciego, de Emilia Pardo Bazán.

El ciego, cuento de Navidad de Emilia Pardo Bazán

Cuento de Navidad

Emilia Pardo Bazán

A continuación, te presento un cuento de Navidad para adultos escrito por Emilia Pardo Bazán, reconocida novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española. Junto con el cuento, encontrarás un resumen y un análisis de la obra.

Este relato lo he encontrado en este enlace, una web que consulto con frecuencia para compartir cuentos para adultos. También puedes disfrutar de este cuento en formato narrado a través de mi canal de YouTube. Allí encontrarás una versión en audio, ideal para quienes prefieren escuchar relatos mientras realizan otras actividades o simplemente buscan sumergirse en la magia de las historias.


El ciego

La tarde del 24 de diciembre le sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta. Era la hora en que, en invierno, de repente se apaga la claridad del día, como si fuese de lámpara y alguien diese vuelta a la llave sin transición; las tinieblas descendieron borrando los términos del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero en aquel momento tétrico y desolado.

 

Hallábase en la hoz de uno de esos ríos que corren profundos, encajonados entre dos escarpes; a la derecha, el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa, casi vertical, escueta y plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba más que una cinta negruzca, donde moría, culebreando, áspid de carmín, un reflejo roto del poniente; arriba, densas masas erguidas, formas extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y aun pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin embargo, le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto antes al pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con la voz y la espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.

 

Arreció el viento y le obligó a atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno, lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron la cara del jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala sombra! ¡Justamente empezaba a llover a la mitad del camino! Al punto mismo, el caballo se encabritó y pegó un bote de costado: entre la maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras:

 

—¡Una limosnita! ¡Por amor de Dios, que va a nacer…; una limosnita señor!

 

Mauricio, tranquilizándose, miró enojado al que en tal sitio y ocasión cometía la importunidad de pedir limosna.

 

Era un hombrachón alto, descalzo de pie y pierna, que llevaba al hombro unas alforjas y se apoyaba en recio garrote. La oscuridad no permitía distinguir cómo tenía el rostro; la ancianidad se adivinaba en lo cascado de la voz y en el vago reflejo plateado de las greñas blancas.

 

—Apártese —murmuró impaciente el señorito—. ¿No ve que el caballo se asusta? Si me descuido, al río de cabeza… ¡Vaya unas horas de pedir y un sitio a propósito para saltar delante de la montura! ¡Brutos!

 

El pordiosero se había quedado como hecho de piedra.

 

—¿Dónde está el río? —gritó con hondo terror—. ¿No es aquí el camino de la iglesia de Cimáis? Señor: no me desampare… ¡Soy un ciego! ¡Nuestra Señora le conserve la vista! ¡Pobre del que no ve!

 

Mauricio comprendió. El viejo sin ojos se había perdido; ignoraba dónde se encontraba, y para no despeñarse necesitaba un guía. Sí; convenido; necesitaba un guía… ¿Y quién iba a ser? ¿Él, Mauricio Acuña, que desde Orense regresaba a su casa en tarde de Navidad, a cenar, a pasar alegremente la velada, jugando al julepe o al «golfo» con sus hermanos y primos, fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su caballo al lento andar de un ciego; si torcía su rumbo cara a la iglesia de Cimáis, distante buen rato, ¿a qué santas horas iba a hacer su entrada en la sala del pazo de Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía menos de sacrificar algunos minutos a colocar al ciego en la dirección de Cimáis y dejarle, ya orientado, arreglarse como Dios le diese a entender. Sólo que era internarse en la «carballeda», exponerse a tropezar en los cepos y en los pedruscos, y, sobre todo, era condescender a los ruegos del mendigo, que no soltaría a dos por tres a su lazarillo improvisado, y si le complaciese en lo primero exigiría lo segundo… ¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos! «Más vale escurrirse», decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la mano temblona que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó al caballo y escapó como un criminal que huye de la Justicia.

 

Sí; como un criminal. Así definió su conducta él mismo, luego, en el punto de refrenar a Maceo, su negro andaluz cruzado, y darse cuenta de que había caído enteramente la noche.

 

Velada por sombríos nubarrones, la luna se entreparecía lívida, semejante a la faz de un cadáver amortajado con hábito monacal. La carretera se desarrollaba suspendida sobre el río que, a pavorosa profundidad, dormitaba mudo y siniestro. El viento combatía, haciéndolos crujir, los troncos robustos de los árboles; un relámpago alumbró la superficie del agua; un trueno resonó ya bastante cercano; y Mauricio se estremeció. Le pareció escuchar ruidos extraños además de los de la tormenta. ¿Se habrá caído el viejo al agua? Detrás, sobre la peñascosa senda, creía escuchar el paso de un hombre que tentaba el suelo con un palo, como hacen los ciegos. Absurdo evidente, pues con la galopada que Maceo había pegado ya quedaría el mendigo atrás un cuarto de legua. Lo cierto es que Mauricio juraría que le seguía «alguien»; alguien que respiraba trabajosamente, que tropezaba, que gemía, que imploraba compasión. Invencible desasosiego le impulsó a apurar nuevamente a su montura para alcanzar pronto el cruce en que la carretera se desvía del río, cuya vista le sugería el temor de una desgracia. ¿Se habrá caído?… Lo que a Mauricio le acongojaba era la idea de haber abandonado a un ciego en tal noche. «Pero ¿cómo fue capaz…? ¡Si parece mentira! Me lo contarían después y no lo creería… Hoy no debía dejar solo a un infeliz», cavilaba, hincando la espuela en los ijares de Maceo. «Y lo más sucio, lo más vil de mi acción fue darle dinero. ¡Dinero! Si a estas horas flota en el Sil su cuerpo…, el dinero ¿de qué le sirve? Creemos que el dinero lo arregla todo… ¡Miserable yo! Estoy por volverme. ¿No viene nadie detrás?…».

 

Maceo volaba; un sudor de angustia humedecía las sienes del jinete. El zumbido de sus oídos y el remolino del viento, profundo como una tromba, no le impedían oír, cada vez más próximas, las pisadas del que le seguía, ya sin género de duda, y percibir la misma respiración entrecortada, el mismo doliente gemido; y el caso es que no se atrevía a volverse, porque, si se volviese, quizá vería la figura del ciego mendigo, alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el cayado en la mano y reluciente en la oscuridad la plata de sus blancas greñas…

 

«¿Estaré loco? —pensó—. ¡Ea!, ánimo… Debo volverme…». Y no se volvía; su garganta apretada, su corazón palpitante, le hacían traición; sufría un miedo espantoso, sobrenatural. Apretó las espuelas, y el caballo, excitado, aceleró el tendido galope, sacando chispas de los guijarros del camino. La tempestad estaba ya encima: el relámpago brilló; un trueno formidable rimbombó sobre la misma cabeza del señorito, aturdiéndole. Alborotóse Maceo; giró bruscamente sobre sus patas traseras y se arrojó hacia el talud que dominaba el Sil. Vio Mauricio el tremendo peligro cuando otro relámpago le mostró el abismo y la superficie del agua; cerró los ojos, aceptando el juicio de la Providencia…, y el caballo, en su vértigo mortal, arrastró al jinete al fondo del despeñadero, tronchando en su caída los pinos y empujando las piedras del escarpe, cuyo ruido fragoroso, al rodar peñas abajo, remedaba aún los desatentados pasos del ciego que tropezaba y gemía.

 

Resumen del cuento

Una noche de Navidad, Mauricio encuentra un ciego perdido mientras cabalga bajo una tormenta, pero decide abandonarlo tras darle dinero, priorizando su comodidad. A medida que avanza, lo atormentan el remordimiento y la sensación de ser seguido por el mendigo. La tormenta se intensifica, y Mauricio, consumido por el miedo y la culpa, pierde el control de su caballo. Finalmente, Mauricio sufre un accidente mortal, como un trágico castigo por su egoísmo.

