Cuento de Navidad
Emilia Pardo Bazán
A continuación, te presento un
cuento de Navidad para adultos escrito por Emilia Pardo Bazán, reconocida
novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga,
traductora, editora, catedrática y conferenciante española. Junto con el cuento,
encontrarás un resumen y un análisis de la obra.
Este relato lo he encontrado en este enlace, una web que consulto con frecuencia para compartir cuentos para adultos. También puedes disfrutar de este cuento en formato narrado a través de mi canal de YouTube. Allí encontrarás una versión en audio, ideal para quienes prefieren escuchar relatos mientras realizan otras actividades o simplemente buscan sumergirse en la magia de las historias.
El ciego
La tarde del 24 de diciembre le
sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta. Era la hora en
que, en invierno, de repente se apaga la claridad del día, como si fuese de
lámpara y alguien diese vuelta a la llave sin transición; las tinieblas
descendieron borrando los términos del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero
en aquel momento tétrico y desolado.
Hallábase en la hoz de uno de
esos ríos que corren profundos, encajonados entre dos escarpes; a la derecha,
el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa, casi vertical, escueta y
plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba más que una cinta negruzca, donde
moría, culebreando, áspid de carmín, un reflejo roto del poniente; arriba,
densas masas erguidas, formas extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y aun
pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin embargo,
le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto antes al
pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con la voz y la
espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.
Arreció el viento y le obligó a
atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno, lejano aún, retumbó
misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron la cara del jinete, que ahogó un
juramento. ¡Aquello era mala sombra! ¡Justamente empezaba a llover a la mitad
del camino! Al punto mismo, el caballo se encabritó y pegó un bote de costado:
entre la maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que
llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras:
—¡Una limosnita! ¡Por amor de
Dios, que va a nacer…; una limosnita señor!
Mauricio, tranquilizándose, miró
enojado al que en tal sitio y ocasión cometía la importunidad de pedir limosna.
Era un hombrachón alto, descalzo
de pie y pierna, que llevaba al hombro unas alforjas y se apoyaba en recio
garrote. La oscuridad no permitía distinguir cómo tenía el rostro; la
ancianidad se adivinaba en lo cascado de la voz y en el vago reflejo plateado
de las greñas blancas.
—Apártese —murmuró impaciente el
señorito—. ¿No ve que el caballo se asusta? Si me descuido, al río de cabeza…
¡Vaya unas horas de pedir y un sitio a propósito para saltar delante de la
montura! ¡Brutos!
El pordiosero se había quedado
como hecho de piedra.
—¿Dónde está el río? —gritó con
hondo terror—. ¿No es aquí el camino de la iglesia de Cimáis? Señor: no me
desampare… ¡Soy un ciego! ¡Nuestra Señora le conserve la vista! ¡Pobre del que
no ve!
Mauricio comprendió. El viejo sin
ojos se había perdido; ignoraba dónde se encontraba, y para no despeñarse
necesitaba un guía. Sí; convenido; necesitaba un guía… ¿Y quién iba a ser? ¿Él,
Mauricio Acuña, que desde Orense regresaba a su casa en tarde de Navidad, a
cenar, a pasar alegremente la velada, jugando al julepe o al «golfo» con sus
hermanos y primos, fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su caballo al lento
andar de un ciego; si torcía su rumbo cara a la iglesia de Cimáis, distante
buen rato, ¿a qué santas horas iba a hacer su entrada en la sala del pazo de
Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía menos de sacrificar
algunos minutos a colocar al ciego en la dirección de Cimáis y dejarle, ya
orientado, arreglarse como Dios le diese a entender. Sólo que era internarse en
la «carballeda», exponerse a tropezar en los cepos y en los pedruscos, y, sobre
todo, era condescender a los ruegos del mendigo, que no soltaría a dos por tres
a su lazarillo improvisado, y si le complaciese en lo primero exigiría lo
segundo… ¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos! «Más vale
escurrirse», decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la mano
temblona que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó al
caballo y escapó como un criminal que huye de la Justicia.
Sí; como un criminal. Así definió
su conducta él mismo, luego, en el punto de refrenar a Maceo, su negro andaluz
cruzado, y darse cuenta de que había caído enteramente la noche.
