viernes, 24 de enero de 2025

Cuentos de Elena Poniatowska

 

Elena Poniatowska

A continuación, te presento dos cuentos de Elena Poniatowska conocida como una de las plumas y mentes más destacadas de México. Estos cuentos para adultos: El recado y Cine Prado puedes escucharlos en mi canal, Carla Narraciones.  

El recado

Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

 

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacio, com si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

 

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor.

 

Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos –oh mi amor– tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

 

Ha caído la noche y ya y casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…” No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.

 

Cine Prado

Señorita:

 

A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría ocultarle esta deserción, pero, callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo viraje de mi espíritu, que se resuelve en el propósito final de no volver a contarme entre los espectadores de una película suya.

 

Esta tarde, más bien esta noche, usted me destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un hombre hecho pedazos. ¿Se da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la pantalla de todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus peores actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre de usted aunque el simple anuncio de Fruto prohibido haga vacilar su decisión. Lo ve usted, sigo siendo un hombre que depende de una sombra engañosa.

 

Sentado en una cómoda butaca, fui uno de tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de pronto se sintió atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui realmente yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano fraterna se ha extendido para estrechar la mía.

 

Cuando usted destrozaba tranquilamente mi corazón en la pantalla, todos se sentían inflamados y fieles. Hasta hubo un canalla que rio descaradamente, mientras yo la veía desfallecer en brazos de ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la degradación humana.

 

Y un hombre que pierde de golpe todos sus ideales, ¿no cuenta para nada, señorita?

 

Dirá usted que soy un soñador, un excéntrico, uno de esos aerolitos que caen sobre la Tierra al margen de todo cálculo.

 

Prescinda usted de cualquiera de sus hipótesis; el que la está juzgando soy yo, y hágame el favor de ser más responsable de sus actos, y antes de firmar un contrato o de aceptar un compañero estelar, piense que un hombre como yo puede contarse entre el público futuro y recibir un golpe mortal. No hablo movido por lo celos pero, créame usted, en Esclavas del deseo fue besada, acariciada y agredida con exceso. No sé si mi memoria exagera, pero en la escena del cabaret no tenía usted por qué entreabrir de esa manera sus labios, desatar sus cabellos sobre los hombros y tolerar los procaces ademanes de aquel marinero que sale bostezando después de sumergirla en el lecho del desdoro y abandonarla como una embarcación que hace agua.

 

Yo sé que los actores se deben a su público, que pierden en cierto modo su libre albedrío y que se hallan a la merced de los caprichos de un director perverso; sé también que están obligados a seguir punto por punto todas las deficiencias y las falacias del texto que deben interpretar, pero déjeme decirle que a todo el mundo le queda, en el peor de los casos, un mínimo de iniciativa, una brizna de libertad que usted no pudo o no quiso aprovechar.

 

Si se tomara la molestia, usted podría alegar en su defensa que desde su primera irrupción en el celuloide aparecieron algunos de los rasgos de conducta que ahora le reprocho. Es verdad; y admito avergonzado que ningún derecho ampara mis querellas. Yo acepté amarla tal como es. Perdón, tal como creí que era. Como todos los desengañados, maldigo el día en que uní mi vida a su destino cinematográfico. Y conste que la acepté toda opaca y principiante, cuando nadie la conocía v le dieron aquel papelito de trotacalles con las rayas de las medias chuecas y los tacones carcomidos, papel que ninguna mujer decente habría sido capaz de aceptar. Y sin embargo yo la perdoné, y en aquella sala indiferente y llena de mugre saludé la aparición de una estrella. Yo fui su descubridor, el único que supo asomarse a su alma, entonces inmaculada, pese a su bolsa arruinada y a sus vueltas de carnero. Por lo que más quiera en la vida, perdóneme este brusco arrebato.

 

Se le cayó la máscara, señorita. Me he dado cuenta de la vileza de su engaño. Usted no es la criatura de delicias, la paloma frágil y tierna a la que yo estaba acostumbrado, la golondrina de inocentes revuelos, el rostro perdido entre gorgueras de encaje que yo soñé, sino una mala mujer, hecha y derecha, un despojo de la humanidad, novelera en el peor sentido de la palabra. De ahora en adelante, muy estimada señorita, usted irá por su camino y yo por el mío. Ande, ande usted, siga trotando por las calles, que yo ya me caí como una rata en una alcantarilla. Y conste que lo de señorita se lo digo porque a pesar de los golpes que me ha dado la vida sigo siendo un caballero. Mi viejita santa me inculcó en lo más hondo el guardar siempre las apariencias. Las imágenes se detienen y mi vida también.

 

Así es que... señorita, tómelo usted, si quiere, como una despiadada ironía.

