Gabriel García Márquez
A continuación, te presento un
cuento para adultos de Gabriel García Márquez, también puedes escucharlo en mi
canal de YouTube, Carla Narraciones.
El cuento "La siesta del
martes" de Gabriel García Márquez narra el viaje de una madre y su hija a
un pequeño pueblo bajo un calor sofocante para visitar la tumba de Carlos
Centeno, el hijo de la mujer, quien fue asesinado al intentar robar una casa.
Durante el trayecto en tren y su llegada al pueblo, se resalta la pobreza y
dignidad de la madre, así como el juicio silencioso de la comunidad. Al llegar
a la casa cural, la mujer exige ver al sacerdote, quien, sorprendido por su
actitud serena y firme, le entrega las llaves del cementerio. Sin embargo, la
noticia de su presencia se esparce rápidamente, y al salir, la multitud las
observa con morbo y desaprobación, mostrando la frialdad y el prejuicio del
pueblo. A pesar de la tensión y la sugerencia del sacerdote de esperar para
evitar la exposición, la madre decide salir con la cabeza en alto, sosteniendo
a su hija de la mano, demostrando su dignidad y fortaleza frente a la
adversidad.
"La siesta del martes"
es un cuento sobre la dignidad, la pobreza y el juicio social. A través de la
historia de una madre que, con serenidad y orgullo, viaja a un pueblo hostil
para visitar la tumba de su hijo, Gabriel García Márquez muestra la
indiferencia y el prejuicio de la sociedad hacia los más desfavorecidos. La
madre, a pesar de la pobreza y la mirada crítica del pueblo, nunca pierde su
compostura ni se avergüenza de su hijo, enfatizando su amor incondicional y su
fortaleza. La historia también critica la moralidad superficial de la
comunidad, que juzga sin conocer las circunstancias de esa familia.
La siesta del martes
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las
plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y
no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la
ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había
carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino,
intempestivos espacios sin sembrar, había ventiladores eléctricos, campamentos
de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas,
entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no
había empezado el calor.
—Es mejor que subas el vidrio —dijo la
mujer—. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la
persiana estaba bloqueada por óxido.
Eran los únicos pasajeros en el escueto
vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la
ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos
que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de
flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada
de la ventanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y
pobre.
La niña tenía doce años y era la primera
vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de
las venas azules en los párpados y del cuerpo pequeño, blando y sin formas, en
un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente
apoyada contra el espaldar del asiento, sosteniendo en el regazo con ambas
manos una cartera de charol desconchado. Tenía la serenidad escrupulosa de la
gente acostumbrada a la pobreza.
A las doce había empezado el calor. El
tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de
agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un
aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin
curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con
casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se
hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios
sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre la
esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bollo de maíz y una
galleta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración
igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y
pasó de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en éste había una
multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol
aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez,
terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
—Ponte los zapatos —dijo.
La niña miró hacia el exterior. No vio
nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo,
pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los
zapatos. La mujer le dio la peineta.
—Péinate —dijo.
El tren empezó a pitar mientras la niña
se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la
cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las
primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
—Si tienes ganas de hacer algo, hazlo
ahora —dijo la mujer—. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua
en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la
ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la
locomotora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló la bolsa con
el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen
total del pueblo, en el luminoso martes de agosto, resplandeció en la
ventanilla. La niña envolvió las flores en los periódicos empapados, se apartó
un poco más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolvió una
expresión apacible. El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento
después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro
lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto
el salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña
descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas
empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta
la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiado
por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas,
la escuela municipal, se cerraban desde las once y no oían a abrirse hasta un
poco antes d e las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían
abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la
oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría
construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas
cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus
habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de
los almendros y hacían la siesta en plena calle.
Buscando siempre la protección de los
almendros la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta.
Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica
de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un
ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de
una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: «¿Quién
es?». La mujer trató de ver a través de la red metálica.
—Necesito al padre —dijo.
—Ahora está durmiendo.
—Es urgente —insistió la mujer.
Su voz tenía una tenacidad reposada.
La puerta Se entreabrió sin ruido y
apareció una mujer madura y regordeta, de cutis muy pálido y cabellos color de
hierro. Los ojos parecían demasiado pequeños detrás de los gruesos cristales de
los lentes.
—Sigan —dijo, y acabó de abrir la
puerta.
Entraron, en una sala impregnada de un
viejo olor de flores. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño de madera
y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo, pero su madre permaneció
de pie, absorta, con la cartera apretada en las dos manos. No se percibía
ningún ruido detrás del ventilador eléctrico.
La mujer de la casa apareció en la
puerta del fondo.
—Dice que vuelvan después de las tres
—dijo en voz muy baja—. Se acostó hace cinco minutos.
—El tren se va a las tres y media —dijo
la mujer.
Fue una réplica breve y segura, pero la
voz seguía siendo apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonrió por
primera vez.
—Bueno —dijo.
Cuando la puerta del fondo volvió a
cerrarse la mujer se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era
pobre, ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de madera que dividía la
habitación, había una mesa de trabajo, sencilla, con un tapete de hule, y
encima de la mesa una máquina de escribir primitiva junto a un vaso con flores.
Detrás estaban los archivos parroquiales. Se notaba que era un despacho
arreglado por una mujer soltera.
La puerta del fondo se abrió y esta vez
apareció el sacerdote limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se los
puso pareció evidente que era hermano de la mujer que había abierto la puerta.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó.
