miércoles, 15 de enero de 2025

El lobo, uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse

 

Uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse

A continuación, te presento uno de los mejores cuentos de Hermann Hesse, El lobo, junto con un resumen y su análisis. Si deseas escuchar este cuento, puedes hacerlo en mi canal de YouTube. Carla Narraciones. Personalmente, considero que este cuento es una auténtica maravilla. Además, el lobo, en particular, es uno de los animales que más admiro, tanto por su imponente belleza como por su extraordinaria capacidad de adaptarse a entornos difíciles.

 

El lobo

Nunca antes las montañas francesas habían sufrido un invierno tan frío y largo. Hacía semanas que el aire se mantenía claro, áspero y helado. Durante el día, los grandes campos de nieve, color blanco mate, yacían inclinados e interminables bajo el cielo estridentemente azul; de noche los atravesaba la luna, pequeña y clara, una luna helada, furibunda, con un brillo amarillento cuya luz fuerte se volvía azul y sorda sobre la nieve, y que parecía la escarcha en persona. Los seres humanos evitaban todos los caminos y, sobre todo, las alturas; apáticos y maldiciendo, permanecían en las cabañas, cuyas ventanas rojas, de noche, aparecían empañadas y turbias junto a la luz azul de la luna, y se apagaban pronto.

 

Fue un tiempo difícil para los animales de la zona. Los más pequeños murieron congelados en grandes cantidades; también los pájaros sucumbieron a la helada, y sus cadáveres enjutos se convirtieron en botín de águilas y lobos. Pero aún estos sufrían terriblemente de frío y de hambre. Solo unas pocas familias de lobos vivían allí, y la necesidad las empujó hacia una unión más fuerte. Durante el día salían solos. Aquí y allá, uno de ellos cruzaba la nieve, flaco, hambriento y vigilante, silencioso y temeroso como un fantasma. Su sombra delgada se deslizaba a su lado sobre la superficie nevada. Levantaba el hocico puntiagudo en el viento y de vez en cuando emitía un llanto seco, tortuoso. Pero de noche salían todos juntos y rodeaban los pueblos con aullidos roncos. Allí estaban un buen resguardo el ganado y las aves, y detrás de los postigos se apoyaban las escopetas. En escasas ocasiones les tocaba una presa menor, por ejemplo un perro, y ya habían sido muertos dos lobos de la manada.

 

La helada persistía. Muchas veces los lobos se echan juntos, en silencio y pensativos, calentándose uno contra el otro, y escuchaban acongojados el vacío mortal que los rodeaba, hasta que uno, martirizado por los maltratos espantosos del hambre, pegaba de pronto un salto con un alarido terrorífico. . Entonces todos los demás dirigieron sus hocicos hacia él, temblaban, y rompían al unísono en un aullido terrible, amenazador y quejumbroso.

Por fin la parte más chica de la manada decidió partir. Abandonaron sus madrigueras al despuntar el alba, se reunieron y olisquearon excitados y temerosos el aire helado. Luego partieron al trote, rápido y con un ritmo parejo. Los que quedaron atrás los miraron con ojos muy abiertos y vidriosos, los siguieron una docena de pasos, se detuvieron indecisos y desorientados, y regresaron lentamente a sus cuevas vacías.

Los emigrantes se separaron al mediodía. Tres de ellos se dirigieron hacia el oeste, a los montes del Jura suizo; los otros siguieron hacia el sur. Los tres primeros eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente flaco. El estómago de color claro, combinado hacia dentro, era delgado como una correa; en el pecho se destacaban tristemente las costillas; las bocas estaban secas y los ojos abiertos y desesperados. De tres en tres se internaron lejos en los montes; al segundo día cazaron un carnero, al tercero, un perro y un potrillo, y fueron perseguidos en todas partes por los campesinos furiosos. En la zona, rica en pueblos y ciudades, se diseminó el miedo y el temor ante los invasores desacostumbrados. La gente armó los trineos del correo; nadie iba de un pueblo a otro sin su arma. En esa zona desconocida, tras tan buen botón, los tres animales s e sintieron a la vez temerosos ya gusto; se volvieron más arriesgados de lo que jamás habían sido en casa, y asaltaron el corral de una granja a plena luz del día. Mugidos de vacas, crujido de listas de madera que se partían, sonido de cascos y una respiración caliente, jadeante, llenaron el ambiente angosto y cálido. Pero esta vez interfirieron los humanos. Habían puesto un precio a la cabeza de los lobos, lo que duplicó el coraje de los granjeros. Mataron a dos de ellos: a uno le perforó el cuello una bala de escopeta, el otro fue muerto con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que se desplomó sobre la nieve, casi muerto. Era el más joven y hermoso de los lobos, un animal orgulloso con formas armónicas y una fuerza imponente. Durante un rato largo quedó echado, jadeando. Delante de sus ojos se arremolinaban círculos rojos y sanguinolentos, y de vez en cuando emitía un quejido silbante, doloroso. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo volver a levantarse. Solo entonces vio cuán lejos había corrido. En ningún lado podía verse personas o casas. Delante de él se encontró una montaña imponente, Nevada. Era el Chasseral. Decidió rodearlo. Atormentado por la semilla, comió pequeños pedazos de la corteza congelada y dura que cubría la nieve.

 

Más allá de la montaña se topó de inmediato con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperaba en un tupido bosque de pinos. Luego rodeó con cuidado los cercos de los jardines, persiguiendo el olor de los establos tibios. No había nadie en la calle. Arisco y anhelante, espió por entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza hacia lo alto y se dispuso a correr, cuando ya estalló el segundo tiro. Le habían dado. El costado de su abdomen blancuzco estaba manchado de sangre, que caía a goterones. A pesar de todo, logró escapar con unos grandes saltos y alcanzar el bosque más alejado de la montaña. Allí esperó un instante, atento, y oyó voces y pasos provenientes de varios lados. Temeroso, miró hacia la montaña. Era escarpada, boscosa y difícil de trepar. Pero no tenía opción. Con respiración agitada escaló la pared empinada mientras que abajo, a lo largo de la montaña, avanzaba una confusión de insultos, órdenes y luces de linternas. El lobo herido trepó temblando a través del bosque de pinos, casi a oscuras, mientras la sangre marrón corría despacio por su costado.

