Cuento para adultos de Borges
Utopía de un hombre que está
cansado es un cuento del escritor argentino Jorge Luis Borges que integra
El libro de arena, colección de cuentos publicada en 1975 en la editorial
Emecé.
Eudoro Acevedo viaja a la utopía,
un futuro donde no existen los hechos ni la pobreza. Allí conoce a un hombre
que solo habla latín y ha leído los mismos libros durante siglos. Conversan
sobre sus mundos, y Acevedo descubre que en Utopía las personas maduran a los
cien años y luego pueden elegir morir. Alguien, el anfitrión, decide hacerlo y
entra en una cámara letal. Acevedo, tras presenciar esto, regresa a su tiempo.
Este cuento para adultos reflexiona sobre la condición humana y su anhelo de
sentido en un mundo dominado por el exceso de información y la superficialidad.
A través de su narrativa, invita al lector a cuestionar su propia realidad ya
contemplar los posibles caminos que podría tomar la humanidad en el futuro.
Os invito a adentraros en la
profundidad de este relato, una obra que despierta la reflexión y el análisis.
Para quienes prefieren la experiencia auditiva, también pueden disfrutar del
audiocuento en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.
Utopía de un hombre que está cansado
Llamóla Utopía, voz
griega
cuyo significado es no
hay tal lugar.
Quevedo
No hay dos cerros iguales, pero
en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma. Yo iba por un
camino de la llanura. Me pregunté sin mucha curiosidad si estaba en Oklahoma o
en Texas o en la región que los literatos llaman la pampa. Ni a derecha ni a
izquierda vi un alambrado. Como otras veces repetí despacio estas líneas, de
Emilio Oribe: En medio de la pánica llanura interminable Y cerca del Brasil,
que van creciendo y agrandándose. El camino era desparejo. Empezó a caer la
lluvia. A unos doscientos o trescientos metros vi la luz de una casa. Era baja
y rectangular y cercada de árboles. Me abrió la puerta un hombre tan alto que
casi me dio miedo. Estaba vestido de gris. Sentí que esperaba a alguien. No
había cerradura en la puerta.
Entramos en una larga habitación
con las paredes de madera. Pendía del cielorraso una lámpara de luz
amarillenta. La mesa, por alguna razón, me extrañó. En la mesa había una
clepsidra, la primera que he visto, fuera de algún grabado en acero. El hombre
me indicó una de las sillas. Ensayé diversos idiomas y no nos entendimos.
Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y
me preparé para el diálogo. - Por la ropa - me dijo -, veo que llegas de otro
siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y
aún de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que
vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es
inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan. No dije
nada y agregó: - Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Atravesamos un corredor con
puertas laterales, que daba a una pequeña cocina en la que todo era de metal.
Volvimos con la cena en una bandeja: boles con copos de maíz, un racimo de
uvas, una fruta desconocida cuyo sabor me recordó el del higo, y una gran jarra
de agua. Creo que no había pan. Los rasgos de mi huésped eran agudos y tenía
algo singular en los ojos. No olvidaré ese rostro severo y pálido que no
volveré a ver. No gesticulaba al hablar. Me trababa la obligación del latín,
pero finalmente le dije: - ¿No te asombra mi súbita aparición? - No - me
replicó -, tales visitas nos ocurren de siglo en siglo. No duran mucho; a más
tardar estarás mañana en tu casa. La certidumbre de su voz me bastó. Juzgué
prudente presentarme: - Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de
Buenos Aires. He cumplido ya setenta años. Soy profesor de letras inglesas y
americanas y escritor de cuentos fantásticos. - Recuerdo haber leído sin
desagrado - me contestó - dos cuentos fantásticos. Los Viajes del Capitán
Lemuel Gulliver, que muchos consideran verídicos, y la Suma Teológica. Pero no
hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de
partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la
duda y el arte del olvido. Ante todo, el olvido de lo personal y local. Vivimos
en el tiempo, que es sucesivo, pero tratamos de vivir sub specie aeternitatis.
Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar.
Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay
tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte
cómo me llamo, porque me dicen alguien. - ¿Y cómo se llamaba tu padre? - No se
llamaba. En una de las paredes vi un anaquel. Abrí un volumen al azar; las
letras eran claras e indescifrables y trazadas a mano. Sus líneas angulares me
recordaron el alfabeto rúnico, que, sin embargo, sólo se empleó para la
escritura epigráfica. Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos
sino más diestros. Instintivamente miré los largos y finos dedos del hombre.
Éste me dijo: - Ahora vas a ver algo que nunca has visto. Me tendió con cuidado
un ejemplar de la Utopía de More, impreso en Basilea en el año 1518 y en el que
faltaban hojas y láminas. No sin fatuidad repliqué: - Es un libro impreso. En
casa habrá más de dos mil, aunque no tan antiguos ni tan preciosos. Leí en voz
alta el título. El otro se rió. - Nadie puede leer dos mil libros. En los
cuatro siglos que vivo no habré pasado de una media docena. Además, no importa
leer sino releer. La imprenta, ahora abolida, ha sido uno de los peores males
del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios. -
En mi curioso ayer - contesté -, prevalecía la superstición de que entre cada
tarde y cada mañana ocurren hechos que es una vergüenza ignorar. El planeta
estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y
el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos,
pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la
inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban,
elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era
propia del género. Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas
lo borrarían otras trivialidades. De todas las funciones, la del político era
sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado
que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas
y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran
cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran
más reales que las cosas. Sólo lo publicado era verdadero. Esse est percipi
(ser es ser retratado) era el principio, el medio y el fin de nuestro singular
concepto del mundo. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una
mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante.
