miércoles, 5 de febrero de 2025

La mandarina, uno de los mejores cuentos de Ryunosuke Akutagawa

Ryūnosuke Akutagawa

A continuación, te presento "La mandarina", un cuento para adultos de Ryūnosuke Akutagawa, junto con su resumen y análisis. Además, si quieres escucharlo, puedes visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones.

Ryūnosuke Akutagawa fue un destacado escritor japonés, reconocido como uno de los más influyentes en la literatura moderna de Japón. Este cuento es maravilloso, y espero que lo disfrutes tanto como yo al narrarlo.

Resumen

Un hombre apresurado viaja en tren y desprecia a una joven campesina que entra en su vagón. Sin embargo, al ver su gesto de amor al lanzar mandarinas a sus hermanos como despedida, experimenta una inesperada sensación de alegría y redescubrimiento de la belleza en lo simple.

La mandarina

Fue un día nublado de invierno. Yo esperaba distraído el silbato de partida, arrinconado en un asiento de segunda clase de la línea Yokosuka con rumbo a Tokio. Extrañamente, no había ningún otro pasajero dentro del vagón, que ya se había iluminado con luz eléctrica desde hacía mucho tiempo. Más extraño todavía, pude confirmar, con un vistazo al exterior, que en la plataforma tampoco había una sombra de gente que viniera a despedirse, y solo distinguí a cierta distancia un perrito enjaulado que ladraba de cuando en cuando de tristeza. Era un paisaje que se sintonizaba, como una obra de magia, con mi estado emocional; un cansancio y hastío inexpresable se anclaba con todo su peso como una nube oscura que anuncia la inminente caída de la nieve. Yo permanecía inmóvil con las dos manos en los bolsillos de la gabardina, sin ánimo para sacar el periódico vespertino que tenía guardado en uno de ellos.

 

Pronto sonó el silbato. Sintiendo un alivio con la cabeza recargada contra el marco de la ventana, me preparé sin emoción alguna a contemplar el retroceso de la plataforma que iba a dejar atrás según la marcha del tren. Antes, sin embargo, se escucharon unas pisadas estrepitosas que se acercaban a la portilla, y en seguida se abrió con brusquedad la puerta de mi vagón de segunda clase para permitir la entrada precipitosa de una muchachilla de trece o catorce años, acompañada por los insultos del conductor. Casi simultáneamente, el tren comenzó a moverse con una fuerte sacudida. Las columnas pasaban ante la vista una tras otra, el vagón portador de agua permanecía en otra vía como abandonado, el cargador de maletas le agradecía la propina a algún pasajero —todo esto se quedó a mis espaldas, no sin cierto rencor, envuelto en el humo polvoso que golpeaba la ventana. Con la serenidad recobrada, encendí un tabaco mientras abría al fin los párpados aletargados para observar de una ojeada a la muchachilla, ahora sentada frente a mí.

 

Se trataba de una típica provinciana con el cabello sin brillo, peinado en forma de hoja de ginkgo, y exhibía una cicatriz horizontal en las mejillas, raspadas por la sequedad, que se sonrojaban en exceso, a punto de repugnar. Tenía un pañuelo grande envuelto sobre las rodillas, de las cuales colgaba sin peso una bufanda de lana color amarillo rojizo. Entre las manos hinchadas con sabañones que sostenían el pañuelo envuelto, se veía un billete rojo, el pasaje de tercera clase, empuñado con fuerza. No me gustó el rostro vulgar de la muchachilla y me desagradó su vestimenta sucia, además de la irritación que me originó su insensatez de ocupar un asiento de segunda con el pasaje de tercera. Con el tabaco encendido, decidí sin ganas extender el periódico sobre las piernas para olvidarme de su presencia. De inmediato, el rayo solar que caía sobre los artículos se esfumó de repente para ceder el sitio a la luz eléctrica, que resaltó en un extraño relieve las letras mal impresas de algunas columnas ante mis ojos. El tren atravesaba el primero de los tantos túneles que interceptaban la línea Yokosuka.

 

Un recorrido fugaz bajo la luz artificial fue suficiente para darme cuenta de que había demasiados sucesos banales en el mundo para aligerar mi mente deprimida. El tratado de paz, nuevos matrimonios, casos de corrupción, artículos necrológicos —pasé una revista maquinal de todas esas columnas desérticas mientras se me alteró momentáneamente el sentido de orientación al avanzar por el túnel. Durante todo este tiempo, nunca pude borrar de mi conciencia a la muchachilla que se sentaba al frente como si encarnara la sociedad vulgar. El tren que se desplazaba en la penumbra, la muchachilla provinciana y el periódico vespertino, repleto de noticias ordinarias —esta triple alianza no era sino un símbolo para mí: símbolo que representaba lo tedioso de la vida humana. Harto de todo, dejé al lado el periódico que iba a leer, y cerré los ojos como un muerto para tratar de conciliar el sueño con la cabeza recargada de nuevo contra el marco de la ventana.

 

Así pasaron algunos minutos. Sintiéndome amenazado por algo desconocido, recorrí con la mirada al rededor y me di cuenta de que la muchachilla, que se había pasado con celeridad al asiento ubicado a mi lado, forcejeaba con la ventana para abrirla. El vidrio era tan pesado que apenas lograba mover el marco. Con las mejillas cuarteadas, aún más sonrojadas, la muchachilla resollaba sin voz, haciendo sonar la nariz de cuando en cuando. Mientras escuchaba su respiración agitada, no pude evitar cierta conmoción ante la escena, pero no entendí por qué a la muchachilla se le ocurrió forzar la ventana cerrada. Era obvio, al juzgar por la cercanía de las laderas cubiertas por las matas marchitas que reverberaban bajo la luz crepuscular, el tren no demoraría en entrar de nuevo al túnel. Convencido de que la muchachilla lo hacía solo por capricho, guardé sentimientos sañudos en mi interior y permanecí impasible, casi con un secreto deseo de frustrar su intento, observando esas manos con sabañones que se desesperaban por bajar la ventana. Pronto el tren entró al túnel con un clamor estruendoso y, al mismo tiempo, la ventana al fin bajó cediendo ante la fuerza de la muchachilla. Del marco rectangular irrumpió un aire negro, cargado de hollín, que no tardó en invadir todo el vagón con humo asfixiante. Delicado de la garganta desde antes, tuve un terrible ataque de tos ante la afluencia polvosa que me acometió en el rostro, sin tener tiempo siquiera para taparme la boca con el pañuelo. Sin un asomo de preocupación por mí, la muchachilla sacó la cabeza de la ventana y dirigió su mirada hacia adelante con el cabello peinado en forma de ginkgo ondulando en el aire oscuro. Si no llegué a regañarla sin piedad para forzarla a cerrar la ventana en el mismo instante en que la enfoqué bajo la lámpara ensuciada por el hollín, controlando a duras penas la tos, fue porque se filtró, con el cambio repentino de luz que iluminó el paisaje exterior, el aire fresco con olor a tierra, matas y agua.

 

Ahora, el tren, que ya había dejado atrás el túnel, iba pasando por un crucero de arrabal, situado entre una colina y unas pilas de heno. Ahí cerca se apretujaban en desorden casas miserables con techos de tejas y pajas, y una bandera flameaba lánguida con reflejo del atardecer, quizá siguiendo el movimiento acompasado del guardabarreras. Apenas sentí el alivio de haber sobrepasado el túnel, distinguí, al otro lado de la barrera tétrica, tres niños con mejillas sonrojadas, alineados en una fila apretada. Todos eran bajos de estatura, como si se hubieran encogido bajo el cielo nublado, y vestían de manera sombría, casi como el paisaje de ese barrio anonadado. Con las miradas alzadas para observar la marcha del tren, los niños levantaron las manos al unísono y gritaron palabras incoherentes a voz en cuello, mostrando sus campanillas inocentes. En ese mismo instante, la muchachilla, que había permanecido con la cabeza fuera de la ventana, extendió de pronto los brazos para sacudirlos con brío a diestra y siniestra, y lanzó una media docena de mandarinas, que resplandecieron en el aire con calidez del sol primaveral, como para levantar el ánimo, antes de caer una tras otra encima de los niños alborotados. Me quedé sin respiración y comprendí todo de inmediato; la muchachilla, que iba a trabajar de sirvienta doméstica en alguna casa lejana, agradeció la despedida ardorosa de sus hermanos al lanzarles unas cuantas mandarinas que había guardado en su seno.

 

El crucero de arrabal, teñido por el crepúsculo, los tres niños que lanzaron alaridos de pájaro, y el color fresco de las mandarinas que revolotearon sobre sus cabezas —esta escena se disipó en un abrir y cerrar de ojos tras la ventana del tren, pero se quedó grabada en mi mente con una nitidez elegiaca. Y sentí surgir desde el fondo de mi alma un júbilo misterioso, nunca antes experimentado. Irguiendo la cabeza con resolución, escudriñé el rostro de la muchachilla como si fuera otra persona. Sentada de nuevo al frente, la niña seguía asiendo el billete de su pasaje de tercera clase en su puño cerrado, con las mismas mejillas raspadas, sumergidas en la bufanda de lana color amarillo rojizo…

 

En ese momento, logré olvidarme, aunque fuera de manera efímera, tanto de mi fatiga y hastío como de esta vida incomprensible, vulgar y tediosa, por primera vez en muchos años.

