sábado, 22 de febrero de 2025

Pájaros en la boca, cuento para adultos de Samanta Schweblin

Samanta Schweblin

A continuación, te presento un cuento Pájaros en la boca de Samanta Schweblin, junto con un resumen, su significado y la narración de este cuento en mi canal de YouTubePuedes leer otros cuentos de esta escritora en Lecturia

La autora de este cuento es una escritora argentina considerada una de las escritoras contemporáneas más destacadas de la literatura argentina y latinoamericana, ha sido traducida a más de cuarenta idiomas y recibido numerosos premios internacionales. 

Este cuento pertenece a una colección de cuentos de la escritora argentina Samanta Schweblin, publicada en 2009. Esta obra ha sido traducida a más de una decena de idiomas y le valió a Schweblin el Premio Casa de las Américas en la categoría cuento,​ además de una nominación al Premio Man Booker International.​

Este cuento para adultos, Pájaros en la boca, narra la historia de un padre separado hace años de su mujer, con la que tiene una hija llamada Sara, que tiene un comportamiento extraño: se pasa horas sentada mirando el jardín, y no se alimenta de nada excepto por pájaros vivos, que su madre le suministra.

Este cuento explora la represión de los deseos y la trascendencia de la comunicación abierta como vía para la liberación de emociones contenidas. Puede interpretarse como una crítica a las restricciones sociales y culturales que coartan la expresión individual y obstaculizan el diálogo sincero. La narración nos exhorta a reflexionar sobre la imperiosa necesidad de exteriorizar sentimientos y pensamientos reprimidos, resaltando, además, el valor fundamental de la libertad de expresión. Asimismo, subraya la urgencia de trascender las imposiciones normativas de la sociedad para alcanzar una existencia auténtica y plena. 

Pájaros en la boca

El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me quedé parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre, pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui a abrir.

—Silvia —dije.

—Hola —dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada—. Tenemos que hablar, Martín. —Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil. Ella se sentó también.

—No va a gustarte. Es… Es fuerte —miró su reloj—. Es sobre Sara.

—Siempre es sobre Sara —dije.

—Tu hija tiene serios problemas. Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto, pero no hay tiempo para eso. Te venís a casa ahora mismo y lo ves con tus propios ojos. Le dije que irías. Sara te espera.

—¿Qué pasa?

—No va a tomarte ni veinte minutos. No quiero escucharte decir después que ella no te integra a su vida y toda esa mierda.

Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Yo tomé mi abrigo y salí tras ella.

Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando del balcón matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que, aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, ahora se la veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:

—Hola, papá.

Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba muy mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí de habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros —de unos setenta, ochenta centímetros—, que colgaba del techo, vacía.

—¿Qué es eso?

—Una jaula —dijo Sara, y sonrió.

Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.

—Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.

—Ya, Silvia, dejame de joder. ¿Qué pasa?

—La tengo sin comer desde ayer.

—¿Me estás cargando?

—Para que lo veas con tus propios ojos.

—Ajá… ¿estás loca?

Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.

—¿Qué le pasa a tu madre?

Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los ojos.

Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de la nuca, y fue hasta la jaula dando un brinco de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos llenas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia dijo que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento de acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.

—¿Qué mierda…?

—Te la llevás. —Fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.

—¡Dios santo, Silvia, tu hija come pájaros!

—No puedo más.

—¡Come pájaros! ¿La ha visto un médico? ¿Qué mierda hace con los huesos?

Silvia se quedó mirándome, desconcertada.

—Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… —dijo y se quedó pensando.

—No puedo llevármela.

—Un día más con ella y me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.

—¡Come pájaros!

Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un hombre común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que, si se sabe de personas que comen personas, entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista era más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiéndome come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.

Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija —que habían guardado en el baúl—, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto de arriba. Después de que se instaló, la hice bajar y sentarse frente a mí, a la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.

—Comés pájaros, Sara —dije.

—Sí, papá.

Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:

—Vos también.

—Comés pájaros vivos, Sara.

—Sí, papá.

Pensé en qué se sentiría al tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia.

Pasaron tres días. Sara se quedaba todo el tiempo sentada, erguida en el sillón con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me la pasaba consultando en Internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público, con los ojos bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revoleándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá sería una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.

El cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.

—Yo me encargo de esto —dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.

En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:

—Permiso, papá.

Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.

Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se la veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. La recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y la tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iba con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.

Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Que no podía visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Me preguntó si me arreglaría sin ella. Yo le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí.

Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, después volvió a la programación.

Al día siguiente, antes de volver a casa pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del super por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué se trataba. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección de mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los alto parlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.

Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto; no había subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.

La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada y regresó al mostrador.

En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.

—Hola, Sara.

—Hola, papá.

Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días anteriores.

—Papi… —dijo Sara.

Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las piernas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.

—¿Qué? —dije.

—¿Me querés?

Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. ¿Era mi hija, no? Y aun así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer hubiera considerado «lo correcto», dije:

—Sí, mi amor. Claro.

Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la programación.

Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida; parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:

—Sí, papá.

—¿Por qué no salís un poco al jardín?

—No, papá.

Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando de que Sara no me escuchara dije en el contestador:

—Es urgente, por favor.

Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:

—Permiso, papá.

Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el tubo una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor y, en la tapa, un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente y una bolsa gratis de alpiste que no acepté.

Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas —de modo que no ocuparan tanto espacio— y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se oyeron sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más a menos posible. Oí un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.

 

Cuentos para adultos

Silvina Ocampo

Te recomiendo también otros cuentos para adultos de una gran escritora: La red de Silvina Ocampo.

 


jueves, 13 de febrero de 2025

La red, cuento de Silvina Ocampo

 

Silvina OCampo

A continuación, te presento un cuento de Silvina Ocampo, La red. El cuento narra la historia de Kêng-Su, quien clava con un alfiler de oro una mariposa en su habitación. Con el tiempo, se siente atormentada por mensajes misteriosos y por la presencia del insecto, hasta que, durante un baño en el mar, cree que la mariposa fantasma la persigue, llevándola a un destino trágico. El cuento La red de Silvina Ocampo aborda temas como el destino, la fatalidad y la culpa a través de una atmósfera de misterio y simbolismo.

El título La red puede aludir a la conexión invisible entre los acontecimientos, como si existiera un destino tejido por hilos que unen lo insignificante con lo trascendental. También puede representar la mente de la protagonista, atrapada en sus propias creencias y asociaciones fatales. El cuento cuestiona la relación entre causa y efecto, dejando abierta la posibilidad de que todo sea una coincidencia o que, en efecto, existe una extraña red que rige los destinos. También puedes escuchar este cuento de Silvina Ocampo en mi canal de YouTube.

 

 La red

Mi amiga Kêng-Su me decía:

—En la ventana del hotel brillaba esa luz diáfana que a veces y de un modo fugaz anticipa, en diciembre, el mes de marzo. Sientes como yo la presencia del mar: se extiende, penetra en todos los objetos, en los follajes, en los troncos de los árboles de todos los jardines, en nuestros rostros y en nuestras cabelleras. Esta sonoridad, esta frescura que sólo hay en las grutas, hace dos meses entró en mi luminosa habitación, trayendo en sus pliegues azules y verdes algo más que el aire y que el espectáculo diario de las plantas y del firmamento. Trajo una mariposa amarilla con nervaduras anaranjadas y negras. La mariposa se posó en la flor de un vaso: reflejada en el espejo agregaba pétalos a la flor sobre la cual abría y cerraba las alas. Me acerqué tratando de no proyectar una sombra sobre ella: los lepidópteros temen las sombras. Huyó de la sombra de mi mano para posarse en el marco del espejo. Me acerqué de nuevo y pude apresar sus alas entre mis dedos delicados. Pensé: “Tendría que soltarla. No es una flor, no puedo colocarla en un florero, no puedo darle agua, no puedo conservarla entre las hojas de un libro, como un pensamiento”. Pensé: “No es un pájaro, no puedo encerrarla en una jaula de mimbre con una pequeña bañera y un tarrito enlozado, con alpiste”.

—Sobre la mesa —prosiguió—, entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé con dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora cuando recuerdo aquel momento me estremezco como si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el cuerpo oscuro del insecto. Luego clavé el alfiler con su presa en la tapa de una caja de jabones donde guardo la lima, la tijera y el barniz con que pinto mis uñas. La mariposa abría y cerraba las alas como siguiendo el ritmo de mi respiración. En mis dedos quedó un polvillo irisado y suave. La dejé en mi habitación ensayando su inmóvil vuelo de agonía.

A la noche, cuando volví, la mariposa había volado llevándose el alfiler. La busqué en el jardín de la plaza, situada frente al hotel, sobre las favoritas y las retamas, sobre las flores de los tilos, sobre el césped; sobre un montón de hojas caídas. La busqué vanamente.

En mis sueños sentí remordimientos. Me decía: ¿Por qué no la encerré adentro de una caja? ¿Por que no la cubrí con un vaso de vidrio? ¿Por qué no la perforé con un alfiler mis grueso y pesado?”

