Cuentos para pensar de grandes escritoras latinoamericanas
El primer
cuento para pensar que os voy a mostrar es de Cristina Peri Rossi, una destacada poeta y
narradora nacida en Uruguay (1941). Es un cuento para pensar precioso que os
muestro a continuación, como también su explicación.
Punto final
Cuando nos
conocimos, ella me dijo: «Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo
pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo
darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes».
Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las
monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además,
éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo. Entonces compré un
estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de
la desilusión y del tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de
estar juntos; cada jornada se abría como un vasto mundo desconocido, lleno de
sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la
perdida frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron
acogedoras, maternales. Recorríamos las calles observando cosas que los demás
no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el espacio eran más
intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los efectos de una
poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de
una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos
una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.
Con la
felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo.
Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún lado. Esto
crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? —me pregunta
ella, indignada—. ¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo
lo anterior perderá belleza y sentido». Busco en los armarios, en los abrigos,
en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama.
Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa,
obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros momentos
felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿El gato
se lo habrá comido?
Su ausencia
aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca,
estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor,
apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir así, desechando la
posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la
misma habitación, donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia,
como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios, los libros dispersos por
el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el
fondo, se trata de la desaparición del punto, de la cual ella me
responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido,
para vengarme de ella. «No debí confiar en ti —se reprocha—. Debí imaginar que
me traicionarías». Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se
usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me
pareció el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo,
minúsculo, bien acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se
extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo robó, pensando que era
valioso.
Luego de
buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada
de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y
sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos separarnos. Ese punto
huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio, va devorando uno
a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.
Sólo espero
que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un bolsillo, confundido
con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto
final, a destiempo, como el que colocan los escritores noveles.
Explicación del cuento
En este cuento examina la flexibilidad de las relaciones en el mundo moderno, relaciones que se caracterizan por ser pasajeras y fugaces.
A continuación, podéis leer el cuento para pensar de Silvina Ocampo (1903 - 1993) y su explicación. Fue una escritora argentina que ha logrado reconocimiento póstumo, ya que durante mucho tiempo estuvo bajo la sombra de su marido, de su amigo (Jorge Luis Borges) y su hermana (Victoria Ocampo), personajes destacados en el desarrollo intelectual bonaerense.
Los libros voladores- Silvina
Ocampo
Había muchos libros en aquella casa, tantos que nadie pudo
contarlos, porque todos los días aparecían nuevos ejemplares que se alojaban en
los anaqueles sin que supieran quién los traía ni dónde estarían. Pero de noche
los libros seguramente se levantaban, cambiaban de sitio o se juntaban para
parecer más numerosos. Entonces yo, con una curiosidad ridícula, resolví
mirarlos en la tenue oscuridad, para ver en el silencio si se movían, en cuanto
empecé a sospechar. ¿Qué pasaba con esos libros de noche, cuando el sol se
acostaba, los sonidos de la calle morían meticulosamente y las hojas, que no
eran hojas sino páginas, se movían con rumores de alas y de nidos en los
estantes? A mi hermano le gusta jugar con ellos, pero papá dice que es un
pecado y me mira a mí.
Yo tenía cinco años, mi hermano siete, y el resto de la casa
eran personas mayores. En lugar de mesitas teníamos libros apilados; en lugar
de banquitos, sillones, sofás o sillas, teníamos libros y, en lugar de tener la
ropa y los zapatos en los roperos, teníamos libros dentro de los roperos. Todo
el mundo cree que somos desordenados y no se equivocan. Llegó un momento en que
ni siquiera la cocina sirvió para cocinar. En una mesa de libros pusieron un
calentador para hacer distintos platos, aunque ya el gusto por la cocina se
había perdido.
Me contaron que en una oportunidad unos hombres resolvieron
asaltar la casa, viéndola de afuera tan linda, pero no pudieron llegar a la
cocina, donde creyeron que sería fácil entrar, ya que en el camino varios
libros se habían subido los unos sobre los otros, formando una barricada. No podían
imaginar otra manera de asaltar una casa tan impenetrable y se fueron diciendo
malas palabras con los más horribles puntapiés que propinaron a cuanto libro
encontraron: grandes, chicos, de papel de Biblia, de papel de arroz, de papel
de diario, de papel de tornasol, de papel de pluma, de estraza, de madera, de
tisú, de papel grueso y ordinario para niños. Yo contemplé el desastre cerrando
los ojos, pensando qué había retenido de esos libros y tratando de contener las
lágrimas, que parecían de papel, ya secas en las mejillas.