 

Análisis

El cuento muestra como los prejuicios pueden cegarnos y limitarnos, pero pequeños actos de bondad pueden transformar nuestra percepción del mundo, dando un significado nuevo y esperanzador a la vida. 


Otros cuentos…

Si te gustan los cuentos para adultos, te recomiendo otros cuentos maravillosos de este escritor. También te sugiero explorar la obra de otro destacado escritor japonés, Haruki Murakami

lunes, 3 de febrero de 2025

10 cuentos y relatos para adultos IMPACTANTES que no puedes perderte

 

Aniversario del canal de YouTube, Carla Narraciones

¡Atención, amantes de los relatos y cuentos para adultos!

El 14 de febrero, el canal cumple cuatro años de su existencia, y para celebrarlo, me gustaría compartir con vosotros los 10 cuentos y relatos para adultos que más me han impactado hasta ahora

10 cuentos y relatos para adultos que no puedes perderte.   

En el primer puesto EL LOBO DE HERMANN HESSE. El cuento narra la lucha de una manada de lobos por sobrevivir durante un invierno implacable en las montañas. Esta obra simboliza la lucha solitaria y desesperada por la supervivencia frente a las fuerzas implacables de la naturaleza y la humanidad.

En el segundo, EL HOMBRE DE HIELO DE HARUKI MURAKAMI. En este cuento, al igual que Kafka, Haruki Murakami es capaz de contar los sucesos más inverosímiles con una espontaneidad que resultan creíbles. En esta historia se explora el tiempo, el amor y la soledad y aunque el amor sea el motor más fuerte del ser humano, no siempre es suficiente, puesto que existen otros factores que debemos tener en cuenta para ser felices. 

En el tercer puesto OJOS DE PERRO AZUL DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. En este relato, un hombre y una mujer se encuentran repetidamente en sus sueños, utilizando la frase “Ojos de perro azul” para reconocerse. En esta obra se explora la fugacidad de los sueños y el deseo de encontrar una conexión real en un mundo donde lo onírico y lo tangible están en constante conflicto.

En el cuarto EL RAYO DE LUNA DE GUSTAVO ADOLFO BECQUER. En este cuento de Gustavo Adolfo Bécquer, narra la historia de un noble solitario y soñador, quien vive en un castillo en Soria y prefiere la compañía de sus propias ensoñaciones a la vida real. En esta obra se explora la condición humana a través de la obsesiva búsqueda por un amor idealizado, que finalmente se revela como una ilusión inalcanzable.

En el quinto puesto EL TAPIZ AMARILLO DE CHARLOTTE PERKINS GILMAN"El tapiz amarillo" relata la historia de una mujer que debe vivir encerrada en su habitación, sufriendo una tediosa enfermedad. La historia se presenta como una clara alegoría de las consecuencias de la represión femenina. El descenso de una mujer a la locura como resultado de las restricciones patriarcales.

En el sexto EL ÁRBOL DE ELENA GARRO. Narra el encuentro entre dos mujeres y sus perspectivas distintas de una misma realidad y pone de relieve las rígidas jerarquías sociales invitándonos a reflexionar sobre las dinámicas de poder y desigualdad presentes en la sociedad.

En el séptimo puesto LA FALSA LOCURA DE ALONSO QUIJANO DE JOSÉ SARAMAGO. En este minicuento, el protagonista finge su locura como un medio para alcanzar la libertad y romper con la monotonía de la realidad. Saramago plantea en este cuento una reinterpretación del personaje cervantino desde una perspectiva filosófica y existencialista. En el cuento se destaca que, para aspirar a la libertad, quizás sea importante redefinir nuestra percepción del mundo y desafiar los límites, creando nuestra propia narrativa para disfrutar de la vida.

En el octavo puesto CANCIÓN DE LA DANZARINA DE COLETTE. Canción de la danzarina narra la historia de una mujer que, sin proponérselo, es vista como una danzarina por el hombre que la contempla. En esta obra se explora la percepción del cuerpo femenino y la mirada masculina que lo transforma en objeto de deseo y admiración.

En el noveno UN ARTISTA DEL TRAPECIO DE KAFKA. Este es un cuento que trata sobre un joven trapecista tan dedicado a su profesión, que permanece día y noche en las alturas del circo, practicando o descansando sobre su trapecio. Desde mi punto de vista esta obra puede interpretarse como la ascensión y caída del ego, en el sentido de que el protagonista, a pesar de haber conseguido el éxito, se encuentra en un lugar efímero y solitario.

Finalmente, en el décimo puesto CANARIOS DE ELENA PONIATOWSKA. El cuento narra la relación de la protagonista con dos canarios enjaulados. En este cuento se reflexiona sobre el sentido de la existencia y sobre cómo los momentos más simples pueden ser transformadores, dando un significado nuevo a la vida en medio de la aparente rutina. 


Obras inolvidables 

Seguro que me dejo muchos más en el tintero, pero así es cuando hay que elegir solo diez. Cada una de estas obras son inolvidables, que me han hecho vibrar, emocionarme y sumergirme en mundos únicos. Espero que tú también las disfrutes. 


 


 

viernes, 31 de enero de 2025

El espejo, uno de los mejores cuentos de Haruki Murakami

 

Haruki Murakami

A continuación, te presento uno de los mejores cuentos de Haruki Murakami, El espejo, junto con su resumen y significado. Además, tienes la posibilidad de escuchar el cuento en mi canal de YouTube

Haruki Murakami es un escritor y traductor japonés, autor de novelas, relatos y ensayos. Sus libros han generado críticas positivas y obtenido numerosos premios, incluidos el Franz Kafka, el Mundial de Fantasía, el Jerusalén, el Hans Christian Andersen de Literatura y el Princesa de Asturias de las Letras.

El espejo

Desde hace un rato os oigo hablar de experiencias que habéis vivido y, no sé, a mí me da la impresión de que este tipo de relatos puede dividirse en ciertas categorías. En la primera categoría se encuentran aquellas historias donde el mundo de los vivos está en esta orilla y el de los muertos en la opuesta, pero existen unas fuerzas que hacen que, bajo determinadas circunstancias, pueda cruzarse de una orilla a la otra. Son las historias de fantasmas, por ejemplo. Otras historias se basan en la existencia de ciertos fenómenos o de ciertas facultades que trascienden el común conocimiento tridimensional del hombre. Me refiero a la videncia o a los presentimientos. Creo que, grosso modo, podríamos dividirlas en estos dos grupos. Pues bien, según he podido constatar, las experiencias de la gente, pertenezcan a una u otra categoría, se limitan a un solo ámbito. Es decir, las personas que ven fantasmas los ven con frecuencia, pero no tienen presentimientos, y las personas que sí tienen presentimientos no suelen ver fantasmas. Desconozco la razón de que esto sea así, pero es evidente que existen ciertas disposiciones personales al respecto. Vamos, al menos ésa es mi impresión. Luego, por supuesto, están los que no se encuadran en ninguna de ambas categorías. Yo, por ejemplo. Llevo viviendo más de treinta años, pero jamás he visto una aparición. Sueños premonitorios o presentimientos jamás los he tenido. Me ha sucedido que, encontrándome con dos amigos en el mismo ascensor, ellos han visto un fantasma y a mí se me ha pasado por alto. Mientras ellos dos veían a una mujer vestida con un traje chaqueta gris, de pie a mi lado, yo habría jurado que allí, mujer, no había ninguna. Que estábamos los tres solos. No miento. Y ellos no son de los que van tomándole el pelo a los amigos. En fin, ésta es una experiencia muy siniestra, pero no altera el hecho de que yo no haya visto jamás un fantasma. Ni se me ha parecido nunca un espíritu, ni tengo poder paranormal alguno. Vamos, que mi vida debe de ser terriblemente prosaica.

 

Sin embargo, una vez, una sola vez, me sentí tan aterrado que se me pusieron los pelos de punta. Hace ya más de diez años que pasó aquello, pero aún no se lo he contado a nadie. Incluso hablar de ello me causa terror. Me da la impresión de que, si lo menciono, volverá a ocurrir. Por eso me he callado hasta hoy. Pero esta noche todos habéis ido contando, por turno, experiencias aterradoras que habéis vivido y yo, como anfitrión, no puedo dar por finalizada la velada sin relataros, a mi vez, mi historia. Así que voy a atreverme a hablar de ello. ¡No, por favor! Ahorraos los aplausos. No creo que mi historia los merezca.

 

Tal como he dicho antes, ni he visto fantasmas ni tengo ningún poder paranormal. Así que es posible que mi historia os parezca poco terrorífica y que os decepcione. En fin, si es así, que así sea. Aquí la tenéis. Acabé el instituto a finales de la década de los sesenta, unos años turbulentos, ya lo sabéis; era, de pleno, la época de las luchas estudiantiles contra el sistema. También yo me vi arrastrado por aquella oleada, así que rehusé ingresar en la universidad y decidí vagar unos cuantos años por Japón, trabajando con mis propias manos. Creía que ése era el modo de vida correcto. En fin, cosas de la juventud. Ahora, cuando pienso en aquellos días, me parecen muy felices. Dejando aparte la cuestión de si aquél era el modo de vida correcto o equivocado, si volviera a nacer, posiblemente volvería a hacer lo mismo. Durante el otoño de mi segundo año errático trabajé un par de meses como vigilante nocturno en una escuela. En un instituto de una pequeña población de Niigata. Durante todo el verano había trabajado muy duro y me apetecía tomarme un respiro. Y hacer de vigilante nocturno no era un trabajo que deslomara a nadie. Durante el día me dejaban dormir en las dependencias de los bedeles y, por la noche, sólo tenía que dar dos rondas por el recinto de la escuela. En las horas que me quedaban libres escuchaba discos en la sala de música, leía en la biblioteca o jugaba al baloncesto en el gimnasio. Allí solo, por la noche, se estaba muy bien. ¿Que si tenía miedo? No, no. ¡Qué va! A los dieciocho o diecinueve años se desconoce el miedo.