Kêng-Su permaneció un instante silenciosa. Estábamos sentadas sobre la arena, debajo de la carpa. Escuchábamos el rumor de las olas tranquilas. Eran las siete de la tarde y hacía un inusitado calor.

—Durante muchos días no vine a la playa —continuó Kêng-Su anudando su cabellera negra—, tenía que terminar de bordar una tapicería para Miss Eldington, la dueña del hotel. Sabes cómo es de exigente. Además yo necesitaba dinero para pagar los gastos.

Durante muchos días sucedieron cosas insólitas en mi habitación. Tal vez las he soñado.

Mi biblioteca se compone de cuatro o cinco libros que siempre llevo a veranear conmigo. La lectura no es uno de mis entretenimientos favoritos, pero siempre mi madre me aconsejaba, para que mis sueños fueran agradables, la lectura de estos libros: El libro de Mencius, La Fiesta de las LinternasHoeï-Lan-Ki (Historia del circulo de tiza) y El Libro de las Recompensas y de las Penas.

Varias veces encontré el último de estos libros abierto sobre mi mesa, con algunos párrafos marcados con pequeños puntitos que parecían hechos con un alfiler. Después yo repetía, involuntariamente, de memoria estos párrafos. No puedo olvidarlos.

—Kêng-Su, repítelos, por favor. No conozco esos libros y me gustaría oír esas palabras de tus labios.

Kêng-Su palideció levemente y jugando con la arena me dijo:

—No tengo inconveniente.

A cada día correspondía un párrafo. Bastaba que saliera un momento de mi habitación para que me esperara el libro abierto y la frase marcada con los inexplicables puntitos. La primera frase que leí fue la siguiente:

“Si deseamos sinceramente acumular virtudes y atesorar méritos tenemos que amar no sólo a los hombres, sino a los animales, pájaros, peces, insectos, y en general a todos los seres diferentes de los hombres, que vuelan, corren y se mueven.”

Al otro día leí:

“Por pequeños que seamos, nos anima el mismo principio de vida: todos estamos arraigados en la existencia y del mismo modo tememos la muerte.”

Guardé el libro dentro del armario, pero al otro día lo encontré sobre mi cama, con este párrafo marcado:

“Caminando, de pie sentada o acostada, si ves un insecto pereciendo, trata de liberarlo y de conservarle la vida. ¡Si lo matas con tus propias manos, qué destino te esperará!…”

Escondí el libro en el cajón de la cómoda, que cerré con llave; al otro día estaba sobre la cómoda, con la siguiente leyenda subrayada:

“Song-Kiao, que vivió bajo la dinastía de los Song, un día construyó un puente con pequeñas cañas para que unas hormigas cruzaran un arroyo, y obtuvo el primer grado de Tchoang-Youen (primer doctor entre los doctores). Kêng-Su, ¿qué obtendrás por tu oscuro crimen?…”

A las dos de la mañana, el día de mi cumpleaños, creí volverme loca al leer:

“Aquel que recibe un castigo injusto conserva un resentimiento en su alma.”

Busqué en la enciclopedia de una librería (conozco al dueño, un hombre bondadoso, y me permitió consultar varios libros) el tiempo que viven los insectos lepidópteros después de la última metamorfosis; pero como existen cien mil especies diferentes es difícil conocer la duración de la vida de los individuos de cada especie; algunos, en estado de imago, viven dos o tres días; pero ¿pertenecía mi mariposa a esta especie tan efímera?

Los párrafos seguían apareciendo en el libro, misteriosamente subrayados con puntitos:

“Algunos hombres caen en la desdicha; otros obtienen la dicha. No existe un camino determinado que los conduzca a una u otra parte. Depende todo del hombre, que tiene el poder de atraer el bien o el mal, con su conducta. Si el hombre obra rectamente obtiene la felicidad; si obra perversamente recibe la desdicha. Son rigurosas las medidas de la dicha y de la aflicción, y proporcionadas a las virtudes y a la gravedad de los crímenes.”

Cuando mis manos bordaban, mis pensamientos urdían las tramas horribles de un mundo de mariposas.

Tan obcecada estaba, que estas marcas de mis labores, que llevo en la yema de los dedos, me parecían pinchazos de la mariposa.

Durante las comidas intentaba conversaciones sobre insectos, con los compañeros de mesa. Nadie se interesaba en estas cuestiones, salvo una señora que me dijo: “A veces me pregunto cuánto vivirán las mariposas. ¡Parecen tan frágiles! Y he oído decir que cruzan (en grandes bandadas) el océano, atravesando distancias prodigiosas. El año pasado había una verdadera plaga en estas playas”.

A veces tenía que deshacer una rama entera de mi labor: insensiblemente había bordado con lanas amarillas, en lugar de hojas o de pequeños dragones, formas de alas.

En la parte superior de la tapicería tuve que bordar tres mariposas. ¿Por qué hacerlas me repugnaba tanto, ya que involuntariamente, a cada instante, bordaba sus alas?

En esos días, como sentía cansada la vista, consulté a un médico. En la sala de espera me entretuve con esas revistas viejas que hay en todos los consultorios. En una de ellas vi una lámina cubierta de mariposas. Sobre la imagen de una mariposa me pareció descubrir los puntitos del alfiler; no podría asegurar que esto fuera justificado, pues el papel tenía manchas y no tuve tiempo de examinarlo con atención.

A las once de la noche caminé hasta el espigón proyectando un viaje a las montañas. Hacía frío y el agua me contemplaba con crueldad.

Antes de regresar al hotel me detuve debajo de los árboles de la plaza, para respirar el olor de las flores. Buscando siempre la mariposa, arranqué una hoja y vi en la verde superficie una serie de agujeritos: pertenecían, sin duda, a un hormiguero. Pero en aquel momento pensé que mi visión del mundo se estaba transformando y que muy pronto mi piel, el agua, el aire, la tierra y hasta el cielo se cubrirían de esos puntitos, y entonces —fue cómo el relámpago de una esperanza— pensé que no tendría motivos de inquietud, ya que una sola mariposa, con un alfiler, a menos de ser inmortal, no sería capaz de tanta actividad.

Mi tapicería estaba casi concluida y las personas que la vieron me felicitaron.

Hice nuevas incursiones en el jardín de la plaza, hasta que descubrí, entre un montón de hojas, la mariposa. Era la misma, sin duda. Parecía una flor mustia. Envejecidas las alas, no brillaban. Ese cuerpo, horadado, torcido, había sufrido. La miré sin compasión. Hay en el mundo tantas mariposas muertas. Me sentí aliviada. Busqué en vano el alfiler de oro con la turquesa. Mi padre me lo había regalado. En el mundo no hallaría otro alfiler como ése. Tenía el prestigio que sólo tienen los recuerdos de familia.

*   *   *

Pero una vez más en el libro tuve que ver un párrafo marcado:

“Hay personas que inmediatamente son castigadas o recompensadas; hay otras cuyas recompensas y castigos tardan tanto en llegar que no las alcanzan sino en los hijos o en los nietos. Por eso hemos visto morir a jóvenes cuyas culpas no parecían merecer un castigo tan severo, pero esas culpas se agravaban con los crímenes que habían cometido sus antepasados.”

Luego leí una frase interrumpida:

“Como la sombra sigue los cuerpos…”

Con qué impaciencia había esperado esa mañana, y qué indiferente resultó después de tantos días de sufrimiento: pasé la aguja con la última lana por la tapicería (esa lana era del color oscuro que daña mi vista). Me saqué los anteojos y salí del trabajo como de un túnel. La alegría de terminar un bordado se parece a la inocencia. Logré olvidarme de la mariposa —continuó Kêng-Su ajustando en sus cabellos una tira de papel amarillo—. El mar, como un espejo, con sus volados blancos de espuma, me besaba los pies. Yo he nacido en América y me gustan los mares. Al penetrar en las ondas vi algunas mariposas muertas que ensuciaban la orilla. Salté para no tocarlas con mis pies desnudos.

Soy buena nadadora. Me has visto nadar algunas veces, pero las olas entorpecían mis movimientos. Soy nadadora de agua dulce y no me gusta nadar con la cabeza dentro del agua. Tengo siempre la tentación de alejarme de la costa, de perderme debajo del cóncavo cielo.

—¿No tienes miedo? A doscientos metros de la costa ya me asusta la idea de encontrar delfines que podrían escoltarme hasta la muerte —le dije. Kêng-Su desaprobó mis temores. Sus oblicuos ojos brillaban.