—Las llaves del cementerio —dijo la
mujer.
La niña estaba sentada con las flores en
el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después
miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo
brillante y sin nubes.
—Con este calor —dijo—. Han podido
esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. El
sacerdote pasó del otro lado de la baranda, extrajo del armario un cuaderno
forrado de hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentó a la mesa. El pelo
que le faltaba en la cabeza le sobraba en las manos.
—¿Qué tumba van a visitar? —preguntó.
—La de Carlos Centeno —dijo la mujer.
—¿Quién?
—Carlos Centeno —repitió la mujer. El
padre siguió sin entender.
—Es el ladrón que mataron aquí la semana
pasada —dijo la mujer en el mismo tono—. Yo soy su madre.
El sacerdote la escrutó. Ella lo miró
fijamente, con un dominio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza para
escribir. A medida que llenaba la hoja pedía a la mujer los datos de su
identidad, y ella respondía sin vacilación, con detalles precisos, como si
estuviera leyendo. El padre empezó a sudar. La niña se desabotonó la trabilla
del zapato izquierdo, se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo
lo mismo con el derecho.
Todo había empezado el lunes de la
semana anterior, a las tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La
señora Rebeca, una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches,
sintió a través del rumor de la llovizna que alguien trataba de forzar desde
afuera la puerta de la calle. Se levantó, buscó a tientas en el ropero un
revólver arcaico que nadie había disparado desde los tiempos del coronel
Aureliano Buendía, y fue a la sala sin encender las luces. Orientándose no
tanto por el ruido de la cerradura como por un terror desarrollado en ella por
28 años de soledad, localizó en la imaginación no sólo el sitio donde estaba la
puerta sino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma con las dos manos,
cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la primera vez en su vida que disparaba
un revólver. Inmediatamente después de la detonación no sintió nada más que el
murmullo de la llovizna en el techo de cinc. Después percibió un golpecito
metálico en el andén de cemento y una voz muy baja, apacible, pero
terriblemente fatigada: «Ay, mi madre». El hombre que amaneció muerto frente a
la casa, con la nariz despedazada, vestía una franela a rayas de colores, un
pantalón ordinario con una soga en lugar de cinturón, y estaba descalzo. Nadie
lo conocía en el pueblo.
—De manera que se llamaba Carlos Centeno
—murmuró el padre cuando acabó de escribir.
—Centeno Ayala —dijo la mujer—. Era el
único varón.
El sacerdote volvió al armario. Colgadas
de un clavo en el, interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadas,
como la niña imaginaba y como imaginaba la madre cuando era niña y como debió
imaginar el propio sacerdote alguna vez que eran las llaves de San Pedro. Las
descolgó, las puso en el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el
índice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.
—Firme aquí.
La mujer garabateó su nombre,
sosteniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores, se dirigió a
la baranda arrastrando los zapatos y observó atentamente a su madre.
El párroco suspiró.
—¿Nunca trató de hacerlo entrar por el
buen camino?
La mujer contestó cuando acabó de
firmar.
—Era un hombre muy bueno.
El sacerdote miró alternativamente a la
mujer y a la niña y comprobó con una especie de piadoso estupor que no estaban
a punto de llorar. La mujer continuó inalterable:
—Yo le decía que nunca robara nada que
le hiciera falta a alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes,
cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postrado por los golpes.
—Se tuvo que sacar todos los dientes
—intervino la niña.
—Así es —confirmó la mujer—. Cada bocado
que me comía en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijo los
sábados a la noche.
—La voluntad de Dios es inescrutable
—dijo el padre.
Pero lo dijo sin mucha convicción, en
parte porque la experiencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte por
el calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza para evitar la insolación.
Les indicó bostezando y ya casi completamente dormido, cómo debían hacer para
encontrar la tumba de Carlos Centeno. Al regreso no tenían que tocar. Debian
meter la llave por debajo de la puerta, y poner allí mismo, si tenían, una
limosna para la Iglesia. La mujer escuchó las explicaciones con atención, pero dio
las gracias sin sonreír.
Desde antes de abrir la puerta de la
calle el padre se dio cuenta de que había alguien mirando hacia adentro, las
narices aplastadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuando la
puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. A esa hora, de
ordinario, no había nadie en la calle. Ahora no sólo estaban los niños. Había
grupos bajo los almendros. El padre examinó la calle distorsionada por la
reverberación, y entonces comprendió. Suavemente volvió a cerrar la puerta.
—Esperen un minuto —dijo, sin mirar a la
mujer.
Su hermana apareció en la puerta del
fondo, con una chaqueta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto en
los hombros. Miró al padre en silencio.
—¿Qué fue? —preguntó él.
—La gente se ha dado cuenta.
—Es mejor que salgan por la puerta del
patio —dijo el padre.
—Da lo mismo —dijo su hermana—. Todo el
mundo está en las ventanas.
La mujer parecía no haber comprendido
hasta entonces. Trató de ver la calle a través de la red metálica. Luego le
quitó el ramo de flores a la niña y empezó a moverse hacia la puerta. La niña
la siguió.
—Esperen a que baje el sol —dijo el
padre.
—Se van a derretir —dijo su hermana,
inmóvil en el fondo de la sala—. Espérense y les presto una sombrilla.
—Gracias —replicó la mujer—. Así vamos
bien.
Tomó a la niña de la mano y salió a la
calle.
Cuentos en YouTube
Reynol Pérez
Si te gusta este género
literario, te recomiendo Un paseo por el bosque de Reynol Pérez.