 

El frío había cedido. Al oeste, el cielo estabas brumoso y parecía prometer nieve.

 

Por fin el animal, agotado, alcanzó la cima. Ahora se encontraba sobre un gran campo de nieve, levemente inclinado, cerca de Mont Crosin, muy por encima del pueblo del que había escapado. No sentí hambre, pero sí un dolor turbio y punzante en las heridas. Un ladrido seco y enfermo nació de su hocico entregado; su corazón latía pesado y dolorido, y el lobo sentía que la mano de la muerte lo presionaba como una carga indescriptiblemente pesada. Un pino aislado, de ramas anchas, lo atrajo; Allí se sentó y clavó sus ojos perdidos en la noche gris de nieve. Pasó media hora. Una luz roja y apagada cayó sobre la nieve, extraña y blanda. El lobo se levantó con un quejido y dirigió su cabeza hermosa hacia la luz. Era la luna, que se levantaba por el sudoeste, gigantesca y color rojo sangre, y subía lentamente por el cielo cubierto. Hacía muchas semanas que no se la había visto tan roja y grande. El ojo del animal moribundo se aferraba con tristeza al astro opaco, y en la noche volvió a oírse un estertor débil, doloroso y ronco.

 

Un poco más tarde surgieron luces y pasos. Campesinos con abrigos horribles, cazadores y muchachos jóvenes con gorros de piel y botas toscas avanzaban por la nieve. Se oyeron gritos de alegría. Habían descubierto al lobo moribundo, le dispararon dos tiros y ambos fallaron. Entonces vieron que el animal ya estaba a punto de fallar y se le echaron encima con palos y garrotes. Él ya no los sintió.

 

Lo arrastraron hacia abajo, a Sankt Immer, con los miembros quebrados. Reían, alardeaban, se alegraban por el aguardiente y el café que bebían, cantaban, maldecían. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la alta meseta, ni la luna roja que colgaba sobre el Chasseral y cuya luz débil se reflejaba en los cañones de las escopetas, en los cristales de nieve y en los ojos quebrados del lobo. muerto.

 

Hermann Hesse

Hermann Karl Hesse fue un escritor, poeta, novelista y pintor alemán, nacionalizado suizo en 1924, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1946. Aquí, puedes leer su biografía y encontrar otros cuentos de este autor.


Resumen

El cuento de Hermann Hesse, El lobo, narra la lucha de una manada de lobos por sobrevivir durante un invierno implacable en las montañas francesas. Ante el hambre y el frío, tres lobos emigran a tierras humanas en busca de alimento, enfrentándose a la persecución y la hostilidad de los campesinos. Finalmente, solo uno sobrevive, herido y debilitado, contemplando la luna roja antes de ser cazado y abatido por los hombres.

 

Análisis del cuento

El cuento "El lobo" de Hermann Hesse simboliza la lucha solitaria y desesperada por la supervivencia frente a las fuerzas implacables de la naturaleza y la humanidad. A través de la figura del lobo, Hesse explora temas como la soledad, la dignidad ante la muerte y la desconexión del ser humano con la naturaleza, destacando la indiferencia humana ante la belleza y el sufrimiento de otros seres vivos. La luna roja y el entorno helado subrayan la tragedia existencial del lobo, mientras los campesinos representan la brutalidad y la falta de empatía en el mundo.


Cuentos en Youtube

Si te gusta este género literario, te recomiendo Modesta Gómez, un cuento de Rosario Castellanos.

 


sábado, 11 de enero de 2025

Poemas de amor de Gabriela Mistral

 

Gabriela Mistral

A continuación, puedes leer algunos poemas de amor de Gabriela Mistral. Si prefieres escucharlos, están disponibles en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

Lucila Godoy Alcayaga, conocida como Gabriela Mistral, fue una destacada poetisa, diplomática, profesora y pedagoga chilena. En reconocimiento a su obra poética, recibió el Premio Nobel de Literatura en 1945, convirtiéndose en la primera mujer iberoamericana y la segunda persona latinoamericana en obtener este prestigioso galardón.


Poemas de amor

Ausencia

Se va de ti mi cuerpo gota a gota.
Se va mi cara en un óleo sordo;
se van mis manos en azogue suelto;
se van mis pies en dos tiempos de polvo.

¡Se te va todo, se nos va todo!

Se va mi voz, que te hacía campana
cerrada a cuanto no somos nosotros.
Se van mis gestos que se devanaban,
en lanzaderas, debajo tus ojos.
Y se te va la mirada que entrega,
cuando te mira, el enebro y el olmo.

Me voy de ti con tus mismos alientos:
como humedad de tu cuerpo evaporo.
Me voy de ti con vigilia y con sueño,
y en tu recuerdo más fiel ya me borro.
Y en tu memoria me vuelvo como esos
que no nacieron ni en llanos ni en sotos.

Sangre sería y me fuese en las palmas
de tu labor, y en tu boca de mosto.
Tu entraña fuese, y sería quemada
en marchas tuyas que nunca más oigo,
¡y en tu pasión que retumba en la noche
como demencia de mares solos!

¡Se nos va todo, se nos va todo!

El amor que calla

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que entrar en la muerte!

Amor, amor

Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
¡lo tendrás que escuchar!

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,
ruegos tímidos, imperativos de amar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
¡lo tendrás que hospedar!

Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale decirle que albergarlo rehúsas:
¡lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
argumentos de sabio, pero en voz de mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:
¡le tendrás que creer!

Te echa venda de lino; tú la venda toleras;
te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras
¡que eso para en morir!

Besos

Hay besos que pronuncian por sí solos
la sentencia de amor condenatoria,
hay besos que se dan con la mirada
hay besos que se dan con la memoria.

Hay besos silenciosos, besos nobles
hay besos enigmáticos, sinceros
hay besos que se dan sólo las almas
hay besos por prohibidos, verdaderos.

Hay besos que calcinan y que hieren,
hay besos que arrebatan los sentidos,
hay besos misteriosos que han dejado
mil sueños errantes y perdidos.

Hay besos problemáticos que encierran
una clave que nadie ha descifrado,
hay besos que engendran la tragedia
cuantas rosas en broche han deshojado.

Hay besos perfumados, besos tibios
que palpitan en íntimos anhelos,
hay besos que en los labios dejan huellas
como un campo de sol entre dos hielos.