—Me deslicé perezosamente —continuó—. Creo que sonreí al ver el cielo tan profundo y al sentir mi cuerpo transparente e impersonal como el agua. Me parecía que me despojaba de los días pasados como de una larga pesadilla, como de una vestidura sucia, como de una enfermedad horrible de la piel. Suavemente recobraba la salud. La felicidad me penetraba, me anonadaba. Pero un momento después una sombra diminuta sobre el mar me perturbó: era como la sombra de un pétalo o de una hoja doble; no era la sombra de un pez. Alcé los ojos. Vi la mariposa: las llamas de sus alas luminosas oscurecían el color del cielo. Con el alfiler fijo en el cuerpo —como un órgano artificial pero definitivamente adherido—, me seguía. Se elevaba y bajaba, rozaba apenas el agua delante de mí, como buscando un apoyo en flores invisibles. Traté de capturarla. Su velocidad vertiginosa y el sol me deslumbraban. Me seguía, vacilante y rápida; al principio parecía que la brisa la llevaba sin su consentimiento; luego creí ver en ella más resolución y más seguridad. ¿Qué buscaba? Algo que no era el agua, algo que no era el aire, algo que no era una sombra. (Me dirás que esto es una locura; a veces he desechado la idea que ahora te confieso.) Buscaba mis ojos, el centro de mis ojos, para clavar en ellos su alfiler. El terror se apoderó de mis ojos indefensos como si no me pertenecieran, como si ya no pudiera defenderlos de ese ataque omnipotente. Trataba de hundir la cara en el agua. Apenas podía respirar. El insecto me asediaba por todos lados. Sentía que ese alfiler, ese recuerdo de familia que se había transformado en el arma adversa, horrible, me pinchaba la cabeza. Afortunadamente, yo estaba cerca de la orilla. Cubrí mis ojos con una mano y nadé durante cinco minutos que me parecieron cinco años, hasta la costa. El bullicio de los bañistas seguramente ahuyentó a la mariposa. Cuando abrí los ojos, había desaparecido. Casi me desmayé en la arena. Este papel, donde pinté yo misma un dios con tinta colorada, me preserva ahora de todo mal.

Kêng-Su me enseñó el papel amarillo, que había colocado tan cuidadosamente entre los dientes de su peineta, sobre su cabellera.

—Me rodearon unos bañistas y me preguntaron qué me sucedía. Les dije: “He visto un fantasma”. Un señor muy amable me dijo: “Es la primera vez que un hecho así ocurre en esta playa”, y agregó: “Pero no es peligroso. Usted es una gran nadadora. No se aflija”.

Durante una semana entera pensé en ese fantasma. Podría dibujártelo, si me dieras un papel y un lápiz. No se trata de una mariposa común; se trata de un pequeño monstruo. A veces, al mirarme al espejo, veía sus ojos sobrepuestos a los míos. He visto hombres con caras de animales y me han inspirado cierta repugnancia; un animal con cara humana me produce terror.

Imagínate una boca desdeñosa, de labios finos, rizados; unos ojos penetrantes, duros y negros; una frente abultada y resuelta, cubierta de pelusa. Imagínate una cara diminuta y mezquina —como una noche oscura—, con cuatro alas amarillas, dos antenas y un alfiler de oro; una cara que al desmembrarse conservaría en cada una de sus partes la totalidad de su expresión y de su poder. Imagínate ese monstruo, de apariencia frágil, volando, inexorable (por su misma pequeñez e inestabilidad); llegando siempre —tal como yo lo imagino— de la avenida de las tumbas de los Ming.

—Habrás contribuido a formar una nueva especie de mariposas, Kêng-Su: una mariposa temible, maravillosa. Tu nombre figurará en los libros de ciencia  —le dije mientras nos desvestíamos para bañarnos.

Consulté mi reloj.

—Son ]as ocho de la noche. Entremos en el mar. Las mariposas no vuelan de noche.

Nos acercábamos a la orilla. Kêng-Su puso un dedo sobre los labios, para que nos calláramos, y señaló el cielo. La arena estaba tibia. Tomadas de la mano, entramos en el mar lentamente para admirar mejor los reflejos del cielo en las olas. Estuvimos un rato con el agua hasta la cintura, refrescando nuestros rostros. Después comenzamos a nadar, con temor y con deleite. El agua nos llevaba en sus reflejos dorados, como a peces felices, sin que hiciéramos el menor esfuerzo.

—¿Crees en los fantasmas?

Kêng-Su me contestaba:

—En una noche como ésta… Tendría que ser un fantasma para creer en fantasmas. El silencio agrandaba los minutos. El mar parecía un río enorme. En los acantilados se oía el canto de los grillos, y llegaban ráfagas de olores vegetales y de removidas tierras húmedas. Iluminados por la luna, los ojos de Kêng-Su se abrieron desmesuradamente, como los ojos de un animal. Me habló en inglés:

—Ahí está. Es ella.

Vi nítidamente la luna amarilla recortada en el cielo nacarado. Lloraba en la voz de Kêng-Su una súplica. Creo que el agua desfigura las voces, suele comunicarles una sonoridad de llanto; pero esta vez Kêng-Su lloraba, y no podré olvidar su llanto mientras exista mi memoria. Me repitió en inglés:

—Ahí está. Mírala como se acerca buscando mis ojos.

En la dorada claridad de la luna, Kêng-Su hundía la cabeza en el agua y se alejaba de la costa. Luchaba contra un enemigo para mí invisible. Yo oía el horrible chapoteo del agua y el sonido confuso de unas palabras entrecortadas. Traté de nadar, de seguirla. La llamé desesperadamente. No podía alcanzarla. Nadé hacia la orilla a pedir socorro. Busqué inútilmente al guardamarina, al bañero. Oí el ruido del mar; vi una vez más el reflejo imperturbable de la luna. Me desmayé en la arena. Después debajo de la carpa encontré la tira de papel amarillo, con el ídolo pintado.

Cuando pienso en Kêng-Su, me parece que la conocí en un sueño.

 

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Haruki Murakami 

Si te gustan los cuentos, te recomiendo El pueblo de los gatos de Haruki Murakami

 

martes, 11 de febrero de 2025

El pueblo de los gatos, un relato de Murakami de inspiración kafkiana

 

Relato de Murakami de inspiración kafkiana.

En El pueblo de los gatos del escritor Haruki Murakami, un joven viajero sin rumbo decide bajar en un hermoso pueblecito, donde tan sólo lo habitan unos gatos por la noche. En esta historia, se refleja como adentrarse en lo desconocido puede confrontarnos con realidades extrañas y fascinantes, llevando al protagonista a cuestionar su propia percepción de la realidad y su sentido de pertenencia. A través de la rutina misteriosa del pueblo y la vida nocturna de los gatos, el relato explora la soledad, el aislamiento y la aceptación de un destino del que no se puede escapar.

Este relato es de inspiración kafkiana, ya que presenta un ambiente extraño y opresivo donde el protagonista llega a un pueblo desolado en el que ocurren situaciones inexplicables, como el tren que se detiene sin motivo aparente en un pueblo misterioso y la aparición nocturna de gatos que actúan como humanos. 

Esta transformación de lo cotidiano en lo surreal genera una sensación de alienación y aislamiento, ya que el personaje se encuentra atrapado en un mundo del que no puede escapar y en el que no logra encajar, algo muy presente en la obra de Kafka, donde los protagonistas suelen enfrentarse a la incomunicación y la soledad. Además, la historia muestra un destino ineludible y absurdo, reflejado en la imposibilidad del personaje de regresar a su realidad anterior, aceptando pasivamente una situación que no comprende del todo. Esta falta de control frente a fuerzas incomprensibles recuerda a los personajes kafkianos que luchan contra sistemas o circunstancias irracionales. 

A lo largo del cuento, el protagonista busca encontrar sentido a ese mundo misterioso y absurdo, pero sus intentos no lo llevan a respuestas claras, lo que refuerza la atmósfera inquietante y desconcertante propia del universo kafkiano, donde la lógica se disuelve y la realidad se convierte en un laberinto sin salida.

 

Relato de Haruki Murakami

A continuación, puedes leer este relato para adultos y escucharlo en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

 

El Pueblo de los gatos.

Había llegado a un pueblo desolado. Había decidido bajarme en una estación en la que todos los días el tren se detenía, pero nadie subía ni bajaba, sin embargo, el tren completaba la misma rutina diariamente sin falta. ¿Porque decidí bajar? Hasta el momento no había podido encontrar una razón lógica, simplemente me apeé del tren, levante la vista, cruce el puente de piedra, y tire los dados de mi destino. 

Descubrí con asombro que por las noches el pueblo se llenaba de vida, aunque quizás sea más preciso decir que el mismo pueblo cobraba vida, y de la índole más sorprendente. El pueblo comenzaba a llenarse de gatos a medida que anochecía. Claro que la primera vez que los vi sentarse en mesas y hablar entre ellos me sorprendí bastante. Calculé que solo existían dos posibles explicaciones para aquello: Me volví loco o me volví loco. 

Así las cosas, decidí que por lo menos trataría de entender aquel mundo misterioso, del que no podía escapar. Aquel mundo en el que un puente de piedra creaba un vínculo entre este mundo y el mío, mi mundo al cual no podía regresar. En el Pueblo había una calle principal, esta calle conectaba dos puentes de piedra, al pasar por uno aparecías irremediablemente en el otro. Ni siquiera podía describir que pasaba, era como si hubiera olvidado el camino por el que llegaba. Tendría que quedarme en aquel lugar.