 

Seguro que no habéis trabajado nunca de vigilante nocturno, así que, antes que nada, voy a explicaros un poco qué es lo que hay que hacer. Hay dos rondas de inspección, la primera a las nueve de la noche y la segunda a las tres de la madrugada. Así está establecido. La escuela era un edificio bastante nuevo, de hormigón, de tres plantas, y el número de aulas estaba sobre las dieciocho o veinte. No era muy grande. También estaban la sala de música, el aula de labores del ho-gar, el aula de dibujo y, además, la sala de profesores y el despacho del director. Aparte de las dependencias de la escuela estaban el comedor, la piscina, el gimnasio y el salón de actos. Y yo sólo tenía que darme una vuelta por allí. Eran veinte los puntos que tenía que inspeccionar, y yo iba de una dependencia a otra, echaba una ojeada y ponía con el bolígrafo «OK» en el papel. Sala de profesores: OK; Laboratorio: OK... Claro que habría podido quedarme tumbado en la habitación de los bedeles y haber ido marcando OK, OK en todas las casillas. Pero nunca descuidé mi trabajo hasta ese punto. En primer lugar, no requería un gran esfuerzo y, además, de haberse colado algún tipejo dentro, al pri-mero a quien hubiera sorprendido durmiendo habría sido a mí.

 

Así que, a las nueve de la noche y a las tres de la mañana, me hacía con una linterna grande y una espada de madera y recorría la escuela de una punta a la otra. Con la linterna en la mano izquierda y la espada en la derecha. En el instituto había practicado kendo y tenía gran confianza en mi habilidad. Mientras mi contrincante no fuera un profesional, no me daba miedo aunque llevase una auténtica espada japonesa. Hablo de aquella época, claro. Hoy, saldría corriendo. Era una noche ventosa de principios de octubre. No hacía frío. Más bien hacía calor. Desde el anochecer pululaban los mosquitos. A pesar de estar en otoño, recuerdo que había tenido que encender dos barritas de incienso para ahuyentar los mosquitos. El viento ululaba. Justo aquel día, la puerta de la piscina se había roto y golpeaba con furia agitada por el viento. Se me pasó por la cabeza arreglarla, pero estaba demasiado oscuro. Y la puerta estuvo toda la noche abriéndose y cerrándose con estrépito. En la ronda de las nueve no descubrí nada anormal. OK en los veinte puntos. Las puertas estaban cerradas con llave, todo estaba donde tenía que estar. Ninguna novedad. Volví a las dependencias de los bedeles, puse el despertador a las tres y me dormí Cuando el despertador sonó a las tres de la madrugada, me asaltó una extraña e indefinible sensación. No puedo explicarlo bien, pero me sentía raro. En concreto, no me apetecía levantarme. Era como si hubiera algo que estuviese anulando mi voluntad de incorporarme. A mí nunca me había costado levantarme de la cama, así que aquello me resultaba inconcebible. Con gran esfuerzo logré ponerme en pie y me dispuse a hacer la ronda. La puerta seguía golpeando con estrépito. No obstante me dio la sensación de que el sonido era distinto. Podían ser simples impresiones, ya lo sé, pero me sentía extraño en mi propia piel. «¡Qué raro! No me apetece nada hacer la ronda», pensé. Pero fui, claro está. Porque ya se sabe. En cuanto haces trampas una vez, ya no hay quien lo pare. Así que agarré la linterna y la espada de madera y salí de las dependencias de los bedeles. Era una noche odiosa. El viento soplaba cada vez más fuerte, el aire era más y más húmedo. La piel me picaba, no lograba concentrarme. En primer lugar, miré el gimnasio y el salón de actos. OK en ambos. La puerta seguía abriéndose y cerrándose con estrépito, parecía la cabeza de un demente haciendo gestos afirmativos y negativos. Sin regularidad alguna. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Ya sé que es una comparación extraña, pero a mí me dio esa sensación. De verdad.

En el interior de la escuela tampoco hallé ninguna anomalía. Todo estaba como siempre. Di una vuelta rápida y marqué OK en todas las casillas. Después de todo, no había ocurrido nada. Aliviado, me dispuse a volver a las dependencias de los bedeles. El último punto que había que inspeccionar era el cuarto de las calderas, en el extremo este del edificio. Las dependencias de los bedeles estaban en el extremo oeste. Por lo tanto, yo tenía que cruzar un largo pasillo de la planta baja para volver a mi habitación. Un pasillo negro como el carbón. Si había luna, estaba iluminado por su pálida luz, pero si no, no se veía nada en absoluto. Yo avanzaba dirigiendo el haz de luz de la linterna hacia delante. Aquella noche se aproximaba un tifón y no había luna. Muy de cuando en cuando se abría un jirón entre las nubes, pero la noche volvía a ser pronto tan oscura como boca de lobo.

Avanzaba a un paso más rápido de lo habitual. Las suelas de goma de las zapatillas de baloncesto producían pequeños chirridos al pisar el pavimento de linóleo. El pavimento era de color verde. De un verde oscuro como el musgo. Aún lo recuerdo. A medio pasillo se encontraba el vestíbulo. Me disponía a dejarlo atrás cuando: «¡Oh!», tuve un sobresalto. Me había parecido ver una figura en la oscuridad. Un sudor frío manó de mis axilas. Agarré con fuerza la espada de madera, me volví en aquella dirección. Apunté hacia allí el haz de luz de la linterna. Era por la zona donde estaba el mueble zapatero. Y era yo. Es decir, un espejo. Ni más ni menos. Era mi figura reflejada en un espejo. La noche anterior no había ninguno, seguro que acababan de colocarlo allí. ¡Vaya susto! Era un espejo grande, de cuerpo entero. Al tiempo que me tranquilizaba, me iba sintiendo ridículo. «¡Seré imbécil!», pensé. Plantado ante el espejo dirigí hacia abajo el haz de luz de la linterna, me saqué un cigarrillo del bolsillo y lo encendí. Di una calada contemplando mi imagen reflejada en el espejo. La tenue luz de las farolas penetraba por las ventanas y llegaba hasta el es-pejo. A mis espaldas, la puerta de la piscina seguía dando golpes impulsada por el viento. A la tercera calada me asaltó, de pronto, una sensación muy extraña. La imagen del espejo no era la mía. De hecho, sí, su aspecto exterior era idéntico al mío. No cabía la menor duda. Pero no acababa de ser yo. Lo supe instintivamente. No. No es exacto. Hablando con precisión, sí era yo. Pero era otro yo. Un yo que jamás debería haber tomado forma No me lo explico, me entendéis, ¿verdad? Es que ésa es una sensación terriblemente difícil de traducir en palabras. Sin embargo, lo único que comprendí entonces era que él me odiaba con todas sus fuerzas. Con un odio parecido a un poderoso iceberg que flota en un mar oscuro. Con un odio que no podrá ser jamás aliviado por nadie. Eso es lo único que comprendí. Me quedé plantado ante el espejo, atónito. El cigarrillo se me escapó por entre los dedos y cayó al suelo. El cigarrillo del espejo también cayó al suelo. Nos contemplábamos el uno al otro. No podía moverme, como si estuviera atado de pies y manos. Poco después, él movió una mano. Se acarició el mentón con las yemas de los dedos de la mano derecha y, luego, muy despacio, fue deslizando los dedos hacia arriba, como un insecto que le reptara por el rostro. Me di cuenta de que yo estaba imitando sus gestos. Como si fuera yo la imagen del espejo. O sea, que era él quien estaba intentando controlarme a mí.

 

En aquel momento hice acopio de las fuerzas que me quedaban y solté un alarido. Exclamé «¡Uoo!» o «¡Uaa!», o algo así. Entonces, las ataduras se aflojaron un poco y arrojé con todas mis fuerzas la espada de madera contra el espejo. Se oyó un ruido de cristales rotos. Eché a correr hacia mi habitación sin volverme una sola vez, cerré la puerta con llave y me cubrí con la manta. Me preocupaba el cigarrillo que había dejado caer en el pasillo. Pero fui incapaz de volver. El viento siguió soplando. La puerta de la piscina continuó golpeando con estrépito hasta poco antes del amanecer. «Sí, sí, no, sí, no, no, no...» Supongo que adivinaréis cómo termina la historia. Eso es, el espejo no había existido jamás. Cuando el sol ascendió por el horizonte, el tifón ya se había alejado. El viento amainó y el sol continuó arrojando sus rayos cálidos y claros. Me acerqué al vestíbulo. Había una colilla en el suelo. Había una espada de madera en el suelo. Pero no había ningún espejo. Nunca lo hubo. Nadie había emplazado jamás un espejo al lado del mueble zapatero. Ésta es la historia. Así que no vi ningún fantasma. Lo único que yo vi fue... a mí mismo. Pero aún no he podido olvidar el terror que experimenté aquella noche. Y siempre pienso lo siguiente: «El hombre únicamente se teme a sí mismo». ¿Qué opináis vosotros?

