jueves, 12 de junio de 2025

La grieta, relato para adultos de Cristina Peri Rossi

 

El simbolismo de la duda en La grieta de Cristina Peri Rossi

A continuación, te presento La grieta, un cuento para adultos de Cristina Peri Rossi, destacada poeta y narradora que, a lo largo de su obra, ha abordado con fuerza la denuncia política. Este relato es profundamente simbólico. En él, un hombre vacila un instante al subir o bajar una escalera en una estación subterránea, y esa pequeña indecisión desencadena un caos desproporcionado entre la multitud que lo rodea, con consecuencias absurdas y trágicas. Al ser interrogado por las autoridades, el hombre comienza a cuestionarse la naturaleza del tiempo, la realidad, la percepción y la certeza. El hecho de detenerse a pensar interrumpe el orden establecido y abre la posibilidad de que otros también lo hagan.

La "grieta" en la pared —que crece lentamente— simboliza la fisura en la lógica cotidiana, en la linealidad del pensamiento y en la aparente estabilidad del orden social. El relato, con un tono kafkiano y existencial, muestra cómo una mínima duda puede fracturar la normalidad y revelar la fragilidad del mundo estructurado que habitamos. Asimismo, la grieta representa el cambio: la posibilidad de cuestionar la realidad y dar lugar al pensamiento crítico, como una forma de resquebrajar definitivamente todo lo impuesto por la sociedad.

 

Este relato, La grieta, de Cristina Peri Rossi, no solo puede leerse, sino que también está disponible en formato audio en YouTube, donde es posible escucharlo narrado, lo que permite una experiencia diferente y enriquecedora de la historia.

 

La grieta 

Cristina Peri Rossi

El hombre vaciló al subir la escalera que conducía de un andén a otro, y al producirse esta pequeña indecisión de su parte (no sabía si seguir o quedarse, si avanzar o retroceder, en realidad tuvo la duda de si se encontraba bajando o subiendo) graves trastornos ocurrieron alrededor. La compacta muchedumbre que le seguía rompió el denso entramado -sin embargo, casual- de tiempo y espacio, desperdigándose, como una estrella que al explotar provoca diáspora de luces y algún eclipse. Hombres perplejos resbalaron, mujeres gritaron, niños fueron aplastados, un anciano perdió su peluca, una dama su dentadura postiza, se desparramaron los abalorios de un vendedor ambulante, alguien aprovechó la ocasión para robar revistas del quiosco, hubo un intento de violación, saltó un reloj de una mano al aire y varias mujeres intercambiaron sin querer sus bolsos.

 

El hombre fue detenido, posteriormente, y acusado de perturbar el orden público. Él mismo había sufrido las consecuencias de su imprudencia, ya que, en el tumulto, se le quebró un diente. Se pudo determinar que, en el momento del incidente, el hombre que vaciló en la escalera que conducía de un andén a otro (a veinticinco metros de profundidad y con luz artificial de día y de noche) era el hombre que estaba en el tercer lugar de la fila número quince, siempre y cuando se hubieran establecido lugares y filas para el ascenso y descenso de la escalera.

 

El interrogatorio se desarrolló una tarde fría y húmeda del mes de noviembre. El hombre solicitó que se le aclarara en que equinoccio se encontraba, ya que a raíz de la vacilación que había provocado el accidente, sus ideas acerca del mundo estaban en un período de incertidumbre.

 

-Estamos, por supuesto, en invierno- afirmó con notable desprecio el funcionario encargado de interrogarle.

 

-No quise ofenderlo- contestó el hombre, con humildad-. No sabe hasta qué punto le agradezco su gentil información- agregó.

 

-Con independencia del invierno- contemporizó el funcionario-, ¿quiere explicarme usted qué fue lo que provocó este desagradable accidente?

 

El hombre miró hacia un lado y otro de las verdes paredes. Al entrar al edificio, le había parecido que eran grises; pero como tantas otras cosas, se trataba de una falsa apariencia, salvo que efectivamente, en cualquier momento, volvieran a ser grises. ¿Quién podría adivinar lo que el instante futuro nos depararía?

 

-Verá usted- se aclaró la garganta. No vio un vaso con agua por ningún lado, y le pareció imprudente pedirlo. Quizás fuera conveniente no solicitar nada. Ni siquiera comprensión. Paredes desnudas, sin ventanas. Habitaciones rectangulares, pero estrechas.

 

El funcionario parecía levemente irritado. Parecía. Nunca había conocido a un funcionario que no lo pareciera. Como una deformación profesional, o un mal hábito de la convivencia.

 

-De pronto- dijo el hombre-, no supe si continuar o si quedarme. Sé perfectamente que es insólito. Es insólito tener un pensamiento de esa naturaleza al subir o bajar la escalera. O quizás, en cualquier otra actividad.

 

-¿En qué escalón se encontraba? -interrogó el funcionario, con frialdad profesional.

 

-No puedo asegurarlo -contestó el hombre, sinceramente. Quería subsanar el error-. Estoy seguro de que alguien debe saberlo. Hay gente que siempre cuenta los escalones, en uno u otro sentido. Vayan o vengan.

 

-Usted, ¿iba o venía?

 

-Fue una vacilación. Una pequeña vacilación, ¿entiende?

 

De pronto, al deslizar los ojos, otra vez, por la superficie verde de la pared, había descubierto un diminuto agujero, una grieta casi insignificante. No podía decir si estaba antes, la primera o la segunda vez que miró la pared, o si se había formado en ese mismo momento. Porque con seguridad hubo una época en que fue una pared completamente lisa, gris o verde, pero sin ranuras. ¿Y cómo iba a saber él cuando había ocurrido esta pequeña hendidura? De todos modos, era muy incómodo ignorar si se trataba de una grieta antigua o moderna.

 

La miró fijamente, intentando descubrirlo.

 

-Repito la pregunta -insistió el funcionario, con indolente severidad.

 

Había que proceder como si se tratara de niños, sin perder la paciencia. Eso decían los instructores. Era un sistema antiguo, pero eficaz.

 

Las repeticiones conducen al éxito, por deterioro. Repetir es destruir-. ¿En qué escalón se encontraba usted?

 

Al hombre le pareció que ahora la grieta era un poco más grande, pero no sabía si se trataba de un efecto óptico o de un crecimiento real.

 

De todos modos- se dijo-, en algún momento crece se trata de estar atentos, o quizás, de no estarlo.

 

-No puedo asegurarlo - afirmó el hombre-. ¿existen defectos ópticos en esta habitación?

 

El funcionario no pareció sorprendido. En realidad, los funcionarios casi nunca parecen sorprenderse de algo y en eso consiste parte de su función.

 

-No -dijo con voz neutra-. Usted, ¿iba o venía?

 

-Alguien debe saberlo -respondió el hombre, mirando fijamente la pared.