 

Análisis del cuento

El cuento refleja la lucha entre el egoísmo y el deber moral, mostrando cómo la indiferencia ante el sufrimiento ajeno puede atormentar la conciencia. El ciego simboliza la fragilidad y la necesidad de empatía, mientras que Mauricio encarna la insensibilidad y el arrepentimiento tardío.

 

Cuentos en YouTube

Si te gustan los cuentos para adultos, te invito a explorar más contenido en mi canal, donde comparto relatos como este, siempre seleccionados cuidadosamente para ofrecerte experiencias únicas y enriquecedoras. ¡No olvides suscribirte y dejarme tus comentarios para saber qué te ha parecido!


martes, 10 de diciembre de 2024

Cuento corto para adultos de Rosario Castellanos

 

 

Rosario Castellanos

Cuento para adultos

A continuación, te presento un cuento de Rosario Castellanos, escritora, periodista y diplomática mexicana, considerada una de las literatas más importantes de México en el siglo XX, junto con su análisis. Además, este cuento para adultos puedes escucharlo en YouTube.

 

CABECITA BLANCA

La señora Justina miraba, como hipnotizada, el retrato de ese postre, con merengue y fresas, que ilustraba (a todo color) la receta que daba la revista. Le receta no era para los momentos de apuro, cuando el marido llega a la casa a las diez de la noche con invitados a cenar: compañeros de trabajo, el Jefe que estaba de buen humor y, casualmente, sin ningún compromiso; algún amigo de la adolescencia con el que se topó en la calle y había que portarse a la altura de las circunstancias. No, la receta era para las grandes ocasiones: la invitación formal al Jefe al que se pensaba pedir un aumento de sueldo o de categoría; la puntilla al prestigio culinario y legendario de la suegra; la batalla de la reconquista de un esposo que empieza a descarriarse y quiere probar su fuerza de seducción en la jovencita que podía ser la compañera de estudios de su hija.
–Hola, mamá. Ya llegué.
La señora Justina apartó la mirada de aquel espejismo que ayudaba a fabricar su hambre de diabética sujeta a régimen y examinó con detenimiento, y la consabida decepción, a su hija Lupe. No, no se parecía, ni remotamente, a las hijas que salen en el cine que si llegaban a estas horas era porque se habían ido de paseo con un novio que trató de seducirlas y no logró más que despeinarlas o con un pretendiente tan respetuoso y de tan buenas intenciones que producía el efecto protector de una última rociada de spray sobre el crepé, laboriosamente organizado en el salón de belleza. No, Lupe no venía… descompuesta. Venía fatigada, aburrida, harta, como si hubiera estado en una ceremonia eclesiástica o merendando con, unas amigas tan solitarias, tan sin nada qué hacer ni de qué hablar como ella. Sin embargo, la señora Justina se sintió en la obligación de clamar:
–No le guardas el menor respeto a la casa… entras y sales a la hora que te da la gana, como si fueras hombre… como si fuera un hotel… no das cuenta a nadie de tus actos… si tu pobre padre viviera…
Por fortuna su pobre padre estaba muerto y enterrado en una tumba a perpetuidad en el Panteón Francés. Muchos criticaron a la señora Justina por derrochadora pero ella pensó que no era el momento de reparar en gastos cuando se trataba de una ocasión única y, además, solemne. Y ahora, bien enterrado, no dejaba de ser un detalle de buen gusto invocarlo de cuando en cuando, sobre todo porque eso permitía a la señora Justina comparar su tranquilidad actual con sus sobresaltos anteriores. Acomodada exactamente en medio de la cama doble, sin preocuparse de si su compañero llegaría tarde (prendiendo luces a diestra y siniestra y haciendo un .escándalo como si fueran horas hábiles) o de si no llegaría porque había tenido un accidente, o había caído en las garras de una mala mujer que mermaría su fortaleza física, sus ingresos económicos y su atención –ya de por sí escasa– a la legítima.
Cierto que la señora Justina siempre había tenido la virtud de .preferir un esposo dedicado a las labores propias de su sexo en la calle que uno de esos maridos caseros que revisan las cuentas de! mercado, que destapan las ollas de la cocina para probar el sazón de los guisos, que se dan maña para descubrir los pequeños depósitos de polvo en los rincones y que deciden experimentar las novísimas doctrinas pedagógicas en los niños.
–Un marido en la casa es como un colchón en el suelo. No lo puedes pisar porque no es propio; ni saltar porque es ancho. No te queda más que ponerlo en su sitio. Y e! sitio de un hombre es su trabajo, la cantina o la casa chica.
Así opinaba su hermana Eugenia, amargada como todas las solteronas y, además, sin ninguna idea de lo que era el matrimonio. El lugar adecuado para un marido era en e! que ahora reposaba su difunto Juan Carlos.
Por su parte, la señora Justina se había portado como una dama: luto riguroso dos años, lenta y progresiva recuperación, telas a cuadros blancos y negros y ahora el ejemplo vivo de la conformidad con los designios de la Divina Providencia: colores serios.
–Mamá, ayúdame a bajar el cierre, por favor.
La señora Justina hizo lo que le pedía Lupe y no desaprovechó la ocasión de ponderar una importancia que sus hijos tendían a disminuir.
–El día en que yo te falte…
–Siempre habrá algún acomedido ¿no crees? Que me baje el cierre aunque no sea más que por interés de los regalos que yo le dé.
He aquí el resultado de seguir los consejos de los especialistas en relaciones humanas: «sea usted amiga, más que madre; aliada, no juez». Muy bien. ¿Y ahora qué hacía la señora Justina con la respuesta que ni siquiera había provocado? ¿Poner el grito en el cielo? ¿Asegurarle a Lupe que le dejaría en su testamento lo suficiente como para que pudiera pagarse un servicio satisfactorio de baja-cierres? Por Dios, en sus tiempos una muchacha no se daba por entendida de ciertos temas por respeto a la presencia de su madre. Pero ahora, en los tiempos de Lupe, era la madre la que no debía darse por entendida de ciertos temas que tocaba su hija.
¡Las vueltas que da el mundo! Cuando la señora Justina era una muchacha se suponía que era tan inocente que no podía ser dejada sola con un hombre sin que él se sintiera tentado de mostrarle las realidades de la vida subiéndole las faldas o algo. La señora Justina había usado, durante toda la época de su soltería y, sobre todo, de su noviazgo, una especie de refuerzo de manta gruesa que le permitía resistir cualquier ataque a su pureza hasta que llegara el auxilio externo. Y que, además, permitía a su familia saber con seguridad que si el ataque había tenido éxito fue porque contó con el consentimiento de la víctima.
La señora Justina resistía siempre con arañazos y mordiscos las asechanzas del demonio. Pero una vez sintió que estaba a punto del desfallecimiento. Se acomodó en el sofá, cerró los ojos… y cuando volvió a abrirlos estaba sola. Su tentador había huido, avergonzado de su conducta que estuvo a punto de llevara una joven honrada al borde del precipicio. Jamás procuró volver a encontrarla pero cuando el azar los reunía él la miraba con extremo desprecio y si permanecían lo suficientemente próximos como para poder hablarle al oído sin ser escuchado más que por ella, le decía:
–¡Piruja!
La señora Justina pensó en el convento como único resguardo contra las flaquezas de la carne pero ,el convento exigía una dote que el mediano pasar de su padre –bendecido por el cielo con cinco hijas solteras– convertía en un requisito imposible de cumplir. Se conformó, pues, con afiliarse a cofradías piadosas y fue en una reunión mixta de la ACJM donde conoció al que iba a desposarla.
Se amaron, desde el primer momento, en Cristo y se regalaban, semanalmente, ramilletes espirituales. «Hoy renuncié a la ración de cocada que me correspondía como postre y cuando mi madre insistió en que me alimentara, fingí un malestar estomacal. Me llevaron a mi cuarto y me dieron té de manzanilla, muy amargo. Ay, más amarga era la hiel en que empaparon la esponja que se acercó a los labios de Nuestro Señor cuando, crucificado, se quejaba de tener sed.”
La señora Justina se sentía humilladísima por los alcances de Juan Carlos. Lo de la cocada a cualquiera se le ocurría, pero lo de la esponja… Se puso a repasar el catecismo pero nunca atinó a establecer ningún nexo entre los misterios de la fe o los pasos de la historia divina y los acontecimientos cotidianos. Lo que le sirvió, a fin de cuentas (por aquel precepto evangélico de que los que se humillen serán ensalzados) para comprobar que los caminos de la Providencia son inescrutables. Gracias a su falta de imaginación, a su imposibilidad de competir con Juan Carlos, Juan Carlos cayó redondo a sus pies. Dijera lo que dijera provocaba siempre un ¡ah! de admiración tanto en la señora Justina cuanto en el eco dócil de sus cuatro hermanas solteras. Fue con ese ¡ah! con el que Juan Carlos decidió casarse y su decisión no pudo ser más acertada porque el eco se mantuvo incólume y audible durante todos los años de su matrimonio y nunca fue interrumpido por una pregunta, por un comentario, por una crítica, por una opinión disidente.