Por cierto, posiblemente os hayáis dado cuenta de que en esta casa no hay ningún espejo. Y, ¿sabéis?, se tarda bastante tiempo en aprender a afeitarse sin mirarse al espejo. De verdad.

 

Resumen

El narrador recuerda una experiencia aterradora de cuando era vigilante nocturno en una escuela, que le ocurrió cuando era joven. Durante una ronda nocturna, ve su reflejo en un espejo desconocido y siente que no es realmente él, sino otro "yo" que lo odia profundamente. Paralizado por el miedo, rompe el espejo con su espada y huye. A la mañana siguiente, descubre que el espejo nunca existió. Desde entonces, vive con el temor de su propia imagen y evita los espejos por completo.

Significado del cuento

El cuento El espejo de Haruki Murakami explora el miedo a uno mismo y la identidad. A través del reflejo que no solo lo imita, sino que parece tener voluntad propia y un profundo odio hacia él, el narrador experimenta el terror de confrontarse con su propio interior. La ausencia real del espejo sugiere que el miedo no proviene de algo externo, sino de su propia psique, sus inseguridades o aspectos reprimidos de su personalidad. La historia plantea la idea de que el mayor temor del ser humano no es lo sobrenatural, sino el miedo a su propia naturaleza, a lo desconocido dentro de sí mismo. Murakami sugiere que el verdadero horror no está en los fantasmas o fenómenos paranormales, sino en la confrontación con nuestro yo más profundo, aquel que tal vez preferimos no ver.

Otros cuentos de Haruki Murakami

Si te gusta este escritor, te recomiendo otros cuentos para adultos: Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril y El hombre de hielo. Además, te recomiendo el mejor cuento de Liliana Heker, La fiesta ajena.

martes, 28 de enero de 2025

La fiesta ajena, el mejor cuento de Liliana Heker

Liliana Heker

Liliana Heker es una extraordinaria ensayista, cuentista y novelista argentina, considerada una de las escritoras más destacadas de su país (puedes consultar su biografía aquí). Me gustaría presentarte uno de los cuentos más célebres de esta destacada escritora: La fiesta ajena. Este relato para adultos ha sido ampliamente comentado por la crítica y muy apreciado por los lectores. También puedes escucharlo en mi canal de YouTube: Carla Narraciones.

La fiesta ajena

En La fiesta ajena, Liliana Heker aborda temas como las diferencias de clase social, la inocencia infantil y el desengaño. Rosaura, la protagonista, es una niña de 9 años hija de una empleada doméstica, que asiste ilusionada a la fiesta de cumpleaños de su amiga Luciana, hija de una familia rica. Sin embargo, al final, su ilusión se rompe cuando no recibe un recuerdo como los demás niños, sino dinero, tratándola como "la hija de la sirvienta". Esto revela la discriminación y el abismo entre clases sociales, y marca el fin de su inocencia.

 

La fiesta ajena de Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.

–No me gusta que vayas –le había dicho–. Es una fiesta de ricos.

–Los ricos también se van al cielo–dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.

–Qué cielo ni cielo –dijo la madre–. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo.

A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.

–Yo voy a ir porque estoy invitada –dijo–. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.

–Ah, sí, tu amiga –dijo la madre. Hizo una pausa–. Oíme, Rosaura –dijo por fin–, esa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.

Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.

–Callate –gritó–. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.

Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza.

Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.

–Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. –¿Monos en un cumpleaños? –dijo–. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.

Rosaura se ofendió mucho. Además, le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.

–Si no voy me muero –murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:

–Qué linda estás hoy, Rosaura.

Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.

–Está en la cocina –le susurró en la oreja–. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.

Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: 'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:

–¿Y vos quién sos?

–Soy amiga de Luciana –dijo Rosaura.

–No –dijo la del moño–, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.

–Y a mí qué me importa –dijo Rosaura–, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.

–¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? –dijo la del moño, con una risita.

– Yo y Luciana hacemos los deberes juntas –dijo Rosaura, muy seria. La del moño se encogió de hombros.

–Eso no es ser amiga –dijo–. ¿Vas al colegio con ella?

–No.

–¿Y entonces, de dónde la conocés? –dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.

Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:

–Soy la hija de la empleada –dijo.

Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo.

También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.

–Qué empleada–dijo la del moño–. ¿Vende cosas en una tienda?

–No –dijo Rosaura con rabia–, mi mamá no vende nada, para que sepas.

–¿Y entonces cómo es empleada? –dijo la del moño.

Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.

– Viste –le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.

Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar.

Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.

Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.

Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo".

La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.

–¿Al chico? –gritaron todos.

–¡Al mono! –gritó el mago.

Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.

El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.

–No hay que ser tan timorato, compañero –le dijo el mago al gordito.

–¿Qué es timorato? –dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.

–Cagón –dijo–. Vaya a sentarse, compañero.

Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.

–A ver, la de los ojos de mora –dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.

No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:

–Muchas gracias, señorita condesa.

Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.

– Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "Muchas gracias, señorita condesa".

Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.

Su madre le dio un coscorrón y le dijo:

 –Mírenla a la condesa.

Pero se veía que también estaba contenta.

Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: "Espérenme un momentito".

Ahí la madre pareció preocupada.

–¿Qué pasa? –le preguntó a Rosaura.

–Y qué va a pasar –le dijo Rosaura–. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.

Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio, le dijo:

–Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.

Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:

–Qué hija que se mandó, Herminia.

Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.

En su mano aparecieron dos billetes.

–Esto te lo ganaste en buena ley–dijo, extendiendo la mano–. Gracias por todo, querida.

Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.

La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.

 

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Audiocuentos de Elena Poniatowska

Te recomiendo también dos audiocuentos maravillosos de Elena Poniatowskaque puedes escucharlos en YouTube.

viernes, 24 de enero de 2025

Cuentos de Elena Poniatowska

 

Elena Poniatowska

A continuación, te presento dos cuentos de Elena Poniatowska conocida como una de las plumas y mentes más destacadas de México. Estos cuentos para adultos: El recado y Cine Prado puedes escucharlos en mi canal, Carla Narraciones.  

El recado

Vine Martín, y no estás. Me he sentado en el peldaño de tu casa, recargada en tu puerta y pienso que en algún lugar de la ciudad, por una onda que cruza el aire, debes intuir que aquí estoy. Es este tu pedacito de jardín; tu mimosa se inclina hacia afuera y los niños al pasar le arrancan las ramas más accesibles… En la tierra, sembradas alrededor del muro, muy rectilíneas y serias veo unas flores que tienen hojas como espadas. Son azul marino, parecen soldados. Son muy graves, muy honestas. Tú también eres un soldado. Marchas por la vida, uno, dos, uno, dos… Todo tu jardín es sólido, es como tú, tiene una reciedumbre que inspira confianza.

 

Aquí estoy contra el muro de tu casa, así como estoy a veces contra el muro de tu espalda. El sol da también contra el vidrio de tus ventanas y poco a poco se debilita porque ya es tarde. El cielo enrojecido ha calentado tu madreselva y su olor se vuelve aún más penetrante. Es el atardecer. El día va a decaer. Tu vecina pasa. No sé si me habrá visto. Va a regar su pedazo de jardín. Recuerdo que ella te trae una sopa cuando estás enfermo y que su hija te pone inyecciones… Pienso en ti muy despacio, com si te dibujara dentro de mí y quedaras allí grabado. Quisiera tener la certeza de que te voy a ver mañana y pasado mañana y siempre en una cadena ininterrumpida de días; que podré mirarte lentamente aunque ya me sé cada rinconcito de tu rostro; que nada entre nosotros ha sido provisional o un accidente.

 

Estoy inclinada ante una hoja de papel y te escribo todo esto y pienso que ahora, en alguna cuadra donde camines apresurado, decidido como sueles hacerlo, en alguna de esas calles por donde te imagino siempre: Donceles y Cinco de Febrero o Venustiano Carranza, en alguna de esas banquetas grises y monocordes rotas sólo por el remolino de gente que va a tomar el camión, has de saber dentro de tí que te espero. Vine nada más a decirte que te quiero y como no estás te lo escribo. Ya casi no puedo escribir porque ya se fue el sol y no sé bien a bien lo que te pongo. Afuera pasan más niños, corriendo. Y una señora con una olla advierte irritada: “No me sacudas la mano porque voy a tirar la leche…” Y dejo este lápiz, Martín, y dejo la hoja rayada y dejo que mis brazos cuelguen inútilmente a lo largo de mi cuerpo y te espero. Pienso que te hubiera querido abrazar. A veces quisiera ser más vieja porque la juventud lleva en sí, la imperiosa, la implacable necesidad de relacionarlo todo con el amor.