 

Entonces era posible que la grieta hubiera aumentado en ese mismo momento.

 

Estaría creciendo sordamente, en la oscuridad del verde, como una célula maligna, cuya intención difiere de las demás.

 

-¿Por qué no usted? -volvió a preguntar el funcionario.

 

-Ocurrió en un instante -dijo el hombre, en voz alta, sin dirigirse expresamente a él. Trataba de describir el fenómeno con precisión.

 

Ahora el agujero en la pared parecía inofensivo, pero con seguridad era sólo un simulacro.

 

-Supongo que bajaba, o subía, lo mismo da. Había escalones por delante, escalones por detrás. No los veía hasta llegar al borde mismo de ellos, debido a la multitud. Éramos muchos. Vaga conciencia de formar parte de una muchedumbre, Repetía los movimientos automáticamente, como todos los días.

 

-¿Subía o bajaba? -repitió el funcionario, con paciencia convencional. Él sintió que se trataba de una deferencia impersonal, un deber del funcionario. No era una paciencia que le estuviera especialmente dirigida; era un hábito de la profesión y ni siquiera podía decirse que se tratara exactamente de un buen hábito.

 

-Se trataba de una sola escalera -dijo el hombre- que sube y baja al mismo tiempo. Todo depende de la decisión que se haya tomado previamente. Los peldaños son iguales, de cemento, color gris, a la misma distancia, unos de otros. Sufrí una pequeña vacilación. Allí, en mitad de la escalera, con toda aquella multitud por delante y por detrás, no supe si en realidad subía o bajaba, No sé, señor, si usted puede comprender lo que significa esa pequeñísima duda. Una especie de turbación. Yo subía o bajaba . en eso consistía, en parte, la vacilación -y de pronto no supe qué hacer. Mi pie derecho quedó suspendido un momento en el aire. Comprendí- con terrible lucidez- la importancia de ese gesto. No podía apoyarlo sin saber antes en qué sentido lo dirigía. Era, pues, pertinente, resolver la incertidumbre.

 

La grieta, en la pared, tenía el tamaño de una moneda pequeña. Pero antes, parecía la cabeza de un alfiler. ¿O era que antes no había apreciado su dimensión verdadera? La dificultad en aprehender la realidad radica en la noción de tiempo, pensó. Si no hay continuidad, equivale a afirmar que no existe ninguna realidad, salvo el momento. El momento. El preciso momento en que no supo si subía o bajaba y no era posible, entonces, apoyar el pie. Por encima de la grieta ahora divisaba una línea ondulada, una delgada línea ascendía -si miraba desde abajo- o descendía -si miraba desde arriba-. La altura en que estuviera colocado el ojo decidía, en este caso, la dirección.

 

-En el momento inmediatamente anterior a los hechos que usted narra -concedió el funcionario, casi con delicadeza-, ¿recuerda usted si acaso subía o bajaba la escalera?

 

-Es curioso que el mismo instrumento sirva tanto para subir como para bajar, siendo en el fondo, acciones opuestas -reflexionó el hombre, en voz alta-. Los peldaños están más gastados hacía el centro, allí donde apoyamos el pie, tanto para lo uno como para lo otro. Pensé que si me afirmaba allí iba a aumentar la estría. Un minuto antes de la vacilación -continuó-, la memoria hizo una laguna. La memoria navega, hace agua. No sirvió; quedó atrapada en el subterráneo.

 

-Según sus antecedentes -interrumpió, enérgico, el funcionario- jamás había padecido amnesia.

 

-No -afirmó el hombre-. Es un recurso literario. Fue una grieta inesperada.

 

Ascendiendo, la línea se dirigía hacía el techo. Podía seguirla con esfuerzo, ya que no veía bien a esa distancia. Sólo una abstracción nos permitía saber, cuando nos sumergimos, si la corriente nos desliza hacia el origen o hacia la desembocadura del río, si empieza o termina.

 

-Un momento antes del accidente -recapituló el funcionario-, usted, ¿subía o bajaba?

 

-Fue sólo una pequeña vacilación. ¿Hacia arriba? ¿Hacia abajo? En el pie suspendido en el aire, a punto de apoyarlo, y de pronto, no saber.

 

No hay ningún dramatismo en ello, sino una especie de turbación. Apoyarlo, se convertía en un acto decisivo. Lo sostuve en el aire unos minutos. Era una posición incómoda pero menos comprometida.

 

-¿Qué clase de vacilación? -preguntó de pronto el funcionario, iracundo.

 

Estaba fastidiado, o había cambiado de táctica. La grieta tenía ramificaciones. Nadie es perfecto. No se sabía si esas ramificaciones conducían a alguna parte.

 

-Por las dudas, no actué -confesó el hombre-. Me pareció oportuno esperar.

 

Esperar a que el pie pudiera volver a desempeñarse sin turbaciones, a que la pierna no hiciera preguntas inconfesables.

 

-¿Qué clase de vacilación? -volvió a preguntar el funcionario, con irritación.

 

-De la deritativas. Clase G. Configuradas como peligrosas. No es necesario consultar el catálogo, señor -respondió, vencido, el hombre-.

 

Una vacilación con ramificaciones. De las que vienen con familia. A partir de la cual, ya no se trataba de saber si se baja o sube la escalera: eso no importa, carece de cualquier sentido. Entonces, los hombres que vienen detrás -se suba o se baje siempre hay una multitud anterior o posterior- se golpean entre sí, involuntariamente, hay gente que grita, todos preguntan qué pasa, aúllan las sirenas, las paredes vibran y se agrietan, niños lloran, damas pierden los botones y paraguas, los inspectores se reúnen y los funcionarios investigan la irregularidad-. La mancha se estiraba como un pez.

 

-¿Puede darme un cigarrillo?


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Si te gustan los relatos, te recomiendo No hay sombra en el espejo de Benedetti. 

 

 

lunes, 2 de junio de 2025

No hay sombra en el espejo, cuento breve para adultos escrito por Benedetti

 

La identidad fragmentada y la sombra de Jung 

A continuación, te presento un cuento breve para adultos de Benedetti: No hay sombra en el espejo. Este relato puedes escucharlo en mi canal de YouTube, CarlaNarraciones.

Renato Valenzuela, un hombre marcado por la pérdida y el paso del tiempo, se enfrenta cada mañana al espejo, donde ya no se reconoce. A través de un monólogo introspectivo, rememora su infancia, sus deseos, el amor perdido de Irene y la ternura hacia su hijo Braulio. El espejo, símbolo de su identidad rota, le devuelve una imagen vacía, sin sombra ni esencia. Al final, logra silenciarlo, en un gesto de liberación, como si por primera vez dejara de ser juzgado por su reflejo y comenzara a reconciliarse consigo mismo.