 

Yo la había visto prodigar besos y recibir caricias en cientos de películas, pero antes usted no alojaba a su dichoso compañero en el espíritu. Besaba usted sencillamente como todas las buenas actrices: como se besa a un muñeco de cartón. Porque, sépalo usted de una vez por todas. la única sensualidad que vale la pena es la que se nos da envuelta en alma, porque el alma envuelve entonces nuestro cuerpo, como la piel de la uva comprime la pulpa, la corteza guarda al zumo. Antes, sus escenas de amor no me alteraban, porque siempre había en usted un rasgo de dignidad profanada, porque percibía siempre un íntimo rechazo, una falla en el último momento que rescataba mi angustia y consolaba mi lamento. Pero en La rabia en el cuerpo, con los ojos húmedos de amor, usted volvió hacia mí su rostro verdadero, ese que no quiero ver nunca más. Confiéselo de una vez: usted está realmente enamorada de ese malvado, de ese comiquillo de segunda, ¿no es cierto? ¿Se atrevería a negarlo impunemente? Por lo menos todas las palabras, todas las promesas que le hizo, eran auténticas, y cada uno de sus gestos estaba respaldado en la firme decisión de un espíritu entregado.

 

¿Por qué ha jugado conmigo como juegan todas? ; ¿Por qué me ha engañado usted como engañan todas las mujeres, a base de máscaras sucesivas y distintas? ¿Por qué no me enseñó desde el principio, de una vez, el rostro desatado que ahora me atormenta?

 

Mi drama es casi metafísico y no le encuentro posible desenlace. Estoy solo en la noche de mi desvarío. Bueno, debo confesar que mi esposa todo lo comprende y que a veces comparte mi consternación. Estábamos gozando aún de los deliquios y la dulzura propia de los recién casados cuando acudimos inermes a su primera película. ¿Todavía la guarda usted en su memoria?

 

Aquella del buzo atlético y estúpido que se fue al fondo del mar, por culpa suya, con todo y escafandra. Yo salí del cine completamente trastornado, y habría sido una vana pretensión el ocultárselo a mi mujer. Ella, por lo demás, estuvo completamente de mi parte; y hubo de admitir que sus deshabillés son realmente espléndidos. No tuvo inconveniente en acompañarme al cine otras seis veces, creyendo de buena fe que la rutina rompería el encanto. Pero, ¡ay!, las cosas fueron empeorando a medida que se estrenaban sus películas. Nuestro presupuesto hogareño tuvo que sufrir importantes modificaciones, a fin de permitirnos frecuentar las pantallas unas tres veces por semana.

 

Está por demás decir que después de cada sesión cinematográfica pasábamos el resto de la noche discutiendo. Sin embargo, mi compañera no se inmutaba. Al fin y al cabo usted no era más que una sombra indefensa, una silueta de dos dimensiones, sujeta a las deficiencias de la luz. Y mi mujer aceptó buenamente tener como rival a un fantasma cuyas apariciones podían controlarse a voluntad, pero no desaprovechaba la oportunidad de reírse a costa de usted y de mí. Recuerdo su regocijo aquella noche fatal en que, debido a un desajuste fotoeléctrico, usted habló durante diez minutos con voz inhumana, de robot casi, que iba del falsete al bajo profundo... A propósito de su voz, sepa usted que me puse a estudiar francés porque no podía conformarme con el resumen de los títulos en español, aberrantes e incoloros. Aprendí a descifrar el sonido melodioso de su voz, y con ello vino el flagelo de entender a fuerza mía algunas frases vulgares, la comprensión de ciertas palabras atroces que puestas en sus labios o aplicadas a usted me resultaron intolerables. Deploré aquellos tiempos en que llegaban a mí, atenuadas por pudibundas traducciones; ahora, las recibo como bofetadas.

 

Lo más grave del caso es que mi mujer está dando inquietantes muestras de mal humor. Las alusiones a usted, y a su conducta en la pantalla, son cada vez más frecuentes y feroces.

 

Últimamente ha concentrado sus ataques en la ropa interior, y dice que estoy hablándole en balde a una mujer sin fondo.

 

Y hablando sinceramente, aquí entre nosotros, ¿a qué viene toda esa profusión de infames transparencias, ese derroche de íntimas prendas de tenebroso acetato? Si yo lo único que quiero hallar en usted es esa chispita triste y amarga que ayer había en sus ojos... Pero volvamos a mi mujer. Hace visajes y la imita.

 

Me arremeda a mí también. Repite burlona algunas de mis quejas más lastimeras. "Los besos que me duelen en Qué me duras me están ardiendo como quemaduras." Dondequiera que estemos se complace en recordarla, dice que debemos afrontar este problema desde un ángulo puramente racional, con todos los adelantos de la ciencia y echa mano de argumentos absurdos pero contundentes. Alega, nada menos, que usted es irreal y que ella es una mujer concreta. Y a fuerza de demostrármelo está acabando una por una con mis ilusiones. No sé qué va a ser de mí si resulta cierto lo que aquí se rumora, que usted va a venir a filmar una película y honrará a nuestro país con su visita. Por amor de Dios, por lo más sagrado, quédese en su patria, señorita.

 

Sí, no quiero volver a verla, porque cada vez que la música cede poco a poco y los hechos se van borrando en la pantalla, yo soy un hombre anonadado. Me refiero a la barrera mortal de esas tres letras crueles que ponen fin a la modesta felicidad de mis noches de amor, a dos pesos la luneta. He ido desechando poco a poco el deseo de quedarme a vivir con usted en la película y ya no muero de pena cuando tengo que salir del cine remolcado por mi mujer, que tiene la mala costumbre de ponerse de pie al primer síntoma de que el último rollo se está acabando.