Ahora, ya desde el puerto seguro de la viudez –inamovible, puesto que era fiel a sus recuerdos y puesto que había heredado una pensión suficiente para sus necesidades– la señora Justina pensaba que quizá le hubiera gustado aumentar su repertorio con algunas otras exclamaciones. La de la sorpresa horrorizada, por ejemplo, cuando vio por primera vez, desnudo frente a ella y frenético, quién sabe por qué, a un hombre al que no había visto más que con la corbata y el saco puestos y hablando unciosamente del patronazgo de San Luis Gonzaga al que había encomendado velar por la integridad de su juventud. Pero le selló los labios el sacramento que, junto con Juan Carlos, había recibido unas horas antes en la Iglesia y la advertencia oportuna de su madre quien, sin entrar en detalles, por supuesto, la puso al tanto de que en el matrimonio no era oro todo lo que relucía. Que estaba lleno de asechanzas y peligros que ponían a prueba el temple de carácter de la esposa. Y que la virtud suprema que, había que practicar si se quería merecer la palma del martirio (ya que a la de la virginidad se había renunciado automáticamente al tomar el estado de casada) era la virtud de la prudencia. Y la señora Justina entendió por prudencia el silencio, el asentimiento, la sumisión.
Cuando Juan Carlos se volvió loco la noche misma de la boda y le exigió realizar unos actos de contorsionismo que ella no había visto ni en el Circo Atayde, la señora Justina se esforzó en complacerlo y fue lográndolo más y más a medida que adquiría práctica. Pero tuvo que calmar sus escrúpulos de conciencia (¿no estaría contribuyendo al empeoramiento de una enfermedad que quizá era curable cediendo a los caprichos nocturnos de Juan Carlos en vez de llevarlo a consultar con un médico?) en el confesionario. Allí el señor cura la tranquilizó asegurándole que esos ataques no sólo eran naturales sino transitorios y que con el tiempo irían perdiendo su intensidad, espaciándose hasta desaparecer por completo.
La boca del Ministro del Señor fue la de un ángel. A partir del nacimiento de su primer hijo Juan Carlos comenzó a dar síntomas de alivio. Y gracias a Dios, porque con la salud casi recuperada por completo podía dedicar más tiempo al trabajo en el que ya no se daba abasto y tuvieron que conseguirle una secretaria.
Muchas veces Juan Carlos no tenía tiempo de llegar a comer o a cenar a su casa o se quedaba en juntas de consejo hasta la madrugada. O sus jefes le hacían el encargo de vigilar las sucursales de la Compañía en el interior de la República y se iba, por una semana, por un mes, no sin recomendar a la familia que se cuidara y que se portara bien. Porque ya para entonces la familia había crecido: después del varoncito nacieron dos niñas.
El varoncito fue el mayor y si por la señora Justina hubiera sido no habría encargado ninguna otra criatura porque los embarazos eran una verdadera cruz, no sólo para ella, que los padecía en carne propia, sino para todos los que la rodeaban. A deshoras del día o de la noche le venía un antojo de nieve de guanábana y no quedaba más remedio que salir a buscada donde se pudiera conseguir. Porque ninguno quería que el niño fuera a nacer con alguna mancha en la cara o algún defecto en el cuerpo, como consecuencia de la falta de atención a los deseos de la madre.
En fin, la señora Justina no tenía de qué quejarse. Allí estaban sus tres hijos buenos y sanos y Luisito (por San Luis Gonzaga, del que Juan Carlos seguía siendo devoto) era tan lindo que lo alquilaban como niño Dios en la época de los nacimientos.
Se veía hecho un cromo con su ropón de encaje y con sus caireles rubios que no le cortaron hasta los doce años. Era muy seriecito y muy formal. No andaba, como todos lo otros muchachos de su edad, buscando los charcos para chapotear en ellos ni trepándose a los árboles ni revolcándose en la tierra. No él no. La ropa la dejaba de venir, y era una lástima sin un remiendo, sin una mancha, sin que pareciera haber sido usada. Le dejaba de venir porque había crecido. Y era un modelo de conducta. Comulgaba cada primer viernes, cantaba en el coro de la Iglesia con su voz de soprano, tan limpia y tan bien educada que, por fortuna, conservó siempre. Leía, sin que nadie se lo mandara, libros de edificación.
La señora Justina no hubiera pedido más pero Dios le hizo el favor de que, aparte de todo, Luisito fuera muy cariñoso con ella. En vez de andar de parranda (como lo hacían sus compañeros de colegio, y de colegio de sacerdotes ¡qué horror!) se quedaba en la casa platicando con ella, deteniéndole la madeja de estambre mientras la señora Justina la enrollaba, preguntándole cuál era su secreto para que la sopa de arroz le saliera siempre tan rica. Y a la hora de dormirse Luisito le pedía, todas las noches, que fuera a arroparlo como cuan-do era niño y que le diera la bendición. Y aprovechaba el momento en que la mano de la señora Justina quedaba cerca de su boca para robarle un beso. ¡Robárselo! Cuando ella hubiera querido darle mil y mil y mil y comérselo de puro cariño. Se contenía por no encelar a sus otras hijas y ¡quién iba a creerlo! por no tener un disgusto con Juan Carlos.
Que, con la edad, se había vuelto muy majadero. Le gritaba a Luisito por cualquier motivo y una vez, en la mesa, le dijo… ¿que fue lo que le dijo? La señora Justina ya no se acordaba pero ha de haber sido algo muy feo porque ella, tan comedida siempre, perdió la paciencia y jaló el mantel y se vino al suelo toda la vajilla y el caldo salpicó las piernas de Carmela, que gritó porque se había quemado y Lupe aprovechó la oportunidad para que le diera el soponcio y Juan Carlos se levantó, se puso su sombrero y se fue, muy digno, a la calle de la que no volvió hasta el día de la quincena.
.Luisito… Luisito se separó de la casa porque la situación era insostenible. Había conseguido un trabajo muy bien pagado en un negocio de decoración. Lo del trabajo debía de haberle tapado la boca a su padre, pero ¡qué esperanzas! Seguía diciendo barbaridades hasta que Luisito optó por venir a visitar a la señora Justina a las horas en que estaba seguro de no encontrarse con el energúmeno de su papá. No tenía que complicarse mucho. La señora Justina estaba sola la mayor parte del día, con las muchachas ya encarriladas en una oficina muy decente y con el marido sabe Dios dónde. Metido en problemas, seguro. Pero de eso más valía no hablar porque Juan Carlos se irritaba cuando su mujer no entendía lo que le estaba diciendo.
Una vez la señora Justina recibió un anónimo en el que “una persona que la estimaba” la ponía al corriente de que Juan Carlos le había puesto casa a su secretaria. La señora Justina estuvo mucho rato viendo aquellas letras desiguales, groseramente escritas, que no significaban nada para ella, y acabó por romper el papel sin comentar nada con nadie. En esos casos la caridad cristiana manda no hacer juicios temerarios. Claro que lo que decía el anónimo podía ser verdad. Juan Carlos no era un santo sino un hombre y como todos los hombres, muy material. Pero mientras a ella no le faltara nada en su casa y le diera su lugar y respeto de esposa legítima, no tenía derecho a quejarse ni por qué armar alborotos.
Pero Luisito, que estaba pendiente de todos los detalles, pensó que su mamá estaba triste tan abandonada y el diez de mayo le regaló una televisión portátil. ¡Qué cosas se veían, Dios del cielo! Realmente los que escriben las comedias ya no saben ni qué inventar. Unas familias desavenidas en las que cada quien jala por su lado y los hijos hacen lo que se les pega la gana sin que los padres se enteren. Unos maridos que engañan a las esposas. Y unas esposas que no eran más tontas porque no eran más grandes, encerradas en sus casas, creyendo todavía lo que les enseñaron cuando eran chiquitas: que la luna es queso.
¡Válgame! ¿Y si esas historias sucedieran en la realidad? ¿Y si Luisito fuera encontrándose con una mañosa que lo enredara y lo obligara a casarse con ella? La señora Justina no descansó hasta que su hijo le prometió formalmente que nunca, nunca, nunca se casaría sin su consentimiento. Además ¿por qué se preocupaba? Ni siquiera tenía novia. No le hacía ninguna falta, decía, abrazándola, mientras tuviera con él a su mamacita.
Pero había que pensar en el mañana. La señora Justina no le iba a durar siempre. Y aunque le durara. No estaba bien que Luisito viviera como un gitano.
Para desengañarla Luisito la llevó a conocer su departamento. ¡Qué precioso lo había arreglado! No en balde era decorador. Y en cuanto a servicio había conseguido un mozo, Manolo, porque las criadas son muy inútiles, muy sucias y todas las mujeres, salvo la señora Justina, su mamá, muy malas cocineras.