Hay besos que parecen azucenas
por sublimes, ingenuos y por puros,
hay besos traicioneros y cobardes,
hay besos maldecidos y perjuros.

Judas besa a Jesús y deja impresa
en su rostro de Dios, la felonía,
mientras la Magdalena con sus besos
fortifica piadosa su agonía.

Desde entonces en los besos palpita
el amor, la traición y los dolores,
en las bodas humanas se parecen
a la brisa que juega con las flores.

Hay besos que producen desvaríos
de amorosa pasión ardiente y loca,
tú los conoces bien son besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Besos de llama que en rastro impreso
llevan los surcos de un amor vedado,
besos de tempestad, salvajes besos
que solo nuestros labios han probado.

¿Te acuerdas del primero…? Indefinible;
cubrió tu faz de cárdenos sonrojos
y en los espasmos de emoción terrible,
llenáronse de lágrimas tus ojos.

¿Te acuerdas que una tarde en loco exceso
te vi celoso imaginando agravios,
te suspendí en mis brazos… vibró un beso,
y qué viste después…? Sangre en mis labios.

Yo te enseñe a besar: los besos fríos
son de impasible corazón de roca,
yo te enseñé a besar con besos míos
inventados por mí, para tu boca.

Apegado a mí

Velloncito de mi carne
que en mis entrañas tejí,
velloncito tembloroso,
¡duérmete apegado a mí!

La perdiz duerme en el trigo
escuchándola latir.
No te turbes por aliento,
¡duérmete apegado a mí!

Yo que todo lo he perdido
ahora tiemblo hasta al dormir.
No resbales de mi pecho,
¡duérmete apegado a mí!

 

Poemas de amor en YouTube

Si te gustan los poemas de amor, te recomiendo los poemas de Jaime Sabines.

 

viernes, 10 de enero de 2025

Modesta Gómez , unos de los mejores cuentos de Rosario Castellanos

 

Rosario Castellanos

A continuación, te presento un cuento de Rosario Castellanos, escritora, periodista y diplomática mexicana, considerada una de las literatas mexicanas más importantes del siglo XX. El cuento, Modesta Gómez,  es un relato para adultos que me ha cautivado profundamente. En él, la autora relata la vida de una joven en un pequeño pueblo de México, donde explora y pone de relieve las rígidas jerarquías sociales. Castellanos, con su estilo único, nos sumerge en una narrativa rica y crítica que invita a reflexionar sobre las dinámicas de poder y desigualdad presentes en la sociedad

Aquí puedes encontrar un resumen y análisis del cuento. Si te interesa escuchar este relato para adultos, te invito a visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones, donde podrás disfrutarlo en su totalidad.

Modesta Gómez 

¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles surgen las campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el jadeo de molinos que empiezan a trabajar.

 

Envuelta en los pliegues de su chal negro, Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo había advertido su comadre, doña Águeda, la carnicera:

 

—Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo creo que son haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.

 

Siempre he madrugado, pensó Modesta. Mi nana me hizo a su modo.

 

(Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de su madre, el rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos años.)

 

—Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos.

 

De aquella ocasión Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de bronce: una mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la casa de los Ochoas: don Humberto, el dueño de la tienda La Esperanza; doña Romelia, su mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.

 

La casa estaba llena de sorpresas maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta la sala de recibir! Los muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico multicolor de postales, desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un calorcito agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se alegraba de quedarse con los Ochoas, de saber que, desde entonces, esta casa magnífica sería también su casa.

 

Doña Romelia la condujo a la cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al descubrir que su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una artesa llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta que la trenza quedó rechinante de limpia.

 

—Ahora sí, ya te podés presentar con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el niño Jorgito se esmeran. Como es el único varón…

 

Modesta y Jorgito tenían casi la misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que debía cuidarlo y entretenerlo.

 

—Dicen que fue de tanto cargarlo que se me torcieron las piernas, porque todavía no estaban bien macizas. A saber.

 

Pero el niño era muy malcriado. Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”, como él mismo decía. Sus alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía presurosamente.

 

—¿Qué te hicieron, cutushito, mi consentido?

 

Sin suspender el llanto Jorgito señalaba a Modesta.

 

—¿La cargadora? —se cercioraba la madre—. Le vamos a pegar para que no te resmuela. Mira, un coshquete aquí, en la mera choya; un jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de cacao, mi yerbecita de olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho quehacer.

 

A pesar de estos incidentes los niños eran inseparables; juntos padecieron todas las enfermedades infantiles, juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.

 

Tal intimidad, aunque despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía su hijo, no dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no se le ocurrió más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a Modesta que lo tratara de vos.

 

—Es tu patrón —condescendió a explicarle— y con los patrones nada de confiancitas.

 

Mientras el niño aprendía a leer y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina; avivando el fogón, acarreando el agua y juntando el achigual para los puercos.

 

Esperaron a que se criara un poco más, a que le viniera la primera regla, para ascender a Modesta de categoría. Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su llegada, y lo sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado vacante. Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con marco de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir a la calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies, restregándolos contra una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.

 

La calle era el escenario de sus triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes descalzos como ella, pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían amores los muchachos catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían regalos y dinero.

 

Modesta soñaba, por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la casita humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios que le esperaba. No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale desquitarse antes, pasar un rato alegre, como las mujeres malas. La vendería una vieja alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas a los señores. Modesta se veía en un rincón del burdel, arrebozada y con los ojos bajos, mientras unos hombres borrachos y escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer dueño. Y después, si bien le iba, el que la hiciera su querida le instalaría un negocito para que la fuera pasando. Modesta no llevaría la frente alta, no sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del poder de sus patrones rumbo a la iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, un hijo de buena sangre, unos ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo correría su fama y vendrían a solicitarla para que moliera el chocolate o curara de espanto en las casas de la gente de pro.

 

Y en cambio vino a parar en atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!

 

Los sueños de Modesta fueron interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta del cuarto de las criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha. Modesta sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su cuerpo. Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca. Ella y su adversario forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna suelta. En una cicatriz del hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso defenderse más. Cerró los ojos y se sometió.

 

Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su propia casa.

 

Gracias a la violación de Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho. Desde algunos meses antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres borracheras. Pero, a pesar de las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con mujeres. Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar. Con Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante de todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las noches buscaba otra vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores domésticos y reminiscencias infantiles.