Fue entonces cuando nuestros padres resolvieron que nos
mudáramos de casa y nos instalamos en un departamento, con jardín. Porque
éramos ambiciosos regalamos los libros para una biblioteca que llevaría nuestro
nombre. Pero todo era un engaño para entusiasmarnos.
Dormí tranquilamente la primera y la segunda noche en la nueva
casa. Habían comprado algunos libros lindos, llenos de figuras, un diccionario
en ocho volúmenes, muy raro, con árboles y flores, y animales de todos los
colores y de todas las razas. Yo pensaba que esos libros no ocuparían lugar.
Entonces me dediqué a mirarlos con mayor interés. No salía a pasear, ni iba al
cine para mirarlos, para imaginar qué pensarían al ver cómo yo los colocaba en
los desvanes de la casa, en los lugares más solitarios y vacíos. ¿Dónde
estarían los libros pornográficos? Eso me preocupaba un poco.
El tiempo fue pasando. Yo apenas lo sentí. Cómo podía imaginar
que en tan poco tiempo se acumularía un mundo de libros, todos idénticos a los
anteriores, con las mismas tapas, las mismas primeras hojas, las mismas
enormes, resignadas apariencias. No podía creer que el tiempo, tan ingenioso,
hubiera pasado y que me viera preso en un mundo idéntico al anterior y
acorralado de nuevo en una desordenada biblioteca. Siempre hay que temer las
ocurrencias del tiempo. Desde mi nacimiento lo sentí. Vi plantas, almohadones,
lámparas verdes que en la otra casa no había. Vi un cupido de mármol, con
sombrero de paja, luchando contra el viento, con los pies desnudos, pero los
mismos libros grises, azules, colorados, violetas estaban. ¡Yo no sé qué decir
de este milagro! ¿Cómo pasó el tiempo? El tiempo pasa sin hacerse ver, me dijo
mi tía; sólo deja líneas en la cara y pelo blanco en la cabeza. Habría que
nombrar detectives no sólo para los crímenes, sino para muchas otras cosas:
para vigilar a los médicos y a sus enfermos, para vigilar el tiempo y a sus
víctimas, para vigilar la vida clandestina de los libros. Yo no sirvo para
vigilar el movimiento de cosas tan precisas. ¿Quién dirá que estos libros
quieren vivir? A mí me están matando. La vida está en ellos. Parece que
vivieran como si todo fuera a redimirlos.
La casa ya tiene muebles hechos con libros: una repisa, una
ensaladera de libros, un reclinatorio de libros, una cama de libros. Ya
progresó el mundo, desaparecen los colores; la luz intensa del amanecer no es
la misma. Tengo en mis manos un libro. Tiene voces, no tiene letras. Nunca se
me ocurrió quedarme en éxtasis oyéndolas. ¿Moriré porque los libros de pronto
hablan sólo de muertes o de crímenes? A veces escucho las voces de dos libros
que se mezclaron. Son voces angélicas: una es la voz de un Narciso, me dijo un
amigo, que abraza el agua, toda la largura del agua; era un loco, se enamoraba
de sí mismo; otra, la voz contraria de san Gabriel, que abraza el mundo. Y creo
que podré vivir, pero no sé si es verdad o si será verdad.
Lo más incongruente o dramático de todo fue cuando los libros se
unieron. Me llamaba la atención la posición que adoptaron algunos. No se separaban.
A cualquier hora estaban juntos. Recuerdo que aparecieron unos libros
chiquitos, tan chiquitos que eran ilegibles. Estaban Baudelaire, Rimbaud,
Racine, Verlaine y algunos pensamientos de Pascal. Inmediatamente imaginé que
eran los hijos de nuestros libros, sin descartar la idea de la copulación, tan
importante. Traté de reunir algún libro y mezclarlo con el que tenía al lado,
pero era muy largo de hacer y además resultaba casi imposible. Sin embargo,
traté de olvidar esta idea absurda que se me había ocurrido. ¿Realmente los
libros copulaban o se me había ocurrido a mí dentro de todos los argumentos que
siempre me perseguían? Fue entonces cuando mi padre buscó a un psicoanalista
para que me analizara.