Manolo parecía servicial: le ofreció té, le arregló los cojines del sillón en el que la señora Justina iba a sentarse, le quitó de encima el gato que se empeñaba en sobarse contra sus piernas. Y además, Manolo era agradable, bien parecido y bien presentado. Menos mal. Se había sacado la lotería con Luisito porque lo trataba con tantos mira-mientos como si fuera su igual: le permitía comer en la mesa y dormir en el couch de la sala porque el cuarto de la azotea, que era el que le hubiera correspondido, tenía muy buena luz y se usaba como estudio.
La única espina era que Luisito y Juan Carlos no se hubieran reconciliado. No iba a ceder el rigor del padre ni el orgullo del hijo sino ante la coyuntura de la última enfermedad. Y la de Juan Carlos fue larga y puso a prueba la ciencia de los médicos y la paciencia de los deudos. La señora Justina se esmeraba en cuidar a su marido, que nunca tuvo buen temple para los achaques y que ahora no soportaba sus dolores y molestias sin desahogarse sobre su esposa encontrando torpes e inoportunas sus sugerencias, insuficientes sus desvelos, inútiles sus precauciones. Sólo ponía buena cara a las visitas: la de sus compañeros de trabajo, que empezaron siendo frecuentes y acabaron como las apariciones del cometa. La única constante fue la secretaria (¡pobrecita, tan vieja ya, tan canosa, tan acabada! ¿Cómo era posible que alguien se hubiera cebado en su fama calumniándola?) y traía siempre algún agrado: revistas, frutas que Juan Carlos alababa con tanta insistencia que sus hijas salían disgustadas del cuarto. ¡Muchachas díscolas! En cambio Luisito guardaba la compostura, como bien educado que era, y por delicadeza, porque no sabía cómo iba a ser recibido por su padre, la primera vez que quiso hacerle un regalo no se lo entregó personalmente sino que encargó a Manolo que lo hiciera.
Fue así como Manolo entró por primera vez en la casa de la señora Justina y supo hacerse indispensable a todos, al grado de que ya a ninguno le importaba que viniera acompañando a Luisito o solo. Sabía poner inyecciones, preparaba platillos de sorpresa después del último programa de televisión y acompañaba a la secretaria de regreso a su casa que, por fortuna, no quedaba muy lejos –unas dos o tres cuadras– y se llegaba fácilmente a pie.
En el velorio de Juan Carlos más parecía Manolo un familiar que un criado y nadie tomó a mal que recibiera el pésame vestido con un traje de casimir negro que Luisito le compró especialmente para esa ocasión.
Tiempos felices. A duras penas se prolongaron durante el novenario pero después la casa volvió a quedar como vacía. La secretaria se fue a vivir a Guanajuato, a las muchachas no les alcanzaba el tiempo repartido entre el trabajo y las diversiones. El único que, por más ocupado que estuviera siempre se hacía un lugar para darle un beso a su «cabecita blanca» –como la llamaba cariñosamente– era Luisito. Y Manolo caía de cuando en cuando con un ramo de flores, más que para halagar a la señora Justina (eso no se le escapaba. a ella, ni que fuera tonta) para lucir algún anillo de piedra muy vistosa, un pisacorbata de oro, un par de mancuernas tan payo que decía a gritos que su dueño nunca antes había tenido dinero y que no sabía cómo gastarlo.
Las muchachas se burlaban de él diciéndole que no fuera malo, que no les hiciera la competencia y anunciándole que si alguna vez conseguían novio no iban a presentárselo para no correr el riesgo de que las plantara y se fuera con su rival. Manolo se reía haciendo unos visajes muy chistosos y cuando Carmela, la mayor, le comunicó a su familia que iba a casarse con un compañero de trabajo y organizaron una fiestecita para formalizar las relaciones, Manolo se comprometió a ayudar en la cocina y a servir la mesa. Así se hizo pero Carmela se olvidó de Manolo a la hora de las presentaciones y Manolo entraba y salía de la sala donde todos estaban platicando como si él no existiera o como si fuera un criado.
Cuando los invitados se despidieron Manolo estaba llorando de sentimiento sobre la estufa salpicada de la grasa de los guisos. Entonces entró Carmela palmoteando de gusto porque le había ganado la apuesta. ¿Ya no se acordaba de que quedaron de que si alguna vez tenía novio no se lo iba a presentar a Manolo? Bueno, pues había mantenido su palabra y ahora exigía que Manolo le cumpliera porque además se lo tenía bien merecido por presuntuoso y coqueto. Manolo lloraba más fuerte y se fue dando un portazo. Pero al día siguiente ya estaba allí, con una caja de chocolates para Carmela, y dispuesto a entrar en la discusión de los detalles del traje de bodas y los adornos de la Iglesia.
¡Pobre Carmela! ¡Con cuánta ilusión hizo sus preparativos! Y desde el día en que regresó de la luna de miel no tuvo sosiego: un embarazo muy difícil, un parto prematuro a los siete meses exactos como que contribuyeron a alejar al marido, ya desobligado de por sí, que acabó por abandonarla y aceptar un empleo como agente viajero en el que nadie supo ya cómo localizarlo.
Carmela se mantenía sola y le pedía a la señora Justina que la ayudara cuidando a los niños. Pero en cuanto estuvieron en edad de ir a la escuela se fueron distanciando cada vez más y no se reunían más que en los cumpleaños de la señora Justina, en las fiestas de Navidad, en el día de las madres.
A la señora Justina le molestaba que Carmela pareciera tan exagerada para arreglarse y para vestirse y que estuviera siempre tan nerviosa. Por más que gritaba los niños no la obedecían y cuando ella los amenazaba con pegarles ellos la amenazaban, a su vez, con contarle a su tío a qué horas había llegado la noche anterior y con quién.
La señora Justina no alcanzaba a entender por qué Carmela temía tanto a Luisito pues en cuanto sus hijos decían «mi tío» ella les permitía hacer lo que les daba la gana. Temer a Luisito, que era una dama y que ahora andaba de viaje por los Estados Unidos con Manolo, era absurdo; pero cuando la señora Justina quiso comentarIo con Lupe no tuvo como respuesta más que una carcajada.
Lupe estaba histérica, como era natural, porque nunca se había casado. Como si casarse fuera la vida perdurable. Pocas tenían la suerte de la señora Justina que se encontró un hombre bueno y responsable.¿No se miraba en el espejo de su hermana que andaba siempre a la cuarta pregunta? Lupe, en cambio, podía echarse encima todo lo que ganaba: ropa, perfumes, alhajas. Podía gastar en paseos y viajes o en repartir limosna entre los ne-cesitados.
Cuando Lupe escuchó esta última frase estalló en improperios: la necesitada era ella, ella que no tenía a nadie que la hubiera querido nunca. Le salían, como espuma por la boca, nombres entremezclados, historias sucias, quejas desaforadas. No se calmó hasta que Luisito –que regresó de muy mal humor de los Estados Unidos donde se le había perdido Manolo– le plantó un par de bofetadas bien dadas .Lupe lloró y lloró hasta quedarse dormida. Después como si se le hubiera olvidado todo, se quedó tranquila. Pasaba sus horas libres tejiendo y viendo la televisión y no se acostaba sin antes tomar una taza de té a la que añadía el chorrito de una medicina muy buena para… ¿para qué?
¡Qué cabezal A la señora Justina se le confundía todo y no era como para asombrarse. Estaba vieja, enferma. Le habría gustado que la rodearan los nietos, los hijos, como en las estampas antiguas. Pero eso era como una especie de sueño y la realidad era que nadie la visitaba y que Lupe, que vivía con ella, le avisaba muy seguido que no iba a comer o que se quedaba a dormir en casa de una amiga.
¿Por qué Lupe nunca correspondía a las invitaciones haciendo que sus amigas vinieran a la casa? ¿Por no dar molestias? Pero si no era ninguna molestia, al contrario… Pero Lupe ya no escuchaba el parloteo de su madre, bajando de prisa, de prisa los escalones, abriendo la puerta de la calle.
Cuando Lupe se quedaba, porque no tenía dónde ir, tampoco era posible platicar con ella. Respondía con monosílabos apenas audibles y si la señora Justina la acorralaba para que hablara adoptaba un tono de tal insolencia que más valía no oírla.
La señora Justina se quejaba con Luisito, que era su paño de lágrimas, esperanzada en que él la rescataría de aquel infierno y la llevaría a su departamento, ahora que Manolo ya no vivía allí y no había sirviente que le durara: ladrones unos, igualados los otros, inconstantes todos, lo mataban a cóleras. Pero Luisito no daba su brazo a torcer ni decidiéndose a casarse (que ya era hora, ya se pasaba de tueste) ni volviendo a casa de su madre (que lo hubiera recibido con los brazos abiertos) ni pidiendo una ayuda que la señora Justina le hubiera dado con tanto gusto.
Porque así como se había desentendido de Carmela y como estaba dispuesta a abandonar a Lupe (eran mujeres, al fin y al cabo, podían arreglárselas solas) así no podía sosegar pensando en Luisito que no tenía quien lo atendiera como se merecía y que, para no molestarla –porque con lo de la diabetes se cansaba muy fácilmente– ya ni siquiera la llevaba a su casa.
En lo que no fallaba, eso sí, era en visitarla a diario, siempre con algún regalito, siempre con una sonrisa. No con esa cara de herrero mal pagado, con esa mirada de basilisco con que Lupe se asomaba a la puerta de la recámara de la señora Justina para darle las buenas noches.