 

Pero, como dice el refrán: “Lo que de noche se hace de día aparece”. Modesta empezó a mostrar la color quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes que las otras criadas comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.

 

Una mañana Modesta tuvo que suspender su tarea de moler el maíz porque una basca repentina la sobrecogió. La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba embarazada.

 

Doña Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.

 

—Malagradecida, tal por cual. Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Que te iba yo a solapar tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién responder, hijas a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas largando a la calle.

 

Antes de abandonar la casa de los Ochoas, Modesta fue sometida a una humillante inspección: la señora y sus hijas registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha para ver si no había robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por la que Modesta tuvo que atravesar para salir.

 

Fugazmente miró aquellos rostros. El de don Humberto, congestionado de gordura, con sus ojillos lúbricos; el de doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara, Dolores y Berta— curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de Jorgito, pero no estaba allí.

 

Modesta había llegado a la salida de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres, descalzas y mal vestidas como ella. La miraron con desconfianza.

 

—Déjenla —intercedió una—, es cristiana como cualquiera y tiene tres hijos que mantener.

 

—¿Y nosotras? ¿Acaso somos adonisas?

 

—¿Vinimos a barrer el dinero con escoba?

 

—Lo que ésta gane no nos va a sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.

 

—¿De quién?

 

—Del finado Alberto Gómez.

 

—¿El albañil?

 

—¿El que murió de bolo?

 

(Aunque dicho en voz baja, Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió sus mejillas. ¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto así. Bueno, era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el pobre tenía razón. Estaba aburrido de aplanar las calles en busca de trabajo. Nadie construye una casa, nadie se embarca en una reparación cuando se está en pleno tiempo de aguas. Alberto se cansaba de esperar que pasara la lluvia, bajo los portales o en el quicio de una puerta. Así fue como empezó a meterse en las cantinas. Los malos amigos hicieron lo demás. Alberto faltaba a sus obligaciones, maltrataba a su familia. Había que perdonarlo. Cuando un hombre no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día siguiente, cuando se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a los niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de arrepentimiento. Pero no se corregía. Puede más el vicio que la razón.

 

Mientras aguardaba a su marido, a deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en los mil accidentes que podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala perdida. Modesta lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos discurriendo de dónde iba a sacar dinero para el entierro.

 

Pero las cosas sucedieron de otro modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se había quedado dormido en una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En apariencia Alberto no tenía ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le hicieron su untura de sebo, por si se trataba de un enfriamiento; le aplicaron ventosas, bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los estertores de la agonía duraron poco y las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.

 

—Te salió peor el remedio que la enfermedad —le decía a Modesta su comadre Águeda—. Te casaste con Alberto para estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge se criara con un respeto. Y ahora resulta que te quedás viuda, en la loma del sosiego, con tres bocas que mantener y sin nadie que vea por vos.

 

Era verdad. Y la verdad que los años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de penas y de trabajo. Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara el abuso de Jorgito, y verdad que su muerte fue la humillación más grande para su familia. Pero Alberto había valido a Modesta en la mejor ocasión: cuando todos le voltearon la cara para no ver su deshonra. Alberto le había dado su nombre y sus hijos legítimos, la había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas enlutadas, que ahora murmuraban a su costa, habrían vendido su alma al demonio por poder decir lo mismo!)

 

La niebla del amanecer empezaba a despejarse. Modesta se había sentado sobre una piedra. Una de las atajadoras se le acercó.

 

—¿Yday? ¿No estaba usted de dependienta en la carnicería de doña Águeda?

 

—Estoy. Pero el sueldo no alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que buscarme una ayudadita. Mi comadre Águeda me aconsejó este oficio.

 

—Sólo porque la necesidad tiene cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y deja pocas ganancias.

 

(Modesta escrutó a la que le hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos? Seguramente desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba. Modesta no era de alfeñique, había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque eso de estar tras el mostrador de una carnicería tampoco era la vida perdurable. Toda la mañana el ajetreo: mantener limpio el local —aunque con las moscas no se pudiera acabar nunca—; despachar la mercancía, regatear con los clientes. ¡Esas criadas de casa rica que siempre estaban exigiendo la carne más gorda, el bocado más sabroso y el precio más barato! Era forzoso contemporizar con ellas; pero Modesta se desquitaba con las demás. A las que se veían humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus dependientas les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez procuraban adquirir su carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo reprochaban a gritos y no volvían a despacharles nunca.)

 

—Sí, el manejo de la carne es sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar con indios.

 

(¿Y dónde no?, pensó Modesta. Su comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para el indio se guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la balanza y el alarido de indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las otras placeras y se armaba un alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes, azuzando a los protagonistas con palabras de desafío, gestos insultantes y empellones. El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el morral del indio que la vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera asustada del vencido que así escapaba de las amenazas y las burlas de la multitud.)

 

—¡Ahí vienen ya!

 

Las atajadoras abandonaron sus conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La neblina permitía ya distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios, cargados de las mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras avanzaron unos pasos a su encuentro. Modesta las imitó.

 

Los dos grupos estaban frente a frente. Transcurrieron breves segundos de expectación. Por fin, los indios continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija obstinadamente en el suelo, como si el recurso mágico de no ver a las mujeres las volviera inexistentes.

 

Las atajadoras se lanzaron contra los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando gritos, por la posesión de un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el chamarro de lana o la red de verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la atajadora, ésta sacaba de entre su camisa unas monedas y, sin contarlas, las dejaba caer al suelo de donde el indio derribado las recogía.

 

Aprovechando la confusión de la reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr con su cargamento intacto.

 

—Ésa te toca a vos —gritó burlonamente una de las atajadoras a Modesta.

 

De un modo automático, lo mismo que un animal mucho tiempo adiestrado en la persecución, Modesta se lanzó hacia la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y ambas rodaron por tierra. Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las trenzas, le golpeó las mejillas, le clavó las uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

 

—¡India desgraciada, me lo tenés que pagar todo junto!

 

La india se retorcía de dolor; diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la nuca.

 

—Ya no, marchanta, ya no…

 

Enardecida, acezante, Modesta se aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le entregó el chamarro de lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.