 

Ladra un perro; ladra agresivamente. Creo que es hora de irme. Dentro de poco vendrá la vecina a prender la luz de tu casa; ella tiene llave y encenderá el foco de la recámara que da hacia afuera porque en esta colonia asaltan mucho, roban mucho. A los pobres les roban mucho; los pobres se roban entre sí… Sabes, desde mi infancia me he sentado así a esperar, siempre fui dócil, porque te esperaba. Sé que todas las mujeres aguardan. Aguardan la vida futura, todas esas imágenes forjadas en la soledad, todo ese bosque que camina hacia ellas; toda esa inmensa promesa que es el hombre; una granada que de pronto se abre y muestra sus granos rojos, lustrosos; una granada como una boca pulposa de mil gajos. Más tarde esas horas vividas en la imaginación, hechas horas reales, tendrán que cobrar peso y tamaño y crudeza. Todos estamos –oh mi amor– tan llenos de retratos interiores, tan llenos de paisajes no vividos.

 

Ha caído la noche y ya y casi no veo lo que estoy borroneando en la hoja rayada. Ya no percibo las letras. Allí donde no le entiendas en los espacios blancos, en los huecos, pon: “Te quiero…” No sé si voy a echar esta hoja debajo de la puerta, no sé. Me has dado un tal respeto de ti mismo… Quizá ahora que me vaya, sólo pase a pedirle a la vecina que te dé el recado: que te diga que vine.

 

Cine Prado

Señorita:

 

A partir de hoy, debe usted borrar mi nombre de la lista de sus admiradores. Tal vez convendría ocultarle esta deserción, pero, callándome, iría en contra de una integridad personal que jamás ha eludido las exigencias de la verdad. Al apartarme de usted, sigo un profundo viraje de mi espíritu, que se resuelve en el propósito final de no volver a contarme entre los espectadores de una película suya.

 

Esta tarde, más bien esta noche, usted me destruyó. Ignoro si le importa saberlo, pero soy un hombre hecho pedazos. ¿Se da usted cuenta? Soy un aficionado que persiguió su imagen en la pantalla de todos los cines de estreno y de barrio, un crítico enamorado que justificó sus peores actuaciones morales y que ahora jura de rodillas separarse para siempre de usted aunque el simple anuncio de Fruto prohibido haga vacilar su decisión. Lo ve usted, sigo siendo un hombre que depende de una sombra engañosa.

 

Sentado en una cómoda butaca, fui uno de tantos, un ser perdido en la anónima oscuridad, que de pronto se sintió atrapado en una tristeza individual, amarga y sin salida. Entonces fui realmente yo, el solitario que sufre y que le escribe. Porque ninguna mano fraterna se ha extendido para estrechar la mía.

 

Cuando usted destrozaba tranquilamente mi corazón en la pantalla, todos se sentían inflamados y fieles. Hasta hubo un canalla que rio descaradamente, mientras yo la veía desfallecer en brazos de ese galán abominable que la condujo a usted al último extremo de la degradación humana.

 

Y un hombre que pierde de golpe todos sus ideales, ¿no cuenta para nada, señorita?

 

Dirá usted que soy un soñador, un excéntrico, uno de esos aerolitos que caen sobre la Tierra al margen de todo cálculo.

 

Prescinda usted de cualquiera de sus hipótesis; el que la está juzgando soy yo, y hágame el favor de ser más responsable de sus actos, y antes de firmar un contrato o de aceptar un compañero estelar, piense que un hombre como yo puede contarse entre el público futuro y recibir un golpe mortal. No hablo movido por lo celos pero, créame usted, en Esclavas del deseo fue besada, acariciada y agredida con exceso. No sé si mi memoria exagera, pero en la escena del cabaret no tenía usted por qué entreabrir de esa manera sus labios, desatar sus cabellos sobre los hombros y tolerar los procaces ademanes de aquel marinero que sale bostezando después de sumergirla en el lecho del desdoro y abandonarla como una embarcación que hace agua.

 

Yo sé que los actores se deben a su público, que pierden en cierto modo su libre albedrío y que se hallan a la merced de los caprichos de un director perverso; sé también que están obligados a seguir punto por punto todas las deficiencias y las falacias del texto que deben interpretar, pero déjeme decirle que a todo el mundo le queda, en el peor de los casos, un mínimo de iniciativa, una brizna de libertad que usted no pudo o no quiso aprovechar.

 

Si se tomara la molestia, usted podría alegar en su defensa que desde su primera irrupción en el celuloide aparecieron algunos de los rasgos de conducta que ahora le reprocho. Es verdad; y admito avergonzado que ningún derecho ampara mis querellas. Yo acepté amarla tal como es. Perdón, tal como creí que era. Como todos los desengañados, maldigo el día en que uní mi vida a su destino cinematográfico. Y conste que la acepté toda opaca y principiante, cuando nadie la conocía v le dieron aquel papelito de trotacalles con las rayas de las medias chuecas y los tacones carcomidos, papel que ninguna mujer decente habría sido capaz de aceptar. Y sin embargo yo la perdoné, y en aquella sala indiferente y llena de mugre saludé la aparición de una estrella. Yo fui su descubridor, el único que supo asomarse a su alma, entonces inmaculada, pese a su bolsa arruinada y a sus vueltas de carnero. Por lo que más quiera en la vida, perdóneme este brusco arrebato.

 

Se le cayó la máscara, señorita. Me he dado cuenta de la vileza de su engaño. Usted no es la criatura de delicias, la paloma frágil y tierna a la que yo estaba acostumbrado, la golondrina de inocentes revuelos, el rostro perdido entre gorgueras de encaje que yo soñé, sino una mala mujer, hecha y derecha, un despojo de la humanidad, novelera en el peor sentido de la palabra. De ahora en adelante, muy estimada señorita, usted irá por su camino y yo por el mío. Ande, ande usted, siga trotando por las calles, que yo ya me caí como una rata en una alcantarilla. Y conste que lo de señorita se lo digo porque a pesar de los golpes que me ha dado la vida sigo siendo un caballero. Mi viejita santa me inculcó en lo más hondo el guardar siempre las apariencias. Las imágenes se detienen y mi vida también.

 

Así es que... señorita, tómelo usted, si quiere, como una despiadada ironía.

 

Yo la había visto prodigar besos y recibir caricias en cientos de películas, pero antes usted no alojaba a su dichoso compañero en el espíritu. Besaba usted sencillamente como todas las buenas actrices: como se besa a un muñeco de cartón. Porque, sépalo usted de una vez por todas. la única sensualidad que vale la pena es la que se nos da envuelta en alma, porque el alma envuelve entonces nuestro cuerpo, como la piel de la uva comprime la pulpa, la corteza guarda al zumo. Antes, sus escenas de amor no me alteraban, porque siempre había en usted un rasgo de dignidad profanada, porque percibía siempre un íntimo rechazo, una falla en el último momento que rescataba mi angustia y consolaba mi lamento. Pero en La rabia en el cuerpo, con los ojos húmedos de amor, usted volvió hacia mí su rostro verdadero, ese que no quiero ver nunca más. Confiéselo de una vez: usted está realmente enamorada de ese malvado, de ese comiquillo de segunda, ¿no es cierto? ¿Se atrevería a negarlo impunemente? Por lo menos todas las palabras, todas las promesas que le hizo, eran auténticas, y cada uno de sus gestos estaba respaldado en la firme decisión de un espíritu entregado.

 

¿Por qué ha jugado conmigo como juegan todas? ; ¿Por qué me ha engañado usted como engañan todas las mujeres, a base de máscaras sucesivas y distintas? ¿Por qué no me enseñó desde el principio, de una vez, el rostro desatado que ahora me atormenta?

 

Mi drama es casi metafísico y no le encuentro posible desenlace. Estoy solo en la noche de mi desvarío. Bueno, debo confesar que mi esposa todo lo comprende y que a veces comparte mi consternación. Estábamos gozando aún de los deliquios y la dulzura propia de los recién casados cuando acudimos inermes a su primera película. ¿Todavía la guarda usted en su memoria?

 

Aquella del buzo atlético y estúpido que se fue al fondo del mar, por culpa suya, con todo y escafandra. Yo salí del cine completamente trastornado, y habría sido una vana pretensión el ocultárselo a mi mujer. Ella, por lo demás, estuvo completamente de mi parte; y hubo de admitir que sus deshabillés son realmente espléndidos. No tuvo inconveniente en acompañarme al cine otras seis veces, creyendo de buena fe que la rutina rompería el encanto. Pero, ¡ay!, las cosas fueron empeorando a medida que se estrenaban sus películas. Nuestro presupuesto hogareño tuvo que sufrir importantes modificaciones, a fin de permitirnos frecuentar las pantallas unas tres veces por semana.

 

Está por demás decir que después de cada sesión cinematográfica pasábamos el resto de la noche discutiendo. Sin embargo, mi compañera no se inmutaba. Al fin y al cabo usted no era más que una sombra indefensa, una silueta de dos dimensiones, sujeta a las deficiencias de la luz. Y mi mujer aceptó buenamente tener como rival a un fantasma cuyas apariciones podían controlarse a voluntad, pero no desaprovechaba la oportunidad de reírse a costa de usted y de mí. Recuerdo su regocijo aquella noche fatal en que, debido a un desajuste fotoeléctrico, usted habló durante diez minutos con voz inhumana, de robot casi, que iba del falsete al bajo profundo... A propósito de su voz, sepa usted que me puse a estudiar francés porque no podía conformarme con el resumen de los títulos en español, aberrantes e incoloros. Aprendí a descifrar el sonido melodioso de su voz, y con ello vino el flagelo de entender a fuerza mía algunas frases vulgares, la comprensión de ciertas palabras atroces que puestas en sus labios o aplicadas a usted me resultaron intolerables. Deploré aquellos tiempos en que llegaban a mí, atenuadas por pudibundas traducciones; ahora, las recibo como bofetadas.