En mi tercer día en el pueblo de los gatos, encontré un bello arroyuelo detrás de la iglesia. Solamente me tuve que alejar unos 30 pasos del camino principal, llevaba poca agua y la débil corriente hacía que se formaran arrugas que la hacían parecer seda, me sorprendió que no hubiera escuchado el correr del agua en los dos días anteriores. No le di mucha importancia y me senté a contemplar como las hojas amarillentas navegaba impasibles entre las rocas, quizás si ponía atención el arroyo quisiera contarme algo, tal vez se sentía igual de solo que yo, y juntos nos podríamos hacer compañía.

Me pase toda la tarde meditando en la forma en la que los gatos se relacionan unos con otros. Además de socializar y convivir con otros gatos, había a los que les gustaba beber, a otros les gustaba cortejar a gatas de todas las clases habidas y por haber. Por el contrario, había algunos gatos a los que les gustaba sentarse en algún restaurante, quedarse allí solos durante un buen rato, abstraídos en sus pensamientos, parecía que reflexionaban acerca de cómo había salido su día.

Una corriente de aire frio me hizo darme cuenta de que había comenzado a anochecer, me puse de pie de un salto y me apresuré a llegar al campanario. Aunque ya estaba comprobado que los gatos no me podían ver, solo olfatearme, no quería abusar de mi suerte y meterme en algún problema. Puse mi saco en el piso para recostarme sobre él, me recargué sobre mi hombro derecho en una de las paredes, que todavía guardaba un poco de calor del día. Mientras me acomodaba en una esquina del campanario, comencé a notar que algunos gatos ya deambulaban por las calles y se alistaban en sus lugares respectivos, preparaban tartas, limpiaban mesas, sacaban algunos pescados del tamaño de un meñique y los servían en pequeños cuencos de cristal. En el puente de piedra los gatos empezaban a llegar de par en par, se erguían en sus patas traseras, y se sacudían las patas delanteras, también se relamían las almohadillas para quitarse el polvo del camino, mientras se enteraban de los pormenores de sus colegas.

Esa noche el clima era agradable, una brisa traía consigo el olor a especias y cerveza de la taberna que estaba frente al campanario. Ya me había pasado por la mente ir a aquella taberna y robar un poco de cerveza. Inexplicablemente cuando visitaba la taberna por las mañanas, cuando los gatos se hubiesen ido, solo encontraba agua y algunos mendrugos de pan. Me las apañaba bastante bien con eso, pero hubiera agradecido infinitamente, aunque fuera uno de aquellos pequeñitos tarros de cerveza que los gatos bebían mientras devoraban pescado condimentado y pan con mantequilla. Más de una vez me descubrí con la boca hecha agua mientras observaba como uno de esos gatos devoraba su plato, sin dejar en él restos de comida, tan solo aquello que quedaba en su bigote, que relamía mientras hacia un gesto de aprobación. 

Uno de entre todos los gatos resaltaba por su tamaño, lo llamaban Don. Un gato gris azulado del tamaño de un mapache. Tenía numerosas cicatrices en el rostro, una de ellas le surcaba el ojo izquierdo de por debajo de la oreja hasta el hocico, ese ojo era blanco como la leche, y el ojo derecho era dorado como la miel. Ambas orejas tenían pequeños hoyuelos y a una le faltaba la punta. Era casi el doble de grande que los demás gatos, sin dudas era el gato más grande que yo hubiera visto jamás. A pesar de su apariencia tenía una personalidad muy afable, siempre estaba rodeado de otros gatos, escuchaba con atención historias que los demás gatos contaban, desternillándose de la risa salpicando cerveza por todas partes y dándoles palmadas en el lomo a sus amigos gatos.

Esa noche me decidí a bajar del campanario y escuchar la charla en la mesa de Don, sentía una enorme curiosidad por saber de qué podrían hablar los gatos tan animadamente con Don. Probablemente hablaran de sus problemas cotidianos de como llevaban sus vidas con sus amos en sus hogares que se encontraban fuera del pueblo de los gatos, más allá del puente de piedra.

Baje por las empinadas escaleras del campanario lentamente. Por más que trataba de acostumbrarme a esas condenadas escaleras no dejaba de sentir vértigo, bajaba a tientas asegurando cada paso, cada escalón. Al llegar al final asome la cabeza a la calle principal, que dividía el pueblo por la mitad, y desde ese lugar podía ver todo el camino hasta el puente de piedra, a unos cuantos metros de donde me encontraba había un gato a un lado del camino, tenía un pequeño asador con carbón al rojo vivo, y en el asaba algunas truchas atravesadas en varillas, me quede largo rato viendo aquellas truchas que parecían devolverme la mirada, su piel crujiente chisporroteaba haciéndome una invitación, y mientras el gato avivaba el carbón con un abanico llagaba a mí el olor a trucha asada, me cuestione un largo rato si debía intentar robar uno de aquellos delicioso pescados, pero al final me resigne y me dirigí a la taberna.

Aunque al principio me costó un poco de trabajo escabullirme entre dos gatos que iba saliendo de la taberna, no tarde en encontrar una mesa en el fondo del lugar, estaba a dos mesas de donde se encontraba Don acompañado de dos gatos medianos, uno blanco con manchas de color pardo y otro negro que parecía estar bastante ebrio. En medio de aquellos gatos se encontraba una pequeña gata de pelaje rayado, la base era gris y el rayado era de un tono café obscuro. Desde donde me encontraba no alcanzaba a escuchar la conversación. El gato negro miraba a la gata con un gesto de desaprobación, intercambiaba su atención entre ella y Don mientras se desarrollaba la conversación. 

No se describir exactamente qué es lo que atraía mi atención en esa gata pequeña que hablaba con Don, tal vez lo indefensa que se veía frente a ese gran gato panzón, pero sentía simpatía por ella. Me estaba debatiendo entre acercarme a su mesa, decidí intentarlo. Me estaba incorporando cuando sentí que la mirada de la gata se cernía sobre mí. De repente me di cuenta, no solo estaba mirando en mi dirección, me observaba directamente, tenía una mirada penetrante, sentía como si estuviera viendo mi alma desnuda. En medio de todo aquel ajetreo me sentí desconcertado, me quedé petrificado, en esa posición a medio levantar del asiento. La gata regreso su atención hacia Don, que en ese momento estaba zampándose un pescado del tamaño de la palma de mi mano. 

Ya de regreso en el campanario pase el resto de la noche reflexionado en los eventos que acababan de ocurrir en el bar. Después de que la gata me quitara la mirada de encima, recupere mi posición en la mesa sin saber qué hacer, definitivamente no me sentía cómodo. Tenía un desasosiego carente de lógica. Decidí salir de aquel bar y en mi camino tropecé con un gato que llevaba una bandeja con cervezas, que termino en el suelo todo empapado, me sentí mal por el al salir en medio de las risotadas que retumbaban en todo el bar, pero ni siquiera quería voltear, y de hecho, me detuve hasta llegar al campanario. Tuve que sacar la cabeza un par de veces y asegurarme que nadie salía del bar, y hasta entonces pude sacar todo el aire que había acumulado en mis pulmones. Me costó un poco conciliar el sueño, no podía dejar de pensar en los ojos de aquella gata, pero al final caí en los brazos de Morfeo. Y así, en medio de turbaciones y cuestiones a las que no pude encontrar respuestas, paso mi tercer día en el pueblo de los gatos.

 

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Si te gusta este género literario, te recomiendo: A través del túnel de Doris Lessing, una escritora galardonada con el Premio Nobel en 2007.

sábado, 8 de febrero de 2025

A través del túnel, el mejor relato de Doris Lessing

 

Doris Lessing

A continuación, te presento el mejor relato de Doris Lessing: A través del túnel, junto con su análisis y significado. También puedes escuchar este relato para adultos en mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

Doris Lessing fue una escritora británica galardonada con el Premio Nobel de Literatura en 2007 por su profunda exploración de la experiencia femenina y su crítica social. Su obra más famosa, "El cuaderno dorado”, la consolidó como una figura clave del feminismo y la literatura del siglo XX.

Resumen 

Jerry, se reta a atravesar un túnel submarino mientras está de vacaciones con su madre, enfrentando miedo y dolor, con el fin de demostrar su independencia.

Significado

La historia de este relato simboliza el paso de la niñez a la madurez, mostrando cómo enfrentar desafíos personales es clave para el crecimiento y la autosuficiencia.

 

A través del túnel

    La primera mañana de vacaciones, mientras se dirigía a la costa, el chico inglés se detuvo en una curva del camino y miró hacia abajo, hacia la cala salvaje y rocosa, y después hacia la atestada playa que tan bien conocía de los años anteriores. Su madre caminaba delante de él, con una colorida bolsa de rayas en la mano. El otro brazo, que se balanceaba relajado, se veía muy blanco bajo el sol. El muchacho observó el brazo blanco y desnudo, y dirigió la mirada, que ocultaba un gesto de desaprobación, hacia la cala y después de nuevo hacia su madre. Ella, al notar que no iba a su lado, giró sobre sus talones.