 

—¡Ya basta! —dijo con energía a Modesta, obligándola a ponerse de pie.

 

Modesta se tambaleaba como una ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara, húmeda de sudor.

 

—Y vos —prosiguió la atajadora, dirigiéndose a la india—, dejá de estar jirimiquiando que no es gracia. No te pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradecé que no te llevamos al Niñado por alborotadora.

 

La india recogió la moneda presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta miraba sin comprender.

 

—Para que te sirva de lección —le dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto que yo lo pagué. Tal vez mañana tengás mejor suerte.

 

Modesta asintió. Mañana. Sí, volvería mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le decían: que el oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas ensangrentadas. No sabía por qué. Pero estaba contenta.

 

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Si te gustan los cuentos, te recomiendo un cuento con valores y sabiduría de Rubén Darío.

martes, 7 de enero de 2025

Cuento con valores y sabiduría de Rubén Darío

Cuento para adultos de Rubén Darío

A continuación, me gustaría presentarte un cuento lleno de valores y sabiduría, un cuento para adultos de Rubén Darío, La canción del oro. Además, incluye un resumen del cuento y su análisis. Sin embargo, si prefieres escuchar este cuento para adultos, te invito a visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones, donde podrás disfrutar de su narración.


Resumen de La canción del oro de Rubén Darío

El cuento narra la llegada de un mendigo, que podría ser también un poeta, a una calle llena de palacios y riqueza, símbolo de la opulencia y el lujo. Desde su humilde perspectiva, observe el contraste entre la vida de los ricos, llena de comodidades y esplendor, y la miseria en la que viven los pobres, como él.

Inspirado por su sufrimiento y el de los marginados, el mendigo compone un himno irónico al oro. En este canto, exalta el poder del dinero como si fuera un dios omnipotente, capaz de otorgar todo: riqueza, placer, poder, pero también hipocresía y corrupción. Su cántico es a la vez una crítica mordaz al materialismo ya las desigu

Al final, a pesar de su pobreza, el mendigo muestra un gesto de humanidad al darle su último pedazo de pan a una anciana necesitada antes de marcharse, murmurando entre dientes. Este acto de generosidad contrasta con el mundo frío y egoísta que critica, resaltando el valor de la compasión frente a la avaricia del oro.

 

La canción del oro

Aquel día, un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cópulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo.

Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas o de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental hace vibrar la que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso, dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bounat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la hiedra trémula y humilde. Y más allá...

(Muere la tarde. Llega a las puertas del palacio un carruaje flamante y charolado. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa, decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de látigo, arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche.)

 

Entonces en aquel cerebro de loco, que ocultaba un sombrero raído, brotó como un germen de una idea que pasó al pecho, y fué opresión, y llegó a la boca hecho himno que le encendía la lengua y hacía entrechocar los dientes. Fué la visión de todos los mendigos, de todos los suicidas, de todos los borrachos, del harapo y de la llaga, de todos los que viven—¡Dios mío!—en perpetua noche, tanteando la sombra, cayendo al abismo, por no tener un mendrugo para llenar el estómago. Y después la turba feliz, el lecho blando, la trufa y el áureo vino que hierve, el raso y muaré que con su roce ríen; el novio rubio y la novia morena cubierta de pedrería y blonda; y el gran reloj que la suerte tiene para medir la vida de los felices opulentos, que, en vez de granos de arena, deja caer escudos de oro.

 

Aquella especie de poeta sonrió; pero su faz tenía aire dantesco. Sacó de su bolsillo un pan moreno, comió y dio al viento su himno. Nada más cruel que aquel canto tras el mordisco.

 

¡Cantemos el oro!

 

Cantemos el oro, rey del mundo, que lleva dicha y luz por donde va, como los fragmentos de un sol despedazado.

 

Cantemos el oro, que nace del vientre fecundo de la madre tierra; inmenso tesoro, leche rubia de esa ubre gigantesca.

 

Cantemos el oro, río caudaloso, fuente de la vida, que hace jóvenes y bellos a los que se bañan en sus corrientes maravillosas, y envejece a aquellos que no gozan de sus raudales.

 

Cantemos el oro, porque de él se hacen las tiaras de los pontífices, las coronas de los reyes y los cetros imperiales; y porque se derrama por los mantos como un fuego sólido, e munda las capas de los arzobispos, y refulge en los altares y sostiene al Dios eterno en las custodias radiantes.

 

Cantemos el oro, porque podemos ser unos perdidos, y él nos pone mamparas para cubrir las locuras abyectas de la taberna y las vergüenzas de las alcobas adúlteras.

 

Cantemos el oro, porque al saltar del cuño lleva en su disco el perfil soberbio de los césares; y va a repletar las cajas de sus vastos templos, los bancos, y mueve las máquinas, y da la vida, y hace engordar los tocinos privilegiados.

 

Cantemos el oro, porque él da los palacios y los carruajes, los vestidos a la moda, y los frescos senos de las mujeres garridas; y las genuflexiones de espinazos aduladores y las muecas de los labios eternamente sonrientes.

 

Cantemos el oro, padre del pan.

 

Cantemos el oro, porque es en las orejas de las lindas damas, sostenedor del rocío del diamante, al extremo de tan sonrosado y bello caracol; porque en los pechos siente el latido de los corazones, y en las manos a veces es símbolo de amor y de santa promesa.

 

Cantemos el oro, porque tapa las bocas que nos insultan; detiene las manos que nos amenazan, y pone vendas a los pillos que nos sirven.

 

Cantemos el oro, porque su voz es música encantada; porque es heroico y luce en las corazas de los héroes homéricos, y en las sandalias de las diosas y en los coturnos trágicos y en las manzanas del Jardín de las Hespérides.

 

Cantemos el oro, porque de él son las cuerdas de las grandes liras, la cabellera de las más tiernas amadas, los granos de la espiga y el peplo que al levantarse viste la olímpica aurora.

 

Cantemos el oro, premio y gloria del trabajador y pasto del bandido.

 

Cantemos el oro, que cruza por el carnaval del mundo, disfrazado de papel, de plata, de cobre y hasta de plomo.

 

Cantemos el oro, amarillo como la muerte.

 

Cantemos el oro, calificado de vil por los hambrientos; hermano del carbón, oro negro que incuba el diamante; rey de la mina, donde el hombre lucha y la roca se desgarra; poderoso en el poniente, donde se tiñe en sangre; carne de ídolo, tela de que Fidias hace el traje de Minerva.