 

Lo más grave del caso es que mi mujer está dando inquietantes muestras de mal humor. Las alusiones a usted, y a su conducta en la pantalla, son cada vez más frecuentes y feroces.

 

Últimamente ha concentrado sus ataques en la ropa interior, y dice que estoy hablándole en balde a una mujer sin fondo.

 

Y hablando sinceramente, aquí entre nosotros, ¿a qué viene toda esa profusión de infames transparencias, ese derroche de íntimas prendas de tenebroso acetato? Si yo lo único que quiero hallar en usted es esa chispita triste y amarga que ayer había en sus ojos... Pero volvamos a mi mujer. Hace visajes y la imita.

 

Me arremeda a mí también. Repite burlona algunas de mis quejas más lastimeras. "Los besos que me duelen en Qué me duras me están ardiendo como quemaduras." Dondequiera que estemos se complace en recordarla, dice que debemos afrontar este problema desde un ángulo puramente racional, con todos los adelantos de la ciencia y echa mano de argumentos absurdos pero contundentes. Alega, nada menos, que usted es irreal y que ella es una mujer concreta. Y a fuerza de demostrármelo está acabando una por una con mis ilusiones. No sé qué va a ser de mí si resulta cierto lo que aquí se rumora, que usted va a venir a filmar una película y honrará a nuestro país con su visita. Por amor de Dios, por lo más sagrado, quédese en su patria, señorita.

 

Sí, no quiero volver a verla, porque cada vez que la música cede poco a poco y los hechos se van borrando en la pantalla, yo soy un hombre anonadado. Me refiero a la barrera mortal de esas tres letras crueles que ponen fin a la modesta felicidad de mis noches de amor, a dos pesos la luneta. He ido desechando poco a poco el deseo de quedarme a vivir con usted en la película y ya no muero de pena cuando tengo que salir del cine remolcado por mi mujer, que tiene la mala costumbre de ponerse de pie al primer síntoma de que el último rollo se está acabando.

 

Señorita, la dejo. No le pido siquiera un autógrafo, porque si llegara a enviármelo yo sería capaz de olvidar su traición imperdonable. Reciba esta carta como el homenaje final de un espíritu arruinado, y perdóneme por haberla incluido entre mis sueños. Sí, he soñado con usted más de una noche, y nada tengo que envidiar a esos galanes de ocasión que cobran un sueldo por estrecharla en sus brazos y que la seducen con palabras prestadas.

 

Créame sinceramente su servidor.

 

P. D.: Olvidaba decirle que escribo tras las rejas de la cárcel. Esta carta no habría llegado nunca a sus manos si yo no tuviera el temor de que el mundo le diera noticias erróneas acerca de mí.

 

Porque los periódicos, que siempre falsean los hechos, están abusando aquí de este suceso ridículo: "Ayer por la noche, un desconocido, tal vez en estado de ebriedad o perturbado de sus facultades mentales, interrumpió la proyección de Esclavas del deseo en su punto más emocionante, cuando desgarró la pantalla del cine Prado al clavar un cuchillo en el pecho de Françoise Arnoul. A pesar de la oscuridad, tres espectadores vieron cómo el maniático corría hacia la actriz con el cuchillo en alto y se pusieron de pie para examinarlo de cerca y poder reconocerlo a la hora de la consignación. Fue fácil porque el individuo se desplomó una vez consumado el acto"

 

Sé que es imposible, pero daría lo que no tengo con tal de que usted conservara para siempre en su pecho el recuerdo de esa certera puñalada.


Cuentos para adultos en YouTube

Alice Munro

Si te gusta este género literario, te recomiendo otros cuentos de esta escritora o un cuento maravilloso de Alice Munro. 

jueves, 23 de enero de 2025

Noche, un relato para adultos de Alice Munro


Alice Munro

A continuación, te presento un relato para adultos de Alice Munro, una cuentista canadiense considerada una de las escritoras contemporáneas más destacadas en lengua inglesa. Si deseas escuchar este relato, te invito a visitar mi canal de YouTube, Carla Narraciones. Si quieres conocer otros relatos de esta escritora, te recomiendo: Las lunas de Júpiter. 

 

Noche

 

En mi juventud parecía que no hubiese nunca un parto, o un apéndice reventado, o ninguna otra incidencia física de consideración si no ocurría a la vez que una tormenta de nieve. Las carreteras estarían cortadas, así que de todos modos no se podría pensar en sacar un coche, y habría que enganchar varios caballos para llegar al pueblo e ir al hospital. Era una suerte que siguiera habiendo caballos: en circunstancias normales la gente ya se hubiera deshecho de ellos, pero la guerra y el racionamiento de combustible habían alterado todo eso, al menos temporalmente.

Por eso cuando me empezó el dolor en el costado tenían que ser las once de la noche, y soplaba una ventisca y, como en ese momento en nuestro establo no había caballos, hubo que recurrir al tiro de los vecinos para llevarme al hospital. Un trayecto de apenas una milla y media, pero una aventura de todos modos. El médico estaba esperando, y nadie se sorprendió cuando se dispuso para extirparme el apéndice.

 

¿Se extirpaban más apéndices entonces? Sé que todavía sucede, y que es necesario, incluso sé de alguien que murió por no hacerlo a tiempo, pero en mi memoria ha quedado como una especie de rito al que pocas personas de mi edad debían someterse, o por lo menos no muchas, y no todas tan de improviso, y acaso no con tanta tristeza, porque traía consigo unas vacaciones de la escuela y daba cierta categoría: haber sido tocado por el ala de la mortalidad distinguía, aun fugazmente, del resto, en una época de la vida en que tal cosa podía llegar a ser grata.

 

Así que, ya sin apéndice, pasé varios días viendo por la ventana del hospital la nieve cernirse lóbregamente a través de unos árboles de hoja perenne. No creo que se me pasara por la cabeza en ningún momento pensar cómo iba a pagar mi padre esta distinción. (Creo que tuvo que desprenderse de una parcela de bosque que había conservado al vender la granja de su padre, con vistas a utilizarla para poner trampas, o hacer azúcar de arce, o tal vez movido por una nostalgia innombrable.)

 

Luego volví a la escuela, y disfruté que me dispensaran de Educación Física más tiempo del necesario, y un sábado por la mañana en que mi madre y yo estábamos solas en la cocina, me contó que en el hospital me habían extirpado el apéndice, tal y como yo pensaba, pero no fue lo único que me quitaron. Al médico le había parecido conveniente extirparlo, ya que estaba metido en faena, pero lo que más le preocupó fue un tumor. Un tumor, dijo mi madre, del tamaño de un huevo de pava.

Pero no te preocupes, dijo, ahora ya ha pasado todo.

La idea del cáncer en ningún momento se me ocurrió, y tampoco mi madre la mencionó nunca. No creo que hoy en día pueda hacerse una revelación como ésa sin alguna suerte de pregunta, alguna tentativa de esclarecer si lo era o no lo era. Maligno o benigno, querríamos saber inmediatamente. La única razón que se me ocurre para que no hablásemos de ello es que debía de ser una palabra envuelta en una neblina, similar a la neblina que envuelve la mención del sexo. O peor. El sexo era vergonzoso, pero sin duda encerraba algunas satisfacciones; desde luego nosotros las conocíamos, aunque nuestras madres no estuvieran al corriente. En cambio, la mera palabra «cáncer» evocaba una criatura oscura, putrefacta y hedionda, a la que no se miraba ni siquiera después de quitarla de en medio de una patada.

De modo que no pregunté, ni nadie me dijo nada, y sólo puedo suponer que era benigno o que lo extirparon con mucha eficacia, porque aquí estoy. Y tan poco pienso en ello porque toda la vida, cuando me piden que enumere las intervenciones quirúrgicas a las que me han sometido, automáticamente digo o escribo sólo «Apendicitis».

Esta conversación con mi madre probablemente tuvo lugar en las vacaciones de Semana Santa, cuando habían quedado atrás las ventiscas, la nieve de las montañas había desaparecido y los arroyos se desbordaban agarrándose a todo lo que se encontraran a su paso. El broncíneo verano estaba a la vuelta de la esquina. Nuestro clima no se andaba con devaneos, nada de clemencias.

En los primeros días calurosos de junio terminé la escuela con unas notas tan buenas como para librarme de los exámenes finales. Tenía buen aspecto, hacía las tareas de la casa, leía libros como de costumbre, nadie se percató de que me pasaba algo.

Tengo que describir ahora el dormitorio que ocupábamos mi hermana y yo. Era un cuarto pequeño en el que no cabían dos camas individuales, una al lado de la otra, de manera que la solución fue poner literas y colocar una escalerilla por la que trepaba la que dormía en la cama de arriba. Esa era yo. Cuando estaba en la edad de las tomaduras de pelo, levantaba una de las esquinas del fino colchón y amenazaba con escupir a mi hermana pequeña, indefensa en la litera de abajo. Claro que mi hermana, que se llamaba Catherine, no estaba indefensa del todo. Podía esconderse bajo las mantas; pero mi juego consistía en observar hasta que la asfixia o la curiosidad la hacían salir de nuevo, y en ese momento escupirle en plena cara, o fingir que lo hacía y conseguir el efecto deseado, enfureciéndola.