Este relato de Benedetti puede ser interpretado desde la perspectiva de la psicología analítica de Carl Gustav Jung, particularmente a través del concepto de la sombra. En “No hay sombra en el espejo”, el espejo actúa como símbolo del yo consciente, la imagen socialmente aceptada y reconocible, pero que, al carecer de sombra, revela la represión o negación del inconsciente. La sombra “junguiana” —aquello que el individuo no quiere o no puede reconocer como propio— se manifiesta aquí como una ruptura interna: el protagonista no se identifica con su reflejo, al que percibe como ajeno, desgastado y vacío de autenticidad. Esta escisión entre el yo visible y el yo profundo encarna una identidad fracturada, marcada por la culpa, el deseo reprimido, la pérdida y el trauma. Solo al final, cuando logra silenciar al espejo y dejarlo mudo, el protagonista experimenta un instante de extraña paz, una suerte de reconciliación con aquello que ha proyectado, lo que sugiere el inicio de un posible proceso de integración de la sombra y, con ello, de restauración de su identidad.

 

No hay sombra en el espejo

de Mario Benedetti

No es la primera vez que escribo mi nombre, Renato Valenzuela, y lo veo como si fuera de otro, alguien lejano con el que hace tiempo perdí contacto. En otras ocasiones, frente al espejo, cuando termino de afeitarme, veo un rostro que apenas reconozco, como si fuera un borrador o una caricatura de otro rostro, al que estoy más o menos habituado. Entonces pienso que esa mirada no es la mía, que esas pupilas de rencor no me conciernen, que esas arrugas pertenecen a otra máscara, que esos fiordos de calvicie no se corresponden con mi geografía capilar. Es cierto que tales dispersiones suelen ser momentáneas, metamorfosis que duran lo que un suspiro, pero siempre me dejan inestable, desasosegado, indefenso. Es por eso, Renato Valenzuela, que tal vez haya llegado el momento de ajustar nuestras cuentas. Con el tiempo, con el pasado, con las heridas, con las promesas, contigo / conmigo. Todas.

 

No caigamos en la vulgaridad de achacarle todo lo ignominioso a la borrosa infancia. Allá quedó, detrás de la neblina. Mis recuerdos se dejan ver a través de un vidrio esmerilado llamado memoria. Te veo desnudo en el campo, bajo una lluvia que no discriminaba, los flacos brazos en alto, gozando de esa felicidad inaugural, que por cierto no volvería a repetirse, al menos con esa intensidad.

 

Te veo niño, asombrado ante el raro espectáculo del peoncito que fornicaba (vos creías que jugaba) con alguna oveja, pasiva e inerte, por supuesto ausente de aquella violación antirreglamentaria. Tu adolescencia fue un sueño. Soñabas incansablemente y cuando por fin yo despertaba vos seguías soñando. Con bosques, con olas, con pechos, con soles, con hambres, con manos, con muslos. Tus sueños eran de deseo y mis vigilias eran de censura.

 

A menudo surge algún sabio de pacotilla, capaz de asegurar que el espejo siempre es honesto. Mierda de honesto. El espejo es un farsante, un traidor, un ladino. Ese Renato Valenzuela que está ahí, mirándome socarrón, pálido de tanto insomnio, es un remedo frágil de mí mismo, un facsímil sin sangre, una cosa. ¿Dónde está, por ejemplo, el latido de mis sienes, el corazón rebosante de logros y fracasos, las manos que no son garras sino proveedoras de caricias?

 

La estampa del espejo es lo que no quise ser: un fantoche gastado que convoca a la muerte. Por esos falsos ojos circulan escombros de deseos, que ya ni siquiera puedo vislumbrar y menos aún rememorar. Ese Renato Valenzuela es un epílogo del Renato Valenzuela que digo ser. Que soy. ¿O no? ¿O será acaso, este yo de carne y hueso, el pobre duplicado del que se mueve en esa luna? Dijo el poeta: «El mar como un vasto cristal azogado / refleja la lámina de un cielo de zinc». Ese Renato de cristal azogado ¿reflejará la nada de mi cielo de zinc? ¿O acaso estará más cerca de lo que dice en la estrofa siguiente: «El sol como un vidrio redondo y opaco / con paso de enfermo camina al cenit»?

 

¿Dónde está, en esa copia servil que es el espejo, el veinteañero aquel que sedujo a Irene, o sea el seducido por Irene, el que tembló como una vara cuando ella lo enlazó con sus brazos de enigma? ¿Dónde quedó el que besó y besó aquel cuerpo indescriptible, se sumergió cándido en él, feliz sin asumirse, volado en el amor?

 

No hay sombra en el espejo. La sombra es de los cuerpos, no de las imágenes. Mi hijo Braulio tiene seis años de sombra. Nunca lo pongo frente al espejo, para que no la pierda. Irene, en cambio, ya no tiene imagen. Ni sombra. Se la llevó el espanto. Hay finales de paz, de dolor, de inercia, también de espanto. El suyo fue de espanto. Sin embargo, en los ojos del espejo no está su muerte. En los ojos de mí mismo sí lo está. Es imposible desalojarla, omitirla, extraviarla.

 

Mi hijo me mira con los ojos de Irene. Un río de tristeza circula por mis venas, pero me he olvidado de llorar. Con mis ojos y con los del espejo. A Braulio no lo traigo al espejo para que no se gaste, para que no empiece, tan niño, a envejecer, para que siga mirando con los ojos de Irene.

 

Aclaro que todo esto es de un pasado. Reciente, pero pasado. Reconozco que hoy tuve una sorpresa. Como todas las mañanas me enfrenté al espejo y le hablé. Le hablé y le hablé. Creo que hasta le grité. De pronto advertí que la boca del espejo permanecía cerrada. Volví a hablar, lo insulté. Y nada. Sus labios no se movieron. Curiosamente, su mirada era de retroceso.

 

Entonces sentí que me inundaba un extraño regocijo, un esbozo de felicidad.

 

Y no era para menos. Por vez primera lo había dejado mudo. Por vez primera lo había derrotado. Inapelablemente.

 

Fuente: Circulo de lectores

Otros cuentos breves para adultos

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martes, 20 de mayo de 2025

2 cuentos breves de Elena Poniatowska

 

Cuentos breves para adultos 

A continuación, te presento dos cuentos para adultos de Elena Poniatowska: Estado de sitio y Esperanza número equivocado. Puedes escuchar este audiolibro en mi canal de YouTube, Carla Narraciones. 

Estado de sitio

En Estado de sitio, Elena Poniatowska narra la experiencia interior de una mujer que camina por la ciudad sintiéndose invisible para los demás. A pesar de su deseo profundo de conexión y reconocimiento, las personas a su alrededor no la ven, no responden a su presencia ni a sus súplicas silenciosas. La protagonista se enfrenta a una soledad abrumadora, convertida en un estado de sitio emocional, en el que la indiferencia de la sociedad refuerza su sensación de vacío y desaparición.