 

Cantemos el oro, en el arnés del caballo, en el carro de guerra, en el puño de la espada, en el lauro que ciñe cabezas luminosas, en la copa del festín dionisíaco, en el alfiler que hiere el seno de la esclava, en el rayo del astro y en el champaña que burbujea como una disolución de topacios hirvientes.

 

Cantemos el oro, porque nos hace gentiles, educados y pulcros.

 

Cantemos el oro, porque es la piedra de toque de toda amistad.

 

Cantemos el oro, purificado por el fuego, como el hombre por el sufrimiento; mordido por la lima como el hombre por la envidia; golpeado por el martillo, como el hombre por la necesidad; realzado por el estuche de seda como el hombre por el palacio de mármol.

 

Cantemos el oro, esclavo, despreciado por Jerónimo, arrojado por Antonio, vilipendiado por Macario, humillado por Hilarión, maldecido por Pablo el Ermitaño, quien tenía por alcázar una cueva bronca, y por amigos las estrellas de la noche, los pájaros del alba y las fieras hirsutas y salvajes del yermo.

 

Cantemos el oro, dios becerro, tuétano de roca misterioso y callado en su entraña, y bullicioso cuando brota a pleno sol y a toda vida, sonante como un coro de tímpanos; feto de astros, residuo de luz, encarnación de éter.

 

Cantemos el oro, hecho sol, enamorado de la noche, cuya camisa de crespón riega de estrellas brillantes, después del último beso como con una gran muchedumbre de libras esterlinas.

 

¡Eh, miserables beodos, pobres de solemnidad, prostitutas, mendigos, vagos, rateros, bandidos, pordioseros peregrinos, y vosotros los desterrados, y vosotros los holgazanes, y sobre todo, vosotros, oh poetas!

 

¡Unámonos a los felices, a los poderosos, a los banqueros, a los semidioses de la tierra!

 

¡Cantemos el oro!

 

Y el eco se llevó aquel himno, mezcla de gemido, ditirambo y carcajada; y como ya la noche obscura y fría había entrado, el eco resonaba en las tinieblas.

 

Pasó una vieja y pidió limosna.

 

Y aquella especie de harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá un poeta, le dió su último mendrugo de pan petrificado, y se marchó por la terrible sombra, rezongando entre dientes.

 

 

Análisis del cuento


La crítica a la desigualdad social

El cuento empieza describiendo la riqueza y el lujo de "la gran calle de los palacios". A través de imágenes detalladas y sensoriales, Darío presenta el contraste entre el esplendor de los ricos y la precariedad del mendigo, quien observa todo desde afuera, excluido. Asimismo, el mendigo es un símbolo de la pobreza y el sufrimiento humano, que experimenta una revelación amarga y que lo lleva a pronunciar un cántico irónico sobre el oro y el poder.

La ironía

La figura del mendigo-poeta muestra un aire dantesco, una especie de profeta en la sombra que lanza su mensaje al viento, consciente de que sus palabras probablemente no cambiarán nada. Sin embargo, su acto final —darle su último mendrugo de pan a una anciana necesitada—pone en evidencia la compasión y humanidad del protagonista del cuento.

La ironía también se manifiesta en la descripción de los "felices y poderosos" que, pese a su aparente opulencia, son retratados como vacíos y carentes de verdadera humanidad.


El simbolismo del pan y el oro

El pan, un símbolo básico de sustento y vida, es lo único que el mendigo tiene para ofrecer, y sin embargo, lo comparte desinteresadamente. Este acto representa una crítica directa a la avaricia de los ricos, que acumulan oro mientras ignoran las necesidades.

El oro, en cambio, se presenta como un ídolo falso, responsable de las mayores desigualdades, que corrompe y deshumaniza a quienes lo


Interpretación

El cuento denuncia cómo el oro (o el dinero) se convierte en el centro de la vida moderna, mientras las verdaderas necesidades humanas —la solidaridad, la empatía— quedan relegadas. El escritor utiliza el sarcasmo y la exageración para evidenciar la frivolidad y vacuidad de la idolatría al oro, contrastándola con la dignidad y humanidad de quienes, pese a su pobreza, aún son capaces de gestos generosos. Quizá, sea un lamento por el vacío moral de una sociedad obsesionada con la riqueza material. Al final, el acto del mendigo —dar su último pan— es un símbolo de resistencia ética frente a un sistema deshumanizado, un recordatorio de que la verdadera riqueza reside en la capacidad de compartir y de cuidar a los demás. 


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Si te gustan los cuentos, te recomiendo el mejor cuento de Leonora Carrington. Este cuento para adultos puedes escucharlo en Youtube

 

domingo, 5 de enero de 2025

El mejor cuento de Leonora Carrington

Cuento para adultos 

Leonora Carrington

En esta ocasión he escogido un cuento de Leonora Carrington, Conejos blancos. Un cuento corto para adultos considerado por Julio Cortázar como uno de los mejores relatos de la historia. Este cuento también puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.  Si quieres solamente leer cuentos, en esta web  puedes encontrar otros que sean de tu interés. 

 

Este cuento narra la experiencia de una mujer que, a poco de instalarse en su nuevo hogar, descubre que la casa de enfrente se encuentra ocupada por una extraña mujer. Después de una misteriosa conversación con su nueva vecina, la protagonista visitará a su vecina convirtiéndose en una experiencia bastante perturbadora.

 

El mundo de Leonora Carrington, tanto en su vida como en su obra, estuvo profundamente marcado por episodios de ruptura y transformación. Durante la Segunda Guerra Mundial, un hecho decisivo marcó la vida de Leonora Carrington. Su pareja, el artista Max Ernst, fue arrestado por las autoridades francesas debido a su nacionalidad alemana y su condición de refugiado. Este evento desató en Carrington una profunda crisis emocional. En su huida de Francia, llegó a España, donde sufrió un colapso nervioso que la llevó a ser internada en un hospital psiquiátrico en Santander. Posteriormente, logró escapar a Lisboa con la ayuda de amigos, desde donde emprendió su exilio definitivo hacia América, transformando para siempre su vida y su obra (véase aquí su biografía). 