 

Análisis del cuento

El cuento sigue la vida de la señora Justina, una viuda que reflexiona sobre su pasado y sus relaciones familiares, especialmente con su hija Lupe. A través de una narración llena de ironía, conocemos sus sacrificios, su sumisión en el matrimonio, y su conflicto con la modernidad representada por la actitud despreocupada de su hija. Todo esto se desarrolla en un tono que combina humor, sarcasmo y un trasfondo de tristeza.

Este cuento para adultos es una obra profundamente crítica que explora temas de género, roles tradicionales y las contradicciones en las expectativas sociales impuestas a las mujeres. A través del personaje de la señora Justina, Castellanos retrata a una mujer atrapada entre el ideal tradicional de la feminidad y las realidades de su vida cotidiana, marcadas por la resignación, la conformidad y el vacío emocional.

 

Cuentos para adultos

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo: Intervalo, un cuento breve de Colette.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Intervalo, cuento breve de Colette

 Cuento para adultos

A continuación, te presento un cuento corto para adultos de Colette, titulado "Intervalo”, junto con un análisis del cuento. Puedes leerlo en este blog y escucharlo en mi canal de YouTube.


Intervalo

¿Te dijeron que durante tu ausencia vivía sola, huraña y fiel, con un gesto de impaciencia y de espera?… No lo creas. Ni soy fiel ni estoy sola. Y no es a ti a quien espero. ¡No te irrites! Lee esta carta hasta el final. Me gusta desafiarte cuando estás lejos, cuando nada puedes contra mí y te contentas con apretar los puños y romper un vaso… Me gusta desafiarte sin peligro, y verte a través de la distancia, muy pequeño, iracundo e inofensivo; ahora tú eres el perro y yo el gato, que te burla subido a un árbol…

»No te espero. ¿Te dijeron que abría apresuradamente mi ventana, desde el amanecer, como aquellos días, en los que andabas, por la avenida, llevando de frente, hasta mi balcón, tu larga sombra? Te mintieron. Si dejé mi lecho, pálida, un poco alucinada por el sueño, no fue porque el eco de tus pasos me llamase… ¡Qué bella es la avenida, rubia y vacía! Ni una rama muerta, ni un ripio detienen mi mirada que campea, y el tachón azul de tu sombra no camina ya sobre la arena inmaculada, que solo han hollado los pies de los pájaros…

«Esperaba únicamente… aquella hora, la primera del día, la mía, la que no comparto con nadie. Te dejaba morder sólo el tiempo necesario para acogerte, para robarte la frescura, el rocío de tu pasaje a través de los campos, y para cerrar sobre nosotros mis persianas… Ahora, el alba sólo me pertenece a mí, a mí sola, que la saboreo, rosa y perlina, como un fruto intacto que han desdeñado los hombres. Y por ella dejo mi sueño, mi sueño que a veces te pertenece a ti… ¿Lo ves? Despierta apenas, y ya te abandono para traicionarte…