 

Señorita, la dejo. No le pido siquiera un autógrafo, porque si llegara a enviármelo yo sería capaz de olvidar su traición imperdonable. Reciba esta carta como el homenaje final de un espíritu arruinado, y perdóneme por haberla incluido entre mis sueños. Sí, he soñado con usted más de una noche, y nada tengo que envidiar a esos galanes de ocasión que cobran un sueldo por estrecharla en sus brazos y que la seducen con palabras prestadas.

 

Créame sinceramente su servidor.

 

P. D.: Olvidaba decirle que escribo tras las rejas de la cárcel. Esta carta no habría llegado nunca a sus manos si yo no tuviera el temor de que el mundo le diera noticias erróneas acerca de mí.

 

Porque los periódicos, que siempre falsean los hechos, están abusando aquí de este suceso ridículo: "Ayer por la noche, un desconocido, tal vez en estado de ebriedad o perturbado de sus facultades mentales, interrumpió la proyección de Esclavas del deseo en su punto más emocionante, cuando desgarró la pantalla del cine Prado al clavar un cuchillo en el pecho de Françoise Arnoul. A pesar de la oscuridad, tres espectadores vieron cómo el maniático corría hacia la actriz con el cuchillo en alto y se pusieron de pie para examinarlo de cerca y poder reconocerlo a la hora de la consignación. Fue fácil porque el individuo se desplomó una vez consumado el acto"

 

Sé que es imposible, pero daría lo que no tengo con tal de que usted conservara para siempre en su pecho el recuerdo de esa certera puñalada.


Cuentos para adultos en YouTube

Alice Munro

Si te gusta este género literario, te recomiendo otros cuentos de esta escritora o un cuento maravilloso de Alice Munro. 

jueves, 23 de enero de 2025

Noche, un relato para adultos de Alice Munro


Alice Munro

A continuación, te presento un relato para adultos de Alice Munro, una cuentista canadiense considerada una de las escritoras contemporáneas más destacadas en lengua inglesa. Si deseas escuchar este relato, te invito a visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones. Si quieres conocer otros relatos de esta escritora, te recomiendo: Las lunas de Júpiter. 

 

Noche

 

En mi juventud parecía que no hubiese nunca un parto, o un apéndice reventado, o ninguna otra incidencia física de consideración si no ocurría a la vez que una tormenta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Era una suerte que siguiera habiendo caballos: en circunstancias normales la gente ya se hubiera deshecho de ellos, pero la guerra y el racionamiento de combustible habían alterado todo eso, al menos temporalmente.

Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, hubo que recurrir al tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media, pero una aventura de todos modos. El médico estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se dispuso para extirparme el apéndice.

 

¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía sucede, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no hacerlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, y acaso no con tanta tristeza, porque traía consigo unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.

 

Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza en ningún momento pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja de su padre, con vistas a utilizarla para poner trampas, o hacer azúcar de arce, o tal vez movido por una nostalgia innombrable.)

 

Luego volví a la escuela, y disfruté que me dispensaran de Educación Física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana en que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava.

Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado todo.

La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y tampoco mi madre la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda hacerse una revelación como ésa sin alguna suerte de pregunta, alguna tentativa de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón que se me ocurre para que no hablásemos de ello es que debía de ser una palabra envuelta en una neblina, similar a la neblina que envuelve la mención del sexo. O peor. El sexo era vergonzoso, pero sin duda encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra «cáncer» evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni siquiera después de quitarla de en medio de una patada.

De modo que no pregunté, ni nadie me dijo nada, y sólo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha eficacia, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello porque toda la vida, cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas a las que me han sometido, automáticamente digo o escribo sólo «Apendicitis».

Esta conversación con mi madre probablemente tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando habían quedado atrás las ventiscas, la nieve de las montañas había desaparecido y los arroyos se desbordaban agarrándose a todo lo que se encontraran a su paso. El broncíneo verano estaba a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con devaneos, nada de clemencias.

En los primeros días calurosos de junio terminé la escuela con unas notas tan buenas como para librarme de los exámenes finales. Tenía buen aspecto, hacía las tareas de la casa, leía libros como de costumbre, nadie se percató de que me pasaba algo.

Tengo que describir ahora el dormitorio que ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama de arriba. Esa era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo, levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupir a mi hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconderse bajo las mantas; pero mi juego consistía en observar hasta que la asfixia o la curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara, o fingir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfureciéndola.

Ahora ya era demasiado mayor para hacer esas tonterías, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La relación entre nosotras siempre fue desigual. Cuando no estaba atormentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el papel de sofisticada consejera o le contaba historias espeluznantes. La disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del ajuar de mi madre, prendas demasiado buenas para cortarlas y hacer edredones, y demasiado raídas y preciosas para que nadie las usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le empolvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin asomo de duda, pero cuando terminaba de pintarla parecía una muñeca extranjera estrafalaria.