Larra Carrington encarna en este cuento su vivencia en el hospital psiquiátrico, puesto que este cuento simboliza un conflicto entre la muerte o la locura. Una aniquilación de la persona, que ella misma percibe como un descenso al infierno. Carrington logró huir del sanatorio de Santander, pero llevó consigo hasta Nueva York sus recuerdos... edificios que evocan a los que siguen recluidos en el psiquiátrico, seres abandonados y marginados por la sociedad.


 

Conejos blancos

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de Pest Street. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.

 

Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.

 

La luz nunca era muy fuerte en Pest Street. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.

 

Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento; pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de Pest Street. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.

 

Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego metió la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

 

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.

 

—¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? —me gritó.

 

—¿Un poco de qué? —grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.

 

—De carne en mal estado. Carne en descomposición.

 

—En este momento, no —contesté, preguntándome si no estaría bromeando.

 

—¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.

 

A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.

 

Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.

 

Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.

 

Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.

 

Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de ésas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.

 

La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.

 

—¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? —murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.

 

—Es usted muy amable —prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente—. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.

 

Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.

 

El último tramo de escalones daba a un «boudoir» decorado con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.

 

—Tenemos visita muy pocas veces —sonrió la mujer—. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.

 

Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.

 

—¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! —canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.

 

Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.

 

—Una acaba encariñándose con ellos —prosiguió la mujer—. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.

 

Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.

 

—Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

 

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención; entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.

 

La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.

 

—Ése es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…

 

Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.

 

—¿Ethel? —preguntó con voz bastante débil—. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.

 

—Vamos, Laz; no empecemos —su voz era quejumbrosa—. No me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.

 

La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.

 

—Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? —de repente me entró miedo y sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.

 

—Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

 

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.

 

La mujer acercó tanto su cara a la mía que creí que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.

 

—¿No quiere quedarse, y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan sólo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!

 

Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.

 

Cuentos en YouTube

Si te gusta escuchar cuentos en YouTube, te recomiendo un cuento de Rosario Castellanos. 

 

miércoles, 18 de diciembre de 2024

Cuento de Navidad para adultos de Antón Chéjov

 

Cuento de Navidad

Antón Chéjov

A continuación, te presento un resumen y análisis del cuento de Navidad para adultos escrito por Antón Chéjov, En fiestas. Chéjov fue un destacado cuentista, dramaturgo y médico ruso, reconocido como uno de los más grandes maestros del relato corto en la historia de la literatura.

Si quieres leer el cuento completo, te recomiendo visitar esta página web. Pero si prefieres escucharlo, no dudes en pasarte por mi canal de YouTube. Allí encontrarás una narración especial de esta obra y otros relatos fascinantes.

Resumen del cuento

El cuento describe la vida de dos generaciones separadas por la distancia, los padres campesinos, y su hija Efimia, que vive en la ciudad con su marido, Andrei. Vasilisa. Atormentada por la falta de noticias, paga a Egor, un escribano vulgar y despreocupado, para que redacte una carta. Durante el proceso, las emociones contenidas de los padres muestran su añoranza y el vacío que dejó la partida de su hija.

La carta llega finalmente a Efimia, quien al leerla, llena de nostalgia, llora por sus padres y su hogar en la aldea, recordando con ternura lo que dejó atrás. En cambio, Andrei, un marido controlador y violento, es indiferente a las necesidades de su mujer. 

Análisis del cuento

Chéjov retrata el aislamiento emocional y el sufrimiento silencioso causado por el abuso y la incomunicación. El autor critica cómo las dinámicas de poder en el matrimonio pueden destruir los lazos familiares, destacando el sacrificio de los padres y la impotencia de la hija frente a un marido controlador. El título, irónicamente alegre, resalta el contraste entre las apariencias externas y la tragedia interna. A través de esta historia, Chéjov expone con sutileza la fragilidad de las relaciones humanas y la opresión cotidiana.

 

Cuentos de Navidad para adultos

Si te gustan los cuentos de Navidad para adultos, te recomiendo El ciego, de Emilia Pardo Bazán.

El ciego, cuento de Navidad de Emilia Pardo Bazán

Cuento de Navidad

Emilia Pardo Bazán

A continuación, te presento un cuento de Navidad para adultos escrito por Emilia Pardo Bazán, reconocida novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española. Junto con el cuento, encontrarás un resumen y un análisis de la obra.

Este relato lo he encontrado en este enlace, una web que consulto con frecuencia para compartir cuentos para adultos. También puedes disfrutar de este cuento en formato narrado a través de mi canal de YouTube. Allí encontrarás una versión en audio, ideal para quienes prefieren escuchar relatos mientras realizan otras actividades o simplemente buscan sumergirse en la magia de las historias.


El ciego

La tarde del 24 de diciembre le sorprendió en despoblado, a caballo y con anuncios de tormenta. Era la hora en que, en invierno, de repente se apaga la claridad del día, como si fuese de lámpara y alguien diese vuelta a la llave sin transición; las tinieblas descendieron borrando los términos del paisaje, acaso apacible a mediodía, pero en aquel momento tétrico y desolado.

 

Hallábase en la hoz de uno de esos ríos que corren profundos, encajonados entre dos escarpes; a la derecha, el camino; a la izquierda, una montaña pedregosa, casi vertical, escueta y plomiza de tono. Allá abajo no se divisaba más que una cinta negruzca, donde moría, culebreando, áspid de carmín, un reflejo roto del poniente; arriba, densas masas erguidas, formas extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y aun pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde y, sin embargo, le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de llegar cuanto antes al pazo, del cual le separaban aún tres largas leguas, y animó con la voz y la espuela a su montura, que empinaba las orejas recelosa.

 

Arreció el viento y le obligó a atar el sombrero con un pañuelo bajo la barba; el trueno, lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia azotaron la cara del jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala sombra! ¡Justamente empezaba a llover a la mitad del camino! Al punto mismo, el caballo se encabritó y pegó un bote de costado: entre la maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras:

 

—¡Una limosnita! ¡Por amor de Dios, que va a nacer…; una limosnita señor!

 

Mauricio, tranquilizándose, miró enojado al que en tal sitio y ocasión cometía la importunidad de pedir limosna.