Este cuento de Poniatowska es una poderosa metáfora sobre la exclusión y la invisibilidad, de muchas personas en la sociedad contemporánea. A través de una prosa íntima y lírica, la autora retrata una subjetividad que grita por ser vista, amada y reconocida, pero que se enfrenta a una masa indiferente y deshumanizada. La ciudad se vuelve un espacio hostil, espejo del desierto interior de la narradora, donde la identidad se diluye frente a la indiferencia colectiva. El texto pone en evidencia cómo la falta de reconocimiento puede ser una forma de violencia, y cómo la necesidad de pertenecer y ser validado es profundamente humana.

Aunque, en mi opinión, muchas veces sentimos la necesidad de buscar la aprobación de los demás, y en realidad es importante reconocer que esa validación no debería depender de otras personas, sino de nosotros mismos. Vivimos en una sociedad que constantemente nos impulsa a compararnos, a cumplir con expectativas externas y a medir nuestro valor según la aceptación ajena. Recordad, nuestro valor no depende de lo que piensen los demás 

 

Esperanza número equivocado

El cuento Esperanza número equivocado narra la historia de Esperanza, una mujer que, ya mayor, conserva la ilusión del amor pese a una vida de soledad, marcada por su trabajo como recamarera y su obsesiva costumbre de contestar llamadas telefónicas equivocadas con la esperanza de encontrar al amor de su vida. A través del retrato irónico y entrañable de su rutina —recortes de novias en el periódico, citas fallidas y su inquebrantable fe en la línea telefónica como medio para hallar compañía— el cuento expone con ternura y humor ácido la mezcla entre la esperanza obstinada y la resignación amarga. Esperanza es una figura tragicómica: aunque endurecida por el tiempo y la desilusión, su vulnerabilidad emerge en su último "equivocado", donde la ironía se quiebra y deja ver su dolor oculto. La historia critica con sutileza la soledad femenina, el clasismo y las falsas promesas del amor romántico, y construye un personaje que, pese a la burla o el patetismo, se resiste a rendirse por completo.

 

Estado de sitio

Camino por las grandes avenidas, las anchas superficies negras, las banquetas en las que caben todos y nadie me ve, nadie voltea, nadie me mira, ni uno solo de ellos. Ninguno da la menor señal de reconocimiento. Insisto. Ámenme. Ayúdenme. Sí, todos. Ustedes. Los veo. Trato de imantarlos; nada los retiene, su mirada resbala encima de mí, me borra, soy invisible. Sus ojos evitan detenerse en algo, en cualquier cosa, y yo los miro a todos tan intensamente, los estampo en mi alma, en mi frente; sus rostros me horadan, me acompañan; los pienso, los recreo, los acaricio. Nosotras las mujeres atesoramos los rostros; de hecho, en un momento dado, la vida se convierte en un solo rostro al que podemos tocar con los labios. Ámenme, véanme, aquí estoy. Alerto todas las fuerzas de la vida; quiero traspasar los vidrios de la ventanilla, decir: “Señor, señora, soy yo”, pero nadie, nadie vuelve la cabeza, soy tan lisa como esta pared de enfrente. Debería gritarles: “Su sociedad sin mí sería incompleta, nadie camina como yo, nadie tiene mi risa, mi manera de fruncir la nariz al sonreír, jamás verán a una mujer acodarse en la mesa como lo hago, nadie esconde su rostro dentro de su hombro…señores, señoras, niños, perros, gatos, pobladores del mundo entero, créanme, es la verdad, les hago falta.

 

Me gustaría pensar que me oyen pero sé que no es cierto. Nadie me espera. Sin embargo, todos los días tercamente emprendo el camino, salgo a las anchas avenidas, a ese gran desierto íntimo tan parecido al que tengo adentro. Necesito tocarlo, ver con los ojos lo que he perdido, necesito mirar esta negra extensión de chapopote, necesito ver mi muerte.

Fuente: https://talesofmytery.blogspot.com/2014/04/elena-poniatowska-estado-de-sitio.html

 

Esperanza número equivocado

Esperanza siempre abre el periódico en la sección de sociales y se pone a ver las novias. Suspira: “Ay, señorita Diana, cuándo la veré a usted así”. Y examina infatigable los rostros de cada uno de las felices desposadas. “Mire, a esta le va a ir de la patada…” “A esta otra pue’que y se le haga…” “Esta ya se viene fijando en otro. Ya ni la amuela. Creo que es el padrino…” Sigue hablando de las novias obsesiva y maligna. Con sus uñas puntiagudas —“me las corto de triangulito, pa arañar, así se las había de limar la señorita”—, rasga el papel y bruscamente desaparece la nariz del novio, o la gentil contrayente queda ciega: “Mire niña Diana, qué chistosos se ven ahora los palomos”. Le entra una risa larga, larga, larga, entrecortada de gritos subversivos: “Hi ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! ¡Hiiii!”, que sacude su pequeño cuerpo de arriba abajo. “No te rías tanto, Esperanza, que te va a dar hipo”.

A veces Diana se pregunta por qué no se habrá casado Esperanza. Tiene un rostro agradable, los ojos negros muy hundidos, un leve bigotito y una patita chueca. La sonrisa siempre en flor. Es bonita y se baña diario.

Ha cursado cien novios: “No le vaya a pasar lo que a mí, ¡que de tantos me quedé sin ninguno!”. Ella cuenta: “Uno era decente, un señor ingeniero, fíjese usted. Nos sentábamos el uno al lado del otro en una banca del parque y a mí me daba vergüenza decirle que era criada y me quede silencia”.

Conoció al ingeniero por un “equivocado”. Su afición al teléfono la llevaba a entablar largas conversaciones. “no señor, está usted equivocado. Esta no es la familia que usted busca, pero ojalá y fuera”. “Carnicería ‘La Fortuna’” “No, es una casa particular pero qué fortuna…” Todavía hoy, a los cuarenta y ocho años, sigue al acecho de los equivocados. Corre al teléfono con una alegría expectante: “Caballero yo no soy Laura Martínez, soy Esperanza…” Y a la vez siguiente: “Mi nombre es otro, pero en ¿qué puedo servirle?” ¡Cuánto correo del corazón! Cuántos “Nos vemos en la puerta del cine Encanto. Voy a llevar un vestido verde y un moño rojo en la cabeza”… ¡Cuántas citas fallidas! ¡Cuántas idas a la esquina a ver partir las esperanzas! Cuántos: “¡Ya me colgaron!” Pero Esperanza se rehace pronto y tres o cuatro días después, allí está nuevamente en servicio dándole vuelta al disco, metiendo el dedo en todos los números, componiendo cifras al azar a ver si de pronto alguien le contesta y le dice como Pedro Infante: “¿Quiere usted casarse conmigo?” Compostura, estropicio, teléfono descompuesto, 02, 04, mala manera de descolgarse por la vida, como una araña que se va hasta el fondo del abismo colgada del hilo del teléfono. Y otra vez a darle a esa negra carátula de reloj donde marcamos puras horas falsas, puros: “Voy a pedir permiso”, puros: “Es que la señora no me deja…”, puros: “¿Qué de qué?” porque Esperanza no atina y ya le está dando el cuarto para las doce.