No pretendo decir que ejercía sobre ella un dominio total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente. Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o a veces, en lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre desesperaba por escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerles llorar de mentirijilla, por infracciones y estupideces varias.

Ya he dicho que en el mes de junio quedé libre de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en ninguna otra época de mi crecimiento. Ya he dicho que hacía algunas tareas en la casa, pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá teníamos bastante dinero en esa época para contratar alguien a quien mi madre se referiría como «una sirvienta», aunque todo el mundo dijera «una empleada». En cualquier caso no recuerdo haberme enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos siguientes, cuando luché por mantener la dignidad de nuestra casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de inválida, así que a ratos podía deambular por ahí como alguien de visita.

Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra familia se hubiera salido con la suya en eso. Iba todo por dentro, esa inutilidad y extrañeza que sentía. Y tampoco era una inutilidad constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces alcanzaran un tamaño decente.

Debió de ser simplemente que no había cosas por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después.

Quizá fue esa la razón de que empezara a costarme conciliar el sueño. Al principio, creo que me limitaba a quedarme despierta en la cama hasta cosa de medianoche y me asombraba estar tan despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie había venido a decirme que apagara la luz y me durmiera. Por primera vez en la vida (y esto también debió de marcar una condición especial) me dejaban a mí decidir esas cosas.

La casa iba transformándose, de la luz del día hasta que las luces de la casa se encendían a última hora de la tarde, del trajín general de las cosas por hacer, tender y terminar, hasta convertirse en un lugar más extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus vidas languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles se retraían hacia dentro sin menoscabo ni requerir atención alguna.

Podría pensarse que era un alivio. Al principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que mi dificultad para conciliar el sueño se extendía y finalmente se apoderaba completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una creciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad, primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi voluntad. Aun así, era una actividad que parecía burlarse de mí. Era yo quien me burlaba de mí misma a medida que las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza.

No era yo.

Había oído decir eso a veces de otra gente, toda la vida, sin pensar qué podía significar.

¿Quién crees que eres, entonces?

También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una especie de mofa rutinaria.

Vuelta a pensar.

Para entonces no era dormir lo que quería. Sabía que de todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá ni siquiera era deseable. Había algo que se estaba apoderando de mí y tenía la obligación, la esperanza, de vencerlo. No me faltaba sentido común para lograrlo, aunque al parecer tampoco me sobraba. Había algo intentando decirme que hiciera cosas, no por una razón concreta sino sólo por ver si tales actos eran posibles. Algo me estaba informando de que no hacían falta motivos.

Sólo hacía falta rendirse. Qué extraño. No por venganza, ni siquiera por crueldad, sino sólo por haber acariciado una idea.

Y desde luego lo había hecho. Cuanto más me esforzaba por desterrar esa idea, más acudía. Sin deseo de venganza, sin odio: ya digo, sin otra razón que una suerte de pensamiento profundo y absolutamente frío, no tanto un impulso como una contemplación, pudiera apoderarse de mí. Algo en lo que no debía pensar, pero en lo que pensaba.

La idea existía y persistía en mi cabeza. La idea de que yo pudiera estrangular a mi hermana pequeña, que dormía en la litera de abajo y a la que quería más que a nadie en el mundo.

No lo haría por celos de ninguna clase, malevolencia o rabia, sino en un acceso de locura, la locura que acaso yacía junto a mí ahí mismo durante la noche. Y tampoco una locura feroz, sino algo más próximo a una broma pesada. Una insinuación perezosa, burlona, medio indolente, que parecía llevar al acecho mucho tiempo.

Sería decir por qué no. ¿Por qué no probar lo peor?

Y lo peor ahí, en el lugar más familiar de todos, la habitación en la que habíamos dormido toda la vida y donde nos creíamos a salvo. Y lo haría sin ninguna razón que yo misma o cualquiera fuese capaz de entender, más que por no haber podido evitarlo.

La única solución era levantarse, salir de esa habitación y de la casa. Bajé los travesaños de la escalerilla sin mirar en ningún momento hacia el lugar donde mi hermana dormía. Luego, en silencio, hasta la planta de abajo sin despertar a nadie y llegar a la cocina, que conocía tan bien como para orientarme sin luz. La puerta de la cocina no estaba cerrada con llave, ni siquiera estoy segura de que la hubiera. Encajábamos una silla bajo el pomo de la puerta, para que si entraba alguien hiciese mucho alboroto. Despacio y con cuidado se podía quitar la silla sin el menor ruido.

 Tras la primera noche logré encadenar mis movimientos sin interrupción y salir de la casa en un par de segundos.

Listo. Al principio todo estaba oscuro, porque habría pasado mucho rato en vela y se habría ocultado la luna. Varias noches me quedé en la cama hasta que creí que no podía más, como si fuese una derrota dejar de intentar dormir, pero al cabo empecé a abandonar la cama por costumbre, en cuanto la casa parecía estar soñando. Y también la luna tenía sus propias costumbres, así que a veces me daba la impresión de salir a un estanque de plata.