»¿Te dijeron también que, hacia el medio día, bajaba descalza hasta el mar? ¿Me espiaron, verdad? Te alabaron mi soledad hostil, y el paseo mudo, sin objeto, de mis pies sobre la playa; te apiadaron al hablarte de mi cabeza inclinada sobre el pecho, en actitud pensativa, y de pronto, estirada, dirigida hacia… ¿hacia qué? ¿hacia quién?… ¡Oh, si me hubieses podido oír! Acabo de reírme, de reírme, de reírme como nunca me has oído reír! Y es que ya no hay sobre la playa alisada por las olas, la menor traza de tus juegos, de tus saltos, de tu violenta juventud, ya no flotan tus gritos en el aire, y tu arranque de nadador no rompe ya la voluta armoniosa de la ola, que se endereza, se inclina, se enrolla como una hoja verde y, transparente, llega hasta mi y se deshace a mis pies…

»¿Esperarte, buscarte? No será aquí, donde nada se acuerda ya de ti. El mar no mece ya barcas; la gaviota que pescaba, arrebatada por la ola, ha volado. La rojiza peña, en forma de león, se prolonga violeta, bajo el agua que la asalta. ¿Pudiste tú dominar bajo tu talón desnudo, ese taciturno león? ¿Y esa arena que cruje al secarse, como seda caliente, la has hollado y registrado? ¿Ha bebido en ti tu perfume como la sal del mar? Me pregunto todo esto andando al medio día, por la playa, e inclino la cabeza, incrédula. Pero a veces me vuelvo, en acecho, como los niños que se asustan de una historia que inventan ellos mismos:—no, no, no estás ahí—; tuve miedo. Creí encontrarte, otra vez con los ojos fijos en mí, como para robarme mis pensamientos… tuve miedo.

»No hay nada, nada más que la playa, que se encoge, se arruga, como bajo una llama invisible. Aún es medio día. ¡No he concluido de ofenderte, ausente! Corro hacia la sombría sala, en la que el día azul se mira en la pulida mesa, en el panzudo armario de color moreno; su frescura huele a cueva y a frutas, por la sidra que espuma en la jarra, por el puñado de fresas en el hueco de una hoja de col… Un solo cubierto. El otro lado de la mesa, frente a mi reluce como el agua al sol. Y no te echaré la rosa ¿sabes? aquella rosa tibia que encontrabas cada mañana en tu plato; la prendo muy alta en mi pecho, y no tengo más que volver un poco la cabeza para acariciarme los labios… ¡Qué ancha es la ventana! Me la ocultabas a medias y nunca había visto, como ahora, el revés malva, blanco casi, de las clemátides colgantes…

»Canto a media voz, dulcemente para mi sola… Y ni la fresa más grande, ni la cereza más negra están en tu boca: se funden deliciosas en la mía… Las codiciabas de tal manera, que te las ofrecía no por ternura, sino por una especie de pudor civilizado ..

»Toda la tarde está ante mi, como una terraza inclinada, radiante en lo alto y que se hunde allá abajo en la tarde indistinta, color de estanque. Es la hora en que me encierro ¿te lo dijeron? ¿Reclusión celosa, no es eso? ¿Meditación triste y voluptuosa de una enamorada solitaria? ¿Qué sabes tú? ¿Qué nombres dar a los fantasmas que acojo y que me apremian con sus consejos? ¿Jurarías que mi sueño tiene los rasgos de tu cara? ¡Duda de mi! Duda de mi, tú que has podido sorprender mis lloros y mis risas, tú, a quien burlo en todo momento; tú, a quien beso nombrándote muy bajo: «Extranjero…» ¡Hasta anochecido te traiciono! Pero por la noche, cuando te he dado una cita, la luna llena me sorprende al pie del árbol donde deliraba un ruiseñor, tan entusiasmado con su canto, que no oyó, ni nuestros pasos, ni nuestros hálitos, ni nuestras palabras entremezcladas… Ninguno de mis días seméjase al anterior, pero una noche de luna llena es divinamente parecida a otra noche de luna llena…

»¿A través del espacio, por encima del mar y de las montañas, vuela tu espíritu a la cita que le doy al pie del árbol? Vuelvo como lo había prometido, vacilante, pues mi cabeza no encuentra ya el brazo que la sostenía… ¡Te llamo entonces, porque sé que no acudirás a mi llamamiento! Bajo mis párpados cerrados, juego con tu imagen, dulcifico el color de tu mirada, el sonido de tu voz, peino a mi gusto tu cabellera, afino tu boca, y te invento sutil, alegre, indulgente y tierno; y te cambio y te corrijo…

»Te transformo… poco a poco, por completo, hasta el nombre que llevas… Y después me voy, furtiva, ligera, avergonzada, como si entrando contigo, bajo la sombra del árbol, saliese con un desconocido…»

 

Análisis del cuento

El cuento "Intervalo" de Colette explora temas como la independencia y la autonomía emocional, mostrando a una protagonista que celebra su soledad y disfruta de momentos únicos, como el amanecer o el contacto con la naturaleza, lejos de la influencia de su amante. También aborda la dualidad entre el amor y la traición, pues aunque afirma haber superado la relación, la narradora aún recrea en su mente la imagen del otro, transformándola según sus deseos, lo que revela una mezcla de homenaje y ruptura. A través de descripciones vívidas del paisaje, el texto reflexiona sobre la memoria y el olvido, representando cómo la ausencia del amante deja huellas sutiles que la protagonista intenta borrar mientras construye un nuevo mundo para sí misma. Finalmente, el relato entrelaza desafío y vulnerabilidad, pues mientras la narradora se afirma independiente y desafiante ante la distancia, también deja entrever momentos de miedo y añoranza que contradicen su aparente fortaleza.

Cuentos en Youtube

Si te gusta este género literario y escuchar los cuentos en Youtube, te recomiendo El ramo azul de Octavio Paz.

sábado, 30 de noviembre de 2024

Cuento de Octavio Paz

 

Octavio Paz

En esta ocasión, me gustaría presentaros un cuento de Octavio Paz destacado poeta, ensayista y diplomático mexicano, conocido por ganar el Premio Nobel de Literatura en 1990 y el Premio Cervantes en 1981. Además, se le considera no solo uno de los más influyentes autores del siglo XX, sino también uno de los más grandes poetas de todos los tiempos (véase aquí su biografía)

El ramo azul es un cuento fantástico y realista, narrado en primera persona. Un extraño personaje trata de sacar los ojos al protagonista-narrador para ofrecerle a su novia un ramito de ojos azules. Una escenografía misteriosa, que Octavio Paz describe con una prosa poética, a través de metáforas y simbolismos creados por su imaginación y fantasía.

En este cuento, el autor explora temas como la vulnerabilidad humana, el absurdo y los caprichos de la existencia. A veces, los deseos irracionales pueden convertirse peligrosos, mostrando un lado oscuro y surrealista de la humanidad. Este cuento nos recuerda nuestra fragigilidad, incluso ante la absurdidad de los caprichos del ser humano. Si lo deseas, puedes escuchar este cuento para adultos en YouTube.

El ramo azul

Desperté, cubierto de sudor. Del piso de ladrillos rojos, recién regados, subía un vapor caliente. Una mariposa de alas grisáceas revoloteaba encandilada alrededor del foco amarillento. Salté de la hamaca y descalzo atravesé el cuarto, cuidando no pisar algún alacrán salido de su escondrijo a tomar el fresco. Me acerqué al ventanillo y aspiré el aire del campo. Se oía la respiración de la noche, enorme, femenina. Regresé al centro de la habitación, vacié el agua de la jarra en la palangana de peltre y humedecí la toalla. Me froté el torso y las piernas con el trapo empapado, me sequé un poco y, tras de cerciorarme que ningún bicho estaba escondido entre los pliegues de mi ropa, me vestí y calcé. Bajé saltando la escalera pintada de verde. En la puerta del mesón tropecé con el dueño, sujeto tuerto y reticente. Sentado en una sillita de tule, fumaba con el ojo entrecerrado. Con voz ronca me preguntó:

 

-¿Dónde va señor?