Un día el ingeniero equivocado llevó a Esperanza al cine, y le dijo en lo oscuro: “Oiga señorita, ¿le gusta la natación?” Y le puso la mano en el pecho. Tomada por sorpresa, Esperanza respondió: “Pues mire usted ingeniero, ultimadamente y viéndolo bien, a mí me gusta mi leche sin nata”. Y le quitó la mano.

Durante treinta años, los mejores de su vida, Esperanza ha trabajado de recamarera. Sólo un domingo por semana puede asomarse a la vida de la calle, a ver a aquella gente que tiene “su” casa y “su” ir y venir.

Ahora ya de grande y como le dicen tanto que es de la familia, se ha endurecido. Con su abrigo de piel de nutria heredado de la señora y su collar de perlas auténticas, regalo del señor, Esperanza mangonea a las demás y se ha instituido en la única detentadora de la bocina. Sin embargo, su voz ya no suena como campana en el bosque y en su último “equivocado” pareció encogerse, sentirse a punto de desaparecer, infinitamente pequeña, malquerida, y, respondió modulando dulcemente las palabras: “No señor, no, yo no soy Isabel Sánchez, y por favor, se me va a ir usted mucho a la chingada. 

Fuente: https://teecuento.wordpress.com/2009/11/15/esperanza-numero-equivocado-elena-poniatowska/

 

Otros relatos para adultos

Si te gusta este género literario, te recomiendo Las medias rojas, uno de los mejores cuentos de Emilia Pardo Bazán.

 

 

 

 

 

jueves, 8 de mayo de 2025

Las medias rojas, uno de los mejores cuentos breves de Emilia Pardo Bazán

 

El precio de soñar con una vida diferente

A continuación, te presento uno de los mejores cuentos para adultos de Emilia Pardo Bazán: Las medias rojas. Cuenta la historia de Ildara, una joven campesina que anhela un futuro mejor lejos de la miseria en la que vive. Unas medias rojas que adquiere con esfuerzo simbolizan su deseo de cambio y libertad, pero ese pequeño gesto provoca un fuerte conflicto con su padre, que representa la violencia y el autoritarismo patriarcal. El cuento refleja de forma cruda la opresión de la mujer en el medio rural, el peso de las tradiciones y las dificultades para romper con un destino impuesto por la pobreza y la desigualdad. Además, puedes escuchar la narración completa en este video.


Las medias rojas

Emilia Pardo Bazán

Cuando la rapaza entró, cargada con el haz de leña que acababa de merodear en el monte del señor amo, el tío Clodio no levantó la cabeza, entregado a la ocupación de picar un cigarro, sirviéndose, en vez de navaja, de una uña córnea, color de ámbar oscuro, porque la había tostado el fuego de las apuradas colillas.

 

Ildara soltó el peso en tierra y se atusó el cabello, peinado a la moda «de las señoritas» y revuelto por los enganchones de las ramillas que se agarraban a él. Después, con la lentitud de las faenas aldeanas, preparó el fuego, lo prendió, desgarró las berzas, las echó en el pote negro, en compañía de unas patatas mal troceadas y de unas judías asaz secas, de la cosecha anterior, sin remojar. Al cabo de estas operaciones, tenía el tío Clodio liado su cigarrillo, y lo chupaba desgarbadamente, haciendo en los carrillos dos hoyos como sumideros, grises, entre el azuloso de la descuidada barba.

 

Sin duda la leña estaba húmeda de tanto llover la semana entera, y ardía mal, soltando una humareda acre; pero el labriego no reparaba: al humo, ¡bah!, estaba él bien hecho desde niño. Como Ildara se inclinase para soplar y activar la llama, observó el viejo cosa más insólita: algo de color vivo, que emergía de las remendadas y encharcadas sayas de la moza… Una pierna robusta, aprisionada en una media roja, de algodón…

 

—¡Ey! ¡Ildara!

 

—¡Señor padre!

 

—¿Qué novidá es esa?

 

—¿Cuál novidá?

 

—¿Ahora me gastas medias, como la hirmán del abade?

 

Incorporase la muchacha, y la llama, que empezaba a alzarse, dorada, lamedora de la negra panza del pote, alumbró su cara redonda, bonita, de facciones pequeñas, de boca apetecible, de pupilas claras, golosas de vivir.

 

—Gasto medias, gasto medias —repitió sin amilanarse—. Y si las gasto, no se las debo a ninguén.

 

—Luego nacen los cuartos en el monte —insistió el tío Clodio con amenazadora sorna.

 

—¡No nacen…! Vendí al abade unos huevos, que no dirá menos él… Y con eso merqué las medias.

 

Una luz de ira cruzó por los ojos pequeños, engarzados en duros párpados, bajo cejas hirsutas, del labrador… Saltó del banco donde estaba escarrancado, y agarrando a su hija por los hombros, la zarandeó brutalmente, arrojándola contra la pared, mientras barbotaba:

 

—¡Engañosa! ¡Engañosa! ¡Cluecas andan las gallinas, que no ponen!

 

Ildara, apretando los dientes por no gritar de dolor, se defendía la cara con las manos. Era siempre su temor de mociña guapa y requebrada, que el padre la mancase, como le había sucedido a la Mariola, su prima, señalada por su propia madre en la frente con el aro de la criba, que le desgarró los tejidos. Y tanto más defendía su belleza, hoy que se acercaba el momento de fundar en ella un sueño de porvenir. Cumplida la mayor edad, libre de la autoridad paterna, la esperaba el barco, en cuyas entrañas tantos de su parroquia y de las parroquias circunvecinas se habían ido hacia la suerte, hacia lo desconocido de los lejanos países donde el oro rueda por las calles y no hay sino bajarse para cogerlo. El padre no quería emigrar, cansado de una vida de labor, indiferente a la esperanza tardía: pues que se quedase él… Ella iría sin falta: ya estaba de acuerdo con el gancho, que le adelantaba los pesos para el viaje, y hasta le había dado cinco de señal, de los cuales habían salido las famosas medias… Y el tío Clodio, ladino, sagaz, adivinador o sabedor, sin dejar de tener acorralada y acosada a la moza, repetía:

 

—Ya te cansaste de andar descalza de pie y pierna, como las mujeres de bien, ¿eh, condenada? ¿Llevó medias alguna vez tu madre? ¿Peinóse como tú, que siempre estás dale que tienes con el cacho de espejo? Toma, para que te acuerdes…

 

Y con el cerrado puño hirió primero la cabeza, luego el rostro, apartando las medrosas manecitas, de forma no alterada aún por el trabajo, con que se escudaba Ildara, trémula. El cachete más violento cayó sobre un ojo, y la rapaza vio como un cielo estrellado, miles de puntos brillantes, envueltos en una radiación de intensos coloridos sobre un negro terciopeloso. Luego, el labrador aporreó la nariz, los carrillos. Fue un instante de furor, en que sin escrúpulo la hubiese matado, antes que verla marchar, dejándole a él solo, viudo, casi imposibilitado de cultivar la tierra que llevaba en arriendo, que fecundó con sudores tantos años, a la cual profesaba un cariño maquinal, absurdo. Cesó al fin de pegar; Ildara, aturdida de espanto, ya no chillaba siquiera.