       —¡Oh, estás ahí, Jerry! —dijo. Lo miró con impaciencia y después le sonrió—. ¿Es que no quieres venir conmigo, cariño? ¿Preferirías…? —Frunció el entrecejo, se quedó preocupada por las diversiones que su hijo estaría anhelando en secreto, diversiones que ella ni siquiera había imaginado, por un exceso de ajetreo o por descuido. Ya estaba hecho a esa ansiosa sonrisa de disculpa. El arrepentimiento lo empujó a correr detrás de ella. Y sin embargo, mientras corría, volvió la mirada por encima del hombro hacia la cala; y durante la mañana, mientras jugaba en la playa resguardada, había estado pensando en ella.

       A la mañana siguiente, cuando llegó la rutinaria hora del baño y del sol, su madre le dijo:

       —¿Estás cansado de la playa de siempre, Jerry? ¿Te gustaría ir a algún otro lugar?

       —¡Oh, no! —respondió él al instante, con una sonrisa que obedecía a ese inagotable empuje de arrepentimiento, una especie de gesto caballeroso. Aun así, al descender por el camino junto a ella, se le escapó—: Me gustaría ir a esas rocas de allí abajo y echar un vistazo.

       Ella concedió toda la atención de que fue capaz a esa idea. Era un lugar de aspecto salvaje y no había nadie allí, pero dijo:

       —Por supuesto, Jerry. Cuando te canses de estar allí, vienes a la playa grande. O ve directamente al pueblo, si lo prefieres. —Se fue, con aquel brazo desnudo que se balanceaba, ahora ligeramente enrojecido por el sol del día anterior. Y Jerry estuvo a punto de correr detrás de ella porque se le hacía insoportable el hecho de que se fuera sola. Pero no lo hizo.

       Ella pensaba: Por supuesto que es lo bastante mayor para estar a salvo sin mí. ¿Lo he tenido muy atado? No tiene que sentirse obligado a quedarse a mi lado. Debo ser prudente.

       Era hijo único, tenía once años. Ella era viuda. Estaba decidida a no ser posesiva ni a mostrarse falta de dedicación. Se marchó preocupada hacia la playa.

       En cuanto a Jerry, una vez que vio que su madre había llegado a la playa, inició el descenso hacia la cala. Desde donde estaba, en lo alto, por encima de las rocas de color marrón rojizo, la costa era un cucharón verde azulado en movimiento, ribeteado de blanco. Al descender, vio que se extendía en pequeños promontorios y ensenadas de roca abrupta y afilada, y el vigor y chapoteo de la superficie se teñían de morado y azul oscuro. Finalmente, cuando descendió los últimos metros, entre resbalones y rasguños, divisó una orilla de olas blancas y el movimiento superficial y luminoso del agua sobre la arena blanca y, más allá, un azul intenso y puro.

       Corrió en línea recta hacia el agua y empezó a nadar. Era un buen nadador. Pasó rápido por encima de la arena reluciente, por encima de una zona donde las rocas yacían bajo la superficie como monstruos desvaídos y entonces se encontró en el verdadero mar, un mar cálido donde las frías corrientes irregulares sacudían sus piernas desde las profundidades.

       Cuando llegó lo bastante adentro para volver la vista atrás y ver no solo la pequeña cala sino más allá del promontorio que se alzaba entre esta y la playa grande, se quedó flotando y buscó con la mirada a su madre. Allí estaba, una mancha amarilla debajo de una sombrilla que parecía la cáscara de una naranja. Nadó de vuelta a la costa, aliviado al cerciorarse de que estaba allí, aunque fuera sola.

       Junto a un pequeño saliente de tierra en el que la cala limitaba con el promontorio, había un grupo de rocas. En ellas, algunos muchachos se estaban quitando la ropa. Corrieron desnudos y se arrojaron al agua desde las rocas. El chico inglés nadó hacia ellos, pero se mantuvo a la distancia de un tiro de piedra. Eran gente de aquella costa; lucían un bronceado intenso y hablaban una lengua que no comprendía. Estar con ellos, ser uno de ellos, eso era lo que ansiaba con todas sus fuerzas. Se acercó a nado un poco más; se volvieron y lo observaron con los ojos oscuros entrecerrados, en señal de alerta. Entonces uno le sonrió e hizo un gesto. Era suficiente. En un minuto llegó nadando y ya estaba en las rocas junto a ellos, con una sonrisa nerviosa, de súplica desesperada. Lanzaron alegres gritos de saludo; y después, dado que aún conservaba esa incomprensible sonrisa nerviosa, se dieron cuenta de que era un extranjero que se había alejado de su playa y se olvidaron de él. Pero estaba contento. Estaba con ellos.

       Comenzaron a tirarse de cabeza una y otra vez desde un punto elevado a una poza de mar azul entre rocas abruptas y afiladas. Después de zambullirse y salir de nuevo a la superficie rodeaban el escollo a nado, volvían a trepar y esperaban turno para lanzarse otra vez. Eran mayores; para Jerry, hombres. Se lanzó al agua y ellos lo observaron; y cuando nadó para volver a guardar turno, le hicieron sitio. Se sintió aceptado y se lanzó de nuevo, concentrándose, orgulloso de sí mismo.

       El mayor de los muchachos no tardó en prepararse, se tiró al agua y no salió. Los otros seguían en su sitio y miraban. Después de esperar a que apareciera el impecable rostro bronceado, Jerry lanzó un grito de alarma; lo miraron con despreocupación y volvieron la vista al agua. Después de un buen rato, el chico salió del otro lado de una gran roca oscura, soltando el aire de los pulmones con un jadeo y un chillido de triunfo. De inmediato, los otros saltaron. En un momento, la mañana parecía repleta de muchachos parlanchines; al siguiente instante, el aire y la superficie del agua estaban vacíos. Pero a través del intenso azul podían verse las oscuras siluetas que se movían y avanzaban.

       Jerry se zambulló, a la caza de la especie de nadadores subacuáticos, vio una pared rocosa negra que se cernía sobre él, la tocó y salió de inmediato a la superficie, donde la pared era una pequeña barrera por encima de la cual se podía mirar. No había nadie a la vista; debajo de él, en el agua, las tenues siluetas de los nadadores habían desaparecido. Entonces un muchacho, y después uno tras otro, aparecieron del lado más apartado de la barrera rocosa, y Jerry entendió que la habían atravesado por alguna brecha o un agujero. Se sumergió otra vez. No podía ver nada en el agua salada, que le escocía, salvo la roca lisa. Cuando salió a la superficie todos los muchachos estaban en la roca desde donde se lanzaban, preparándose para repetir la hazaña. Y en ese momento, presa del pánico ante la posibilidad de fracaso, gritó, en inglés:

       —¡Miradme! ¡Mirad! —Y comenzó a chapotear y a dar patadas en el agua como un perro tonto.

       Ellos miraron hacia abajo, serios, con el entrecejo fruncido. Conocía ese gesto. En los momentos de fracaso, cuando hacía el payaso para llamar la atención de su madre, ella lo recompensaba precisamente con esa severa e incómoda inspección. A pesar de la sofocante vergüenza, mientras sentía la suplicante sonrisa en su rostro como si fuera una huella que nunca podría borrar, miró hacia arriba, al grupo de muchachotes bronceados de la roca y gritó: «Bonjour! Merci! Au revoir! Monsieur, monsieur!», a la vez que agitaba los dedos junto a sus oídos.

       Le entró agua en la boca, se atragantó, se hundió, volvió a salir a la superficie. La roca, que hasta hacía poco sostenía a los muchachos, daba la sensación de elevarse sobre el agua cuando desaparecía el peso. Ahora volaban hacia abajo por encima de él, al agua; el aire estaba lleno de cuerpos que caían. Entonces la roca quedó vacía, al calor del sol. Contó uno, dos, tres…

       Cuando llegó a cincuenta estaba aterrado. Debían de estar ahogándose por debajo de él, en las cuevas submarinas de la roca. Al llegar a cien, miró a su alrededor hacia la ladera desolada, preguntándose si debía gritar para pedir ayuda. Empezó a contar más y más deprisa, para apremiarlos, para que salieran rápido a la superficie o para que se ahogaran rápido. Cualquier cosa antes que el horror de seguir contando y contando en la mañana azul que se había quedado vacía. Y entonces, cuando iba por ciento sesenta, el agua que estaba al otro lado de la roca se llenó de muchachos que resoplaban como si fueran ballenas. Volvieron nadando a la orilla sin dirigirle ni una mirada.

       Trepó de nuevo por la roca que hacía de trampolín mientras sentía su abrasadora aspereza bajo los muslos. Los muchachos ya estaban recogiendo su ropa y corrían por la orilla hacia otro promontorio. Se iban para alejarse de él. Gritó abiertamente, con una mirada amenazante. Nadie le miró, gritaba al vacío.