Por supuesto no había alumbrado público: vivíamos demasiado lejos del pueblo.

Todo era más grande. A los árboles de alrededor de la casa siempre los llamábamos por su nombre: la haya, el olmo, el roble, los álamos, en plural y sin distinciones, porque crecían muy juntos. El lilo blanco y el lilo violeta, a los que nunca nos referíamos como arbustos porque se habían hecho enormes. El terreno que rodeaba la casa por delante, por detrás y por ambos lados, era de tránsito fácil, porque yo misma cortaba la hierba pensando que nos daba el aire respetable de las casas del pueblo. Mi madre pensó lo mismo una vez y plantó una zona de césped más allá de los lilos, bordeándola con espíreas y ranúnculo, pero para entonces todo eso había desaparecido.

La cara este y la cara oeste de nuestra casa daban a dos mundos distintos, o eso me parecía. La cara este miraba al pueblo, aunque no pudiera verse ningún pueblo desde allí. A dos millas escasas había hileras de casas, con farolas en las calles y agua corriente, y a pesar de que pudiera verse, como he dicho, no estoy del todo segura de que no se apreciara un débil resplandor si se observaba el tiempo necesario. Hacia el oeste, nada interrumpía jamás la vista a la amplia curva del río, y los campos, y los árboles y las puestas de sol.

Caminaba de un lado a otro, primero cerca de la casa, y luego aventurándome aquí o allá, a medida que me acostumbré a confiar en mi vista y en no tropezar con la bomba de agua o la plataforma que sostenía la cuerda de tender la ropa. Los pájaros empezaban a agitarse y a cantar, como si a todos se les hubiera ocurrido lo mismo por separado, en las copas de los árboles. Despertaban mucho más temprano de lo que hubiera imaginado. Pero pronto, poco después de aquellos primeros trinos madrugadores, el cielo empezaba a clarear. Entonces volvía a entrar en la casa, donde de repente la oscuridad lo envolvía todo, y con cuidado, en silencio, ajustaba debidamente el pomo de la puerta torcida y subía las escaleras sin un solo ruido, manipulando puertas y escalones con la necesaria cautela, aunque parecía ya medio dormida. Me hundía en mi almohada y me levantaba tarde; tarde en nuestra casa eran las nueve.

En ese momento lo recordaba todo, pero era tan absurdo ―la parte mala, desde luego, era tan absurda― que ni siquiera llegaba a inquietarme. Mi hermano y mi hermana ya se habían ido a la escuela: al no haber sacado buenas notas en los exámenes, como yo, seguían yendo a clase. Cuando volvían a casa por la tarde, era inconcebible que mi hermana hubiese corrido semejante peligro. Era absurdo. Nos mecíamos juntas en la hamaca, una en cada punta.

En esa hamaca pasaba yo la mayor parte del día, y esa pudo ser la sencilla razón de que por la noche no lograra conciliar el sueño. Y, como no hablaba de mis problemas nocturnos, a nadie se le ocurrió darme el sencillo consejo de hacer más actividades durante el día.

Mis problemas regresaban con la noche, por supuesto. Los demonios se apoderaban de mí de nuevo. Y lo cierto es que la situación empeoró. Me levantaba y salía de mi litera sabiendo de sobra que era inútil fingir que las cosas se arreglarían y que me quedaría dormida de poner el empeño suficiente. Recorría el camino para salir de la casa con el mismo sigilo que antes. Llegué a orientarme con mayor facilidad, incluso el interior de aquellas habitaciones se me hizo más visible, y más extraño a la vez. Lograba distinguir el machihembrado del techo de la cocina, que colocaron al construir la casa, quizás hacía un siglo, y el marco de la ventana que daba al norte, roído en algunas partes por un perro que una noche quedó encerrado en la casa, mucho antes de que yo naciera. Recordé algo que había olvidado completamente: allí, en un lugar desde el que mi madre podía vigilarme por la ventana que daba al norte, era donde me ponían a jugar con un cajón de arena. Una espléndida mata de margaritas amarillas florecía en ese mismo sitio ahora y por la ventana prácticamente no se veía nada.

La pared de la cocina que miraba al este no tenía ventana, sino una puerta que daba a un porche, donde tendíamos la colada más gruesa y la recogíamos cuando estaba seca y todo olía fresco y triunfante, desde las sábanas blancas a los bastos petos oscuros de trabajo.

En ese porche me detenía a veces en mis paseos nocturnos. Nunca me sentaba, pero me tranquilizaba mirar hacia el pueblo, aunque sólo fuera para inhalar la sensatez que transmitía. Pronto todo el mundo se levantaría, con sus compras por hacer, sus puertas por abrir y sus escaparates por arreglar: el trajín cotidiano.

Una noche, que pudo ser la vigésima o la duodécima, o apenas la octava o la novena que me levantaba y me ponía a caminar, tuve la impresión, demasiado tarde para cambiar el paso, de que había alguien a la vuelta de la esquina. Alguien estaba esperando allí y no pude hacer otra cosa que seguir adelante. Si daba media vuelta me pillarían.