 

Salió afuera, silenciosa, y en el regato próximo se lavó la sangre. Un diente bonito, juvenil, le quedó en la mano. Del ojo lastimado, no veía.

 

Como que el médico, consultado tarde y de mala gana, según es uso de labriegos, habló de un desprendimiento de la retina, cosa que no entendió la muchacha, pero que consistía… en quedarse tuerta.

 

Y nunca más el barco la recibió en sus concavidades para llevarla hacia nuevos horizontes de holganza y lujo. Los que allá vayan han de ir sanos, válidos, y las mujeres, con sus ojos alumbrando y su dentadura completa…

 

Fuente: Lecturia

 

Cuentos breves

Si te gustan los cuentos breves con mucha profundidad, te recomiendo Terapia de soledad de Mario Benedetti.

 

lunes, 5 de mayo de 2025

Poemas de José Ángel Buesa

Poemas de José Ángel Buesa

A continuación, te presento poemas de José Ángel Buesa (véase aquí su biografía) uno de los más populares poetas cubanos. Un poeta romántico empedernido, tan popular, que no lo podemos olvidar.

De los poemas que he narrado en mi canal de YouTube, Carla narraciones, os dejo este poema precioso: Canción de la lluvia. 


Canción de la lluvia

Acaso está lloviendo también en tu ventana;
Acaso esté lloviendo calladamente, así.
Y mientras anochece de pronto la mañana,
yo sé que, aunque no quieras, vas a pensar en mí.

Y tendrá un sobresalto tu corazón tranquilo,
sintiendo que despierta tu ternura de ayer.
Y, si estabas cosiendo, se hará un nudo en el hilo,
y aún lloverá en tus ojos, al dejar de llover.

 

Poemas en Youtube

Rosario Castellanos

Si te gustan los poemas, te recomiendo el mejor poema de Rosario Castellanos.


miércoles, 30 de abril de 2025

Terapia de soledad, cuento de Mario Benedetti

 

Cuento de Benedetti

A continuación, te presento un cuento de Benedetti, Terapia de soledad. La protagonista del cuento, Natalia, escribe una carta a su esposo desde un retiro en el campo, donde ha buscado reencontrarse consigo misma en soledad. Reflexiona con humor y ternura sobre el amor, la individualidad dentro del matrimonio y la importancia de respetar los espacios personales. Al final, confiesa que lo extraña profundamente y anuncia su regreso, renovada y deseosa de volver a estar con él.

 

El cuento transmite que el amor maduro incluye el respeto por la individualidad y la necesidad de soledad personal. Estar solo no significa dejar de amar, sino reencontrarse con uno mismo para fortalecer el vínculo con el otro. La distancia, cuando es libremente elegida y comprendida, puede renovar el deseo, la intimidad y el amor. 

Este cuento puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones. 

 

Terapia de soledad

Mario Benedetti

Querido mío: Aquí estoy, en mi isla, que no es exactamente eso, ya que no está rodeada de mar sino de vegetación, de árboles, de campo propiamente dicho. Pero es una isla en un sentido espiritual. Aunque tampoco es eso, ya que estoy rodeada de lejanas presencias y cercanas ausencias, del recuerdo de otros y de las corrientes de mi propia memoria. ¿Te parezco complicada? Puede ser. Bien sabés que de un tiempo a esta parte sentía la necesidad de aislarme, de reencontrarme con mi soledad perdida (¡Marcel Proust viejo y peludo!). Por suerte lo entendiste y te confieso que esa comprensión aumentó mi amor (y también mi respeto) hacia vos. Estoy convencida de que el respeto por la soledad del ser amado es una de las menos frecuentes, pero más entrañables formas del amor, ¿no te parece?

 

Creo que los diez años de bien llevado matrimonio precisaban de esta afirmación de nuestras dos identidades. Es un regalo del destino que seamos tan distintos, algo que nos habilita a descubrirnos casi a diario, a que cada uno celebre en su fuero interno el hallazgo del otro. Esto de «fuero interno» siempre me ha parecido una contradicción gastada, inadecuada e inútil. «Fuero» es tan parecido a «fuera» (ya sé que vienen de etimologías distintas) e «interno» tan cercano a «intimidad». Esa expresión, «fuero interno», ¿habrá querido expresar en sus orígenes una intimidad hecha pública, volcada hacia fuera, o sea lo contrario de lo que hoy significa?

 

Pero retomo el hilo de mi sabia reflexión. Seré caótica pero no tarada. Una pregunta indiscreta: ¿cómo te sentís sin mí? ¿Rodeado, como es habitual, de trabajo, de amigos leales y desleales, y también de mujeres guapas y guapísimas? Dada esa circunstancia, tendría buenos motivos para mis celos. Pero para mi condena, no soy celosa. Ah, no te ilusiones, puedo serlo. Vos en cambio no tenés ninguna razón para los celos, ya que aquí no estoy rodeada de hombres guapos, sino de pinos, eucaliptus, ranas canoras, amaneceres y crepúsculos, y, en ocasiones, de un silencio nocturno tan compacto que a veces me despierta y hasta me desvela, tan habituados estamos al ruido enloquecedor, cercano o lejano, de las ciudades. Sólo en algunos insomnios me acompañan los grillos, cuya monotonía coral me los confirma como precursores del canto gregoriano. ¿No estarás celoso de los grillos, verdad? Te aclaro que su pequeñez los hace invisibles, así que ni siquiera sé si son guapos (como grillos, claro). Supongo que también entre ellos habrá cánones de belleza; que habrá grillos equivalentes a Robert Redford y otros feos como Peter Lorre.