       Le dio la sensación de que había pasado mucho tiempo, y nadó hacia algún punto desde donde pudiese ver a su madre. Sí, aún seguía allí, una mancha amarilla debajo de una sombrilla color naranja. Regresó hacia la gran roca, trepó por ella y se zambulló entre los cantos afilados y rabiosos. Se sumergió hasta tocar otra vez la pared. Pero la sal le escocía tanto en los ojos que no podía ver nada.

       Salió a la superficie, nadó hasta la costa y regresó al pueblo a esperar a su madre. Poco después la vio subir despacio por el camino, balanceando la bolsa de rayas, con el brazo colorado y desnudo colgando a un lado.

       —Quiero unas gafas de buceo —dijo jadeando, con un tono a medio camino entre la insolencia y la súplica.

       Ella le dirigió una mirada paciente, inquisitiva, mientras respondía, con aire despreocupado:

       —Sí, por supuesto, cariño.

       Pero ¡ahora, ahora, ahora! Las necesitaba en ese preciso instante y en ninguno más. Refunfuñó y estuvo dando la lata hasta que fueron a la tienda. En cuanto le hubo comprado las gafas, se las arrebató como si su madre fuera a quedárselas, y salió corriendo camino abajo, hacia la cala.

       Jerry nadó hasta la enorme pared rocosa, se ajustó las gafas de buceo y se zambulló. El impacto del agua arruinó el vacío cercado de plástico y las gafas se aflojaron. Comprendió que debía sumergirse hasta la base de la roca desde la superficie. Se fijó las gafas, llenó los pulmones y flotó, boca abajo, sobre el agua. Ahora podía ver. Era como si tuviese otros ojos; unos ojos de pez que lo mostraban todo con nitidez y delicadeza en el agua refulgente.

       Debajo de él, a unos dos metros de profundidad, el suelo era de arena blanca pura y brillante, y la marea había formado en ella ondas perfiladas y contundentes. Dos siluetas grisáceas se movían por allí, como piezas redondeadas de madera o teja. Eran peces. Los observó mientras se acercaban de frente el uno al otro; después se quedaron inmóviles, avanzaron de pronto, se apartaron y volvieron a dar la vuelta. Era como una danza acuática. Unos palmos más arriba, el agua resplandecía como si alguien lanzara lentejuelas. Peces de nuevo, un sinnúmero de pececillos del tamaño de su uña iban a la deriva, y durante un instante sintió su ligero roce en las extremidades. Era como nadar entre plata desmenuzada. La enorme roca que los muchachos habían atravesado nadando se alzaba contundente sobre la blanca arena, negra, con algunas hierbas verdosas en lo alto. No alcanzaba a ver en ella ninguna brecha. Se sumergió hasta la base.

       Subía una y otra vez, se llenaba de aire los pulmones y volvía a sumergirse. Una y otra vez tanteó la superficie de la roca, sintiéndola, casi abrazándola en su necesidad desesperada de encontrar la entrada. Y entonces, de pronto, mientras seguía aferrado a la pared negra, sus rodillas se elevaron y sus pies salieron disparados hacia delante y no hallaron ningún obstáculo. Había encontrado el agujero.

       Salió a la superficie, trepó entre las piedras que descansaban en la pared rocosa hasta que encontró una grande y, con esta en los brazos, se dejó caer a un lado de la roca. Descendió, por el peso, directamente hasta el suelo de arena. Se agarró con fuerza a la piedra que le hacía de ancla, se quedó a su lado y miró en el interior de la oscura plataforma, justo en el lugar donde habían penetrado sus pies. Podía ver el agujero. Era un hueco oscuro, pero no podía ver el interior. Soltó el ancla, se aferró con las manos a los bordes del agujero e intentó meterse en él.

       Logró introducir la cabeza, se le atascaron los hombros, los movió hacia los lados y pudo ahondar hasta la cadera. No podía ver nada. Algo blando y pegajoso le tocaba la boca; vio una fronda oscura que se movía contra la roca grisácea y le entró pánico. Pensó en pulpos, en algas viscosas. Volvió hacia atrás y entrevió, mientras retrocedía, un tentáculo de algas inofensivo que se amontonaba en la boca del túnel. Pero ya era suficiente. Alcanzó la luz del sol, nadó hasta la orilla y se tendió en la roca que hacía de trampolín. Miró hacia abajo, a la poza azul de agua. Sabía que debía encontrar la manera de abrirse camino a través de la cueva, o agujero, o túnel, y salir del otro lado.

       En primer lugar, pensó, tenía que aprender a controlar la respiración. Se metió otra vez en el agua con una gran piedra en los brazos, para poder quedarse en el fondo del mar sin esfuerzo. Contó. Uno, dos, tres. Contó tranquilamente. Oía los latidos en el pecho. Cincuenta y uno, cincuenta y dos… Comenzaba a dolerle el pecho. Soltó la roca y salió a la superficie. Vio que el sol estaba bajo. Salió disparado hacia el pueblo y encontró a su madre en el supermercado.

       —¿Te lo has pasado bien? —fue lo único que le preguntó. Y él contestó:

       —Sí.

       El muchacho estuvo soñando toda la noche con la cueva de la roca, y nada más acabar el desayuno se dirigió hacia la cala.

       Aquella noche sangró mucho por la nariz. Había estado cuatro horas bajo el agua para aprender a mantener la respiración, y ahora se sentía débil y mareado.

       —Yo, en tu lugar, mediría mis fuerzas, cariño —le dijo su madre.

       Ese día y el siguiente, Jerry ejercitó sus pulmones como si todo, su vida entera, todo lo que pudiera llegar a ser, dependiera de ello. Por la noche volvió a sangrarle la nariz, y su madre insistió en que se quedara con ella al día siguiente. Le atormentaba perder un día de su concienzudo entrenamiento, pero estuvo con su madre en la otra playa, que ahora le parecía un lugar para niños pequeños, un lugar donde su madre podía tumbarse a tomar el sol tranquilamente. No era su playa.

       Al día siguiente, no pidió permiso para ir a su playa. Se fue antes de que su madre tuviera tiempo de considerar las ventajas y los inconvenientes del asunto. Comprobó que un día de descanso había mejorado su resistencia en diez segundos. Llegó a contar hasta ciento sesenta cuando los muchachos mayores atravesaron el conducto. Había contado rápido, por el miedo. Ahora, probablemente, si lo intentara, sería capaz de atravesar el túnel, pero no iba a intentarlo todavía. Una curiosa perseverancia, insólitamente madura, una impaciencia controlada, le llevó a esperar. Mientras tanto, permanecía bajo el agua, en la arena blanca, sujeto a las piedras que había cogido en la superficie, y estudiaba la entrada del túnel. Conocía todos sus ángulos y rincones, en la medida en que estaban a la vista. Era como si ya sintiera su aspereza sobre los hombros.

       Cuando su madre no estaba, se sentaba junto al reloj del pueblo y comprobaba su capacidad. Descubrió, primero con incredulidad y después con asombro, que podía contener la respiración sin esfuerzo durante dos minutos. Las palabras «dos minutos», que el reloj acreditaba, lo acercaban a la aventura que para él resultaba tan necesaria.

       Una mañana, su madre le dijo de pasada que debían regresar a casa al cabo de cuatro días. Decidió que lo haría el día antes de partir. Lo haría aunque muriera en el intento, se dijo a sí mismo en tono desafiante. Pero dos días antes de marcharse —una jornada triunfal en la que había sumado quince segundos más a su cómputo— sangró tanto por la nariz que se mareó y tuvo que tumbarse rendido, como una mata de algas, sobre la gran roca, mientras observaba la espesa sangre que corría y goteaba lentamente hasta el mar. Se asustó. ¿Y si se mareaba en el túnel? ¿Y si moría allí, atrapado? ¿Y si…? Le daba vueltas la cabeza bajo el tórrido sol y estuvo a punto de rendirse. Pensó en regresar a la casa y acostarse, y el próximo verano, quizá, cuando contara con un año más a sus espaldas, entonces atravesaría el túnel.

       Pero después de haber tomado esa decisión, o de pensar que la había tomado, se vio a sí mismo sentado en lo alto de la roca, mirando al agua; y supo que ese instante, ese momento, justo cuando su nariz acababa de dejar de sangrar y todavía le dolía la cabeza y notaba las punzadas, era el momento de hacerlo. Si no lo hacía entonces no lo haría nunca. Temblaba de miedo por si no lo hacía; y temblaba de espanto ante el larguísimo túnel bajo la roca, bajo el mar. Incluso a la luz del sol, la pared rocosa parecía muy ancha y profunda; toneladas de rocas ejercían presión en el lugar al que él se dirigía. Si moría, permanecería allí hasta que un día —quizá hasta el próximo verano— los muchachos mayores encontrasen el acceso bloqueado.