¿Quién era? Mi padre, nada más. Él también miraba hacia el pueblo y aquella luz tenue e improbable. Llevaba ropa de diario: pantalones de trabajo oscuros, no exactamente un peto, y camisa oscura y botas. Estaba fumando un cigarrillo. De liar, claro. Tal vez el humo del cigarrillo me alertara de otra presencia, aunque es posible que en aquellos tiempos el olor a humo de tabaco estuviese por todas partes, dentro y fuera.

Buenos días, me dijo, de un modo que podía parecer natural pero que de natural no tenía nada. No teníamos costumbre de saludarnos así en mi familia. No por hostilidad, sólo que se consideraba innecesario, supongo, saludar a alguien al que verías a cada rato a lo largo del día.

Buenos días, le contesté. Y de hecho pronto iba a hacerse de día, o mi padre no hubiera llevado ropa de trabajo. Quizá el cielo clareaba, pero oculto aún entre los tupidos árboles. Quizá también cantaban los pájaros. Cada vez me quedaba fuera de la cama hasta más tarde, aunque ya no me reconfortaba como al principio. Las posibilidades que antes habitaran únicamente el dormitorio, las literas, estaban conquistando todos los rincones.

Ahora que lo pienso, ¿por qué mi padre no llevaba el peto de trabajo? Iba vestido como si tuviera que ir al pueblo para hacer algún recado a primera hora de la mañana.

No pude seguir caminando, se había roto completamente el ritmo.

―¿Te cuesta dormir? ―me dijo.

Mi primer impulso fue decir que no, pero entonces pensé en las dificultades de explicar que sólo estaba dando una vuelta, así que dije que sí.

Dijo que eso solía pasar las noches de verano.

―Te vas a la cama rendida y entonces, justo cuando crees que te estás quedando dormida, te desvelas. ¿No es así?

Dije que sí.

En ese momento supe que no era la primera noche que me había oído levantarme y dar vueltas por ahí. La persona que tenía el ganado en la finca y velaba de cerca por lo poco que le procuraba el sustento, la persona que guardaba un revólver en el cajón del escritorio, sin duda se despertaba con el menor crujido en las escaleras o el más sigiloso giro de un pomo.

No estoy segura de hacia dónde pensaba mi padre encaminar la conversación acerca de mis problemas de sueño. Había dicho que desvelarse era un fastidio. ¿Eso sería todo? Desde luego yo no pensaba contarle nada. Si hubiese dejado entrever que sabía que había más, incluso si hubiese insinuado que estaba allí con el propósito de oírlo, no creo que me hubiera sonsacado nada. Tuve que ser yo la que rompiera el silencio por voluntad propia, diciendo que no podía dormir. Que tenía que salir de la cama y andar.

Tenía sueños.

No sé si me preguntó si eran pesadillas.

Podía darse por hecho, creo.

Me dio tiempo a continuar, no preguntó nada. Yo quería evitarlo, pero seguí hablando. La verdad afloró, apenas alterada.

Cuando hablé de mi hermana pequeña dije que me daba miedo hacerle daño. Creí que entendería a qué me refería. Matarla. No hacerle daño. Matarla, y sin ningún motivo. Una posesión.

Realmente, una vez lo solté no hubo ninguna satisfacción. Tenía que decirlo en ese momento. Matarla.

Así ya no podría desdecirme, no podría volver a ser la persona que había sido hasta entonces.

Mi padre lo había oído. Había oído que me creía capaz (sin ningún motivo, simplemente capaz) de estrangular a mi hermana pequeña mientras dormía.

―Bueno ―dijo. Luego dijo que no me preocupara. Y añadió―: A veces a la gente se le ocurren esas cosas.

Hablaba con gravedad, pero sin dar muestras de alarma o sobresalto. A la gente le asaltan esa clase de ideas, o miedos, si lo prefieres, pero no hay por qué preocuparse de verdad, no más que si fuera un sueño. Probablemente tenga que ver con el éter.

No dijo explícitamente que no existía ningún peligro de que hiciera algo así. Parecía más bien dar por hecho que semejante cosa no podía suceder. Un efecto del éter, dijo. No tiene más trascendencia que un sueño. No podía suceder, del mismo modo que un meteorito no podía caer encima de nuestra casa; por supuesto que podía, pero la probabilidad de que ocurriera lo ponía en la categoría de lo imposible.

Aun así, no me culpó por pensarlo.

Podría haber dicho otras cosas. Podría haber cuestionado mi actitud hacia mi hermana pequeña o mi descontento con la vida que llevaba. Si esto ocurriese hoy, me habría pedido una cita con un psiquiatra. (Creo que es lo que yo habría hecho, una generación después, y con otros ingresos.) Tampoco dijo que no me culpaba, en su lugar.

La verdad es que lo que hizo funcionó mejor. Me afianzó, sin burla y sin alarma, en el mundo en que vivíamos.