 

Lo cierto es que, dormida o despierta, he estado haciendo balance de mí misma. No te voy a contar, por ahora, cuál es el saldo. Para hacerlo, tengo que decírtelo en la cama, desnudo vos y desnuda yo, después de fornicar como Dios manda, mirándote a los ojos para que esos ojos tuyos me vayan comunicando tu respuesta o al menos tu comentario. Todavía creo (te lo dije hace mucho, cuando ya vivíamos juntos pero no habíamos cometido el pecado venial de casarnos) que nuestro mejor diálogo ha sido el de las miradas. Las palabras, consciente o inconscientemente, a menudo mienten, pero los ojos nunca dejan de ser veraces. Si alguna vez he pretendido mentir a alguien con la mirada, los párpados se me caen, bajan espontáneamente su cortina protectora, y ahí se quedan hasta que yo y mis ojos recuperamos la obligación de la verdad. Con las palabras todo es más complejo, pero aun así, si las palabras tratan de engañar, los ojos suelen desmentir a la boca.

 

Retomando de nuevo el hilo conductor, te diré que la soledad es como un tónico y también una cura de modestia. Un tónico porque, con tanto tiempo y espacio para reflexionar, una va detectando qué sirve y qué no sirve en los recovecos del alma propia. Y cura de modestia, porque en la estricta soledad no tienen cabida los halagos fallutos, ni los mimos a la vanidad, ni siquiera (no es mi caso) el perdón de los confesionarios.

 

Mi soledad está además poblada de pájaros. Siempre he sido una analfabeta en cuanto a ornitología, de modo que jamás pude ni podré diferenciar el canto de una calandria del de un zorzal, el monólogo de un mirlo del de un jilguero, y en este tramo de mi vida no pienso especializarme en ciencia pajarera, de modo que he decidido ponerles nombres. Verbigracia: a uno de esos cantautores alados lo llamo Fabricio; a otro, Segismundo; a otro, Venancio; a otro más, Rigoberto. Lo cierto es que cuando los llamo por los nombres de mi particular nomenclatura, ellos me responden con una parrafada de trinos.

 

… Querido: retomo esta carta una semana después de la parrafada de trinos. Ya llevo más de un mes en mi isla verde. Se me ocurre que ya he reflexionado lo suficiente y además he empezado a extrañarte de una forma casi enfermiza. Así como antes sentí la imperiosa necesidad de un aislamiento, ahora tengo una añoranza terrible de tus manos, de tu boca, de tu abrazo, de tu cuerpo en fin. Confío, compañero, que con estos conmovedores llamados no se le vaya a llenar el tafanario (aclaro que este sinónimo de culo lo aprendí ayer) de papelitos, eh.

 

Llegaré el lunes. Te aviso con tiempo suficiente como para que desalojes de nuestra confortable cama doble a cualquier intrusa y su cuerpo del delito. Te lo digo en broma, claro. O no. Te lo digo en serio. A desalojar, a desalojar, con música de Viglietti. Te anticipo que esta temporada de soledad me he vuelto muy apetitosa. Besos y besos, de tu NATALIA.


Fuente: https://relatosycuentoscortos.wordpress.com/2021/09/03/terapia-de-soledad-mario-benedetti/

 

Cuentos para adultos

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo un cuento de Hermann Hesse.

 

viernes, 25 de abril de 2025

Cuento con valores y sabiduría de Hermann Hesse

  

Mirar con otros ojos

A continuación, te presento un cuento con valores y sabiduría de Hermann Hesse: El cuento del sillón de mimbre. 

Este cuento para adultos narra la historia de un joven artista que se esfuerza por encontrar una forma de obtener reconocimiento. Comienza pintando autorretratos, pero pronto los considera mediocres. Inspirado por un pintor holandés que logró fama representando objetos cotidianos, decide dibujar el sillón de mimbre que tiene en su habitación.

Sin embargo, el intento resulta frustrante. El dibujo siempre se ve “torcido” o incorrecto, y el joven no entiende por qué. En su desesperación, el sillón le habla y le dice que lo que ve como defecto no es más que una cuestión de perspectiva. El joven, lejos de reflexionar, se enfurece por no conseguir el resultado esperado. Se rinde. Y considera que quizá la pintura no sea su camino, tal vez debería dedicarse a escribir.

Al final, el sillón permanece en silencio, decepcionado por no haber sido escuchado, por no haber podido enseñarle algo esencial.

Este cuento puedes escucharlo en mi canal de YouTube, Carka Narraciones. 


El autoengaño del artista

El protagonista no busca realmente comprender, con el fin de mejorar su dibujo, sino ser reconocido. No se sumerge en la esencia de las cosas. Olvida mirar con profundidad el objeto que tiene ante sí, sin permitirse ver más allá de su propia ambición. No le interesa el objeto (el sillón, la vida, los demás), sino lo que él puede obtener de ellos. Además, su búsqueda artística, realmente está basada en el deseo de validación externa más que en la necesidad interna de expresión o entendimiento. En vez de transformar el arte en un camino hacia lo real, lo convierte en un reflejo de su ego.

Otro aspecto importante es la perspectiva como símbolo al despertar. El sillón de mimbre no solo representa un objeto común, sino una oportunidad de ver la realidad desde otro ángulo: con humildad, con atención, con sensibilidad, aunque el problema no es el dibujo, sino su mirada. El sillón incluso se lo dice, pero el joven no quiere escuchar. Prefiere frustrarse antes que aceptar que quizás él deba cambiar y no el mundo que lo rodea. En mi opinión, Hesse nos plantea una crítica a la ceguera espiritual, un orgullo disfrazado de sensibilidad artística.

Asimismo, el sillón, simboliza la sabiduría que, paciente y desapercibida, nos rodea.  Representa todo aquello que ignoramos por estar demasiado ocupados en nosotros mismos. No es casual que el sillón le hable solo una vez; después, al ver que no será escuchado, vuelve al silencio. Una metáfora de cómo la vida nos ofrece enseñanzas todo el tiempo, pero si no estamos listos para verlas, o escucharlas, simplemente las perdemos.


EL CUENTO DEL SILLÓN DE MIMBRE

 

Un joven estaba sentado en su solitaria buhardilla. Le hubiese gustado llegar a ser pintor; pero para ello debía superar algunas cosas bastante difíciles, y para empezar vivía tranquilamente en su buhardilla, se iba haciendo -algo mayor y había adquirido la costumbre de pasarse horas ante un pequeño espejo y dibujar bocetos de autorretratos. Estos dibujos llenaban ya todo un cuaderno, y algunos le habían complacido mucho. -Considerando que aún no poseo ninguna preparación en absoluto -decía para sus adentros-, esta hoja me ha salido francamente bien. Y qué arruga más interesante allí, junto a la nariz. Se nota que tengo algo de pensador o cosa por el estilo. únicamente me falta bajar un poquito más las comisuras de la boca, eso crea una impresión singular, claramente melancólica. Sólo que al volver a contemplar los dibujos al cabo de cierto tiempo, en general ya no le gustaban nada. Eso le incomodaba, pero dedujo que se debía a que estaba progresando y cada vez se exigía más. La relación del joven con su buhardilla y con las cosas que allí tenía no era de las más deseables e íntimas, pero no obstante tampoco era mala. No les hacía más ni menos injusticia de lo habitual entre la mayoría de la gente, a duras penas las veía y las conocía poco.