Yo tendría siete años, la idea le parecía demasiado inocente y complicada, casi
peligrosa. Mezclé a escritores de diferentes épocas o edades; resultaron muy
pintorescos, pero nunca salió un recién nacido de estas mezcolanzas, ni nada
que pudiera parecerse a la realidad. Tuve que admitir que me había equivocado y
renunciar a mi fantasía. ¡Yo era demasiado chico!
Un día el cielo se llenó de nubes y la casa estaba a oscuras. Iluminados por
relámpagos los libros no cesaban de aumentar; hablaban, discutían con fervor,
con esa tremenda voz que tienen las personas cuando se enojan. No puedo decir
que tuve miedo. No podía sentir miedo ante semejante disparate. ¿Estaría
soñando? Nunca siento que sueño cuando ocurre algo anómalo. Siento que me he
vuelto loco o que el mundo ya no es el mismo y me someto a cualquier tipo de
resignación o de fervor. Vi que los libros se movían, que la agitación era
profunda como en las manifestaciones políticas. Comprendí que algo terrible
sucedía. Me acerqué a dos libros que estaban moviendo las primeras páginas con
pasión. Hablaban de suicidio colectivo. Se acercaban a las ventanas más altas
de la casa. Sin mirar por donde avanzaban, tropezaban con las sillas, de donde
caían libros tras libros, y finalmente retomaban sus verdaderas posiciones,
volviendo a los anaqueles. Entonces, muy entrada ya la noche, empezaron a caer
de los balcones los libros, tan infinitos que nadie podía contarlos. Yo trataba
de salvarlos, en vano. Miles y miles cayeron, grandes y chicos, con tapas
gruesas y blandas. Me asomé a mirarlos desde arriba. De pronto sentí que
morían. Montones de libros en el suelo, sobre flores caídas, sobre el barro, en
todas partes, hasta que el último que vi comenzó a volar como un extraño
pájaro, y así uno tras otro, hasta que el cielo se cubrió de una extraña nube.
Bajé a la calle. El pueblo se había reunido para ver la nube de libros
voladores. Vieron también otro montón de libros sin alas, en el suelo, y eran
tal vez más numerosos que los anteriores, como aquellos que volaban con tanto
alborozo. Alguien preguntó:
—¿Y estos libros? —Son los libros que nadie supo escribir.
—¿Alguien pudo leerlos?
—Nadie supo leerlos. Fue como si empezaran a leer. Por eso los
quemaron. Hicieron grandes fogatas de libros.
—¿Por qué no sabían escribir aquellos que los escribieron?
—No sabían lo que era un adjetivo ni un verbo ni un pronombre.
—Pero algo tenían que decir.
—Eso no bastaba. Tenían que escribirlo de un modo lógico, de un
modo claro, de un modo perfecto.
Todo había cambiado; los buenos libros no servían. Lo
atribuyeron a causas políticas. Servían como cajas de bombones cuando venían
las polillas, ¿cómo matarlas sin matar los libros?
—¿Es tan difícil escribir? ¿Más difícil que vivir?
—Menos arduo pero más difícil.
—¿Más divertido? ¿Menos real? ¿Menos cierto?
—Hay que conformarse. Vamos a ver qué hacemos con los libros que
quedan, porque ya la casa vuelve a llenarse de libros. No son perros, no basta
decirles «fuera de aquí». Nunca se van ni se irán. ¿Acaso se acostumbraron?
Pero ahora existe la televisión. Nuestra casa se llenó de
cassettes. ¡Es lo único que faltaba! Yo defiendo los libros hasta la muerte.
Dejaré de ser chico, seré grande y llevaré bajo el brazo un libro. ¡Es tan
decorativo! ¡Tan cómodo! Si alguien me pregunta ¿qué haces?, contesto: Estoy
leyendo. ¿Tenés los ojos bajo el brazo? Idiota.
Explicación del cuento
El cuento es una especie de elegía a los libros
que con sus historias parecen encerrar vida real dentro de sí. Aunque con el
tiempo puedan ser reemplazados por la televisión, destaca la importancia de la
lectura como un elemento importante y vital para el ser humano.
Audiocuentos en YouTube
Estos cuentos para pensar también puedes escucharlos en mi canal
Carla Narraciones. Audiocuentos en YouTube acompañados de música para disfrutarlos, de grandes escritoras latinoamericanas. Si te gustan
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