Velada por sombríos nubarrones,
la luna se entreparecía lívida, semejante a la faz de un cadáver amortajado con
hábito monacal. La carretera se desarrollaba suspendida sobre el río que, a
pavorosa profundidad, dormitaba mudo y siniestro. El viento combatía,
haciéndolos crujir, los troncos robustos de los árboles; un relámpago alumbró
la superficie del agua; un trueno resonó ya bastante cercano; y Mauricio se
estremeció. Le pareció escuchar ruidos extraños además de los de la tormenta.
¿Se habrá caído el viejo al agua? Detrás, sobre la peñascosa senda, creía
escuchar el paso de un hombre que tentaba el suelo con un palo, como hacen los
ciegos. Absurdo evidente, pues con la galopada que Maceo había pegado ya
quedaría el mendigo atrás un cuarto de legua. Lo cierto es que Mauricio juraría
que le seguía «alguien»; alguien que respiraba trabajosamente, que tropezaba,
que gemía, que imploraba compasión. Invencible desasosiego le impulsó a apurar
nuevamente a su montura para alcanzar pronto el cruce en que la carretera se
desvía del río, cuya vista le sugería el temor de una desgracia. ¿Se habrá
caído?… Lo que a Mauricio le acongojaba era la idea de haber abandonado a un
ciego en tal noche. «Pero ¿cómo fue capaz…? ¡Si parece mentira! Me lo contarían
después y no lo creería… Hoy no debía dejar solo a un infeliz», cavilaba,
hincando la espuela en los ijares de Maceo. «Y lo más sucio, lo más vil de mi
acción fue darle dinero. ¡Dinero! Si a estas horas flota en el Sil su cuerpo…,
el dinero ¿de qué le sirve? Creemos que el dinero lo arregla todo… ¡Miserable
yo! Estoy por volverme. ¿No viene nadie detrás?…».
Maceo volaba; un sudor de
angustia humedecía las sienes del jinete. El zumbido de sus oídos y el remolino
del viento, profundo como una tromba, no le impedían oír, cada vez más
próximas, las pisadas del que le seguía, ya sin género de duda, y percibir la
misma respiración entrecortada, el mismo doliente gemido; y el caso es que no
se atrevía a volverse, porque, si se volviese, quizá vería la figura del ciego
mendigo, alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el cayado en
la mano y reluciente en la oscuridad la plata de sus blancas greñas…
«¿Estaré loco? —pensó—. ¡Ea!,
ánimo… Debo volverme…». Y no se volvía; su garganta apretada, su corazón
palpitante, le hacían traición; sufría un miedo espantoso, sobrenatural. Apretó
las espuelas, y el caballo, excitado, aceleró el tendido galope, sacando
chispas de los guijarros del camino. La tempestad estaba ya encima: el
relámpago brilló; un trueno formidable rimbombó sobre la misma cabeza del
señorito, aturdiéndole. Alborotóse Maceo; giró bruscamente sobre sus patas
traseras y se arrojó hacia el talud que dominaba el Sil. Vio Mauricio el
tremendo peligro cuando otro relámpago le mostró el abismo y la superficie del
agua; cerró los ojos, aceptando el juicio de la Providencia…, y el caballo, en
su vértigo mortal, arrastró al jinete al fondo del despeñadero, tronchando en
su caída los pinos y empujando las piedras del escarpe, cuyo ruido fragoroso,
al rodar peñas abajo, remedaba aún los desatentados pasos del ciego que
tropezaba y gemía.
Resumen del cuento
Una noche de Navidad, Mauricio
encuentra un ciego perdido mientras cabalga bajo una tormenta, pero decide
abandonarlo tras darle dinero, priorizando su comodidad. A medida que avanza,
lo atormentan el remordimiento y la sensación de ser seguido por el mendigo. La
tormenta se intensifica, y Mauricio, consumido por el miedo y la culpa, pierde
el control de su caballo. Finalmente, Mauricio sufre un accidente mortal, como un trágico
castigo por su egoísmo.
Análisis del cuento
El cuento refleja la lucha entre
el egoísmo y el deber moral, mostrando cómo la indiferencia ante el sufrimiento
ajeno puede atormentar la conciencia. El ciego simboliza la fragilidad y la
necesidad de empatía, mientras que Mauricio encarna la insensibilidad y el
arrepentimiento tardío.
Cuentos en YouTube
Si te gustan los cuentos para
adultos, te invito a explorar más contenido en mi canal, donde comparto relatos
como este, siempre seleccionados cuidadosamente para ofrecerte experiencias
únicas y enriquecedoras. ¡No olvides suscribirte y dejarme tus comentarios para
saber qué te ha parecido!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.