En ocasiones, cuando no acababa, una vez más, de lograr un autorretrato, leía libros en los que trababa conocimiento con las experiencias de otros hombres que, al igual que él, habían comenzado siendo jóvenes modestos y totalmente desconocidos, y después habían llegado a ser muy famosos. Le gustaba leer esos libros, y en ellos leía su futuro. Un día estaba sentado en casa, malhumorado otra vez y deprimido, leyendo el relato de la vida de un pintor holandés muy famoso. Leyó que ese pintor sufría una verdadera pasión, incluso un delirio, que estaba absolutamente dominado por una urgencia de llegar a ser un buen pintor. El joven pensó que ese pintor holandés se le parecía bastante. Al proseguir la lectura fue descubriendo muchos detalles que muy poco tenían en común con su propia experiencia. Entre otras cosas leyó que cuando hacía mal tiempo y no era posible pintar al aire libre, ese holandés pintaba, con tenacidad y lleno de pasión, todos los objetos sobre los que se posaba su mirada, incluso los más insignificantes. Así, una vez había pintado un viejo taburete desvencijado, un basto, burdo taburete de cocina campesina hecho de madera ordinaria, con un asiento de paja trenzada bastante gastado. Con tanto amor y tanta fe, con tanta pasión y tanta entrega había pintado el artista ese taburete, el cual con toda certeza nunca hubiese merecido la atención de nadie de no mediar esa circunstancia que había llegado a constituir uno de sus cuadros más bellos. El escritor empleaba muchas palabras hermosas, incluso conmovedoras, para describir ese taburete pintado. Llegado a ese punto, el lector se detuvo y reflexionó. Había descubierto algo nuevo y debía intentarlo. Inmediatamente -pues era un joven de determinaciones extraordinariamente rápidas- decidió imitar el ejemplo de ese gran maestro y probar también ese camino hacia la fama

Echó un vistazo a su buhardilla y advirtió que, de hecho, hasta entonces se había fijado realmente muy poco en las cosas entre las cuales vivía. No logró encontrar ningún taburete desvencijado con un asiento de paja trenzada, tampoco había ningún par de zuecos; ello le afligió y le desanimo un instante y estuvo a punto de sucederle lo de tantas otras veces, cuando la lectura del Mato de la vida de los grandes hombres le había hecho desfallecer: entonces comprendió que le faltaban y buscaba en vano precisamente todas esas menudencias e inspiraciones y maravillosas providencias que de modo tan agradable intervenían en la vida de aquellos otros. Pero pronto se recompuso y se hizo cargo de que en ese momento era totalmente cosa suya emprender con tesón el duro camino hacia la fama. Examinó todos los objetos de su cuartito y descubrió un sillón de mimbre, que muy bien podría servirle de modelo. Acercó un poco el sillón con el pie, afiló su lápiz de dibujante, apoyó el cuaderno de bocetos sobre la rodilla y comenzó a dibujar. Consideró que la forma ya quedaba bastante bien indicada con un par de ligeros trazos iniciales y, con rapidez y energía, pasó a delinear el contorno con un par de trazos gruesos. Le cautivó una profunda sombra triangular en un rincón, vigorosamente la reprodujo, y así fue tirando adelante hasta que algo comenzó a estorbarle. Continuó aún un rato más, luego levantó el cuaderno a cierta distancia y contempló su dibujo con ojo critico. Entonces advirtió que el sillón de mimbre quedaba muy desfigurado.

 

Encolerizado, añadió una línea, y después fijó una mirada furibunda sobre el sillón. Algo fallaba. Eso le enfadó: -¡Maldito sillón de mimbre! -gritó con vehemencia 1 ¡en mi vida había visto un bicho tan caprichoso! El sillón crujió un poco y replicó serenamente: -¡Vamos, mírame! Soy como soy y ya no cambiaré. El pintor le dio un puntapié. Entonces el sillón retrocedió y volvió a adquirir un aspecto totalmente distinto. -¡Estúpido sillón -gritó el jovenzuelo-, todo lo tienes torcido e inclinado! El sillón sonrió un poco y dijo con dulzura: -Eso es la perspectiva, jovencito. Al oírlo, el joven gritó: -¡Perspectiva! -gritó airado-. ¡Ahora este zafio sillón quiere dárselas de maestro! ¡La perspectiva es asunto mío, no tuyo, no lo olvides! Con eso, el sillón no volvió a hablar. El pintor se puso a recorrer enérgicamente el cuarto, hasta que abajo alguien golpeó enfurecido. el techo con un palo. Ahí abajo vivía un anciano, un estudioso, que no soportaba ningún ruido. El joven se sentó y volvió a ocuparse de su último autorretrato. Pero no le gustó. Pensó que en realidad su aspecto era más atractivo e interesante, y era cierto. Entonces quiso proseguir la lectura de su libro. Pero seguía hablando de ese taburete de paja holandés y eso le molestó. Le parecía que verdaderamente armaban demasiado alboroto por ese taburete y que en realidad... El joven sacó su sombrero de artista y decidió ir a dar una vuelta. Recordó que, en otra ocasión, mucho tiempo atrás, ya le había llamado la atención cuán insatisfactoria resultaba la pintura. Sólo deparaba molestias y desengaños y, por último, incluso el mejor pintor del mundo sólo podía representar la simple superficie de las cosas. A fin de cuentas ésa no era profesión adecuada para una persona amante de lo profundo. Y, de nuevo, como ya tantas otras veces, consideró seriamente la idea de seguir una vocación aún más temprana: mejor ser escritor. El sillón de mimbre quedó olvidado en la buhardilla. Le dolió que su joven amo se hubiese marchado ya. Había abrigado la esperanza de que por fin llegaría a entablarse entre ellos la debida relación. Le hubiese gustado muchísimo decir una palabra de vez en cuando, y sabía que podía enseñar bastantes cosas útiles a un joven. Pero, desgraciadamente, todo se malogró.

En definitiva, este cuento de Hermann Hesse no es sobre un joven que no sabe dibujar, sino sobre alguien que aún no ha aprendido a ver. La frustración del protagonista es la de quien quiere resultados sin transformación. Y el sillón, en su silenciosa sabiduría, queda como testigo de ese fracaso interior: el de quien no supo abrir los ojos.

 

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Si te gustan los cuentos, te recomiendo un cuento de Mario Vargas Llosa, reconocido escritor peruano galardonado con un Premio Nobel.

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