 

Era un hombrachón alto, descalzo de pie y pierna, que llevaba al hombro unas alforjas y se apoyaba en recio garrote. La oscuridad no permitía distinguir cómo tenía el rostro; la ancianidad se adivinaba en lo cascado de la voz y en el vago reflejo plateado de las greñas blancas.

 

—Apártese —murmuró impaciente el señorito—. ¿No ve que el caballo se asusta? Si me descuido, al río de cabeza… ¡Vaya unas horas de pedir y un sitio a propósito para saltar delante de la montura! ¡Brutos!

 

El pordiosero se había quedado como hecho de piedra.

 

—¿Dónde está el río? —gritó con hondo terror—. ¿No es aquí el camino de la iglesia de Cimáis? Señor: no me desampare… ¡Soy un ciego! ¡Nuestra Señora le conserve la vista! ¡Pobre del que no ve!

 

Mauricio comprendió. El viejo sin ojos se había perdido; ignoraba dónde se encontraba, y para no despeñarse necesitaba un guía. Sí; convenido; necesitaba un guía… ¿Y quién iba a ser? ¿Él, Mauricio Acuña, que desde Orense regresaba a su casa en tarde de Navidad, a cenar, a pasar alegremente la velada, jugando al julepe o al «golfo» con sus hermanos y primos, fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su caballo al lento andar de un ciego; si torcía su rumbo cara a la iglesia de Cimáis, distante buen rato, ¿a qué santas horas iba a hacer su entrada en la sala del pazo de Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía menos de sacrificar algunos minutos a colocar al ciego en la dirección de Cimáis y dejarle, ya orientado, arreglarse como Dios le diese a entender. Sólo que era internarse en la «carballeda», exponerse a tropezar en los cepos y en los pedruscos, y, sobre todo, era condescender a los ruegos del mendigo, que no soltaría a dos por tres a su lazarillo improvisado, y si le complaciese en lo primero exigiría lo segundo… ¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos! «Más vale escurrirse», decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la mano temblona que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó al caballo y escapó como un criminal que huye de la Justicia.

 

Sí; como un criminal. Así definió su conducta él mismo, luego, en el punto de refrenar a Maceo, su negro andaluz cruzado, y darse cuenta de que había caído enteramente la noche.

 

Velada por sombríos nubarrones, la luna se entreparecía lívida, semejante a la faz de un cadáver amortajado con hábito monacal. La carretera se desarrollaba suspendida sobre el río que, a pavorosa profundidad, dormitaba mudo y siniestro. El viento combatía, haciéndolos crujir, los troncos robustos de los árboles; un relámpago alumbró la superficie del agua; un trueno resonó ya bastante cercano; y Mauricio se estremeció. Le pareció escuchar ruidos extraños además de los de la tormenta. ¿Se habrá caído el viejo al agua? Detrás, sobre la peñascosa senda, creía escuchar el paso de un hombre que tentaba el suelo con un palo, como hacen los ciegos. Absurdo evidente, pues con la galopada que Maceo había pegado ya quedaría el mendigo atrás un cuarto de legua. Lo cierto es que Mauricio juraría que le seguía «alguien»; alguien que respiraba trabajosamente, que tropezaba, que gemía, que imploraba compasión. Invencible desasosiego le impulsó a apurar nuevamente a su montura para alcanzar pronto el cruce en que la carretera se desvía del río, cuya vista le sugería el temor de una desgracia. ¿Se habrá caído?… Lo que a Mauricio le acongojaba era la idea de haber abandonado a un ciego en tal noche. «Pero ¿cómo fue capaz…? ¡Si parece mentira! Me lo contarían después y no lo creería… Hoy no debía dejar solo a un infeliz», cavilaba, hincando la espuela en los ijares de Maceo. «Y lo más sucio, lo más vil de mi acción fue darle dinero. ¡Dinero! Si a estas horas flota en el Sil su cuerpo…, el dinero ¿de qué le sirve? Creemos que el dinero lo arregla todo… ¡Miserable yo! Estoy por volverme. ¿No viene nadie detrás?…».

 

Maceo volaba; un sudor de angustia humedecía las sienes del jinete. El zumbido de sus oídos y el remolino del viento, profundo como una tromba, no le impedían oír, cada vez más próximas, las pisadas del que le seguía, ya sin género de duda, y percibir la misma respiración entrecortada, el mismo doliente gemido; y el caso es que no se atrevía a volverse, porque, si se volviese, quizá vería la figura del ciego mendigo, alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el cayado en la mano y reluciente en la oscuridad la plata de sus blancas greñas…

 

«¿Estaré loco? —pensó—. ¡Ea!, ánimo… Debo volverme…». Y no se volvía; su garganta apretada, su corazón palpitante, le hacían traición; sufría un miedo espantoso, sobrenatural. Apretó las espuelas, y el caballo, excitado, aceleró el tendido galope, sacando chispas de los guijarros del camino. La tempestad estaba ya encima: el relámpago brilló; un trueno formidable rimbombó sobre la misma cabeza del señorito, aturdiéndole. Alborotóse Maceo; giró bruscamente sobre sus patas traseras y se arrojó hacia el talud que dominaba el Sil. Vio Mauricio el tremendo peligro cuando otro relámpago le mostró el abismo y la superficie del agua; cerró los ojos, aceptando el juicio de la Providencia…, y el caballo, en su vértigo mortal, arrastró al jinete al fondo del despeñadero, tronchando en su caída los pinos y empujando las piedras del escarpe, cuyo ruido fragoroso, al rodar peñas abajo, remedaba aún los desatentados pasos del ciego que tropezaba y gemía.

 

Resumen del cuento

Una noche de Navidad, Mauricio encuentra un ciego perdido mientras cabalga bajo una tormenta, pero decide abandonarlo tras darle dinero, priorizando su comodidad. A medida que avanza, lo atormentan el remordimiento y la sensación de ser seguido por el mendigo. La tormenta se intensifica, y Mauricio, consumido por el miedo y la culpa, pierde el control de su caballo. Finalmente, Mauricio sufre un accidente mortal, como un trágico castigo por su egoísmo.

 

Análisis del cuento

El cuento refleja la lucha entre el egoísmo y el deber moral, mostrando cómo la indiferencia ante el sufrimiento ajeno puede atormentar la conciencia. El ciego simboliza la fragilidad y la necesidad de empatía, mientras que Mauricio encarna la insensibilidad y el arrepentimiento tardío.

 

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