Ahora ya era demasiado mayor para hacer esas tonterías, desde luego. Mi hermana tenía nueve años y yo catorce. La relación entre nosotras siempre fue desigual. Cuando no estaba atormentándola, fastidiándola con alguna necedad, adoptaba el papel de sofisticada consejera o le contaba historias espeluznantes. La disfrazaba con la ropa vieja que se guardaba en el arcón del ajuar de mi madre, prendas demasiado buenas para cortarlas y hacer edredones, y demasiado raídas y preciosas para que nadie las usara. Le ponía el carmín endurecido de mi madre en los labios, le empolvaba la cara y le decía que estaba preciosa. Era preciosa, sin asomo de duda, pero cuando terminaba de pintarla parecía una muñeca extranjera estrafalaria.

No pretendo decir que ejercía sobre ella un dominio total, ni siquiera que nuestras vidas se entrelazaran constantemente. Ella tenía sus propios amigos, sus propios juegos. Juegos que tendían más a la domesticidad que al glamour. Sacar de paseo a las muñecas en sus carricoches, o a veces, en lugar de las muñecas, a algún gatito disfrazado que siempre desesperaba por escapar. Además había sesiones de juego en las que alguien era la maestra y podía pegar al resto en los antebrazos con una vara y hacerles llorar de mentirijilla, por infracciones y estupideces varias.

Ya he dicho que en el mes de junio quedé libre de ir a la escuela y me dejaron a mi aire, como no recuerdo haberlo estado en ninguna otra época de mi crecimiento. Ya he dicho que hacía algunas tareas en la casa, pero mi madre aún debía de encontrarse con las fuerzas necesarias para ocuparse de la mayor parte de ellas. O quizá teníamos bastante dinero en esa época para contratar alguien a quien mi madre se referiría como «una sirvienta», aunque todo el mundo dijera «una empleada». En cualquier caso no recuerdo haberme enfrentado a ninguno de los trabajos que se me amontonaron los veranos siguientes, cuando luché por mantener la dignidad de nuestra casa. Por lo visto el misterioso huevo de pava me concedía cierta condición de inválida, así que a ratos podía deambular por ahí como alguien de visita.

Aunque sin darme aires de ser especial. Nadie en nuestra familia se hubiera salido con la suya en eso. Iba todo por dentro, esa inutilidad y extrañeza que sentía. Y tampoco era una inutilidad constante. Recuerdo haberme agachado a entresacar los brotes de zanahorias, igual que todas las primaveras, para que las raíces alcanzaran un tamaño decente.

Debió de ser simplemente que no había cosas por hacer a todas horas, como ocurrió los veranos de antes y después.

Quizá fue esa la razón de que empezara a costarme conciliar el sueño. Al principio, creo que me limitaba a quedarme despierta en la cama hasta cosa de medianoche y me asombraba estar tan despabilada, mientras el resto de la casa dormía. Había leído, me cansaba como de costumbre, apagaba la luz y esperaba. Nadie había venido a decirme que apagara la luz y me durmiera. Por primera vez en la vida (y esto también debió de marcar una condición especial) me dejaban a mí decidir esas cosas.

La casa iba transformándose, de la luz del día hasta que las luces de la casa se encendían a última hora de la tarde, del trajín general de las cosas por hacer, tender y terminar, hasta convertirse en un lugar más extraño, en el que las personas y el trabajo que gobernaba sus vidas languidecían, las necesidades de cuanto les rodeaba languidecían, y los muebles se retraían hacia dentro sin menoscabo ni requerir atención alguna.

Podría pensarse que era un alivio. Al principio tal vez lo fuera. La libertad. La novedad. Sin embargo, a medida que mi dificultad para conciliar el sueño se extendía y finalmente se apoderaba completamente de mí hasta el amanecer, se convirtió en una creciente preocupación. Empecé a recitar rimas, luego poesía de verdad, primero para obligarme a perder la conciencia, y ya después al margen de mi voluntad. Aun así, era una actividad que parecía burlarse de mí. Era yo quien me burlaba de mí misma a medida que las palabras terminaban en el absurdo, en un discurso tonto sin pies ni cabeza.

No era yo.

Había oído decir eso a veces de otra gente, toda la vida, sin pensar qué podía significar.

¿Quién crees que eres, entonces?

También había oído decir eso, sin atribuirle una verdadera amenaza al comentario, tomándolo simplemente como una especie de mofa rutinaria.

Vuelta a pensar.

Para entonces no era dormir lo que quería. Sabía que de todos modos lo más probable era que no me durmiera. Quizá ni siquiera era deseable. Había algo que se estaba apoderando de mí y tenía la obligación, la esperanza, de vencerlo. No me faltaba sentido común para lograrlo, aunque al parecer tampoco me sobraba. Había algo intentando decirme que hiciera cosas, no por una razón concreta sino sólo por ver si tales actos eran posibles. Algo me estaba informando de que no hacían falta motivos.

Sólo hacía falta rendirse. Qué extraño. No por venganza, ni siquiera por crueldad, sino sólo por haber acariciado una idea.

Y desde luego lo había hecho. Cuanto más me esforzaba por desterrar esa idea, más acudía. Sin deseo de venganza, sin odio: ya digo, sin otra razón que una suerte de pensamiento profundo y absolutamente frío, no tanto un impulso como una contemplación, pudiera apoderarse de mí. Algo en lo que no debía pensar, pero en lo que pensaba.

La idea existía y persistía en mi cabeza. La idea de que yo pudiera estrangular a mi hermana pequeña, que dormía en la litera de abajo y a la que quería más que a nadie en el mundo.

No lo haría por celos de ninguna clase, malevolencia o rabia, sino en un acceso de locura, la locura que acaso yacía junto a mí ahí mismo durante la noche. Y tampoco una locura feroz, sino algo más próximo a una broma pesada. Una insinuación perezosa, burlona, medio indolente, que parecía llevar al acecho mucho tiempo.

Sería decir por qué no. ¿Por qué no probar lo peor?

Y lo peor ahí, en el lugar más familiar de todos, la habitación en la que habíamos dormido toda la vida y donde nos creíamos a salvo. Y lo haría sin ninguna razón que yo misma o cualquiera fuese capaz de entender, más que por no haber podido evitarlo.

La única solución era levantarse, salir de esa habitación y de la casa. Bajé los travesaños de la escalerilla sin mirar en ningún momento hacia el lugar donde mi hermana dormía. Luego, en silencio, hasta la planta de abajo sin despertar a nadie y llegar a la cocina, que conocía tan bien como para orientarme sin luz. La puerta de la cocina no estaba cerrada con llave, ni siquiera estoy segura de que la hubiera. Encajábamos una silla bajo el pomo de la puerta, para que si entraba alguien hiciese mucho alboroto. Despacio y con cuidado se podía quitar la silla sin el menor ruido.

 Tras la primera noche logré encadenar mis movimientos sin interrupción y salir de la casa en un par de segundos.

Listo. Al principio todo estaba oscuro, porque habría pasado mucho rato en vela y se habría ocultado la luna. Varias noches me quedé en la cama hasta que creí que no podía más, como si fuese una derrota dejar de intentar dormir, pero al cabo empecé a abandonar la cama por costumbre, en cuanto la casa parecía estar soñando. Y también la luna tenía sus propias costumbres, así que a veces me daba la impresión de salir a un estanque de plata.

Por supuesto no había alumbrado público: vivíamos demasiado lejos del pueblo.

Todo era más grande. A los árboles de alrededor de la casa siempre los llamábamos por su nombre: la haya, el olmo, el roble, los álamos, en plural y sin distinciones, porque crecían muy juntos. El lilo blanco y el lilo violeta, a los que nunca nos referíamos como arbustos porque se habían hecho enormes. El terreno que rodeaba la casa por delante, por detrás y por ambos lados, era de tránsito fácil, porque yo misma cortaba la hierba pensando que nos daba el aire respetable de las casas del pueblo. Mi madre pensó lo mismo una vez y plantó una zona de césped más allá de los lilos, bordeándola con espíreas y ranúnculo, pero para entonces todo eso había desaparecido.

La cara este y la cara oeste de nuestra casa daban a dos mundos distintos, o eso me parecía. La cara este miraba al pueblo, aunque no pudiera verse ningún pueblo desde allí. A dos millas escasas había hileras de casas, con farolas en las calles y agua corriente, y a pesar de que pudiera verse, como he dicho, no estoy del todo segura de que no se apreciara un débil resplandor si se observaba el tiempo necesario. Hacia el oeste, nada interrumpía jamás la vista a la amplia curva del río, y los campos, y los árboles y las puestas de sol.

Caminaba de un lado a otro, primero cerca de la casa, y luego aventurándome aquí o allá, a medida que me acostumbré a confiar en mi vista y en no tropezar con la bomba de agua o la plataforma que sostenía la cuerda de tender la ropa. Los pájaros empezaban a agitarse y a cantar, como si a todos se les hubiera ocurrido lo mismo por separado, en las copas de los árboles. Despertaban mucho más temprano de lo que hubiera imaginado. Pero pronto, poco después de aquellos primeros trinos madrugadores, el cielo empezaba a clarear. Entonces volvía a entrar en la casa, donde de repente la oscuridad lo envolvía todo, y con cuidado, en silencio, ajustaba debidamente el pomo de la puerta torcida y subía las escaleras sin un solo ruido, manipulando puertas y escalones con la necesaria cautela, aunque parecía ya medio dormida. Me hundía en mi almohada y me levantaba tarde; tarde en nuestra casa eran las nueve.