También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de
dinero no da mayor felicidad ni quietud. - ¿Dinero? - repitió -. Ya no hay
quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá
sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio. - Como
los rabinos - le dije. Pareció no entender y prosiguió. - Tampoco hay ciudades.
A juzgar por las ruinas d de Bahía Blanca, que tuve la curiosidad de explorar,
no se ha perdido mucho. Ya que no hay posesiones, no hay herencias. Cuando el
hombre madura a los cien años, está listo a enfrentarse consigo mismo y con su
soledad. Ya ha engendrado un hijo. - ¿Un hijo? - pregunté. - Sí. Uno solo. No
conviene fomentar el género humano. Hay quienes piensan que es un órgano de la
divinidad para tener conciencia del universo, pero nadie sabe con certidumbre
si hay tal divinidad. Creo que ahora se discuten las ventajas y desventajas de
un suicidio gradual o simultáneo de todos los hombres del mundo. Pero volvamos
a lo nuestro. Asentí. - Cumplidos los cien años, el individuo puede prescindir
del amor y de la amistad. Los males y la muerte involuntaria no lo amenazan.
Ejerce alguna de las artes, la filosofía, las matemáticas o juega a un ajedrez
solitario. Cuando quiere se mata. Dueño el hombre de su vida, lo es también de
su muerte. - ¿Se trata de una cita? - le pregunté. - Seguramente. Ya no nos
quedan más que citas. La lengua es un sistema de citas. - ¿Y la grande aventura
de mi tiempo, los viajes espaciales? - le dije. - Hace ya siglos que hemos
renunciado a esas traslaciones, que fueron ciertamente admirables. Nunca
pudimos evadirnos de un aquí y de un ahora. Con una sonrisa agregó: - Además,
todo viaje es espacial. Ir de un planeta a otro es como ir a la granja de
enfrente. Cuando usted entró en este cuarto estaba ejecutando un viaje
espacial. - Así es - repliqué. También se hablaba de sustancias químicas y de
animales zoológicos. El hombre ahora me daba la espalda y miraba por los
cristales. Afuera, la llanura estaba blanca de silenciosa nieve y de luna. Me
atreví a preguntar: - ¿Todavía hay museos y bibliotecas?
- No. Queremos olvidar el ayer,
salvo para la composición de elegías. No hay conmemoraciones ni centenarios ni
efigies de hombres muertos. Cada cual debe producir por su cuenta las ciencias
y las artes que necesita. - En tal caso, cada cual debe ser su propio Bernard
Shaw, su propio Jesucristo y su propio Arquímedes. Asintió sin una palabra.
Inquirí: - ¿Qué sucedió con los gobiernos? - Según la tradición fueron cayendo
gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían
tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la
censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus
colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios
honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin
duda habrá sido más compleja que este resumen. Cambió de tono y dijo: - He
construido esta casa, que es igual a todas las otras. He labrado estos muebles
y estos enseres. He trabajado el campo, que otros cuya cara no he visto, trabajarán
mejor que yo. Puedo mostrarte algunas cosas. Lo seguí a una pieza contigua.
Encendió una lámpara, que también pendía del cielorraso. En un rincón vi un
arpa de pocas cuerdas. En las paredes había telas rectangulares en las que
predominaban los tonos del color amarillo. No parecían proceder de la misma
mano. - Ésta es mi obra - declaró. Examiné las telas y me detuve ante la más
pequeña, que figuraba o sugería una puesta de sol y que encerraba algo
infinito. - Si te gusta puedes llevártela, como recuerdo de un amigo futuro -
dijo con palabra tranquila. Le agradecí, pero otras telas me inquietaron. No
diré que estaban en blanco, pero sí casi en blanco. - Están pintadas con
colores que tus antiguos ojos no pueden ver. Las delicadas manos tañeron las
cuerdas del arpa y apenas percibí uno que otro sonido. Fue entonces cuando se
oyeron los golpes. Una alta mujer y tres o cuatro hombres entraron en la casa.
Diríase que eran hermanos o que los había igualado el tiempo. Mi huésped habló
primero con la mujer. - Sabía que esta noche no faltarías. ¿Lo has visto a
Nils? - De tarde en tarde. Sigue siempre entregado a la pintura. - Esperemos
que con mejor fortuna que su padre. Manuscritos, cuadros, muebles, enseres; no
dejamos nada en la casa. La mujer trabajó a la par de los hombres. Me avergoncé
de mi flaqueza que casi no me permitía ayudarlos. Nadie cerró la puerta y
salimos, cargados con las cosas. Noté que el techo era a dos aguas. A los
quince minutos de caminar, doblamos por la izquierda. En el fondo divisé una
suerte de torre, coronada por una cúpula. - Es el crematorio - dijo alguien -.
Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre,
creo, era Adolfo Hitler. El cuidador, cuya estatura no me asombró, nos abrió la
verja. Mi huésped susurró unas palabras. Antes de entrar en el recinto se
despidió con un ademán. - La nieve seguirá - anunció la mujer. En mi escritorio
de la calle México guardo la tela que alguien pintará, dentro de miles de años,
con materiales hoy dispersos en el planeta.
Recomendación
Valle Inclán.
Si te gustan los cuentos para
adultos, te recomiendo El miedo de Ramon del Valle Inclán.