Si un padre o una madre vive lo suficiente, descubre que ha cometido errores que no se molestó en ver, además de los que vio perfectamente, y se siente un poco humillado en el fondo, a veces disgustado consigo mismo. No creo que mi padre sintiera nada parecido, pero sé que si alguna vez le hubiese planteado la cuestión, me habría dicho que si no me gustaba, me tocaba aguantarme, o algo por el estilo. Los encuentros que tuve de niña con su cinturón o la correa con que afilaba las cuchillas (¿por qué digo encuentros? Es para demostrar que ya no soy una llorica, que puedo quitar hierro al asunto), no serían en su recuerdo, si es que los recordaba, más que un modo apropiado de atajar a una cría respondona que imaginaba que podía llevar la voz cantante.

―Te creías demasiado lista ―sería la razón que me hubiera dado, un comentario que por lo demás se oía mucho en aquellos tiempos. No siempre iba dirigido a mí, pero algunas veces sí.

Sin embargo, aquel día al romper el alba, mi padre me dio justamente lo que necesitaba oír, y que poco después olvidaría.

He pensado que quizá llevaba sus mejores ropas de trabajo porque tenía una cita en el banco, donde supo, sin sorprenderse, que no iban a prorrogarle el préstamo; se había dejado la piel trabajando, pero las leyes del mercado no iban a revertirse y tuvo que buscar una nueva manera de mantenernos y a la vez pagar lo que debía. O tal vez averiguó que existía un nombre para los temblores de mi madre, y que no iban a desaparecer. O que estaba enamorado de una mujer imposible.

Qué más da. A partir de entonces pude dormir.

 

Relatos para adultos en YouTube

Si te gustan los relatos, te recomiendo unos relatos para adultos de Julio Cortázar

sábado, 18 de enero de 2025

2 cuentos maravillosos y originales de Julio Cortázar

 

La profundidad de lo absurdo en los cuentos de Julio Cortázar

En esta ocasión, me gustaría presentarte dos cuentos de Julio Cortázar. En estos cuentos para adultos, Cortázar emplea situaciones aparentemente triviales o absurdas para revelar las profundidades del ser humano. A través de relatos como No se culpe a nadie y Cuento sin moraleja, Cortázar transforma lo cotidiano en experiencias inquietantes y surrealistas, jugando con la ironía, el miedo y el poder. Estos cuentos, cargados de simbolismo y abiertos a múltiples interpretaciones, invitan al lector a reflexionar sobre diversos temas, demostrando que lo absurdo puede ser un vehículo poderoso para expresar lo más profundo de la realidad. 

Estos cuentos puedes escucharlos en mi canal de YouTube, Carla Narraciones. 


No se culpe a nadie

Un cuento muy interesante de Cortázar es No se culpe a nadie. El cuento narra la lucha angustiosa de un hombre, mientras intenta ponerse un pulóver azul. Lo que parece una acción cotidiana se transforma en una pesadilla asfixiante, llena de confusión, ansiedad y miedo. A medida que el hombre lucha con el pulóver, siente que pierde el control sobre su cuerpo y su entorno, hasta que finalmente se enfrenta a una visión aterradora: unas uñas negras apuntando a sus ojos. En un intento desesperado de escapar, se lanza al vacío desde la ventana, sucumbiendo a una mezcla de pánico y deseo.

 

El relato utiliza una situación trivial para explorar temas como la ansiedad, la alienación y el miedo existencial. El pulóver simboliza la presión, las trampas de la rutina y la sensación de asfixia que puede surgir de lo cotidiano. La figura de las uñas negras puede interpretarse como una representación del propio miedo interno, una proyección de sus inseguridades o incluso un colapso mental. El desenlace trágico sugiere una incapacidad de enfrentar esas fuerzas internas, desembocando en una escapada final que podría interpretarse como una liberación o rendición.

 

Cuento sin moraleja 

Cuento sin moraleja es un cuento para adultos de Julio Cortázar que me ha parecido muy original. En este cuento, un hombre que vende palabras y gritos llega ante un tiranuelo para ofrecerle sus últimas palabras, argumentando que, llegado el momento de su muerte, el miedo le impedirá pronunciarlas. El tiranuelo, asustado, decide comprarlas, pero es traicionado y asesinado por sus generales antes de poder usarlas. Los generales buscan al vendedor para saber cuáles eran las palabras, pero tras torturarlo sin éxito, lo matan. Finalmente, los mismos gritos que el hombre vendía inspiran una contrarrevolución que acaba con los generales, perpetuando un ciclo de violencia y poder.

Este cuento reflexiona con ironía sobre el poder de las palabras y la naturaleza cíclica del poder y la represión. A través de la historia de un vendedor de gritos y palabras, un tiranuelo temeroso y una serie de traiciones, muestra cómo las palabras trascienden a los individuos, mientras los líderes caen víctimas de su propia fragilidad y la violencia perpetúa el ciclo de opresión. Aunque las palabras pueden venderse, su verdadero poder reside en su autenticidad, no en su manipulación.