       Se puso las gafas, se las ajustó y comprobó que no entrara aire. Le temblaban las manos. Luego eligió la piedra más pesada que pudo cargar y se deslizó por el borde de la roca hasta que la mitad de su cuerpo se introdujo en el agua fría, acogiéndolo, y la otra mitad quedó al sol. Dirigió la mirada al cielo despejado, se llenó los pulmones de aire una vez, dos veces, y se sumergió rápidamente hasta el fondo con ayuda de la piedra. La soltó y empezó a contar. Se agarró a los bordes del agujero y penetró en él, moviendo los hombros en cuanto recordó que debía hacerlo, sacudiendo las piernas para avanzar.

       Pronto estuvo bien adentro. Se encontraba en un pequeño agujero lleno de agua verde amarillenta. La pared del techo era rugosa y le arañaba la espalda. Se impulsó hacia dentro con las manos —rápido, rápido— y usó las piernas a modo de palanca. Su cabeza chocó contra algo; un punzante dolor lo dejó aturdido. Cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos… No había nada de luz, y era como si el agua descargara sobre él todo el peso de la roca. Setenta y uno, setenta y dos… No notaba ninguna molestia en los pulmones. Se sentía como un globo inflado, sus pulmones estaban ligeros y relajados, pero sentía latidos en la cabeza.

       Notaba todo el tiempo encima de él la presión de la roca, que era rugosa y a la vez viscosa. Pensó otra vez en los pulpos y se preguntó si habría algas en las que pudiera quedarse enredado. Dio una patada de pánico, convulsa, hacia delante, agachó la cabeza y nadó. Sus pies y sus manos se movían con libertad, como si estuviera mar adentro. El agujero debía de haberse ensanchado. Pensó que estaba nadando muy rápido, y tenía miedo de golpearse la cabeza si el túnel se estrechaba de repente.

       Cien, ciento uno… El agua se iluminaba. Sintió la victoria. Comenzaban a dolerle los pulmones. Unas cuantas brazadas más y estaría fuera. Contaba frenéticamente; llegó a ciento quince y luego, al cabo de un rato, repitió ciento quince. A su alrededor el agua era del color de una esmeralda. Entonces vio, por encima de su cabeza, una grieta que se abría en la roca. Por allí entraba el sol y permitía ver la roca lisa, oscura, del túnel, la concha de un mejillón y delante la oscuridad.

       Estaba al límite de sus fuerzas. Miró hacia arriba, a la grieta, como si contuviera aire en vez de agua, como si pudiera acercar su boca a ella y sorber el aire. Ciento quince, se oyó decir a sí mismo en su mente; aunque ya lo había dicho hacía rato. Debía avanzar en la oscuridad o se ahogaría. Se le estaba hinchando la cabeza, los pulmones se le desgarraban. Ciento quince, ciento quince, retumbaba en su cabeza, y se agarraba débilmente a las rocas en la oscuridad, empujándose hacia delante, dejando atrás el pequeño espacio de agua iluminada por el sol. Sentía que se estaba muriendo. Estaba a punto de perder la conciencia. Luchó en la oscuridad, ya en medio de intervalos de inconsciencia. Un dolor terrible, cada vez más intenso, le azotaba la cabeza, y en ese momento la oscuridad se quebró en un estallido de luz verde. Sus manos, a tientas, no dieron con nada; sus pies, a patadas, lo impulsaron hacia el mar abierto.

       Se quedó flotando en la superficie, con el rostro vuelto hacia el cielo. Boqueaba como un pez. Le dio la sensación de que se iba a hundir y se ahogaría; casi no podía nadar los pocos metros que lo separaban de la roca. Cuando lo logró se quedó tumbado boca abajo, jadeando. No podía ver nada salvo una mancha de oscuridad surcada de venas rojas. Pensó que se le habían reventado los ojos; estaban llenos de sangre. Se arrancó las gafas y una gota de sangre cayó al mar. Le sangraba la nariz y las gafas estaban llenas de sangre.

       Recogió, haciendo un cuenco con las manos, agua para echársela a la cara, y no sabía si el sabor que notaba era el de la sangre o el de la sal. Después de un rato su corazón se calmó, se le aclaró la vista y logró incorporarse. Podía ver a los muchachos del pueblo zambulléndose y jugando a unos cientos de metros de allí. No quería estar con ellos. No quería otra cosa que volver a casa y tumbarse.

       Al cabo de poco rato, Jerry nadó hacia la orilla y subió lentamente por el camino hacia la casa. Se echó en su cama y se quedó dormido, y se despertó al oír pasos fuera. Su madre regresaba. Se precipitó al cuarto de baño, pensando que ella no debía verlo con restos de sangre, o de lágrimas, en la cara. Salió del baño y se encontró con su madre cuando entraba en la casa, sonriente, con los ojos iluminados.

       —¿Te lo has pasado bien esta mañana? —le preguntó, mientras apoyaba un instante la mano sobre su hombro moreno y cálido.

       —Oh, sí, gracias —respondió él.

       —Estás un poco pálido. —Y luego dijo, en tono cortante y angustiado—: ¿Con qué te has golpeado la cabeza?

       —Oh, es solo un golpe —le contestó.

       Ella lo miró más de cerca. Él estaba tenso; tenía los ojos vidriosos. Ella se inquietó. Y entonces se dijo: ¡Oh, no es para tanto! No puede ocurrirle nada. Nada como un pez.

       Comieron juntos.

       —Mamá —le dijo—, puedo aguantar debajo del agua dos, tres minutos. —Le salió de dentro de pronto.

       —¿Ah, sí, cariño? —contestó ella—. Bueno, no deberías pasarte. Me parece que ya está bien de nadar por hoy.

       Estaba lista para una disputa de voluntades, pero él cedió al instante. Ir a la cala ya no tenía la más mínima importancia.

Relatos para adultos

Si te gustan los relatos para adultos, te recomiendo La mandarina de Ryunosuke Akutagawa.

miércoles, 5 de febrero de 2025

La mandarina, uno de los mejores cuentos de Ryunosuke Akutagawa

Ryūnosuke Akutagawa

A continuación, te presento "La mandarina", un cuento para adultos de Ryūnosuke Akutagawa, junto con su resumen y análisis. Además, si quieres escucharlo, puedes visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

Ryūnosuke Akutagawa fue un destacado escritor japonés, reconocido como uno de los más influyentes en la literatura moderna de Japón. Este cuento es maravilloso, y espero que lo disfrutes tanto como yo al narrarlo.

Resumen

Un hombre apresurado viaja en tren y desprecia a una joven campesina que entra en su vagón. Sin embargo, al ver su gesto de amor al lanzar mandarinas a sus hermanos como despedida, experimenta una inesperada sensación de alegría y redescubrimiento de la belleza en lo simple.

La mandarina

Fue un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar, con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que viniera a despedirse, y solo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y hastío inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos.

 

Pronto sonó el silbato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás según la marcha del tren. Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años, acompañada por los insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una fuerte sacudida. Las columnas pasaban ante la vista una tras otra, el vagón portador de agua permanecía en otra vía como abandonado, el cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero —todo esto se quedó a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso que golpeaba la ventana. Con la serenidad recobrada, encendí un tabaco mientras abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la muchachilla, ahora sentada frente a mí.

 

Se trataba de una típica provinciana con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de ginkgo, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, raspadas por la sequedad, que se sonrojaban en exceso, a punto de repugnar. Tenía un pañuelo grande envuelto sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda de lana color amarillo rojizo. Entre las manos hinchadas con sabañones que sostenían el pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera clase, empuñado con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachilla y me desagradó su vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su insensatez de ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el tabaco encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para olvidarme de su presencia. De inmediato, el rayo solar que caía sobre los artículos se esfumó de repente para ceder el sitio a la luz eléctrica, que resaltó en un extraño relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante mis ojos. El tren atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban la línea Yokosuka.

 

Un recorrido fugaz bajo la luz artificial fue suficiente para darme cuenta de que había demasiados sucesos banales en el mundo para aligerar mi mente deprimida. El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, artículos necrológicos —pasé una revista maquinal de todas esas columnas desérticas mientras se me alteró momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por el túnel. Durante todo este tiempo, nunca pude borrar de mi conciencia a la muchachilla que se sentaba al frente como si encarnara la sociedad vulgar. El tren que se desplazaba en la penumbra, la muchachilla provinciana y el periódico vespertino, repleto de noticias ordinarias —esta triple alianza no era sino un símbolo para mí: símbolo que representaba lo tedioso de la vida humana. Harto de todo, dejé al lado el periódico que iba a leer, y cerré los ojos como un muerto para tratar de conciliar el sueño con la cabeza recargada de nuevo contra el marco de la ventana.