En ese momento lo recordaba todo, pero era tan absurdo ―la parte mala, desde luego, era tan absurda― que ni siquiera llegaba a inquietarme. Mi hermano y mi hermana ya se habían ido a la escuela: al no haber sacado buenas notas en los exámenes, como yo, seguían yendo a clase. Cuando volvían a casa por la tarde, era inconcebible que mi hermana hubiese corrido semejante peligro. Era absurdo. Nos mecíamos juntas en la hamaca, una en cada punta.

En esa hamaca pasaba yo la mayor parte del día, y esa pudo ser la sencilla razón de que por la noche no lograra conciliar el sueño. Y, como no hablaba de mis problemas nocturnos, a nadie se le ocurrió darme el sencillo consejo de hacer más actividades durante el día.

Mis problemas regresaban con la noche, por supuesto. Los demonios se apoderaban de mí de nuevo. Y lo cierto es que la situación empeoró. Me levantaba y salía de mi litera sabiendo de sobra que era inútil fingir que las cosas se arreglarían y que me quedaría dormida de poner el empeño suficiente. Recorría el camino para salir de la casa con el mismo sigilo que antes. Llegué a orientarme con mayor facilidad, incluso el interior de aquellas habitaciones se me hizo más visible, y más extraño a la vez. Lograba distinguir el machihembrado del techo de la cocina, que colocaron al construir la casa, quizás hacía un siglo, y el marco de la ventana que daba al norte, roído en algunas partes por un perro que una noche quedó encerrado en la casa, mucho antes de que yo naciera. Recordé algo que había olvidado completamente: allí, en un lugar desde el que mi madre podía vigilarme por la ventana que daba al norte, era donde me ponían a jugar con un cajón de arena. Una espléndida mata de margaritas amarillas florecía en ese mismo sitio ahora y por la ventana prácticamente no se veía nada.

La pared de la cocina que miraba al este no tenía ventana, sino una puerta que daba a un porche, donde tendíamos la colada más gruesa y la recogíamos cuando estaba seca y todo olía fresco y triunfante, desde las sábanas blancas a los bastos petos oscuros de trabajo.

En ese porche me detenía a veces en mis paseos nocturnos. Nunca me sentaba, pero me tranquilizaba mirar hacia el pueblo, aunque sólo fuera para inhalar la sensatez que transmitía. Pronto todo el mundo se levantaría, con sus compras por hacer, sus puertas por abrir y sus escaparates por arreglar: el trajín cotidiano.

Una noche, que pudo ser la vigésima o la duodécima, o apenas la octava o la novena que me levantaba y me ponía a caminar, tuve la impresión, demasiado tarde para cambiar el paso, de que había alguien a la vuelta de la esquina. Alguien estaba esperando allí y no pude hacer otra cosa que seguir adelante. Si daba media vuelta me pillarían.

¿Quién era? Mi padre, nada más. Él también miraba hacia el pueblo y aquella luz tenue e improbable. Llevaba ropa de diario: pantalones de trabajo oscuros, no exactamente un peto, y camisa oscura y botas. Estaba fumando un cigarrillo. De liar, claro. Tal vez el humo del cigarrillo me alertara de otra presencia, aunque es posible que en aquellos tiempos el olor a humo de tabaco estuviese por todas partes, dentro y fuera.

Buenos días, me dijo, de un modo que podía parecer natural pero que de natural no tenía nada. No teníamos costumbre de saludarnos así en mi familia. No por hostilidad, sólo que se consideraba innecesario, supongo, saludar a alguien al que verías a cada rato a lo largo del día.

Buenos días, le contesté. Y de hecho pronto iba a hacerse de día, o mi padre no hubiera llevado ropa de trabajo. Quizá el cielo clareaba, pero oculto aún entre los tupidos árboles. Quizá también cantaban los pájaros. Cada vez me quedaba fuera de la cama hasta más tarde, aunque ya no me reconfortaba como al principio. Las posibilidades que antes habitaran únicamente el dormitorio, las literas, estaban conquistando todos los rincones.

Ahora que lo pienso, ¿por qué mi padre no llevaba el peto de trabajo? Iba vestido como si tuviera que ir al pueblo para hacer algún recado a primera hora de la mañana.

No pude seguir caminando, se había roto completamente el ritmo.

―¿Te cuesta dormir? ―me dijo.

Mi primer impulso fue decir que no, pero entonces pensé en las dificultades de explicar que sólo estaba dando una vuelta, así que dije que sí.

Dijo que eso solía pasar las noches de verano.

―Te vas a la cama rendida y entonces, justo cuando crees que te estás quedando dormida, te desvelas. ¿No es así?

Dije que sí.

En ese momento supe que no era la primera noche que me había oído levantarme y dar vueltas por ahí. La persona que tenía el ganado en la finca y velaba de cerca por lo poco que le procuraba el sustento, la persona que guardaba un revólver en el cajón del escritorio, sin duda se despertaba con el menor crujido en las escaleras o el más sigiloso giro de un pomo.

No estoy segura de hacia dónde pensaba mi padre encaminar la conversación acerca de mis problemas de sueño. Había dicho que desvelarse era un fastidio. ¿Eso sería todo? Desde luego yo no pensaba contarle nada. Si hubiese dejado entrever que sabía que había más, incluso si hubiese insinuado que estaba allí con el propósito de oírlo, no creo que me hubiera sonsacado nada. Tuve que ser yo la que rompiera el silencio por voluntad propia, diciendo que no podía dormir. Que tenía que salir de la cama y andar.

Tenía sueños.

No sé si me preguntó si eran pesadillas.

Podía darse por hecho, creo.

Me dio tiempo a continuar, no preguntó nada. Yo quería evitarlo, pero seguí hablando. La verdad afloró, apenas alterada.

Cuando hablé de mi hermana pequeña dije que me daba miedo hacerle daño. Creí que entendería a qué me refería. Matarla. No hacerle daño. Matarla, y sin ningún motivo. Una posesión.

Realmente, una vez lo solté no hubo ninguna satisfacción. Tenía que decirlo en ese momento. Matarla.

Así ya no podría desdecirme, no podría volver a ser la persona que había sido hasta entonces.

Mi padre lo había oído. Había oído que me creía capaz (sin ningún motivo, simplemente capaz) de estrangular a mi hermana pequeña mientras dormía.

―Bueno ―dijo. Luego dijo que no me preocupara. Y añadió―: A veces a la gente se le ocurren esas cosas.

Hablaba con gravedad, pero sin dar muestras de alarma o sobresalto. A la gente le asaltan esa clase de ideas, o miedos, si lo prefieres, pero no hay por qué preocuparse de verdad, no más que si fuera un sueño. Probablemente tenga que ver con el éter.

No dijo explícitamente que no existía ningún peligro de que hiciera algo así. Parecía más bien dar por hecho que semejante cosa no podía suceder. Un efecto del éter, dijo. No tiene más trascendencia que un sueño. No podía suceder, del mismo modo que un meteorito no podía caer encima de nuestra casa; por supuesto que podía, pero la probabilidad de que ocurriera lo ponía en la categoría de lo imposible.

Aun así, no me culpó por pensarlo.

Podría haber dicho otras cosas. Podría haber cuestionado mi actitud hacia mi hermana pequeña o mi descontento con la vida que llevaba. Si esto ocurriese hoy, me habría pedido una cita con un psiquiatra. (Creo que es lo que yo habría hecho, una generación después, y con otros ingresos.) Tampoco dijo que no me culpaba, en su lugar.

La verdad es que lo que hizo funcionó mejor. Me afianzó, sin burla y sin alarma, en el mundo en que vivíamos.

Si un padre o una madre vive lo suficiente, descubre que ha cometido errores que no se molestó en ver, además de los que vio perfectamente, y se siente un poco humillado en el fondo, a veces disgustado consigo mismo. No creo que mi padre sintiera nada parecido, pero sé que si alguna vez le hubiese planteado la cuestión, me habría dicho que si no me gustaba, me tocaba aguantarme, o algo por el estilo. Los encuentros que tuve de niña con su cinturón o la correa con que afilaba las cuchillas (¿por qué digo encuentros? Es para demostrar que ya no soy una llorica, que puedo quitar hierro al asunto), no serían en su recuerdo, si es que los recordaba, más que un modo apropiado de atajar a una cría respondona que imaginaba que podía llevar la voz cantante.

―Te creías demasiado lista ―sería la razón que me hubiera dado, un comentario que por lo demás se oía mucho en aquellos tiempos. No siempre iba dirigido a mí, pero algunas veces sí.

Sin embargo, aquel día al romper el alba, mi padre me dio justamente lo que necesitaba oír, y que poco después olvidaría.

He pensado que quizá llevaba sus mejores ropas de trabajo porque tenía una cita en el banco, donde supo, sin sorprenderse, que no iban a prorrogarle el préstamo; se había dejado la piel trabajando, pero las leyes del mercado no iban a revertirse y tuvo que buscar una nueva manera de mantenernos y a la vez pagar lo que debía. O tal vez averiguó que existía un nombre para los temblores de mi madre, y que no iban a desaparecer. O que estaba enamorado de una mujer imposible.

Qué más da. A partir de entonces pude dormir.

 

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