Cuentos en YouTube

Hermann Hesse

Si te gustan los cuentos, te recomiendo uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse, El lobo


 

miércoles, 15 de enero de 2025

El lobo, uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse

 

Uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse

A continuación, te presento uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse, El lobo, junto con un resumen y su análisis. Si deseas escuchar este cuento, puedes hacerlo en mi canal de YouTube. Carla Narraciones. Personalmente, considero que este cuento es una auténtica maravilla. Además, el lobo, en particular, es uno de los animales que más admiro, tanto por su imponente belleza como por su extraordinaria capacidad de adaptarse a entornos difíciles.

 

El lobo

Nunca antes las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.

 

Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aún estos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Solo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban un buen resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la manada.

 

La helada persistía. Muchas veces los lobos se echan juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. . Entonces todos los demás dirigieron sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.

Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaron atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.

Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flaco. El estómago de color claro, combinado hacia dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botón, los tres animales s e sintieron a la vez temerosos ya gusto; se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de listas de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había corrido. En ningún lado podía verse personas o casas. Delante de él se encontró una montaña imponente, Nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado por la semilla, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la nieve.

 

Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperaba en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.

 

El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer nieve.

 

Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentí hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; Allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.

 

Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos horribles, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallar y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.

 

Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo. muerto.

 

Hermann Hesse

Hermann Karl Hesse fue un escritor, poeta, novelista y pintor alemán, nacionalizado suizo en 1924, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1946. Aquí, puedes leer su biografía y encontrar otros cuentos de este autor.


Resumen

El cuento de Hermann Hesse, El lobo, narra la lucha de una manada de lobos por sobrevivir durante un invierno implacable en las montañas. Ante el hambre y el frío, tres lobos emigran a tierras humanas en busca de alimento, enfrentándose a la persecución y la hostilidad de los campesinos. Finalmente, solo uno sobrevive, herido y debilitado, contemplando la luna roja antes de ser cazado y abatido por los hombres.

 

Análisis del cuento

El cuento "El lobo" de Hermann Hesse simboliza la lucha solitaria y desesperada por la supervivencia frente a las fuerzas implacables de la naturaleza y la humanidad. A través de la figura del lobo, Hesse explora temas como la soledad, la dignidad ante la muerte y la desconexión del ser humano con la naturaleza, destacando la indiferencia humana ante la belleza y el sufrimiento de otros seres vivos. La luna roja y el entorno helado subrayan la tragedia existencial del lobo, mientras los campesinos representan la brutalidad y la falta de empatía en el mundo.


Cuentos en Youtube

Si te gusta este género literario, te recomiendo Modesta Gómez, un cuento de Rosario Castellanos.

 


sábado, 11 de enero de 2025

Poemas de amor de Gabriela Mistral

 

Gabriela Mistral

A continuación, puedes leer algunos poemas de amor de Gabriela Mistral. Si prefieres escucharlos, están disponibles en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

Lucila Godoy Alcayaga, conocida como Gabriela Mistral, fue una destacada poetisa, diplomática, profesora y pedagoga chilena. En reconocimiento a su obra poética, recibió el Premio Nobel de Literatura en 1945, convirtiéndose en la primera mujer iberoamericana y la segunda persona latinoamericana en obtener este prestigioso galardón.


Poemas de amor

Ausencia

Se va de ti mi cuerpo gota a gota.
Se va mi cara en un óleo sordo;
se van mis manos en azogue suelto;
se van mis pies en dos tiempos de polvo.

¡Se te va todo, se nos va todo!

Se va mi voz, que te hacía campana
cerrada a cuanto no somos nosotros.
Se van mis gestos que se devanaban,
en lanzaderas, debajo tus ojos.
Y se te va la mirada que entrega,
cuando te mira, el enebro y el olmo.

Me voy de ti con tus mismos alientos:
como humedad de tu cuerpo evaporo.
Me voy de ti con vigilia y con sueño,
y en tu recuerdo más fiel ya me borro.
Y en tu memoria me vuelvo como esos
que no nacieron ni en llanos ni en sotos.

Sangre sería y me fuese en las palmas
de tu labor, y en tu boca de mosto.
Tu entraña fuese, y sería quemada
en marchas tuyas que nunca más oigo,
¡y en tu pasión que retumba en la noche
como demencia de mares solos!

¡Se nos va todo, se nos va todo!

El amor que calla

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que entrar en la muerte!

Amor, amor

Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
¡lo tendrás que escuchar!

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,
ruegos tímidos, imperativos de amar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
¡lo tendrás que hospedar!

Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale decirle que albergarlo rehúsas:
¡lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
argumentos de sabio, pero en voz de mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:
¡le tendrás que creer!

Te echa venda de lino; tú la venda toleras;
te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras
¡que eso para en morir!

Besos

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero…? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos… vibró un beso,
y qué viste después…? Sangre en mis labios.

Yo te enseñe a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Apegado a mí

Velloncito de mi carne
que en mis entrañas tejí,
velloncito tembloroso,
¡duérmete apegado a mí!

La perdiz duerme en el trigo
escuchándola latir.
No te turbes por aliento,
¡duérmete apegado a mí!

Yo que todo lo he perdido
ahora tiemblo hasta al dormir.
No resbales de mi pecho,
¡duérmete apegado a mí!

 

Poemas de amor en YouTube

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