 

Así pasaron algunos minutos. Sintiéndome amenazado por algo desconocido, recorrí con la mirada al rededor y me di cuenta de que la muchachilla, que se había pasado con celeridad al asiento ubicado a mi lado, forcejeaba con la ventana para abrirla. El vidrio era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con las mejillas cuarteadas, aún más sonrojadas, la muchachilla resollaba sin voz, haciendo sonar la nariz de cuando en cuando. Mientras escuchaba su respiración agitada, no pude evitar cierta conmoción ante la escena, pero no entendí por qué a la muchachilla se le ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, al juzgar por la cercanía de las laderas cubiertas por las matas marchitas que reverberaban bajo la luz crepuscular, el tren no demoraría en entrar de nuevo al túnel. Convencido de que la muchachilla lo hacía solo por capricho, guardé sentimientos sañudos en mi interior y permanecí impasible, casi con un secreto deseo de frustrar su intento, observando esas manos con sabañones que se desesperaban por bajar la ventana. Pronto el tren entró al túnel con un clamor estruendoso y, al mismo tiempo, la ventana al fin bajó cediendo ante la fuerza de la muchachilla. Del marco rectangular irrumpió un aire negro, cargado de hollín, que no tardó en invadir todo el vagón con humo asfixiante. Delicado de la garganta desde antes, tuve un terrible ataque de tos ante la afluencia polvosa que me acometió en el rostro, sin tener tiempo siquiera para taparme la boca con el pañuelo. Sin un asomo de preocupación por mí, la muchachilla sacó la cabeza de la ventana y dirigió su mirada hacia adelante con el cabello peinado en forma de ginkgo ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla sin piedad para forzarla a cerrar la ventana en el mismo instante en que la enfoqué bajo la lámpara ensuciada por el hollín, controlando a duras penas la tos, fue porque se filtró, con el cambio repentino de luz que iluminó el paisaje exterior, el aire fresco con olor a tierra, matas y agua.

 

Ahora, el tren, que ya había dejado atrás el túnel, iba pasando por un crucero de arrabal, situado entre una colina y unas pilas de heno. Ahí cerca se apretujaban en desorden casas miserables con techos de tejas y pajas, y una bandera flameaba lánguida con reflejo del atardecer, quizá siguiendo el movimiento acompasado del guardabarreras. Apenas sentí el alivio de haber sobrepasado el túnel, distinguí, al otro lado de la barrera tétrica, tres niños con mejillas sonrojadas, alineados en una fila apretada. Todos eran bajos de estatura, como si se hubieran encogido bajo el cielo nublado, y vestían de manera sombría, casi como el paisaje de ese barrio anonadado. Con las miradas alzadas para observar la marcha del tren, los niños levantaron las manos al unísono y gritaron palabras incoherentes a voz en cuello, mostrando sus campanillas inocentes. En ese mismo instante, la muchachilla, que había permanecido con la cabeza fuera de la ventana, extendió de pronto los brazos para sacudirlos con brío a diestra y siniestra, y lanzó una media docena de mandarinas, que resplandecieron en el aire con calidez del sol primaveral, como para levantar el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños alborotados. Me quedé sin respiración y comprendí todo de inmediato; la muchachilla, que iba a trabajar de sirvienta doméstica en alguna casa lejana, agradeció la despedida ardorosa de sus hermanos al lanzarles unas cuantas mandarinas que había guardado en su seno.

 

El crucero de arrabal, teñido por el crepúsculo, los tres niños que lanzaron alaridos de pájaro, y el color fresco de las mandarinas que revolotearon sobre sus cabezas —esta escena se disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana del tren, pero se quedó grabada en mi mente con una nitidez elegiaca. Y sentí surgir desde el fondo de mi alma un júbilo misterioso, nunca antes experimentado. Irguiendo la cabeza con resolución, escudriñé el rostro de la muchachilla como si fuera otra persona. Sentada de nuevo al frente, la niña seguía asiendo el billete de su pasaje de tercera clase en su puño cerrado, con las mismas mejillas raspadas, sumergidas en la bufanda de lana color amarillo rojizo…

 

En ese momento, logré olvidarme, aunque fuera de manera efímera, tanto de mi fatiga y hastío como de esta vida incomprensible, vulgar y tediosa, por primera vez en muchos años.

 

Análisis

El cuento muestra como los prejuicios pueden cegarnos y limitarnos, pero pequeños actos de bondad pueden transformar nuestra percepción del mundo, dando un significado nuevo y esperanzador a la vida. 


Otros cuentos…

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo otros cuentos maravillosos de este escritor. También te sugiero explorar la obra de otro destacado escritor japonés, Haruki Murakami

lunes, 3 de febrero de 2025

10 cuentos y relatos para adultos IMPACTANTES que no puedes perderte

 

Aniversario del canal de YouTube, Carla Narraciones

¡Atención, amantes de los relatos y cuentos para adultos!

El 14 de febrero, el canal cumple cuatro años de su existencia, y para celebrarlo, me gustaría compartir con vosotros los 10 cuentos y relatos para adultos que más me han impactado hasta ahora

10 cuentos y relatos para adultos que no puedes perderte.   

En el primer puesto EL LOBO DE HERMANN HESSE. El cuento narra la lucha de una manada de lobos por sobrevivir durante un invierno implacable en las montañas. Esta obra simboliza la lucha solitaria y desesperada por la supervivencia frente a las fuerzas implacables de la naturaleza y la humanidad.

En el segundo, EL HOMBRE DE HIELO DE HARUKI MURAKAMI. En este cuento, al igual que Kafka, Haruki Murakami es capaz de contar los sucesos más inverosímiles con una espontaneidad que resultan creíbles. En esta historia se explora el tiempo, el amor y la soledad y aunque el amor sea el motor más fuerte del ser humano, no siempre es suficiente, puesto que existen otros factores que debemos tener en cuenta para ser felices. 

En el tercer puesto OJOS DE PERRO AZUL DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. En este relato, un hombre y una mujer se encuentran repetidamente en sus sueños, utilizando la frase “Ojos de perro azul” para reconocerse. En esta obra se explora la fugacidad de los sueños y el deseo de encontrar una conexión real en un mundo donde lo onírico y lo tangible están en constante conflicto.

En el cuarto EL RAYO DE LUNA DE GUSTAVO ADOLFO BECQUER. En este cuento de Gustavo Adolfo Bécquer, narra la historia de un noble solitario y soñador, quien vive en un castillo en Soria y prefiere la compañía de sus propias ensoñaciones a la vida real. En esta obra se explora la condición humana a través de la obsesiva búsqueda por un amor idealizado, que finalmente se revela como una ilusión inalcanzable.

En el quinto puesto EL TAPIZ AMARILLO DE CHARLOTTE PERKINS GILMAN"El tapiz amarillo" relata la historia de una mujer que debe vivir encerrada en su habitación, sufriendo una tediosa enfermedad. La historia se presenta como una clara alegoría de las consecuencias de la represión femenina. El descenso de una mujer a la locura como resultado de las restricciones patriarcales.

En el sexto EL ÁRBOL DE ELENA GARRO. Narra el encuentro entre dos mujeres y sus perspectivas distintas de una misma realidad y pone de relieve las rígidas jerarquías sociales invitándonos a reflexionar sobre las dinámicas de poder y desigualdad presentes en la sociedad.

En el séptimo puesto LA FALSA LOCURA DE ALONSO QUIJANO DE JOSÉ SARAMAGO. En este minicuento, el protagonista finge su locura como un medio para alcanzar la libertad y romper con la monotonía de la realidad. Saramago plantea en este cuento una reinterpretación del personaje cervantino desde una perspectiva filosófica y existencialista. En el cuento se destaca que, para aspirar a la libertad, quizás sea importante redefinir nuestra percepción del mundo y desafiar los límites, creando nuestra propia narrativa para disfrutar de la vida.

En el octavo puesto CANCIÓN DE LA DANZARINA DE COLETTE. Canción de la danzarina narra la historia de una mujer que, sin proponérselo, es vista como una danzarina por el hombre que la contempla. En esta obra se explora la percepción del cuerpo femenino y la mirada masculina que lo transforma en objeto de deseo y admiración.

En el noveno UN ARTISTA DEL TRAPECIO DE KAFKA. Este es un cuento que trata sobre un joven trapecista tan dedicado a su profesión, que permanece día y noche en las alturas del circo, practicando o descansando sobre su trapecio. Desde mi punto de vista esta obra puede interpretarse como la ascensión y caída del ego, en el sentido de que el protagonista, a pesar de haber conseguido el éxito, se encuentra en un lugar efímero y solitario.

Finalmente, en el décimo puesto CANARIOS DE ELENA PONIATOWSKA. El cuento narra la relación de la protagonista con dos canarios enjaulados. En este cuento se reflexiona sobre el sentido de la existencia y sobre cómo los momentos más simples pueden ser transformadores, dando un significado nuevo a la vida en medio de la aparente rutina. 


Obras inolvidables 

Seguro que me dejo muchos más en el tintero, pero así es cuando hay que elegir solo diez. Cada una de estas obras son inolvidables, que me han hecho vibrar, emocionarme y sumergirme en mundos únicos. Espero que tú también las disfrutes. 


 


 

La grieta, relato para adultos de Cristina Peri Rossi

  El simbolismo de la duda en La grieta de Cristina Peri Rossi A continuación, te presento La grieta , un cuento para adultos de Cristina ...