 

-A dar una vuelta. Hace mucho calor.

 

-Hum, todo está ya cerrado. Y no hay alumbrado aquí. Más le valiera quedarse.

 

Alcé los hombros, musité “ahora vuelvo” y me metí en lo oscuro. Al principio no veía nada. Caminé a tientas por la calle empedrada. Encendí un cigarrillo. De pronto salió la luna de una nube negra, iluminando un muro blanco, desmoronado a trechos. Me detuve, ciego ante tanta blancura. Sopló un poco de viento. Respiré el aire de los tamarindos. Vibraba la noche, llena de hojas e insectos. Los grillos vivaqueaban entre las hierbas altas. Alcé la cara: arriba también habían establecido campamento las estrellas. Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos. Mis actos, el serrucho del grillo, el parpadeo de la estrella, no eran sino pausas y sílabas, frases dispersas de aquel diálogo. ¿Cuál sería esa palabra de la cual yo era una sílaba? ¿Quién dice esa palabra y a quién se la dice? Tiré el cigarrillo sobre la banqueta. Al caer, describió una curva luminosa, arrojando breves chispas, como un cometa minúsculo.

 

Caminé largo rato, despacio. Me sentía libre, seguro entre los labios que en ese momento me pronunciaban con tanta felicidad. La noche era un jardín de ojos. Al cruzar la calle, sentí que alguien se desprendía de una puerta. Me volví, pero no acerté a distinguir nada. Apreté el paso. Unos instantes percibí unos huaraches sobre las piedras calientes. No quise volverme, aunque sentía que la sombra se acercaba cada vez más. Intenté correr. No pude. Me detuve en seco, bruscamente. Antes de que pudiese defenderme, sentí la punta de un cuchillo en mi espalda y una voz dulce:

 

-No se mueva , señor, o se lo entierro.

 

Cuento de Octavio Paz: El ramo azul

Escritor mexicano Octavio Paz

Sin volver la cara pregunté:

 

-¿Qué quieres?

 

-Sus ojos, señor –contestó la voz suave, casi apenada.

 

-¿Mis ojos? ¿Para qué te servirán mis ojos? Mira, aquí tengo un poco de dinero. No es mucho, pero es algo. Te daré todo lo que tengo, si me dejas. No vayas a matarme.

 

-No tenga miedo, señor. No lo mataré. Nada más voy a sacarle los ojos.

 

-Pero, ¿para qué quieres mis ojos?

 

-Es un capricho de mi novia. Quiere un ramito de ojos azules y por aquí hay pocos que los tengan.

 

Mis ojos no te sirven. No son azules, sino amarillos.

 

-Ay, señor no quiera engañarme. Bien sé que los tiene azules.

 

-No se le sacan a un cristiano los ojos así. Te daré otra cosa.

 

-No se haga el remilgoso, me dijo con dureza. Dé la vuelta.

 

Me volví. Era pequeño y frágil. El sombrero de palma le cubría medio rostro. Sostenía con el brazo derecho un machete de campo, que brillaba con la luz de la luna.

 

-Alúmbrese la cara.

 

Encendí y me acerqué la llama al rostro. El resplandor me hizo entrecerrar los ojos. El apartó mis párpados con mano firme. No podía ver bien. Se alzó sobre las puntas de los pies y me contempló intensamente.

La llama me quemaba los dedos. La arrojé. Permaneció un instante silencioso.

 

-¿Ya te convenciste? No los tengo azules.

 

-¡Ah, qué mañoso es usted! –respondió- A ver, encienda otra vez.

 

Froté otro fósforo y lo acerqué a mis ojos. Tirándome de la manga, me ordenó.

 

-Arrodíllese.

 

Mi hinqué. Con una mano me cogió por los cabellos, echándome la cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre mí, curioso y tenso, mientras el machete descendía lentamente hasta rozar mis párpados. Cerré los ojos.

 

-Ábralos bien –ordenó.

 

Abrí los ojos. La llamita me quemaba las pestañas. Me soltó de improviso.

 

-Pues no son azules, señor. Dispense.

 

Y despareció.

 

Me acodé junto al muro, con la cabeza entre las manos. Luego me incorporé. A tropezones, cayendo y levantándome, corrí durante una hora por el pueblo desierto. Cuando llegué a la plaza, vi al dueño del mesón, sentado aún frente a la puerta.

 

Entré sin decir palabra.

 

Al día siguiente hui de aquel pueblo.

 

Otros cuentos en YouTube

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo: Cuentos con valores y Sabiduría de Tolstoi.

 

 

 

miércoles, 27 de noviembre de 2024

Cuentos con valores y sabiduría de Tolstói

 

Cuentos para adultos

A continuación, te presento dos cuentos para adultos de León Tolstói, reconocido como uno de los escritores más importantes de la literatura mundial. Estas historias están cargadas de valores y sabiduría, y espero que sean de tu agrado. Si lo prefieres, también puedes escuchar estos cuentos para adultos en mi canal de YouTube.

 

Lo malo atrae, pero lo bueno perdura

Hace mucho tiempo vivía un hombre bondadoso. Él tenía bienes en abundancia y muchos esclavos que le servían. Y ellos se enorgullecían de su amo diciendo:

 

"No hay mejor amo que el nuestro bajo el sol. Él nos alimenta y nos viste, nos da trabajo según nuestras fuerzas. Él no obra con malicia y nunca nos dice una palabra dura. Él no es como otros amos, quienes tratan a sus esclavos peor que al ganado: los castigan si se lo merecen o no, y nunca les dan una palabra amigable. Él desea nuestro bien y nos habla amablemente. No podríamos desear una mejor vida."

 

De esta manera los esclavos elogiaban a su amo, y el Diablo, sabiendo esto, estaba disgustado de que los esclavos vivieran en tanta armonía con su amo. El Diablo se apoderó de uno de ello, un esclavo llamado Aleb, y le ordenó que sedujera a sus compañeros. Un día, cuando todos estaban sentados juntos descansando y conversando de la bondad de su amo, Aleb levantó la voz y dijo:

 

"Es inútil que elogien tanto las bondades de nuestro amo. El Diablo mismo sería bueno con nosotros, si hicieramos lo que el quiere. Nosotros servimos bien a nuestro amo y lo complacemos en todo. Tan pronto como él piensa en algo, nosotros lo hacemos: nos adelantamos a sus deseos. ¿Cómo puede tratarnos mal? Probemos como sería, si en lugar de complacerlo le hicieramos algún daño. El actuará como cualquier otro y nos devolverá daño con daño, como el peor de los amos haría."

 

Los otros esclavos comenzaron a discutir lo que Aleb había dicho y al final hicieron una apuesta. Aleb debía hacer enojar al amo. Si él fracasaba perdería su traje de fiesta; pero si tenía éxito, los otros esclavos le darían a Aleb los suyos. Además, él prometió defenderlos contra el amo y liberarlos si ellos eran encadenados o enviados a prisión. Habiendo arreglado la apuesta, Aleb estuvo de acuerdo en hacer enojar al amo la mañana siguiente.

 

Aleb era quien se encargaba de cuidar al ganado, y tenía a su cargo una cantidad de valiosos carneros de raza, de quienes el amo estaba muy orgulloso. A la mañana siguiente, cuando el amo trajo algunos visitantes al recinto de los animales para mostrales un valioso carnero, Aleb guiñó un ojo a sus compañeros y les dijo:

 

"Miren ahora como haré para enfurecerlo."

 

Todos los esclavos se reunieron, mirando algunos por la puerta y otros por sobre la cerca, mientras el Diablo se trepaba a un árbol cercano para mirar cómo hacía su sirviente el trabajo. El amo caminó en el recinto, mostrando a sus invitados las ovejas y los corderos, pero deseando poder mostrarles su más fino cordero.

 

"Todos los corderos son valiosos", dijo, "pero tengo uno con los cuernos torcidos, que es inapreciable. Lo estimo como si fuera la luz de mis ojos."

 

Asustado por los extraños, el carnero corría en el recinto, por lo tanto los visitantes no podían ver con claridad al cordero. Tan pronto como se paraba, Aleb asustaba a las demás ovejas como por accidente, y ellas comenzaban a mezclarse nuevamente. Los visitantes no podían saber cuál era el animal preferido. Al final el amo se sintió cansado de todo eso.

 

"Aleb, querido amigo," dijo, por favor agarra nuestro mejor carnero para mí, el único con los cuernos torcidos. Agárralo cuidadosamente y sostenlo quieto por un momento."

 

Apenas el amo había dicho eso, cuando Aleb se precipitó entre las ovejas como un león, y agarró al valioso carnero. Lo tomó por la lana, y luego lo agarró por la pata trasera izquierda, y ante los ojos de su amo se la torció bruscamente hasta que un ruido seco sonó. Él había roto la pata del carnero por debajo de la rodilla. Entonces Aleb lo tomó por la pata trasera derecha, mientras el animal balaba. Los visitantes y los esclavos exclamaron un grito, y el Diablo, sentado en el árbol, se regocijaba de lo bien que Aleb había realizado la tarea. El amo se puso más negro que el trueno, frunció el ceño, agachó la cabeza, y no dijo una sola palabra. Los visitantes y los esclavos estaban en silencio también, esperando ver qué sucedería después. Luego de un rato de silencio, el amo se estremeció como si se sacudiera algo de encima. Entonces él levantó su cabeza, y elevó su vista al cielo, permaneciendo así durante un instante. Las arrugas de su rostro desaparecieron, y con una sonrisa miró a Aleb y le dijo:

 

"¡Oh, Aleb, Aleb! Tu amo te ordenó que me hicieras enojar; pero mi amo es más fuerte que el tuyo. Yo no estoy enojado contigo, pero haré algo para enojar a tu amo. Tú temes que te castigaré, y has estado deseando por tu libertad. Debes saber Aleb, que no te castigaré; pero como tú deseas ser libre, aquí frente a mis invitados, yo te otorgo tu libertad. Ve donde desees, y lleva contigo tu traje de fiesta."

 

Y el buen amo regresó a la casa junto a sus invitados; pero el Diablo, rechinando sus dientes, cayó del árbol, y se hundió en la tierra.

 

Los dos hermanos y el oro

En tiempos lejanos cerca de Jerusalem vivían dos hermanos bien avenidos, el mayor se llamaba Atanasio y el menor Juan. Vivían sobre una colina, no lejos de la ciudad, y se alimentaban de lo que les daba la gente. Todos los días los pasaban en el trabajo. No tenían su propio trabajo sino el de los pobres. Allí donde hubiera tareas dificultosas, donde hubiera enfermos, huérfanos y viudas, allí iban los hermanos y trabajaban sin paga. Así pasaban los hermanos separados toda la semana y solo los sábados por la tarde volvían a su morada. Únicamente los domingos permanecían en casa rezando y conversando. Y el ángel del Señor descendía a su morada y los bendecía. Los lunes se iban cada uno por su lado. Así vivieron los hermanos muchos años y cada semana el ángel del Señor descendía a su vivienda y los bendecía.

 

Un lunes, cuando los hermanos iban al trabajo y ya se habían separado en distintas direcciones, al hermano mayor, Atanasio, le dió pena separarse de su querido hermano y se detuvo y lo observó. Juan iba con la cabeza gacha por su camino y no miró atrás. Pero de repente Juan también se detuvo y como viendo algo, haciéndose sombra con la mano, se puso a mirar fijamente allí. Entonces se acercó a lo que miraba y después saltó de repente hacia un lado y, sin girarse, se puso a correr colina abajo y colina arriba, alejándose de ese sitio, como si una fiera lo persiguiera corriendo. Atanasio se sorprendió y volvió atrás a ese lugar, para saber, de qué se había asustado de esa manera a su hermano. Fue acercarse y ver que algo brillaba con el sol. Se acercó más y encontró que sobre la hierba, como derramado, había un montón de oro. Y aún se sorprendió más Atanasio por el oro y por los saltos de su hermano.

 

"¿De qué se ha asustado y de qué huye? - pensó Atanasio. En el oro no hay pecado, el pecado está en la persona. Con el oro se puede hacer el mal y se puede hacer el bien. ¡A cuántos huérfanos y viudas se puede alimentar, a cuántos desnudos vestir, a cuántos miserables y enfermos sanar con este oro! Ahora servimos a la gente, pero nuestro servicio es pequeño por nuestras pocas fuerzas, y con este oro podremos servir mejor a la gente". Pensó Atanasio y quiso contar todo esto al hermano; pero Juan se había ido tan lejos que no le podía oír y solo se le veía allí, como un escarabajo sobre la otra colina.

 

Y Atanasio se quitó la ropa recogiendo con ella tanto oro como pudo, lo cargó al hombro y lo llevó a la ciudad. Llegó a la posada, dejó en custodia el oro a la posadera y se fue a por el resto. Y cuando trajo todo el oro acudió al mercader, compró terreno en la ciudad, compró piedra, madera, contratró trabajadores y se puso a construir tres edificios: uno sería un refugio para las viudas y los huérfanos, otro un hospital para los enfermos y los desamparados, el tercero una residencia para los ancianos e indigentes. Y encontró Atanasio tres ancianos devotos y a uno lo puso al cargo del refugio, al otro del hospital, y al tercero del cuidado de los peregrinos. Y aún quedaban 3000 monedas de oro. Y Atanasio entregó a cada anciano 1000 monedas de oro para que las dieran a los pobres. Y los tres edicificos comenzaron a llenarse de gente y la gente comenzo a alabar a Atanasio por todo lo que había hecho. Y Atanasio se alegró de esto de manera que no quería irse de la ciudad. Pero Atanasio amaba a su hermano y cuando se despidió de la gente no le quedaba ni una moneda, y con esas mismas ropas viejas con las que llegó se fue de vuelta hacia su morada.

 

Cuando Atanasio se acercaba a su colina pensaba: "Mi hermano no juzgó bien cuando se apartó de un salto y huyó corriendo del oro. ¿Acaso no es mejor lo que he hecho?".

 

En cuanto Atanasio pensó esto de repente vió que en su camino se interponía aquel ángel que los bendecía y que ahora lo miraba de forma severa. Y Atanasio estupefacto solo atinó a decir:

 

- ¿Por qué, señor?

 

Y el ángel abrió la boca y dijo:

 

- Vete de aquí. No mereces vivir con tu hermano. Un salto de tu hermano es más valioso que esos asuntos tuyos que has realizado con tu oro.

 

Y Atanasio se puso a explicar a cuantos pobres y desamparados alimentó, de cuantos huérfanos se había ocupado. Y el ángel le dijo:

 

- Ese Diablo que dejó ese oro para seducirte te ha enseñado esas palabras.

 

Y entonces Atanasio desentrañó su conciencia, y supo que no había obrado para Dios y lloró y se arrepintió.

 

Entonces el ángel dejó libre el camino en el que ya estaba Juan, esperando a su hermano. Y desde entonces Atanasio no cedió a la tentación del Diablo que derrama oro, y supo, que no es con oro, sino con esfuerzo, con lo que se puede servir a Dios y a las personas.

 

Y los hermanos pasaron a vivir como antes.

 

Otros cuentos para adultos

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo: El Conuco de Tío Conejo, un cuento antiguo para adultos. 

 

El lobo, uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse

  Uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse A continuación, te presento uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse, El lobo , junto co...